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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

Las niñas perdidas (2 page)

BOOK: Las niñas perdidas
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La calle del León corre paralela, más oscura, menos evidente y algo más limpia. La calle del León está unida a Joaquín Costa, entre otras, por la calle de la Paloma y la calle del Tigre, un zoológico por el que la detective Victoria González sentía entonces la misma fascinación que cuando, diez años atrás, decidió montar en aquel lugar una oficina de investigación para inventarse un personaje que le atemperara las adicciones.

Fue un día lejano, con ánimo de noche larga, cuando pasó por la esquina de la calle de la Paloma con la del León y vio cómo un tipo corpulento y torpe sudaba intentando sacar el cadáver astroso de un sofá por una puerta de madera maciza. No eran muchas las puertas de madera que quedaban en el barrio, sustituidas todas por la desdichada carpintería de aluminio que había dado a la zona el aspecto de tristeza cutre que conserva. Aquella era bonita, gruesa, alta, de doble hoja, sorprendentemente estrecha para su envergadura. Parecía la puerta deformada de un cuento siniestro, con su herrumbroso cerrojo anaranjado de orín. Mientras pensaba en todo esto, Victoria González vio cómo el tipo conseguía por fin sacar a empentones el andrajoso armazón, lo dejaba en el lado opuesto de la calle, junto a la puerta de un bar que ya acumulaba un colchón con mancha, dos sillas desventradas y un vagabundo, y volvía para pegar en la puerta un folio donde se leía: Se alquila, razón aquí. Luego volvió a entrar y cerró la puerta.

Victoria González, que entonces ni siquiera sabía que sería detective, entró en aquel bar de enfrente, pegó el codo a la grasa del aluminio que hacía de barra, pidió una cerveza y pasó cerca de una hora observando la hermosa puerta y el cartel escrito a mano. El local que sería suyo ocupaba la esquina de la calle del León con la de la Paloma. El portón, incrustado en una vieja delantera de piedra desconchada, daba a la del León. De costadillo se podía ver que debía de tener un escaparate o cristalera a la calle de la Paloma, entonces oculto por una persiana de metal oxidada que parecía no haberse levantado en décadas.

Las cosas suceden sin razones. Las razones las pergeñamos después, para explicárnoslo. Las cosas suceden por el impulso que llevan, por inercia, vienen de lejos, así que Victoria González pagó sus tres cervezas, salió del bar, cruzó la calle y llamó a aquel portón que ya era el suyo. El mismo tipo gordo que había sacado el mueble, quién si no, abrió, la invitó a pasar con gesto y gruñido y regresó al lugar en el que evidentemente había estado sentado todo aquel tiempo, el suelo. El local, de unos cincuenta metros cuadrados, estaba prácticamente a oscuras, apenas aclarado por la luz que filtraba la persiana. En la esquina derecha opuesta a la puerta, el hombre seguía sudando sentado sobre el piso ante una baraja en la que quedaba un solitario por resolver. Victoria pensó que era la clase de tipo que se hace trampas a sí mismo.

—¿Qué quiere?

Alargó la mano con cierta dificultad, por la panza, y cogió el cinco de corazones de una de las cuatro filas de naipes.

—¿Cuánto vale el alquiler?

El hombre se quedó pensativo con la vista fija en su solitario y al cabo de un par de minutos volvió a dejar la carta en el mismo lugar del que la había cogido.

—¿Es para usted?

—Sí.

—¿Para qué lo quiere?

Victoria González, que hasta el momento había permanecido pegada a la puerta, dio un par de pasos hacia el interior y entonces vio el altillo. Lo que le había parecido un techo bajo, muy bajo, a apenas un par de metros del suelo, era en realidad un falso piso de madera que ocupaba tres cuartas partes del espacio. Una escalera estrecha también de madera, al fondo, permitía el ascenso.

—Para vivir.

El tipo levantó la vista y se quedó mirándola como un orangután observaría por primera vez a un chino en cueros. Hasta entonces ni se había tomado la molestia de echarle una ojeada.

—Aquí no se puede vivir —dijo al fin, y levantó la testuz mirando al falso techo.

—Yo sí puedo.

Él ladeó la cabeza, se incorporó resoplando y con el pie fue empujando las cartas del suelo contra la pared, lentamente, como si estuviera pensándose una respuesta lo suficientemente incontestable.

—Sólo tiene un retrete, sin ducha ni lavabo, y no hay cocina.

Al tenerlo delante, Victoria se dio cuenta de que era más grande de lo que había visto al principio, o sería el efecto del techo bajo. El hombre la miraba con una curiosidad desafiante y gruñía al respirar, como si la grasa acumulada sobre el pecho y el estómago le estuvieran ahogando poco a poco y además fuera a terminar con todo el oxígeno del cubículo.

—Yo no he cocinado en mi puta vida. —Y había igualmente desafío en la elección del tono y sus palabras, incluso algo de sofoco. Victoria se dio cuenta. Pensó que ella también se estaba ahogando y que quizá no merecía la pena aquel momento. Sintió la agresividad del propietario del local, una irritación sin causas. Le pareció que el hombre en realidad no quería alquilarlo. Quizá tenía planeado usarlo como refugio para pasar sus asquerosas tardes sentado en aquel suelo haciendo solitarios, lejos de una mujer cargante y sucia. Quizás era un camello, uno de tantos del barrio. Quizá sólo era un mierda—. ¿Me lo piensa alquilar o no?

El tipo se acercó hasta quedar a un par de palmos de la chica y la miró a los ojos con gesto de primate. A ella le pareció que había sufrido alguna deficiencia alimentaria en la infancia. Tuvo la sensación de que en cualquier momento se acercaría a olfatearla, casi se preparó para ello, y supo que si mantenía el tipo y aguantaba la nube de sudor que expelía, ganaría el pulso. Diez segundos, treinta, un minuto…

—Son cincuenta mil pesetas al mes y un depósito, ahora, de cinco meses —recitó el tipo de corrido, perdiendo todo el interés que pudiera haber tenido en el asunto—. No quiero putas, ni drogas, ni animales. Si algo se rompe es cosa suya. No quiero cocina ni fuego de ninguna clase. No quiero policía aquí. Ni putas, repito, ¿me ha oído?, ni putas. Si lo suyo son las putas, más vale que se vaya por donde ha venido. —Victoria ni se movió ni cambió el desafío, y el hombre se encogió de hombros—. No quiero contratos ni notarios, yo le daré un papel que usted firmará. Cada mes pasaré a ver que todo está en orden.

Desde entonces, la detective Victoria González había pagado religiosamente el alquiler y respetado aquellas normas. El arrendatario, y de aquello hacía una década, nunca pasó a revisar su propiedad, al menos la detective nunca lo vio. Ella, por su parte, jamás vivió allí. Al poco de alquilarlo, limpiarlo y colocar en el altillo un colchón doble, decidió ser detective. Y aquél había resultado un despacho inmejorable, con cama en el altillo para las noches largas y las desolaciones sin domicilio.

4

U
ñas y dientes. A la niña encontrada le habían arrancado las veinte uñas y todos los dientes y muelas, en total diecinueve piezas. Limpiamente, como en un trámite. No le habían roto los dedos, no había rastro de quemaduras en manos ni pies, no habían fracturado tobillos ni muñecas. En fin, no se habían cebado en las extracciones. La detective Victoria González se echó la mano a la tripa y pensó que una nunca sabe lo que puede llegar a imaginar, hasta dónde alcanza su capacidad de deducción ni la velocidad de rayo con la que aparece.

Un jovencísimo agente de los Mossos d'Esquadra permanecía refugiado en el rincón opuesto a la puerta del estrecho habitáculo, como si pudiera guarecerse. ¿De qué?, pensó Victoria, ¿cómo preservar la mente del horror que la propia imaginación desencadena? Porque allí ya no había nada. El chico movía la cabeza muy ligeramente a izquierda y derecha, al ritmo que le llegaba a través del minúsculo receptor que conectaba el iPod con su oreja derecha. Sólo entraba en la zona iluminada, si es que ese ligero resplandor ensuciado en marrón se podía considerar luz, cuando de tanto en tanto dejaba escapar un golpe de flequillo hacia delante. Entonces ella se daba cuenta de hasta qué punto le afectaba la violencia todavía.

A sus pies, la ausencia del cuerpo que se habían llevado antes de que llegara. La detective echó cálculos, segura de los datos que manejaba, y llegó a la conclusión de que el cuerpecillo había permanecido encadenado en aquella especie de trastero sin ventilación nueve días. Joder, se dijo, más de doscientas horas.

—El asunto de las uñas y los dientes… No me lo quito de la cabeza. —La voz del agente salió sin estrenar—. Pertenece a alguna película de horror, una secuela de
Seven
, de
Saw
, de mierda.

Hablaba sin retirarse el aparato de la oreja pero hablaba, lo que era un pasmoso avance, ya que el chico, con el que Victoria se había cruzado alguna vez, no solía abrir la boca ni para amagar saludo. Incluso en la oscuridad, la detective podía apreciar el brillo que el sudor dejaba en su carita cerúlea, verdosa de descomposición. Se le veía aún más joven cuando sufría, y muy desamparado, un escolar que han olvidado en el gimnasio del colegio después de cerrar la puerta hasta mañana. Al agente, Victoria no le gustaba. A ella, él le importaba un rábano, pero en momentos como ese le daban ganas de abrazarlo y acunarlo en su regazo, ya pasó, mi niño, ya pasó, no es nada, sólo otro desequilibrio de esta locura, sólo más violencia, más de lo mismo, no mires, yo te protejo. Ya le había sucedido en alguna ocasión anterior. Ante los restos de una prostituta a la que le habían practicado un aborto violento e indeseado —o, dado el avanzado estado del embarazo, se podría decir que una cesárea por la fuerza y en vivo—, el chico estuvo al borde del desmayo y ella casi lo abrazó. Fueron unos instantes en los que estuvieron a punto de romper el hielo desdeñoso que se regalaban las escasas veces que les tocaba coincidir, pero todo quedó en casi y en nada.

En esta ocasión a ella le molestó algo más el sentimiento, porque no pudo dejar de atribuirlo a su estado.

—¿Por qué las uñas y los dientes? ¿Para qué? No es necesario, no era… sexualmente… necesario… —pensó el agente en voz alta.

—Las uñas y los dientes, Gómez, eran sus únicas armas.

La detective, para su propia sorpresa, le contestó sin titubeos. Y pensó para sí que claro, que sin uñas y dientes podían hacer con aquel pequeño cuerpo lo que les diera la gana y salir luego a la calle sin una marca ni media. Enunció lo que pensaba, que la oposición infantil, privada de uñas y dientes, resulta un pequeño estímulo de suave violencia, y tras hacerlo sintió un acceso de náuseas, que quiso atribuir también a su estado pero no pudo. El asco lo sentía hacia sí misma. ¿Cómo podía llegar a unas conclusiones tan atroces? ¿De dónde salía el material de su conocimiento?

Por supuesto, no le dio ninguna de esas explicaciones al joven. Consideró que no era su función adiestrar al cachorro de policía, sino agradecerle la cortesía y la paciencia que quisiera prestarle. Y la suya, la función del joven, obedecer las órdenes del comisario y no preguntar por qué a ella, una persona ajena al cuerpo policial, detective, mujer para más inri, se le cedía el paso al mismísimo centro del escenario del crimen. El agente se llevaba la mano a la oreja y acariciaba el pequeño aparato con el índice. Estuvo tentada de decirle que cuando ella empezaba los primeros tratos con sus superiores él hacía la primera comunión, si es que esas cosas se seguían haciendo, pero se distrajo pensando de nuevo en la inesperada deducción sobre las extracciones y cómo su cabeza la había parido sin esfuerzo: sin uñas ni dientes no hay señales. Estaba allí, la muy jodida. Movió instintivamente la mano sobre la tripa y acarició aquel proyecto de ser aún a salvo, por tan poco. Tranquila, pequeña, ya está, ya pasó. Esta vez sí podía decirlo, en tres meses podría además acunarla y protegerla en la medida de lo posible.

Protegerla ¿de qué? se dijo, qué curioso, uno nunca sabe lo que puede llegar a imaginar, mejor no saberlo, y decidió regresar al despacho inmediatamente en previsión de algún otro golpe de lucidez espanto.

5

INSTRUCCIONES PARA MATAR A UN PEZ

E
s imprescindible, para matar a un pez, tener una pecera. Si no se dispone de un recipiente dispuesto a tal efecto, más vale abandonar la empresa o hacerse con él y darse tiempo. Teniendo una pecera, o sea, habiéndole cogido confianza, para matar a un pez se requiere una cierta familiaridad con el llamémosle animal, aunque tal apelativo a un pez le quede grande. Nadie considera a un pez animal. Todo lo más, ser vivo.

Se requiere una observación del ser, si no amistosa, al menos familiar. Una vez establecida, procédase a extraerlo mediante red, malla o rastrillo adecuado.

Aforado el ser vivo, deposíteselo sobre una superficie lo suficientemente amplia como para que los estertores asociados a la muerte del pez ocurran sin peligro de sobrepasarla y caer a tierra, con el correspondiente riesgo de perderlo de vista.

Colocado el pez extraído del agua sobre esa superficie, procédase a observar sus convulsiones, que primero serán violentas y paulatinamente perderán fuerza hasta su completa extenuación y muerte. Láncese el ser muerto al cubo de la basura y consúmase un martini americano sin oliva.

6

—¿
S
abes lo que más duele? —preguntó la detective mientras abría la puerta—. Lo que más duele es la mirada. Me miró con desprecio, no lo entendió, nula capacidad para la ironía, el sarcasmo; se necesita distancia, joder, distancia. Al chico sólo le importan los hechos, la realidad tal cual, ¿sabes? Sólo le importa lo que sucede, estrictamente. E intenta ser bueno. Quiere que el mundo sea bueno, o al menos que sea mejor. Creo que así son ahora los chicos, como el puñetero agentito. Y encima es transparente. Para él soy una bestia, una resentida, seguramente vieja y triste.

Dejó la puerta abierta para que el exterior moviera un poco el aire sofocante de dentro. En el despacho, su ayudante la recibió divertido. Más listo que el hambre, Jesús. Se conocían desde siempre, desde los tiempos de la universidad, cuando ella todavía creía que sería reportera internacional y él algo así como un periodista deportivo lo suficientemente corrupto como para vivir sin dar golpe. La idea que Jesús tenía de la vida pasaba por no dar golpe, ya desde el principio. Después, se fueron cruzando en cuarteles cada vez más turbios y en tugurios sin luz de día, hasta que a él se lo llevaron por delante por un trapicheo de poca monta pero continuado y a ella se le acabó la vida de prensa en tribunales e investigaciones a base de jugársela a la última copa. Bah, solía decirse Victoria como una forma de torear el fracaso, en el fondo ninguno de los dos estábamos hechos para la mediocre rutina periodística. Cuando decidió montar el despacho no tardó ni un minuto en saber que era a Jesús a quien necesitaba al lado. Se había convertido en el perfecto desempleado: exyonqui, extaleguero, exconquistador, alcohólico y resabiado. La conocía al dedillo y, sobre todo, mantenía intacta su admiración por ella. Y Victoria necesitaba como el agua esa dosis de admiración, arrobo entregado y sin aspiraciones, el mismo que aquel mediodía tórrido, a la vuelta de su incursión en la cueva de los horrores, llevaba los ojos de Jesús de su panza a sus tetas con una sonrisa de medio lado ya empapada en cerveza negra.

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