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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Narrativa

Las muertas (14 page)

BOOK: Las muertas
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4

Rosa no supo —o no quiso— decir quiénes la habían atacado. Las Baladro, que habían decidido castigar severamente aquel «desorden», no sabían a quién atribuir el asalto —lo que indica que Rosano había denunciado la fuga proyectada y que la escalera de mano no había estado en su sitio por casualidad— y no hallaban qué hacer para descubrir a las culpables.

La mujer que sirvió aquel mediodía la mesa de las patronas afirma que fue el capitán Bedoya quien aconsejó a éstas la manera de descubrir la identidad de las responsables.

Las mujeres lo vieron pasearse cabizbajo por el corral, agacharse de vez en cuando, levantar una piedra, sopesarla, y apartar en un montón las que eran boludas, ni muy ligeras ni muy pesadas. Después anduvo examinando los pisos de la casa, hasta que dio con el de la azotehuela que le pareció el más apropiado para lo que quería hacer. (La azotehuela está entre la covacha del carbón y la cocina, es parte de la construcción antigua y tiene piso de piedra laja puesta de canto).

Las Baladro reunieron a las mujeres en la azotehuela y Arcángela dijo:

—Digan quién le pegó a Rosa.

Nadie contestó.

Arcángela ordenó a las mujeres hincarse en el piso irregular y cuando obedecieron, el capitán, que allí estaba, les explicó cómo deberían poner los brazos: extendidos, en cruz, con las palmas de las manos extendidas también, hacia arriba. Cuando todas estuvieron en esta postura, el capitán y la Calavera fueron poniendo una piedra de las que él había escogido antes, en la palma de cada mano.

A una mujer que soltó una piedra Arcángela le dio un varazo. (Éste fue el primer castigo corporal impuesto en el Casino del Danzón. La vara con que se dio y otras las había cortado el capitán esa tarde de la mata de cazahuate). En menos de quince minutos, dicen, confesaron las culpables, y se suspendió el castigo de las que no lo eran.

Aurora Bautista, Luz María, María del Carmen y Socorro fueron conducidas por la Calavera al salón Bagdad, en donde se les sometió a otro castigo inventado también por el capitán. Consistía en que, por turnos, cada una de las castigadas golpeaba a las otras tres, hasta que las cuatro quedaron tan magulladas que pasaron varios días sin poder moverse.

(En los veintitrés años que el capitán Bedoya sirvió en el Ejército, no se tiene noticia de que haya impuesto ningún castigo corporal, ni los que sirvieron con él, o a sus órdenes, recuerdan haberlo visto mezclado en ningún acto de crueldad. Durante el juicio, al ser interrogado sobre su participación en la «penitencia» y en los golpes que las mujeres se dieron unas a otras, el capitán reconoció haber ideado ambas prácticas y explicó:

—Consideré que aquellas mujeres eran culpables de un acto de insubordinación, y que era necesario descubrirlas y castigarlas de manera ejemplar.

—¿Está usted satisfecho de su proceder en esa ocasión? —le preguntó el juez.

—Sí, señor.

5

En vez de que los ánimos se calmaran, al día siguiente de los «castigos ejemplares» ocurrió otro acto de insubordinación.

Fue así: Marta Henríquez Dorantes, la otra mujer que tenía permiso de salir de la casa acompañando a la Calavera al mercado, estaba en los lavaderos exprimiendo su ropa, cuando se dio cuenta de que varias de sus compañeras se habían acercado y estaban alrededor de ella, en silencio, y sin hacer nada que justificara su presencia en aquel lugar.

Estaba apenas dándose cuenta de estas circunstancias cuando las otras se echaron sobre ella. Como eran cuatro la dominaron fácilmente. La tumbaron al piso, la amordazaron y la ataron con la ropa húmeda que acababa de lavar, la hicieron levantarse y estuvieron a punto de darle una muerte extraña. En un rincón del corral había un excusado común antiguo que estaba en desuso desde hacía muchos años. Las mujeres llevaron a Marta arrastrando hasta esta construcción, quitaron las tablas del común e intentaron meterla en el agujero. (Por las descripciones de este hecho se deduce que las atacantes tenían intención de enterrar viva a la víctima). Su gordura la salvó. Marta es una mujer de osamenta muy ancha y por más esfuerzos que hicieron las otras no lograron hacerla pasar por el orificio. Estaban en el forcejeo cuando llegó la Calavera.

En esta ocasión no hubo castigo, sino separación. Las Baladro decidieron que las cuatro mujeres que habían atacado a Marta fueran llevadas al rancho Los Ángeles y encerradas en la troje, mientras que las cuatro que habían atacado a Rosa fueron encerradas cada una en su cuarto, con un candado en la puerta.

Por considerar que cuatro mujeres aisladas justifican montar guardia en las noches, el capitán Bedoya hizo que a partir de la siguiente, un soldado de confianza —el Valiente Nicolás— se quedara en el Casino del Danzón, armado, y estuviera a las órdenes de las Baladro, en caso de que algo se ofreciera.

14
LO QUE HIZO TEÓFILO

1

Teófilo Pinto, el marido de Eulalia Baladro, es un hombre taciturno, con la expresión funérea de quien «trabajó toda la vida honradamente y sin descanso, para perder tres veces todo lo que tenía y acabar en la cárcel».

Al explicar su actuación dice:

Como negocio, el rancho Los Ángeles fue un fracaso. Mis cuñadas tuvieron la culpa porque no me entregaron el dinero que me habían prometido. Habían dicho que iban a abrir en el banco una cuenta en mi nombre y depositar en ella quince mil pesos, para que yo fuera sacándolos conforme se fuera necesitando y gastándolos en lo que considerara prudente. ¿Vio usted la cuenta? ¿Vio usted los quince mil pesos? Pues yo tampoco.

Mandaban a Ticho cada sábado, con el dinero justo para pagar la raya. Si había un gasto imprevisto, yo tenía que hacerlo con mi dinero y después tenía que mandarles recados con Ticho, para que me lo devolvieran.

La situación había sido mala, pero se puso peor a mediados de octubre. Llegó el sábado y llegó el mediodía y Ticho no apareció. Los peones y yo nos sentamos en la punta del caño y nos quedamos mirando la carretera, viendo pasar camiones, sin que ninguno se detuviera y se bajara de él Ticho con el sobre de los centavos. Cuando estaba metiéndose el sol no aguanté la vergüenza. Fui a la casa, saqué de un cajón el dinero que Eulalia había guardado para un caso de enfermedad, regresé a donde estaban los peones y le entregué diez pesos a cada uno.

—Tengan paciencia, muchachos —les dije—. El lunes les pagaré lo que falta.

Ellos se fueron con la cabeza gacha, ya casi de noche, guardando los diez pesos.

Todo el domingo esperé noticias de mis cuñadas, pero no hubo señal de ellas. Yo hubiera querido hablarles y decirles lo que pasaba y que aquello no podía seguir así, pero ellas nunca quisieron decirme dónde vivían.

El lunes regresaron los peones y estuvieron trabajando hasta el mediodía, pero al llegar esa hora y ellos ver que Ticho no aparecía con el dinero, suspendieron el trabajo y se fueron. Regresaron martes y miércoles, a cobrar, y como no pude pagarles, esa noche me hicieron una trastada.

Yo había puesto catorce láminas tendidas sobre el caño del riego, para evitar que se trasminara el agua y se fuera sobre el camino. Pues bien, los peones, al perder la esperanza de cobrar su sueldo, regresaron en la noche del miércoles, cuando mi esposa y yo estábamos dormidos y se llevaron las láminas.

Al día siguiente me levanté, asomé a la ventana y lo primero que vi fue el espejo del agua brillando sobre el camino. No me costó trabajo imaginar quién era el culpable del daño: se necesita una mala intención para llegar a un lugar tan apartado y llevarse cargando catorce láminas.

Creo también que algo le hicieron los peones al tractor, porque ese día jueves se paró en la mitad del barbecho y por más que hice no pude echarlo a andar.

Regresé a la casa desesperado.

—Ganas me dan —le dije a mi esposa— de hacer las maletas, pararnos tú y yo con ellas en la carretera, subirnos en el primer camión que pase y viajar en él a donde nos lleve, para no volver a saber ni de este rancho ni de tus hermanas.

Eso fue lo que debimos hacer y no hicimos.

Eulalia no quería ofender a sus hermanas y yo no insistí porque tenía la esperanza de que mis cuñadas me pagaran el dinero que me debían. Además quería ver nacer el trigo que estaba sembrado.

El lunes siguiente estábamos en la cocina comiendo cuando oímos un coche que pitaba como si estuviera pidiendo auxilio. Salimos al portal y desde allí lo vimos: era el coche azul en que siempre viajaban mis cuñadas que se había atascado en el lodazal del camino. Estaba lleno de gente. Tuve que cargar piedras y ponerlas en el lodo para que Arcángela pudiera bajarse del coche sin embarrarse los zapatos. Cuando ella llegó a terreno firme yo le reclamé por no haberme mandado el dinero de la raya el sábado y le dije que los peones se habían ido. Ella me interrumpió.

—Espérate, que lo que voy a decirte es más serio.

Hizo que yo caminara con ella unos pasos, hasta que sintió que los que estaban en el coche no podían oírnos. Entonces me dijo estas palabras:

—En el coche vienen cuatro muchachas que se han portado muy mal: necesito apartarlas de las demás para que no les den malas ideas. Voy a dejarlas aquí unos días, mientras se sosiegan.

Entonces me di cuenta de que en el asiento trasero del coche había cuatro mujeres que me miraban muy raro. Estaban asustadas.

Arcángela me dio varios consejos:

—Tenlas encerradas. Dales de comer lo que quieras. Si ves que alguna se quiere escapar, sacas la carabina y le das un tiro.

2

La troje del rancho Los Ángeles es un cuarto alargado, con piso de cemento, muros de tabique sin aplanado y techo de concreto. La luz es poca y entra por una claraboya que está arriba de la puerta, la cual es de mezquite y se cierra por fuera con aldabón y candado. La claraboya tiene una cruz de fierro, entre cuyos brazos no pasa una persona.

Al preparar la troje para que en ella vivieran las cuatro mujeres, Teófilo sacó de ella todo lo que hubiera facilitado la huida —una cuerda, un banco, una escalera—, o servido de arma —un barretón, un taburete, una pala—. No dejó en el interior más que unos olotes y un montoncito de tamo.

Teófilo entregó a las mujeres varios petates que ellas pusieron en el piso. Ellas traían cobijas, pero pasaron fríos, porque no había manera de cerrar la claraboya y porque fue un mes de noviembre muy riguroso —cayeron cuatro heladas—. Las cuatro mujeres se resfriaron y al cabo de varios días se aliviaron.

Una de las partes oscuras de esta historia es que dos personas tan orgullosas de su honorabilidad como el matrimonio Pinto hayan accedido a servir de carceleros, sin oponer la menor resistencia. La explicación parcial de este enigma puede estar en el cheque de dos mil pesos, girado sobre la cuenta de Arcángela Baladro, que Teófilo hizo efectivo en el Banco de Abajo, en Pedrones, el día 3 de noviembre. A partir de esa fecha, no hay constancia de que Teófilo haya tratado de contratar nuevos peones. Una buena parte del terreno ya barbechado se quedó sin sembrar. Las únicas actividades agrícolas que se llevaron a cabo las hizo Ticho —a quien las Baladro ordenaron que en vez de irse atrabajar en alguna bodega, cargando costales, fuera todas las mañanas al rancho «a ver qué se ofrecía» —. Él fue quien recogió las mazorcas del maíz que estaba en toriles, las puso en costales y las llevó cargando a la casa, y él era el que se ponía las botas de hule, cogía la pala y se pasaba el día entre el lodo, regando el trigo que estaba sembrado. A Teófilo, mientras tanto, le dio por obsesión echar a andar el tractor y pasaba horas dándole vueltas al cabezal, sin lograr más que explosiones falsas.

Las cuatro mujeres vivieron tres semanas en la troje, durante las cuales, parece, no sufrieron maltrato ni de Teófilo ni de Eulalia. Su vida era así: por la mañana, temprano, Teófilo abría la puerta y las dejaba salir al campo un rato, para que hicieran sus necesidades y se lavaran, si querían, con el agua de la noria. Después las volvía a encerrar. A eso de las nueve Teófilo abría la puerta por segunda vez y Eulalia entraba llevando las cazuelas de la comida. Las prisioneras almorzaban tortillas, frijoles, salsa de chile y una jarra de té de hojas de naranjo. No alcanzaban a llenarse pero tampoco se quedaban con mucha hambre. Eulalia regresaba por los trastos vacíos y ella misma los lavaba. Las mujeres pasaban el día encerradas. A las seis de la tarde Teófilo las dejaba salir al campo otro rato, al cabo del cual ellas volvían a entrar en la troje, cenaban los mismos platillos, en igual cantidad, que habían comido en el almuerzo y, después de retirar los platos, Teófilo cerraba el candado para no volver a abrirlo hasta el día siguiente.

Las relaciones entre los esposos Pinto y las prisioneras eran relativamente cordiales. Teófilo advirtió a las mujeres:

—Entre ustedes y nosotros no hay enemistad ni pleito. Ustedes están pasando unos días aquí porque ésa fue la orden que dio doña Arcángela. La otra orden que dio es que no las dejara irse. Estén ustedes tranquilas en esta casa, en donde nadie les hace mal modo y en donde nada les falta y no tendremos dificultad.

Una de las mujeres se atrevió a preguntar cuánto tiempo habían de estar encerradas, a lo que Teófilo contestó:

—El que doña Arcángela disponga.

3

Ticho se levanta antes de que amanezca —por gusto, prefiere pasar el día en el campo que cargando costales en las bodegas—, se viste de entre coime y labriego: camiseta agujerada, traje de casimir, huaraches y sombrero ancho, y viaja en el primer camión que sale de Concepción de Ruiz. Llega al rancho clareando, cuando todos están dormidos excepto un perro, que no le ladra. Se pone las botas que están debajo del tejaban y con la pala en la mano se va a buscar el riego y a ver qué perjuicios y qué avances logró el agua durante la noche.

El día y a la hora que nos interesan Ticho estaba parado en la punta del caño, cerca de la carretera. Podemos imaginar lo que vio:

Alejándose de él, paralelos y juntos, están el camino y el caño de riego. El camino es atascoso, con lodazal y charco; el caño está sobre un bordo de tierra cubierto de yerba verde. Estos dos elementos dividen el rancho en dos partes. A la derecha de Ticho está el terreno sembrado y regado: una superficie de tierra negra con puntas diminutas de trigo verde. A su izquierda está el barbecho abandonado: negro cenizo, con terrones como peñascos. En el otro extremo del caño y del camino, está la noria, junto a la noria, la troje y junto a la troje, la casa. La casa está pintada de blanco, tiene un portal y dos ventanas, la troje es del color del ladrillo y tiene una puerta cerrada. Unos metros ala izquierda de la casa está el tejaban y debajo del tejaban, el tractor —rojo—.

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