La tierra de las cuevas pintadas (69 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Un poco más allá, el grupo de viajeros llegó a un agradable bosque poco denso a la orilla de un lago formado al ensancharse el río en un meandro. Pese a que era primera hora de la tarde, se detuvieron y plantaron el campamento entre los matorrales y la hierba cerca de una arboleda. Los niños descubrieron una zona amplia colmada de arándanos antes de la comida de la noche, y cogieron unos cuantos para compartir con sus mayores, pero comieron más mientras los recogían. Las mujeres vieron enormes matas de anea y carrizos al borde del agua, y los cazadores encontraron huellas recientes de pezuñas hendidas.

—Nos acercamos al hogar de quienes más cerca viven de la cueva sagrada más importante del territorio zelandonii —anunció Willamar después de encender una fogata y relajarse con una infusión—. Somos un grupo demasiado numeroso para presentarnos de visita y pedir hospitalidad sin llevar algo para compartir equivalente a nuestro tamaño.

—Parece que una manada de uros o bisontes se ha detenido aquí recientemente, a juzgar por esas huellas —observó Kimeran.

—Es posible que vengan aquí a abrevar con regularidad. Si nos quedamos un rato, podríamos cazarlos —añadió Jonokol.

—O podría ir a buscarlos a lomos de Corredor —propuso Jondalar.

—Casi todos andamos escasos de lanzas para cazar —dijo Jondecam—. A mí se me rompió otra la última vez que fuimos de caza, tanto el asta como la punta.

—Da la impresión de que esta región es rica en pedernal —comentó Jondalar—. Si encuentro un poco, haré puntas nuevas.

—De camino hacia aquí he visto unos árboles rectos más jóvenes que los del bosquecillo —dijo Palidar—. Servirían para hacer buenas astas. No están lejos.

—Algunos de los más grandes vendrían bien para construir una angarilla nueva con la que llevar carne fresca a la caverna que queremos visitar —observó Jondalar.

—En esta época del año, con un par de machos jóvenes tendríamos carne fresca y también para secar, y grasa para preparar tortas de viaje y usar como combustible en los candiles, además de las pieles —dijo Ayla—. Podemos hacer calzado con el cuero. No me importa caminar descalza la mayor parte del tiempo, pero a veces necesito protección para los pies y se me está desgastando el calzado.

—Y fíjate en esas aneas y esos carrizos —señaló Beladora—. Con eso también puedes tejerte calzado, y confeccionar esterillas nuevas para los lechos y cestos y cojines y muchas otras cosas que necesitamos.

—Incluso regalos para la caverna que vamos a visitar —añadió Levela.

—Espero que no nos lleve mucho tiempo. Ya estamos muy cerca de mi casa, y empiezo a ponerme nerviosa —dijo Amelana—. Me muero de ganas por ver a mi madre.

—Pero no querrás llegar con las manos vacías, ¿verdad que no? —preguntó la Primera—. ¿No te gustaría llevar un regalo o dos a tu madre? ¿Y quizá un poco de carne para tu caverna?

—¡Tienes razón! Eso debo hacer, y así no dará la impresión de que vuelvo a casa para mendigar —contestó Amelana.

—Tú bien sabes que no darías esa impresión aunque te presentaras de vacío, pero ¿no sería agradable obsequiarles algo? —preguntó Levela.

Capítulo 24

Decidieron que era el momento de dedicar unos días a la caza y recolección de comida con la que reabastecer su despensa de viaje y reponer las partes del equipo que empezaban a presentar señales de desgaste severo. Estaban entusiasmados por haber encontrado un lugar así de ubérrimo.

—Yo quiero recoger esos arándanos. Ya parecen maduros —dijo Levela.

—Sí, pero antes quiero hacer un cesto de recolección, algo que colgarme del cuello para tener las dos manos libres cuando recolecte —contestó Ayla—. Quiero recoger arándanos de más para secarlos y añadirlos luego a las tortas de viaje, pero eso significa que también necesitaré tejer un tapete o dos para ponerlos a secar encima.

—¿Podrías hacer otro cesto para mí? —pidió la Zelandoni—. Recolectar es una de las tareas para las que aún estoy capacitada.

—Yo también quiero recolectar —prorrumpió Amelana—. ¿Me harías un cesto a mí?

—Enséñame cómo los haces —dijo Beladora—. Recoger con las dos manos es una buena idea, pero yo siempre he llevado el cesto colgado del brazo.

—Os lo enseñaré a todos, incluidos los niños. También ellos pueden ayudar —respondió Ayla—. Vamos a por esos carrizos y aneas.

—Y cogeremos también las raíces para la comida de la noche —añadió Beladora.

Lobo observaba a Ayla y Jonayla, y finalmente lanzó un gañido para captar la atención de la mujer. También él quería tejer cestos. Echaba una carrera en dirección a campo abierto y luego volvía.

—Tú también quieres explorar y cazar, ¿verdad, Lobo? Pues ve —dijo ella, acompañando sus palabras de la señal con la que le indicaba que podía ir a donde quisiera.

Las mujeres pasaron esa tarde recogiendo plantas y excavando raíces en la orilla embarrada del lago. Los carrizos, con sus extremos en forma de penacho, eran más altos que Jondalar y Kimeran, y las aneas, un poco más bajas, tenían las espigas rebosantes de polen comestible. Las raíces y la parte inferior del tallo de ambas plantas también podían comerse, ya fueran crudas o guisadas, al igual que los bulbitos que salían de los rizomas de la anea. Más tarde, las raíces fibrosas, ya secas y machacadas, proporcionaban una harina con la que se elaboraba una especie de pan, especialmente bueno si se mezclaba con el sabroso polen amarillo de las espigas de anea, pero de igual importancia eran las partes no comestibles.

Los flexibles tallos huecos de los altos carrizos podían tejerse para confeccionar cestos grandes, o esterillas suaves y mullidas para el lecho, más cómodas que las pieles cuando apretaba el calor y una buena base donde extender las pieles cuando arreciaba el frío. Las hojas de anea se empleaban también para la elaboración de esterillas, usadas con distintas finalidades, por ejemplo, como almohadillas donde arrodillarse o sentarse o bases para los lechos. Además de servir para la confección de cestos, tejidas se usaban también en los paneles divisorios, las cubiertas impermeables de las moradas, y las capas y gorros con que se protegían de la lluvia. El robusto tallo de la anea, una vez seco, constituía una vara de fricción excelente. Los extremos marrones de la planta se convertían en una broza que servía como yesca, o de relleno para las bases de los lechos, los cojines y almohadas, o como material absorbente para los excrementos de los bebés o la sangre de las mujeres cuando tenían la luna. Habían encontrado un auténtico despliegue de alimentos y materiales en las plantas que crecían con tal abundancia a orillas del lago.

El resto de la tarde las mujeres tejieron cestos para recoger arándanos. Los hombres dedicaron ese tiempo a hablar de caza y de la tala de árboles jóvenes y rectos para construir las lanzas-dardo usadas en los lanzavenablos a fin de sustituir las perdidas o rotas. Jondalar se marchó con Corredor para seguir el rastro de la manada de bisontes o uros e intentar encontrarla. De paso, aprovechó para buscar yacimientos de pedernal, que en esa región hallaría casi con toda seguridad. Ayla, al verlo marcharse, dio por supuesto que iba en busca de la manada, y por un momento se planteó acompañarlo, pero estaba tejiendo cestos y no quería interrumpir su labor.

Más tarde, pese a que Jondalar aún no había regresado, interrumpieron sus tareas para la comida de la noche y hablaron de sus planes. Todos reían y charlaban cuando Jondalar irrumpió en el campamento con una amplia sonrisa.

—Los he encontrado, una numerosa manada de bisontes —informó—. Y también he descubierto un poco de pedernal que parece de buena calidad, y nos servirá para hacer lanzas nuevas.

Desmontó y sacó varias piedras grises grandes de las cestas de acarreo que llevaba atadas a la grupa de Corredor, una a cada lado para equilibrar la carga. Todos se agruparon en torno a él mientras retiraba las cestas, la manta de montar y el cabestro del corcel. Luego puso al animal de cara al lago y le dio una palmada en la grupa. El caballo zaino se adentró en el lago y bebió un poco de agua; después salió y se revolcó en la orilla arenosa a uno y otro lado. La gente que lo miraba se rio. Era gracioso ver al caballo patear en el aire, rascándose el lomo con tan evidente placer.

Jondalar se reunió con ellos junto al fuego y Ayla le sirvió un cuenco con carne seca reconstituida, la base de los tallos, las raíces y las espigas de la anea, todo cocido en el caldo con sabor a carne.

Él le sonrió.

—Y también he visto una nidada de urogallos. Es el ave de la que te hablé, que se parece a la perdiz, sólo que no se vuelve blanca en invierno. Si los cazamos, podríamos usar las plumas para las lanzas.

Ayla le devolvió la sonrisa.

—Y yo puedo preparar el plato preferido de Creb.

—¿Quieres que vayamos a cazarlos mañana por la mañana? —preguntó Jondalar.

—Sí… —contestó Ayla, y acto seguido arrugó la frente—. Bueno, tenía pensado recoger arándanos.

—Tú ve a cazar esos urogallos —intervino la Zelandoni—. Para recolectar ya hay gente de sobra.

—Y yo cuidaré de Jonayla, si quieres —se ofreció Levela.

—Termina de comer, Jondalar. En el lecho seco de ese arroyo he visto unas piedras redondas idóneas para mi honda. Quiero cogerlas antes de que oscurezca mucho más —dijo Ayla, reflexionando—. Debería llevar también el lanzavenablos. Aún me quedan flechas.

A la mañana siguiente, en lugar del vestido de siempre, se puso unos calzones de gamuza, parecidos a la ropa interior masculina de invierno, y se calzó una especie de mocasines provistos de una pieza superior blanda que envolvía el tobillo. Completó su atuendo con algo semejante a un chaleco, del mismo material que los calzones, y se ató bien los lazos de la parte delantera; así le proporcionaba cierto sostén para los pechos. A continuación se trenzó el pelo rápidamente para que no le molestara y se echó la honda al hombro. Se colgó el lanzavenablos y los dardos a la espalda, se ciñó el cinturón del que llevaba prendido un buen cuchillo en su funda, una bolsa en la que metió las piedras que había recogido, otra que contenía unos cuantos utensilios, incluido su vaso personal, y por último una bolsita de medicinas con unas cuantas provisiones por si surgía alguna urgencia.

Se vistió deprisa, con cierta agitación. No se había dado cuenta de lo mucho que deseaba ir de caza. Cogió su manta de montar, salió de la tienda y llamó a Whinney con un silbido, y también a Lobo con un sonido distinto. A continuación fue a donde pastaban los caballos. Gris llevaba un cabestro y estaba amarrada a una estaca hincada en el suelo mediante un dogal largo para que no se alejara, porque tenía cierta tendencia a escaparse. Ayla sabía que Whinney permanecería cerca de la yegua más joven. Jondalar había dejado a Corredor en el mismo prado. Puso la manta de montar en la yegua de color pardo amarillento y, tras coger los dogales de Gris y Corredor, saltó a lomos de Whinney y se encaminó hacia la fogata. Pasando la pierna por encima del animal, se apeó y se acercó a su hija, que estaba sentada al lado de Levela.

—Jonayla, sujeta a Gris. Es posible que intente seguirnos —dijo Ayla mientras le daba el dogal a la niña—. No tardaremos mucho. —Cuando se volvió y alzó la vista, vio a Lobo correr hacia ella—. Aquí estás.

Mientras Ayla abrazaba a su hija, Jondalar tomó un último bocado de raíz de anea, y a su mirada asomó un destello cuando percibió el entusiasmo de su compañera, vestida ya para montar y cazar. «Qué guapa está», pensó. Se acercó al odre grande, llenó los pequeños de agua para llevársela y se sirvió un poco en su vaso. Bebió un sorbo y llevó el resto a Ayla. Le dio uno de los odres pequeños y volvió a guardar el vaso en su morral. Se apresuraron a despedirse de la gente dispuesta alrededor del fuego y montaron en sus caballos.

—Espero que encontréis esas perdices —dijo Beladora—, o esos urogallos.

—Sí, que tengáis una buena cacería —les deseó Willamar.

—En todo caso, buen paseo —añadió la Primera.

Mientras la gente veía alejarse a la pareja, cada cual albergó sus propias ideas y sentimientos con respecto a ellos. Willamar consideraba a Jondalar y su compañera hijos de Marthona, y por lo tanto suyos, y sentía el afecto propio del amor familiar. La Primera sentía algo especial por Jondalar, como hombre al que había amado en su día, y en cierto modo lo quería todavía, aunque ahora como amigo y algo más, casi como a un hijo. Valoraba las muchas dotes de Ayla, la apreciaba como amiga y se alegraba de tener una colega a quien consideraba su igual. Le complacía asimismo que Jondalar hubiese encontrado a una mujer digna de su amor. Beladora y Levela también habían acabado teniendo a Ayla por una buena amiga, si bien en ocasiones les imponía respeto. Percibían el magnetismo que ejercía Jondalar, pero ahora que ellas dos tenían compañeros e hijos a quienes amar, eso ya no las abrumaba y lo veían, pues, como un amigo afectuoso siempre dispuesto a ayudar.

Jonokol y los dos jóvenes comerciantes, e incluso Kimeran y Jondecam, valoraban a Jondalar por sus habilidades, sobre todo con el pedernal y el lanzavenablos, y en cierto modo lo envidiaban. Su compañera era una mujer atractiva y diestra en muchas facetas, y sin embargo vivía entregada a Jondalar hasta tal punto que incluso en las festividades de la Madre lo elegía sólo a él, pese a que él siempre hubiera podido elegir a la mujer que quisiese. Muchas pensaban aún que poseía un carisma irresistible, por más que él no fomentara sus proposiciones.

Amelana seguía impresionada por Ayla y le costaba verla sólo como una mujer que podía ser su amiga, pero le inspiraba gran admiración y deseaba ser como ella. También encontraba a Jondalar en extremo atractivo, y en algún momento había intentado seducirlo, pero él no pareció darse cuenta. Todos los hombres a los que Amelana había conocido en ese viaje le habían lanzado al menos una mirada ponderativa, y sin embargo a Jondalar nunca conseguía arrancarle más que una sonrisa cordial pero distante, y no sabía por qué. En realidad, Jondalar era muy consciente del interés de Amelana. En su primera juventud más de una joven con quien había compartido los Primeros Ritos había intentado luego retener su interés, pese a que a él no se le permitiese tener más relaciones con ella durante un año. Había aprendido a disuadirlas.

Los dos se alejaron a caballo, seguidos por Lobo. Jondalar los guio hacia el oeste hasta una zona que recordaba del día anterior. Se detuvo y mostró a Ayla dónde había encontrado el pedernal; luego miró alrededor y siguió en otra dirección. Llegaron a un páramo, una franja de tierra cubierta de helechos, brezo —la vegetación preferida del urogallo— y hierba áspera con algún que otro matorral y zarza, no lejos del borde occidental del lago. Ayla sonrió. Aquello se parecía a la tundra donde la perdiz tenía su hábitat, y no le extrañaba que una variedad meridional de esas aves viviera en la región. Dejaron a los caballos cerca de unos avellanos dispuestos en torno a un árbol central de mayor tamaño.

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