La tierra de las cuevas pintadas (121 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Cuando la Primera llegó al alojamiento, empezó a bajar otro grupo de zelandonia por el sendero de la cueva transportando unas angarillas cubiertas con un montón de pieles. Al acercarse la procesión, Folara y Aldanor oyeron el sonido peculiar del canturreo entrelazado de los zelandonia. Cuando el artilugio pasó a su lado, Folara miró a la joven a quien conocía y quería, la compañera de su hermano. Ayla tenía el rostro de un color blanquecino y la respiración débil, y no se movía.

Folara se horrorizó, y Aldanor advirtió su sobresalto.

—Tenemos que ir a buscar a mi madre, y a Proleva, y a Joharran —dijo—. Y a Jondalar.

Aunque fue difícil, e incluso un poco bochornoso, el paseo desde la cueva hasta el alojamiento había ayudado a la Zelandoni a despejarse. Agradecida, se dejó caer en su taburete amplio y cómodo, y tomó el vaso de agua caliente, que la reconfortó. No se había atrevido a proponer una hierba o un medicamento para contrarrestar la acción de la raíz en un momento en que no pensaba con claridad, por temor a que la reacción en combinación con la raíz pudiera agravar la situación. Ahora que tenía la cabeza más despejada, pese a que su cuerpo seguía bajo los efectos de la poderosa raíz, decidió experimentar consigo misma. Añadió unas hierbas estimulantes a un segundo vaso de agua caliente y bebió el líquido con lentos sorbos, evaluando si sentía algo o no. No pudo determinar su eficacia, pero al menos no parecieron empeorar las cosas.

Se puso en pie y, con un poco de ayuda, volvió a la cama que Laramar acababa de desocupar, donde habían tendido a Ayla.

—¿Habéis intentado darle agua caliente? —preguntó.

—No hemos podido abrirle la boca —respondió un joven acólito que estaba de pie a su lado.

La Primera intentó abrir la boca a Ayla por la fuerza, pero esta tenía las mandíbulas firmemente apretadas, como si luchara contra algo con toda su alma. La donier apartó los cobertores y advirtió que Ayla tenía todo el cuerpo rígido. Estaba fría como el hielo a pesar de las numerosas pieles que la cubrían y pegajosa al tacto.

—Echa agua caliente en ese recipiente grande —ordenó al joven. Varios zelandonia que estaban cerca se apresuraron a ayudarlo.

La Primera no había conseguido abrirle la boca a Ayla. Si no podía introducir calor dentro de ella, tendría que aplicarlo por fuera. Cogió varios retazos de vendaje, tanto pieles suaves como telas, que habían quedado junto a la cama, y los echó en el recipiente de agua humeante. Con cuidado, los escurrió y le colocó a Ayla un apósito en el brazo. Cuando le puso un segundo apósito en el otro brazo, el primero ya se había enfriado.

—Seguid calentando agua —pidió.

Desató el nudo del cordel que ceñía la gamuza. Con la ayuda de varios zelandonia, incorporó a Ayla y desenrolló el cordel, advirtiendo con qué ingenio la joven se había sujetado la gamuza. No estaba del todo desnuda, observó la Primera. Llevaba unas correas que sostenían entre las piernas una compresa absorbente de cuero rellena de pelusilla de anea.

«O tiene el período lunar o sigue sangrando después del aborto», pensó la Zelandoni. «Al menos así sabemos que Laramar no inició una nueva vida dentro de ella.» Con toda naturalidad, la donier comprobó si necesitaba un recambio, pero al parecer Ayla se acercaba ya al final del período. Apenas tenía manchada la compresa, y no la tocó.

Luego, con la ayuda de otros doniers, empezó a aplicar pieles y telas húmedas y calientes en el cuerpo de Ayla con la intención de expulsar el frío intenso que la atenazaba. Ella misma sólo había experimentado la mínima expresión de ese frío interno, pero le había bastado para saber que era espantoso. Al final, tras aplicarle calor muchas veces, el cuerpo rígido de Ayla pareció relajarse, o al menos se le distendió la mandíbula. La Zelandoni confió en que eso fuera buena señal, pero le era imposible saberlo con seguridad. Arropó ella misma a Ayla con pieles gruesas. De momento no podía hacer nada más.

Le acercaron su gran y sólido taburete, y La Que Era la Primera se sentó junto a la Zelandoni más reciente y, preocupada, empezó a velarla. Por primera vez tomó conciencia del canturreo, ininterrumpido desde el principio, incorporándose unos y retirándose otros.

«Es posible que tengamos que traer a más gente para mantenerlo si esta espera se prolonga demasiado.» La Zelandoni no quería ni pensar en nada más allá de la espera. Cuando lo hacía, se aferraba a la idea de que Ayla acabaría despertando y recuperándose. Cualquier otra posibilidad era demasiado dolorosa para contemplarla. «¿Habría sido más perspicaz si no me hubiese dejado arrastrar por la curiosidad ante esas intrigantes raíces nuevas?», se preguntó la Primera. Ayla, al llegar a la cueva, parecía bastante alterada y nerviosa, pero ya estaban allí todos los zelandonia, deseosos de celebrar esa ceremonia única en la cueva nueva. La Primera había observado a Ayla masticar las raíces durante mucho rato y escupirlas finalmente en el cuenco de agua, y luego había decidido probarlas también ella.

Esa fue la primera advertencia. Los efectos que sintió por ese único sorbo fueron mucho mayores de lo que había previsto. Pese a haber atravesado momentos difíciles, ahora se alegraba de haberlo tomado. Así podía formarse una idea del estado de Ayla. ¿Quién habría dicho que unas raíces de aspecto tan inocuo podían ser tan potentes? ¿Qué eran? ¿Crecía la planta en algún sitio cerca de allí? Obviamente poseía propiedades únicas, algunas de ellas tal vez beneficiosas para usos concretos, pero si llevaban a cabo más experimentos, tendría que ser en circunstancias mucho más controladas y con mucho más cuidado. Era una raíz muy peligrosa.

Cuando apenas había entrado en el estado de meditación que solía adoptar en las vigilias largas, un miembro de la zelandonia se acercó a ella. Marthona y Proleva, junto con Folara, habían llegado y pedían permiso para entrar.

—Claro que pueden entrar —contestó—. Su presencia quizá sea una ayuda, y es posible que las necesitemos antes de que esto acabe.

Al entrar, las tres mujeres vieron al fondo a varios zelandonia canturrear junto a la cama y a la Zelandoni sentada a su lado.

—¿Qué le ha pasado a Ayla? —preguntó Marthona cuando la vio pálida e inmóvil en la cama.

—Ojalá lo supiera con certeza —respondió la Zelandoni—. Y me temo que gran parte de la culpa es mía. A lo largo de los años Ayla mencionó varias veces una raíz empleada por los… los Mog-ures, creo que los llama, los hombres de su clan que conocen el mundo de los espíritus. La usaban para acceder a ese mundo, aunque sólo en ceremonias especiales, o eso entendí. Por la manera en que Ayla hablaba de la raíz, yo estaba segura de que ella también la había tomado, pero siempre se mostró muy enigmática al respecto. Sí dijo que los efectos eran muy poderosos. A mí me tenía muy intrigada, claro. Cualquier cosa que pueda ayudar a los zelandonia a comunicarse con el otro mundo es siempre interesante.

Llevaron taburetes para las tres mujeres y les sirvieron vasos de infusión de manzanilla. Una vez acomodadas, la Primera prosiguió:

—Hasta hace poco no me enteré de que Ayla conservaba esas raíces y, según creía ella, no habían perdido sus propiedades. Francamente, yo lo dudé. La mayoría de las hierbas y medicamentos pierden eficacia con el tiempo. En opinión de Ayla, si se guardaban bien, se convertían en concentrados y adquirían cada vez mayor potencia. Pensé que tal vez un pequeño experimento la distraería un poco de sus preocupaciones. Sabía que estaba angustiada por Jondalar, y por aquel lamentable incidente la noche de la festividad, sobre todo porque poco antes, al recibir la llamada, había abortado…

—No te puedes imaginar lo mal que lo pasó —comentó Marthona—. Sé que nunca es fácil recibir la llamada; no lo es para nadie, supongo, pero con el aborto hubo momentos en que llegué a pensar que no lo superaría. Perdió tanta sangre que temí que muriera desangrada. Estuve a punto de avisarte. Si aquello hubiera seguido así mucho más tiempo, lo habría hecho, pero posiblemente habrías llegado demasiado tarde.

La Zelandoni asintió.

—Tal vez no deberías haberle permitido venir tan pronto —señaló.

—Era imposible detenerla. Ya sabes cómo se pone cuando decide algo —repuso Marthona. La Zelandoni asintió, reconociendo que tenía razón—. Se moría de ganas de ver a Jondalar, y a Jonayla. Después de perder a su hijo, deseaba ver a su niña, y creo que quería iniciar otro. Y ella estaba convencida de que sabía cómo. Creo que esa es una de las razones por las que tenía tantas ganas de ver a Jondalar.

—Y desde luego lo vio —intervino Proleva—, con Marona.

—A veces no entiendo a Jondé —dijo Folara—. Habiendo tantas mujeres, ¿por qué tuvo que ir a buscar a esa?

—Probablemente porque ella lo fue a buscar a él —respondió Proleva—. Jondalar siempre ha tenido unas necesidades muy apremiantes. Ella se lo puso muy fácil.

—¿Y qué hace él cuando, en la festividad, Ayla decide que le ha llegado el turno a ella? —dijo Folara—. Como si no estuviera en su derecho.

—Estuviera o no en su derecho, no lo hizo porque quisiera honrar a la Madre en la festividad —dijo la Zelandoni—. Lo hizo por despecho e ira, por eso eligió a ese hombre. No deseaba a Laramar; deseaba vengarse de Jondalar. Así no se honra a la Madre, y ella lo sabe. Ninguno de los dos está libre de culpa, pero creo que los dos se sienten responsables de lo ocurrido, y eso no los ayuda.

—Al margen de quién sea el culpable, se impondrá a Jondalar un severo castigo —señaló Marthona.

—Entiendo que Laramar prefiera no volver a la Novena Caverna, y me alegro de que la Quinta esté dispuesta a aceptarlo, pero su compañera no quiere irse —comentó Proleva—. Dice que la Novena Caverna es su hogar. Es verdad que su alojamiento allí está bien situado, pero sin un compañero ¿quién proveerá a su prole?

—¿Y quién le suministrará el barma que bebe a diario? —añadió Folara.

—Quizá eso la anime a irse a la Quinta Caverna —observó la Zelandoni.

—A no ser que su hijo mayor asuma las funciones de Laramar —dijo Proleva—. Ya lleva varios años aprendiendo a preparar barma. Algunos dicen que el suyo es mejor que el de Laramar, y en nuestra parte del Río hay personas más que suficientes que querrían tener un proveedor cerca.

—Bueno, tú no se lo propongas —dijo Marthona.

—Da lo mismo. Si se nos ocurre a nosotras, seguro que también se le ocurrirá a otro —replicó Proleva.

Zelandoni vio que otras dos personas se unían a las que canturreaban y una se marchaba. Movió la cabeza en un gesto de aprobación y luego miró a Ayla. ¿Tenía la piel más gris? No se había movido, pero por alguna razón parecía más hundida en la cama. A la donier no le gustó su aspecto. Prosiguió con sus explicaciones.

—Como decía, quería ayudar a Ayla a dejar de pensar en sus problemas, hacerla hablar de otras cosas que suelen interesarle. Por eso le pregunté por esa raíz del clan, pero yo tampoco estoy libre de culpa. Me dejé arrastrar por un interés excesivo. Debería haber prestado más atención a Ayla y haberme dado cuenta de lo mal que se sentía en realidad. Y debería haberla creído cuando aseguró que la raíz del clan era muy potente. Yo sólo tomé un trago, y me las vi y me las deseé para no perder el control. Es mucho más fuerte de lo que jamás habría imaginado —declaró la Zelandoni—. Me temo que Ayla se ha extraviado en el mundo de los espíritus. Sí recuerdo no obstante que, según dijo ella, el canturreo sería el lazo que la mantendría unida a este mundo, y yo misma sentí la atracción de las voces mientras estaba un poco perdida a causa de ese único sorbo. Seré sincera con vosotras: ya no sé qué más hacer por ella, salvo darle calor y canturrear y esperar que los efectos pasen pronto.

—La raíz del clan… a mí también me habló de eso —recordó Marthona—. Aquel hombre a quien ella llama Mamut le dijo que él nunca más volvería a tomarla, que le daba miedo perderse para siempre. Según él, era demasiado potente, y advirtió a Ayla que no volviera a tomarla nunca más.

La Primera frunció el entrecejo.

—¿Por qué no me dijo que Mamut le aconsejó que no volviera a tomarla? Él era Uno Que Sirve, así que debía de hablar con conocimiento de causa. Al principio Ayla se mostró un poco reacia a tomarla, pero no me explicó el motivo. Y luego pareció muy dispuesta, e incluso celebró los correspondientes rituales del clan. No me habló de la advertencia de Mamut —señaló la Zelandoni, consternada.

La Primera se levantó y volvió a reconocer a Ayla. Seguía fría y sudorosa, y su respiración apenas era perceptible. Si la donier sólo la hubiese examinado con la vista y el tacto, habría pensado que Ayla estaba muerta. Le levantó un párpado. La respuesta fue mínima. La Zelandoni había pensado y confiado en que lo único que necesitaba Ayla era tiempo para que se le pasaran los efectos. Ahora empezaba a preguntarse si había algo que pudiera sacarla de ese estado.

Miró alrededor e hizo señas a una acólita.

—Hazle un masaje, con delicadeza. Procura que la piel recupere el color, y vamos a intentar introducirle una infusión caliente, algo estimulante. —Y luego en voz más alta, para que todos la oyeran—: ¿Alguien sabe dónde está Jondalar?

—En estos últimos días ha estado dando largos paseos, casi siempre a orillas del Río.

—Hace un rato yo lo he visto dirigirse hacia allí, casi corriendo —contestó una acólita.

La Zelandoni se puso en pie y batió palmas para captar la atención de todos.

—El espíritu de Ayla está perdido en el vacío y no encuentra el camino de vuelta. Es posible que ni siquiera pueda llegar hasta la Madre. Hay que buscar a Jondalar. Si no conseguimos traerlo, puede que ella no encuentre nunca el camino de vuelta, o que ni siquiera tenga la voluntad de intentarlo. Buscad por todo el campamento, en todas las tiendas, pedid a todo el mundo que intente dar con él. Buscad en el bosque, en el Río, corriente arriba y corriente abajo, dentro mismo del Río si es necesario. Pero traedlo. Pronto. —Muy pocos habían visto a la Zelandoni tan agitada y nerviosa.

Todos salvo los zelandonia necesarios para el canturreo salieron a toda prisa del alojamiento y se dispersaron en todas direcciones. Cuando se marcharon, La Que Era la Primera en Servir a la Madre volvió a examinar a Ayla. Seguía fría, y la piel adquiría una coloración cada vez más gris. «Está rindiéndose», pensó la donier. «Creo que no quiere vivir. Es posible que Jondalar llegue demasiado tarde.»

Uno de los acólitos irrumpió en el alojamiento alejado donde se habían instalado Jondalar y los dos visitantes mamutoi. Willamar y Dalanar también estaban allí, buscando a Jondalar. El joven acólito sólo había visto al hombre alto y pelirrojo de lejos y no se había dado cuenta de lo grande que era en realidad. Se sintió un poco sobrecogido.

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