La puerta de las siete cerraduras (19 page)

BOOK: La puerta de las siete cerraduras
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—¿Es eso nada más? —dijo la voz, y Sybil sintió que la garra dejaba libre su mano—. Voy a abrir la puerta. Quédese aquí y no se mueva hasta que encienda la lámpara.

La puerta se abrió, y Sybil estuvo a punto de caer al otro lado. Vio el resplandor de una pequeña llama y oyó el ruido de un globo de cristal. Era una pequeña lámpara de petróleo que alumbraba con .misteriosa luz la extraña escena. Sybil observó a aquel hombre con curiosidad. Su cara amarillenta y rugosa, su larga barba negra, que Sybil, con su natural intuición de mujer, comprendió estaba teñida; su especie de sayo, lleno de manchas, cuyo primitivo color era imposible adivinar; la pequeña gorra, que solamente le cubría la mitad de la cabeza; todo ello, en extraña combinación, le daba un aspecto verdaderamente siniestro.

Frente a la puerta de las siete cerraduras había una caja de cuero, abierta, en cuyo interior se veían herramientas. Una de éstas, parecida a una barrena, estaba introducida en la segunda cerradura de la puerta.

—¿Qué era lo que tanto terror le ha producido, hijita? —preguntó el hombre, mirándola fijamente con aquellos negros ojos que parecían poseer una facultad hipnótica.

—Un... hombre —murmuró Sybil. El encendió un cigarrillo muy despacio, como si se tratase de algo ritual, y lanzó una bocanada de humo hacia el techo de la caverna.

—¿A las tres de la madrugada? —dijo, arqueando las cejas—. Las jóvenes que andan errantes a esas horas no se asustan de ningún hombre. Siéntese usted en el suelo. Es usted demasiado alta para mí. Las mujeres que son más altas que yo me dominan, y yo no aguanto ninguna dominación.

Sacó la barrena de la cerradura y volvió a colocarla en el estuche de cuero, que cerró cuidadosa y deliberadamente.

—Ha venido usted a espiarme, ¿verdad? —continuó—. Le he oído a usted cerrar la puerta y bajar la escalera. Y ahora tengo una duda: ¿qué voy a hacer con una muchacha que se dedica a espiarme? Usted comprenderá que estoy seriamente comprometido, y que si le digo a usted que soy un anticuario interesado en estas viejas cosas misteriosas se echará usted a reír y no me creerá. ¿Cómo dijo usted que se llamaba?

—Sybil Lansdown...—dijo ella, sin fuerzas apenas para responder.

—¿Sybil Lansdown...? ¡Qué coincidencia! Usted es entonces la muchacha que... naturalmente...

Tenía un extraño y ridículo modo de construir las frases, que delataba su origen extranjero. Por lo demás, hablaba el inglés bastante bien.

Ella, obedeciendo, se sentó en el suelo, sobre la dura piedra. No sentía el menor impulso de contrariarle, y le parecía natural el aceptar sus órdenes sin protestar.

—El procedimiento —decía él— es increíblemente extraño.

Y se volvió un momento a examinar la puerta de las siete cerraduras. Sus largos y sucios dedos se posaron en su cráneo, acariciadores.

—A usted no se la puede cambiar —decía—. A ella tampoco se la puede cambiar... Es una mujer vieja y típica... ¡Demasiado vieja, demasiado vieja, demasiado vieja!... Si usted tuviera ocho o nueve años, sería una cosa sencilla. Pero usted tiene..., ¿cuántos?

—Veintidós—respondió Sybil, impaciente.

—Nada puede hacerse, excepto...

Sus ojos miraban a lo largo del estrecho pasaje. a cuyos lados estaban las puertas de las celdas en donde yacían los restos de los olvidados Selfords. Un frío de muerte heló el corazón de Sybil.

—Usted es mujer —continuó él—, y a mi las mujeres me importan tres pitos. No es buen material para mis experimentos. No reaccionan normalmente, y a veces mueren. Años de trabajo perdidos.

Sybil le vio morderse los labios, en actitud pensativa, al pasar por delante de ella y dirigirse a una de las pesadas puertas de roble, mirando a través de su rústico enrejado.

—La situación es increíblemente extraña y embarazosa —decía—. El hombre que vio usted, ¿tenía aspecto extraordinario?

Ella afirmó con un movimiento de cabeza.

—Eso sería una solución —dijo él, hablándose a sí mismo—. Por otra parte, él es tan grosero..., lo cual es natural... Ellos no pueden librarse de la grosería, porque la fineza de la ejecución requiere delicados ajustes mentales. ¿Podría una locomotora enhebrar una aguja? ¡Cuánto más fácil sería que una máquina de coser tirase de un tren!...

Empezó a rebuscar en los bolsillos del chaleco, que escasamente llegaba al pantalón, sin encontrar lo que quería; al fin lo halló en un bolsillo de la especie de sayal que usaba a modo de chaqueta.

—Aquí está —dijo.

Era una redomilla gris. Al sacarla del bolsillo se oyó el ruido de unas tabletas. Quitó con los dientes el corcho que la tapaba, y sacó dos pequeñas bolitas rojas.

—Tráguese esto —ordenó.

Ella extendió la palma de la mano, obediente.

—Increíblemente extraño y desgraciado —murmuró Stalletti, dirigiéndose hacia la segunda puerta de las tumbas, en cuya cerradura introdujo una llave—. Si todas las puertas de esta miserable cueva se abriesen tan rápidamente, cuántas desventuras y molestias se evitarían, ¿eh?

Stalletti miraba a Sybil intensamente.

—¡No ha hecho usted lo que le he dicho! —ex clamó.

Las dos bolitas rojas brillaban en la palma de la mano de Sybil como los ojos del diablo.

—¡Pronto, sin vacilar! —volvió a ordenar Stalletti.

Ella acercó la palma de la mano a sus labios. Aún su espíritu luchaba subconscientemente contra el dominio de aquel hombre extraño. Obedeciendo la orden, colocó las bolitas entre sus blancos dientes, que las aprisionaron. Satisfecho, Stalletti fue a abrir la tercera tumba. Cada movimiento físico suyo iba librándola a ella de su mental tiranía. Las bolitas rojas cayeron de nuevo en la palma de su mano.

Stalletti abrió la puerta de madera, que gruñó ásperamente, y retrocediendo cogió la lámpara, sin mirar apenas a la muchacha, y desapareció detrás de la puerta. En aquel instante su hechizo quedó roto. Sybil se levantó rápidamente y huyó por el pasaje, cerrando la verja tras sí. En un segundo volvió a encontrarse al aire libre. El temor de aquella situación había borrado el otro, y sin detenerse a mirar a derecha e izquierda, por si la horrible figura estuviese acechándola, huyó veloz como el viento por aquel camino que entonces le pareció tan familiar como si lo hubiera recorrido toda su vida.

¿Dónde estaría Cawler? Sybil pensó en él; pero sólo un instante. Más allá del valle había otro campo de hierba; luego, el muro de una granja, y al fin, Selford Manor. Allí había un guarda y quizá otros criados. Recordó la última vez que cruzó este valle. Fue en compañía de Dick Martin. Al pensar en él recobró ánimos. ¡Cuánto daría ella por tener ahora a su lado al tranquilo y calmoso joven!

La luz débil del día naciente empezaba a ahuyentar la oscuridad y a iluminar el cielo. Sybil pedía a Dios que llegase pronto el nuevo día. Una hora más de tensión acabaría por volverla loca.

Cuando iba cruzando la granja oyó el ruido de una cadena y vio que un perro le ladraba furiosamente. Lejos de aumentar su miedo, este inesperado incidente le produjo cierta tranquilidad. Se detuvo, silbándole y llamándole con un nombre cualquiera. Avanzó hacia él, sin temor, y al minuto el enorme y ladrador sabueso se frotaba cariñosamente contra las rodillas de la muchacha y se mostraba encantado bajo su cariñosa mano. Al ir a librarlo de la cadena que lo sujetaba, encontró en el suelo un trozo de cuerda de unos seis pies de largo, que indudablemente había servido para tender ropa. Ató un extremo al collar del perro y continuó, acompañada de éste, su camino, con paso más reposado y sintiéndose más tranquila.

De este modo fue acercándose a Selford Manor. Torció hacia la derecha y se encontró delante de la casa. Selford Manor presentaba una fachada monótona, excepto en su pórtico de entrada, con sus estrechas, largas y feas ventanas. En parte, la fachada había sido reconstruida en tiempos de la reina Ana, y el arquitecto tuvo el desacierto de reflejar en ella lo menos bello de la época. Debajo de las ventanas crecía una fila de flores, y un ancho camino de piedra corría paralelo con la fachada, por el cual anduvo Sybil sin preocuparse de no hacer ruido. Inesperadamente, el perro lanzó un gruñido, y Sybil sintió que la cuerda adquiría una gran tirantez. Se detuvo y miró a su alrededor, sin ver nada anormal. Podría haber sido un zorro que se deslizase por entre el ramaje del parque. Pero el sabueso miraba hacia adelante con, fijeza.

Al poco tiempo, el resplandor de una luz se filtró a través de una ventana. Andando de puntillas, Sybil se acercó a mirar. La ventana era la tercera, a contar desde la puerta de entrada. Vio una habitación en la que sólo había una mesa grande de roble, con una vela encendida. Al principio no vio otra cosa; pero algo se movió cerca de una amplia chimenea... Sybil apenas pudo contener el grito de horror que subió a sus labios.

De la sombra de la chimenea se destacó una figura de hombre, de cabeza aleonada, de larga barba amarillenta y cabellera que caía en ondulosas melenas sobre sus hombros. Llevaba unos trozos de arpillera que casi le llegaban hasta las desnudas rodillas; el resto del cuerpo estaba completamente desnudo; los músculos se le marcaban bajo la rubia piel, como fuertes cuerdas en tensión. Por una inexplicable y rara causa, Sybil no sintió miedo. En la creencia de que nadie le veía, aquel hombre extraño llegó arrastrándose hasta la mesa, y cogiendo la vela la apagó de un soplido. Entonces Sybil pudo observar aquella cara sin expresión y aquellos grandes ojos azules que miraban al espacio estúpidamente. Sujetó al perro por el hocico, para evitar que la descubriese, y dando la vuelta, empezó a retroceder por el mismo camino que había recorrido hasta que llegó a la granja. « ¿Despertaría al guarda —pensaba—, o continuaría hasta el pueblo más próximo, llevándose al perro como defensa?» Sentía que la cuerda se atirantaba de nuevo. Con un ladrido salvaje, el sabueso saltó sobre algo que ella no podía ver. Oyó el ruido de pasos que se aproximaban...

—¿Quién va? —exclamó, recuperando la fortaleza de su voz—. ¡Nadie se acerque a mí!

—¡Gracias a Dios! —respondió una voz que produjo a Sybil tranquilidad y satisfacción.

El hombre que avanzaba hacia ella era Dick Martin.

CAPÍTULO XXVI

Pensó el capitán Sneed que no había realmente motivo para que en tiempos su subordinado estrechase a la muchacha entre sus brazos, a menos que no fuese su prometida.
Mister
Sneed era hombre severo para el cumplimiento de los deberes sociales, y en las numerosas veces que él había desempeñado el papel de salvador, jamás había estimado necesario abrazar a la rescatada.

—No hable usted ahora —dijo Dick a Sybil—. Es preciso que tome usted algún alimento. ¡Pobre muchacha!...

—¡Espere! —exclamó ella, al ver que Dick iba a la puerta—. Ahí dentro hay un hombre extraño; yo le he visto por la ventana.

Y describió como pudo la figura que había visto en la habitación.

—Algún cazador furtivo —dijo Dick—. ¿Estaba abierta alguna de las ventanas?

—No —respondió ella, desanimada, al ver la calma con que el detective oía sus palabras—. No, yo no he visto ninguna ventana abierta.

—Quizá sea un amigo del guarda —dijo Dick tirando de la campanilla de la puerta, que se oyó sonar dentro débilmente.

—Si hay alguien en la casa, lo oirá —añadió. Aún estaba Sybil apoyada en el brazo de Dick; estaba temblorosa y a punto de desvanecerse. Se disponía Dick a llamar de nuevo, cuando se oyeron pasos en el pavimento de piedra del hall y una voz, que preguntaba:

—¿Quién es?


Mister
Martin y
miss
Lansdown—respondió Dick, reconociendo la voz del guarda.

Sonaron las cadenas, se descorrió un cerrojo y la puerta fue abierta. El guarda estaba en mangas de camisa, e indudablemente venía de la cama.

—Pasen ustedes —dijo—. ¿Ocurre algo?

—¿Hay en la casa algunos amigos de usted?

—¿Amigos míos? —respondió el hombre extrañado—. No, señor. Sólo mi mujer. ¡Y no es muy amiga, que digamos!...

—Quiero decir algún hombre.

—No, señor. Pero esperen ustedes, que voy a encender una luz.

El sistema de iluminación de Selford Manor era el antiguo de lámparas de acetileno. El guarda encendió una de ellas, que despidió un desagradable olor e iluminó débilmente el hall.

La primera idea de Dick fue ver la habitación en donde, según decía Sybil. había un hombre extraño. Una vez encendidas las luces y examinada la habitación, no se halló el menor detalle que acusase la existencia de aquel hombre barbudo y raro. Como la única salida era aquella puerta, que hasta entonces había permanecido cerrada con llave y cerrojo, Dick pensó que se trataba de alguna visión forjada por la debilitada imaginación de la muchacha. Pero al examinar la chimenea, cambió de modo de pensar. Apoyado contra la pared había un bastón viejo, con el puño desgastado por el uso.

—¿Es de usted? —preguntó Dick al guarda.

—No, señor. Este bastón no estaba aquí anoche. Yo barrí la habitación antes de acostarme. Limpio cada habitación una vez a la semana; hoy estuve muy atareado, y no pude barrer ésta hasta muy tarde.

—Supongo que esta casa estará llena de pasadizos secretos —dijo Dick con ironía, complaciéndose en decir estas palabras, propias de un detective de novela.

Pero su sorpresa fue grande cuando oyó que el guarda le respondía afirmativamente: —Hay una habitación secreta en la casa, según he oído; pero no sé en qué parte. Yo no la he visto, por supuesto. Me lo dijo la vieja ama de llaves. Pero me parece que tampoco ella la ha visto.

Dick examinó los muros, que parecían bastante sólidos. Enfocó la luz; de su linterna hacia la chimenea, que resultaba bastante estrecha, si se tenía en cuenta la época en que fue construida la casa, y que estaba cruzada a intervalos por unas barras de hierro, en una de las cuales descansaba el barredor de cenizas, que había servido en otros viejos tiempos. En el muro no habla señales de haberse efectuado otra alguna, y parecía imposible que el intruso hubiese escapado por allí. Examinado el bastón a la luz, Dick observó que la contera tenía adherida tierra húmeda.

—¿Qué hace usted con ese bastón? —preguntó Sneed.

—¡Que me cuelguen si sé lo que hago con eso! —respondió el guarda.

Sneed deseaba quedarse solo con la muchacha para escuchar el relato de su fuga, y, dando por terminadas sus investigaciones, la condujo a la habitación en donde habían sido recibidos la primera noche que estuvieron en la casa, y la hizo sentarse al calor del fuego, que el guarda había encendido.

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