La puerta de las siete cerraduras (11 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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Se hizo de día. Dick se sentía cansado. Se echó sobre la cama, medio vestido; se tapó con una manta, e inmediatamente se quedó dormido.

CAPÍTULO XIV

Le despertó el timbre del teléfono. Dio media vuelta en la cama y descolgó el receptor.

—¡Vamos! —dijo, agradablemente sorprendido—. ¡No esperaba que se acordase usted de mí!

Se oyó una risa lejana.

—¿Me ha reconocido usted? —decía la voz—. ¡Qué inteligencia! He ido a verle a usted hace media hora y el portero me dijo que no estaba usted en casa.

—¿Le sucede a usted algo?

—No —dijo Sybil Lansdown, vacilante—. Sólo quería consultar con usted. Se dice así técnicamente. ¿verdad?

—Venga usted en seguida. Yo procuraré ablandar al portero.

Sybil no comprendía por qué motivo había necesidad de ablandar al portero. A Dick no le quedaba apenas tiempo sino para tomar un baño y prepararse su propio desayuno. Cuando estaba convertido en cocinero llegó Sybil.

—He concedido vacaciones a mi sirvienta —dijo Dick—, y aunque yo pase grandes trabajos, eso impresiona mucho a la mayoría de las gentes.

—Entonces me impresionaré —replicó Sybil, riéndose—. Pero ¿no nota usted olor a quemado? Dick volvió a la cocina seguido de la muchacha.

—Le recomiendo —dijo ésta— que cuando fría usted huevos ponga grasa en la sartén,
mister
Martin. ¡Es usted muy poco doméstico!... Pero ¿qué es esto, Dios mío?

Sybil señalaba a la escala recogida por Dick, tirada en un rincón de la cocina.

—Esta es mi escala para casos de incendio —respondió el joven, riéndose—. Yo soy un hombre temeroso, que no puede dormir sin asegurarse antes que no va a morir tostado..., con grasa o sin grasa, mientras duerme.

—Nunca se me ocurrió pensar que fuese usted así —dijo ella, sacando los huevos de la sartén, científicamente, y colocándolos en un plato—. Las doce del día es una lamentable hora de desayunar; pero esperaré a que termine usted. Se acaba usted de levantar, ¿verdad? ¿Le he despertado?

—En efecto. Ahora,
miss
Lansdown, dígame lo que le sucede.

—Acabe su desayuno.

Sybil esperó amablemente, con un poco de zalamería, hasta que Dick terminó de desayunarse. Después continuó: —Cuando usted se marchó de casa estuve hablando con mi madre. La dejó usted realmente preocupada. Pero no lo lamente usted, porque yo estoy segura de que todo lo que usted nos dijo era muy importante. Tuvimos una larga conversación y como consecuencia de ella, esta mañana he ido a ver a
mister
Havelock y le he contado mi viaje y el incidente de la llave.
Mister
Havelock se ha preocupado mucho y quiere que la Policía me proteja. Me costó un gran esfuerzo el evitar que telefonease a Scotland Yard. Entonces se me ocurrió una idea que le dejó sorprendido, me parece.

—¿Qué idea? —preguntó Dick.

—No se la digo a usted. Quiero darle una sorpresa. ¿Tiene usted automóvil?

—Sí.

—¿Tiene sitio para tres personas?

—¿Quién es la otra? —interrogó Dick, contrariado al pensar que su
tete á tete
con la muchacha iba a ser estropeado por la presencia de una tercera persona.


Mister
Havelock. Vamos a ir a las tumbas de los Selfords —replicó ella dramáticamente.

—Parece que ha adivinado usted mi pensamiento. Yo me disponía a hacer solo esa excursión esta tarde.

—A usted solo no le hubiera sido posible ver las tumbas. Y le advierto que es un espantoso sitio, lleno de malezas. Mi madre no quería que yo fuese con usted.
Mister
Havelock se ha prestado amablemente a acompañarnos, porque conoce aquel lugar y su historia. Iremos a buscarle a su oficina, a las dos y media. ¿Quiere usted llevar la llave que tiene?

—Las dos llaves. Ahora soy coleccionista de llaves.

Sybil cogió su bolso y se puso en pie.

—¿Qué misterio es ése? —preguntó Dick al ver que en el rostro de la muchacha se reflejaba cierto aire de triunfo, como si hubiese realizado algún importante descubrimiento.

—Esta tarde lo sabrá usted.

El la vio alejarse desde la puerta. Después se afeitó y terminó su
toilette
. A la una de la tarde ya había retirado del Banco las dos llaves, y a la una y media detenía su «auto» a la puerta de la casa número 107 de Coram Street. Sin duda, la muchacha le estaba esperando, pues apareció en la puerta apenas hubo llamado él.

—¿Trae usted las llaves? —dijo casi al mismo tiempo que se saludaban—. A mi madre no le agrada el que yo vaya. La pone muy nerviosa todo lo que se relaciona con la familia Selford.

—Pero ¿de qué misterio se trata?

—Ya lo verá usted. Yo también tengo mis métodos misteriosos. Ni siquiera me ha preguntado usted cómo no estoy en la biblioteca. Hoy es día de fiesta allí. Para celebrar el nacimiento del hombre que abrió la biblioteca, nosotros la cerramos. ¿Sabe usted conducir bien?

—No tengo rival —respondió Dick modestamente. Dick se dio cuenta de que Sybil estaba un poco excitada; acaso se había contagiado de la nerviosidad de su madre. En realidad, si la muchacha tenía algún presentimiento de peligro, lo que iba a ocurrir este día justificaba sus temores. Y en cuanto a Dick, si le hubiera sido posible adivinar las vicisitudes que le acechaban, habría estrellado su «auto» contra un poste del alumbrado público.

Al llegar a Lincoln's Inn Fields se detuvieron frente a la casa en donde se hallaba la oficina de
mister
Havelock. Cuando éste subió al «auto» sonreía satisfecho, con una perspectiva de humor y de aventura.

—¿Qué le parece a usted,
mister
Martin? —dijo—. Un detective recibiendo una lección de un aficionado... ¿Ha reflexionado usted acerca de la teoría de
miss
Lansdown?

—No conozco esa teoría —respondió Dick, virando hábilmente entre un automóvil y un autobús—. Voy en busca de una emoción desconocida.

—Espero que la encontrará usted —dijo secamente Havelock—. Francamente, yo no hubiese venido a esta pequeña excursión, pero tengo que hacer mi visita mensual a Selford Hall y un abogado no pierde nunca una oportunidad de economizar gastos. Usted,
mister
Martin, aparecerá en la cuenta de gastos de la hacienda de Selford como una economía.

A Havelock le producían verdadera diversión sus propias ocurrencias.

El automóvil atravesó Horsham y se encaminó hacia la derecha de Pudborough Road. A las dos horas, aproximadamente, de haber salido de la ciudad se detenía delante de las enormes puertas del jardín de la casa. Al sonido de la bocina una desaliñada y sucia mujer abrió la puerta y saludó amablemente a
mister
Havelock. El automóvil avanzó por un camino bien conservado.

—La casa —explicó el abogado— debe ser conservada como está, y uno de mis trabajos es contratar un cuerpo de servidumbre en el momento en que nuestro errante y joven lord decida venir a instalarse en su tierra nativa.

—¿Hay algún criado en la casa? —preguntó Dick.

—Solamente un guarda y su esposa. Una vez al mes vienen unas cuantas mujeres del pueblo para hacer una limpieza general de la casa. Por supuesto, se necesita una gran reparación y no comprendo por qué él no quiere que se hagan las obras necesarias. Por cierto que hoy he tenido una carta suya. Aplaza su llegada hasta diciembre, lo cual significa que no quiere pasar aquí el invierno.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Dick.

—Me seria muy difícil explicárselo a usted —respondió Havelock, sonriéndose—. Estaba en El Cairo cuando salió de allí el correo inglés. Probablemente estará ahora en Damasco o en Jerusalén. Confieso francamente que me gustaría verle en Jericó.

Selford House ofrecía un aspecto nada agradable, de un severo estilo Tudor. A Dick, poco versado en estilos, le pareció una especie de pajar construido con ladrillos y al cual se habían añadido unas cuantas chimeneas. El «auto» se detuvo en una pequeña plazoleta, delante del porche.

—Mejor será que nos apeemos aquí —dijo Havelock—. Sólo tendremos que andar una milla por el monte.

Al ruido del automóvil acudió el guarda de la finca, un hombre de mediana edad, que cambió algunas palabras con el abogado acerca de la hacienda. Habló de la necesidad de hacer obras de reparación y de un roble que había sido abatido en una reciente tormenta.

—Bueno, vamos —dijo Havelock. Se pusieron en marcha, atravesando un prado cuya hierba, según observó Dick, había sido cortada recientemente; pasaron por una puerta situada en el patio de una especie de pequeña granja, en el que había media docena de gallinas y un perro. Todavía tuvieron que pasar por otra puerta dentro del mismo parque. Aunque no había verdadero camino, un sendero se alargaba bordeando el monte donde se había construido el edificio, entre maleza, v que conducía a un bosquecillo, frente al cual se levantaba una larga y oscura línea de árboles. Cuando subieron la pequeña cuesta. Dick sintió la impresión de hallarse en un lugar sin apariencias de vida y recordó la descripción que del mismo le había hecho Sybil. Los árboles, a pesar de su húmedo verdor, parecían muertos. No se movía ni una hoja de sus ramas en este día sin aire. Una nube negra iba cubriendo rápidamente aquel trozo de cielo y hacía más densa la oscuridad del sitio.

—Temo que llueva —dijo Havelock—. Ya estamos muy cerca.

De nuevo volvió a verse el sendero serpenteando entre los árboles y siempre en sentido ascendente. Llegaron de modo inesperado a un llano, en medio del cual había una roca con forma de cúpula.

—A esta roca —explicó
mister
Havelock, señalándola con su bastón —se la denomina «Piedra de Selford», y es la entrada a las tumbas.

La roca tenía en su parte frontal una cortadura de forma oblonga cubierta con una reja de acero enmohecida; pero, según observó Dick, de enorme fortaleza.
Mister
Havelock puso en el suelo las linternas que había traído, y una por una las fue encendiendo; después sacó del bolsillo una gruesa llave, de aspecto antiquísimo, y la introdujo en la tosca cerradura. Sólo con media vuelta cedieron las guardas de aquélla y la puerta se abrió, produciendo un largo y agudo chirrido.

—Iré yo delante —dijo el abogado, empezando a bajar un tramo de escalera mohosa.

Detrás iba Sybil, quedando Dick a retaguardia. E! detective contó doce escalones, y a la luz de su linterna vio una pequeña habitación abovedada, y a cuyo final había otra puerta de acero menos fuerte que la de entrada. La misma llave, al parecer, abrió las dos puertas.

Detrás de esta segunda puerta se veían veinte cavidades o pequeñas capillas que parecían exteriormente celdas, con sus pesadas puertas de roble y sus toscos y grandes goznes, y en las cuales había varios nombres grabados, algunos indescifrables por haberse roto o deshecho la madera.

Las capillas se extendían a ambos lados del estrecho pasadizo, en el cual se detuvieron los visitantes. Al final había otra capilla, la número 21, que se diferenciaba de las otras en que su puerta era de piedra, o lo parecía a primera vista. Se diferenciaba también en otros aspectos, según descubrió Dick.

El abogado se volvió hacia Dick, y con la linterna en alto, para que pudiera ver mejor, le dijo:

—Esto es lo que
miss
Lansdown quiere que usted vea: «La puerta de las siete cerraduras.» Dick examinó la puerta. Esta tenía, uno debajo de otro, siete abultados círculos, cada uno con una larga hendidura para poder introducir la llave.

Dick lo comprendió todo entonces. ¡A este espantoso lugar rué conducido Lew Pheeney para trabajar bajo la amenaza de la muerte!

La puerta tenía un marco de fantástico labrado ornamental. Un esqueleto de piedra había sido grabado en cada pilar, y era tan perfecta su ejecución, que daban la sensación de la realidad. El propio Dick sintió cierta emoción. Golpeó la puerta con los nudillos. La puerta era muy sólida. De su solidez muy pronto iba a cerciorarse.

—¿Quién hay aquí? —preguntó. Havelock le mostró con un gesto la inscripción:

SIR. HUGH SELFORD KT.

Fundador de la Casa Selford

Aquí reposa tranquilo como una rata el fundador de la Casa Selford.

Una maldición para quien se burle del que yace bajo siete cerraduras.

DIOS LE TENGA EN SU GRACIA

-La inscripción —dijo Havelock es posterior a la época en que murió Hugh.

—¿Está enterrado aquí? —preguntó Dick muy despacio—. ¿Qué hay ahí dentro?

—No lo sé. El último
lord
Selford, que hizo derribar la puerta de las siete cerraduras y mandó construir esta otra de acero, hecha en Italia, dijo que ahí sólo existe una especie de barril de piedra cuyo interior no puede, naturalmente, verse.

—¿Verse? —repitió la muchacha, sorprendida—. ¿Cómo sería posible?

En el centro de la puerta, y formando aparentemente parte de ella, había un entrepaño de unas seis pulgadas de largo por dos de ancho.
Mister
Havelock cogió uno de los bordes del entrepaño y lo hizo moverse, dejando una abertura de unas dos pulgadas.

—He debido traer una linterna eléctrica — dijo
mister
Havelock.

—Yo la he traído —exclamó Dick, sacando del bolsillo una pequeña lámpara eléctrica, cuya luz enfocó hacia el interior de la capilla.

Era una pequeña celda de unos seis pies cuadrados. Los muros estaban verdes y húmedos; el piso era de piedra toscamente labrada. En el centro, descansando sobre un altar de piedra, había un sarcófago oblongo, en forma de caja, y también de piedra desmoronada.

—Yo no sé lo que hay en esa caja de piedra —dijo Havelock—.
Lord
Selford la encontró en la tumba y la dejó como estaba. No hay signo de que contenga un cuerpo...

Repentinamente, el pasadizo se lleno de una luz azulada, fantasmagórica, que brilló un segundo y se desvaneció inmediatamente. La muchacha, aterrorizada, se cogió del brazo de Dick.

—Un relámpago —digo Havelock tranquilamente—. Me temo que nos vayamos a mojar cuando regresemos a la ciudad.

Un inmenso trueno hizo temblar la tierra. Siguió otro relámpago, cuya luz dio relieve a las fantasmales puertas de la muerte que había a ambos lados del pasadizo. Sybil se apretó contra el detective, horrorizada.

—No nos mojaremos —dijo Dick acariciando la espalda de la muchacha—. Hay una gran falta de lógica cuando se habla de las tormentas. Las tormentas son la más bella demostración de la Naturaleza. Cuando yo estaba en Manitoba...

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