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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (89 page)

BOOK: Las correcciones
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—¿Cuánto piensas quedarte, Chip? —dijo Gary.

—Tres días.

—Y tú, Denise, te marchas el…

—El domingo, Gary. Me marcho el domingo.

—Y, vamos a ver, ¿qué pasa el lunes, mamá? ¿Cómo vas a conseguir que esta casa siga funcionando el lunes?

—Lo pensaré cuando llegue el lunes.

Alfred, aún sonriente, le preguntó a Chip que de qué hablaba Gary.

—No lo sé, papá.

—¿De veras pensáis que vais a ir a Filadelfia? —dijo Gary—. ¿Pensáis que el Corecktall va a arreglarlo todo?

—No, Gary, no pienso nada de eso —dijo Enid.

Gary no pareció oír su respuesta.

—Hazme un favor, papá —dijo—: pon la mano derecha en el hombro izquierdo.

—Para ya, Gary —dijo Denise.

Alfred se inclinó hacia Chip y le preguntó, en tono de confidencia:

—¿Qué está diciendo?

—Que te pongas la mano derecha en el hombro izquierdo.

—Qué estupidez.

—Papá —dijo Gary—, venga: mano derecha, hombro izquierdo.


Para ya
—dijo Denise.

—Adelante, papá. Mano derecha, hombro izquierdo. ¿Puedes hacerlo? ¿Puedes demostrarnos que eres capaz de seguir unas sencillas instrucciones? ¡Venga!
Mano derecha. Hombro izquierdo.

Alfred negó con la cabeza.

—Lo único que necesitamos es un dormitorio y una cocina.

—Yo no quiero
un
dormitorio y una cocina —dijo Enid.

El anciano apartó su silla de la mesa y se volvió de nuevo hacia Chip:

—Ya ves que la cosa no deja de tener sus dificultades.

Al ponerse en pie se le trabó la pierna y se cayó, arrastrando en su caída el plato y el salvamanteles y la taza y el platito de café. El estrépito bien habría podido ser el último compás de alguna sinfonía. Alfred quedó tendido de costado sobre las ruinas, como un gladiador herido, como un caballo caído.

Chip se puso de rodillas a su lado y lo ayudó a sentarse, mientras Denise corría hacia la cocina.

—Son las once menos cuarto —dijo Gary, como si nada insólito hubiera ocurrido—. Antes de irme, voy a resumir. Papá padece demencia e incontinencia. Mamá no puede tenerlo en esta casa sin contar con mucha ayuda, que no admitiría aunque pudiese pagarla. Corecktall, evidentemente, queda excluido. De modo que me gustaría que me contaras lo que piensas hacer.
Ahora,
madre. Quiero saberlo
ahora.

Alfred apoyó las temblorosas manos en los hombros de Chip y miró con asombro los muebles de la habitación. A pesar de su estado de agitación, conservaba la sonrisa.

—Lo que yo pregunto —dijo— es lo siguiente: ¿De quién es esta casa? ¿Quién se ocupa de todo esto?

—La casa es tuya, papá.

Alfred negó con la cabeza, como si la respuesta recibida no hubiera encajado con su interpretación de los hechos. Gary exigía una respuesta.

—Habrá que probar con una pausa en la medicación —dijo Enid.

—Muy bien, prueba —dijo Gary—. Mételo en el hospital, a ver si luego lo dejan volver a casa. Y, ya que hablas de pausa en la medicación, podrías aplicarte el cuento y dejar esa medicación tan especial que tomas tú.

—Las ha tirado, Gary —dijo Denise, que limpiaba el suelo con una bayeta—. Las metió en la trituradora. Así que déjalo estar.

—Bueno, pues espero que hayas aprendido la lección, madre.

Chip, vestido con ropa de su padre, no alcanzaba a seguir la conversación. Le pesaban en los hombros las manos de su padre. Por segunda vez en una hora, alguien se agarraba a él, como si él hubiera sido una persona de
fuste,
como si en él hubiera algo. De hecho, tan poco era lo que había, que ni siquiera llegaba a discernir si su hermana y su padre no se equivocaban con respecto a él. Era como si le hubieran arrancado de la conciencia todas las señas de identidad, para luego trasplantárselas, metempsicóticamente, al cuerpo de un hijo estable y sólido, de un hermano digno de toda confianza…

Gary se había acuclillado junto a Alfred.

—Siento que las cosas hayan tenido que terminar así, papá —dijo—. Te quiero, y nos veremos pronto.

—Beno. Yans vremos. Beno —replicó Alfred.

Agachó la cabeza y miró en derredor con una paranoia desatada.

—En cuanto a ti, mi querido e incompetente hermano —Gary separó los dedos, engarriándolos, por encima de la cabeza de Chip, en un gesto que, aparentemente, pretendía ser afectuoso—, espero que eches una mano aquí.

—Haré lo que pueda —dijo Chip, en un tono mucho menos irónico de lo que él habría querido.

Gary se enderezó.

—Lamento haberte echado a perder el desayuno, mamá. Pero al menos me he desahogado, y ahora me siento mucho mejor.

—Podías haber esperado hasta que pasaran las Navidades —murmuró Enid.

Gary la besó en la mejilla.

—Llama a Hedgpeth mañana mismo. Luego me llamas a mí y me cuentas los planes. Voy a seguir todo esto de muy cerca.

Le parecía inverosímil a Chip que Gary pudiera largarse de la casa dejando a Alfred tirado en el suelo y el desayuno de Navidad de Enid echo trizas, pero Gary mantuvo su disposición racional, expresándose de un modo formal y hueco, sin mirar de frente a nadie, mientras se ponía el abrigo y recogía su bolsa y la que Enid le había preparado con los regalos para Filadelfia; todo porque tenía miedo. Chip lo percibió claramente en ese momento, tras el frente frío de la muda despedida de Gary. Su hermano tenía miedo.

Tan pronto como se cerró la puerta principal, Alfred se encaminó al cuarto de baño.

—Alegrémonos todos —dijo Denise—: Gary ha podido desahogarse y ya se encuentra mucho mejor.

—Pero tiene razón —dijo Enid, mirando desoladamente el acebo del centro de mesa—. Algo tiene que cambiar aquí.

Concluido el desayuno, las horas transcurrieron en la morbidez y la inválida expectativa de los días de fiesta. Chip, por el excesivo cansancio que traía, estaba muy destemplado, pero, al mismo tiempo, con la cara roja, por el calor de la cocina y el olor a pavo horneándose que cobijaba la casa. Cada vez que entraba en el campo de visión de su padre, una sonrisa de reconocimiento y placer se extendía por el rostro de Alfred. El reconocimiento podría haber revestido un carácter de identificación errónea, si no hubiera venido acompañado, cada vez, por una exclamación de Alfred en que se contenía el nombre de Chip. Daba toda la impresión de que el anciano
adoraba
a Chip. Llevaba casi toda su vida discutiendo con Alfred y quejándose de Alfred y sintiendo en las carnes el aguijón de su rechazo, y, por otra parte, sus fracasos personales y sus opiniones políticas eran ahora más extremados que nunca; y, sin embargo, era Gary quien se peleaba con el anciano, era Chip que le iluminaba el rostro.

Durante la cena se tomó la molestia de describir con algún detalle sus actividades en Lituania. Habría dado igual que recitara la tabla de logaritmos. Denise, que normalmente era un verdadero parangón de escucha ejemplar, estaba absorbida en ayudar a Alfred a comer, y Enid sólo tenía ojos para las deficiencias de su marido. Se estremecía o suspiraba o meneaba la cabeza cada vez que un trozo de comida caía en el mantel, cada vez que la situación entraba en un atasco. Resultaba muy obvio que Alfred estaba convirtiendo su vida en un infierno.

Soy la persona menos desdichada de esta mesa,
pensó Chip.

Ayudó a Denise con los platos mientras Enid hablaba con sus nietos por teléfono y Alfred se iba a la cama.

—¿Cuánto tiempo lleva así papá? —le preguntó a Denise.

—¿Así? Desde ayer. Pero tampoco es que antes estuviera muy bien.

Chip se puso un abrigo muy grueso, de Alfred, y salió con un cigarrillo en la mano. En Vilnius no había experimentado un frío tan profundo como el de St. Jude. El viento agitaba las espesas hojas marrones que aún se aferraban a los robles, siempre más conservadores que ningún otro árbol; la nieve rechinaba bajo sus pies.
Veinte bajo cero
—había dicho Gary—.
Que se salga al jardín con una botella de whisky.
Chip deseaba abordar la cuestión del suicidio, tan importante, mientras disponía de un cigarrillo que le mejorara el rendimiento mental, pero tenía los bronquios y las vías nasales tan traumatizados por el frío, que el trauma del humo apenas si tenía efecto, y pronto se le hizo insoportable el dolor en los dedos y las orejas —los malditos pendientes—. Optó por abandonar y meterse a toda prisa en casa, justo cuando Denise salía.

—¿Dónde vas? —le preguntó Chip.

—Ahora vuelvo.

Enid, junto a la chimenea del cuarto de estar, se mordía los labios de pura desolación.

—No has abierto tus regalos —dijo.

—A lo mejor los abro mañana por la mañana —dijo Chip.

—Seguro que no van a gustarte nada.

—Lo que cuenta es el hecho de que me regales algo.

Enid negó con la cabeza.

—No son éstas las Navidades que yo quería. Así, de pronto, papá se ha quedado inútil. Completamente inútil.

—Vamos a probar con la pausa en la medicación, a ver si le sienta bien.

Enid quizá estuviera leyendo malos pronósticos en el fuego de la chimenea.

—¿Podrás quedarte una semana, para ayudarme a llevarlo al hospital?

La mano de Chip requirió el pendiente de la oreja, como quien acude a un talismán. Se sentía como un niño de los hermanos Grimm, irresistiblemente atraído hacia la casa embrujada por el calor y la comida; y ahora la bruja iba a encerrarlo en una jaula, a cebarlo y a comérselo.

Repitió el sortilegio que ya había utilizado en la puerta, antes de entrar:

—No puedo estar más de tres días —dijo—. Necesito ponerme en seguida a trabajar. Le debo dinero a Denise y tengo que pagárselo.

—Sólo una semana —dijo la bruja—. Sólo una semana, hasta que veamos cómo va todo en el hospital.

—No creo, mamá. Tengo que volver a Nueva York.

La desolación de Enid se hizo más profunda, pero la negativa de Chip no pareció sorprenderla.

—Bueno, pues tendré que ocuparme yo —dijo—. Siempre he sabido que tendría que ocuparme yo.

Se retiró a la madriguera, y Chip añadió unos cuantos leños a la chimenea. Ráfagas de frío lograban colarse por las ventanas, haciendo que se moviesen las cortinas. La caldera funcionaba sin parar. El mundo era más frío y estaba más vacío de lo que Chip había imaginado nunca, las personas mayores ya no estaban ahí.

Hacia las once, entró Denise apestando a tabaco y con pinta de haberse congelado en un setenta por ciento. Saludó a Chip con la mano e intentó subir inmediatamente a su cuarto, pero él insistió en que se sentara junto a la chimenea. Se puso de rodillas y agachó la cabeza, sorbiéndose la nariz cada vez que respiraba, y extendió las manos hacia las brasas. Mantenía la vista fija en las llamas, como para no correr el riesgo de mirarlo a él. Se sonó la nariz en un harapo de
Kleenex
ya húmedo.

—¿A dónde has ido? —dijo él.

—Nada más que a dar un paseo.

—Bastante largo.

—Sip.

—Algunos de los mensajes que me enviaste los borré sin leerlos de veras.

—Ah.

—O sea que cuéntame que ocurre —dijo Chip.

Ella meneó la cabeza.

—Todo. Ocurre todo.

—El sábado tenía casi treinta mil dólares en la mano. De los cuales pensaba darte veinticuatro a ti. Pero nos asaltaron unos individuos de uniforme y con pasamontañas. Por inverosímil que resulte.

—Voy a dar esa deuda por olvidada —dijo Denise.

La mano de Chip volvió a requerir el pendiente.

—Voy a empezar a pagarte un mínimo de cuatrocientos dólares al mes hasta cubrir el principal y los intereses. Ésa es mi prioridad número uno. Absolutamente la número uno.

Su hermana se volvió y levantó el rostro hacia él. Tenía los ojos incrustados en sangre y la frente más roja que la de un recién nacido.

—Te he dicho que te perdono la deuda. No me debes nada.

—Te lo agradezco mucho —se apresuró a decir él, mirando hacia otro lado—. Pero voy a pagártela de todos modos.

—No —dijo ella—. No pienso aceptar tu dinero. Te perdono la deuda. ¿Sabes lo que significa «perdonar»?

Con aquel talante suyo tan peculiar, con sus inesperadas palabras, estaba poniendo muy nervioso a Chip. Dio un tirón al pendiente y dijo:

—Venga ya, Denise, por favor. Respétame lo suficiente, al menos, como para dejar que te pague. Sé lo mierda que he sido. Pero no quiero seguir siéndolo toda mi vida.

—Quiero perdonarte la deuda —dijo ella.

—Por favor, de veras —Chip sonreía desesperadamente—. Déjame que te pague.

—¿Eres capaz de soportar que te perdonen?

—No —dijo él—. Básicamente, no. No puedo soportarlo. Será mucho mejor, en todos los sentidos, que te pague.

Aún de rodillas, Denise se inclinó hacia delante y recogió los brazos y se convirtió en oliva, en huevo, en cebolla. Del interior de aquella forma redondeada salió una voz en tono bajo:

—¿Te haces cargo del inmenso favor que me concederías si me permitieses perdonarte la deuda? ¿Te haces cargo de lo difícil que me resulta pedirte semejante favor? ¿Te haces cargo de que venir aquí estas Navidades es el único favor que te había pedido nunca? ¿Te haces cargo de que no pretendo insultarte? ¿Te haces cargo de que nunca he puesto en duda que quisieras pagarme, y de que sé que te estoy pidiendo algo muy difícil? ¿Te haces cargo de que no te pediría algo tan difícil si de veras, pero de veras, no lo necesitara?

Chip miró la trémula forma humana ovillada que tenía a los pies.

—Cuéntame lo que te pasa.

—Tengo problemas en varios frentes —dijo ella.

—Mal momento para hablar del dinero, pues. Olvidémoslo por ahora. Quiero oírte contar lo que está pasando.

Todavía en ovillo, Denise negó enfáticamente con la cabeza, una vez.

—Necesito que me lo digas aquí y ahora. Di: «Sí, gracias».

Chip hizo un gesto de desconcierto total. Iban a dar las doce de la noche y su padre empezaba ya a dar golpes en el piso de arriba y su hermana estaba ahí, recogida como un huevo e implorándole que aceptara el alivio al principal tormento de su vida.

—Mañana hablamos —dijo.

—¿Serviría de ayuda si te pidiera además otra cosa?

—Mañana, ¿vale?

—Mamá quiere que haya aquí alguien la semana que viene —dijo Denise—. Podrías quedarte una semana y echarle una mano. Esto significaría un enorme alivio para mí. Porque yo es que me muero, si me tengo que quedar después del sábado. Literalmente dejaré de existir.

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