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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 3 (23 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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La voz al otro extremo de la línea era tan queda que casi no se oía.

—Carnegie —dijo Johannson—, hemos repasado toda la información que encontramos en el laboratorio sobre las pruebas de Dance y Welles…

—¿Y?

—También hemos analizado los restos de la sustancia extraídos de la hipodérmica que usaron en el sospechoso. Creo que hemos encontrado al Niño, Carnegie.

—¿Qué niño? — inquirió éste; le irritaba la obcecación de Johannson.

—El Niño Ciego.

—¿Y?

Inexplicablemente, Carnegie tuvo la certeza de que al otro lado de la línea Johannson sonreía antes de contestar.

—Creo que será mejor que venga personalmente a verlo. ¿Qué le parece a eso de mediodía?

Johannson podía haber sido uno de los más grandes envenenadores de la historia: poseía todos los requisitos y las cualificaciones. Una mente ordenada (la experiencia de Carnegie le había enseñado que los envenenadores eran un dechado de perfección), una naturaleza paciente (el envenenamiento llevaba su tiempo) y, lo más importante, un conocimiento enciclopédico de toxicología. Al verlo en acción, cosa que ya había sucedido en dos ocasiones anteriores, Carnegie vio al hombre sutil dedicado a su sutil arte y el espectáculo le heló la sangre.

Johannson se había instalado en el laboratorio del piso superior, donde habían asesinado a la doctora Dance, en vez de utilizar para la investigación las instalaciones policiales, porque, según él mismo le explicara, gran parte del equipo del que se jactaba la organización Hume no existía en ninguna otra parte. Su dominio del lugar, junto con la ayuda de sus dos asistentes, había transformado el desorden dejado por los anteriores experimentadores en un sueño de orden y pulcritud. Sólo los monos continuaban siendo una constante. Por más que se empeñara, Jobannson no lograba controlar su comportamiento.

—No nos resultó difícil encontrar la droga utilizada en su sospechoso —dijo Johannson—; simplemente cotejamos los restos que quedaban de la hipodérmica con los materiales encontrados en la sala. Al parecer, han estado fabricando esta sustancia, o variaciones del mismo tema, durante un tiempo. Los del laboratorio dicen no estar enterados de nada, claro. Me inclino a creerles. Lo que los buenos doctores estaban haciendo aquí era un experimento de tipo personal.

—¿Qué clase de experimento?

Johannson se quitó las gafas y se dispuso a limpiarlas con la punta de la corbata roja.

—Al principio pensamos que querían desarrollar una especie de alucinógeno —dijo—. En ciertos aspectos, la sustancia utilizada en su sospechoso se parece a un narcótico. En realidad, dejando de lado los métodos, creo que han hecho unos descubrimientos interesantes, que nos llevan a un territorio completamente nuevo.

—¿Entonces no es una droga?

—Claro que es una droga —dijo Johanoson, poniéndose las gafas—, pero es una droga que sirve a un propósito muy especifico. Véalo con sus propios ojos.

Johannson lo condujo a través del laboratorio hasta la fila de jaulas donde estaban los monos. En lugar de estar encerrados por separado, al toxicólogo le había parecido conveniente abrir las puertas que conectaban las jaulas entre sí, dejando que los animales tuvieran libre acceso para reunirse. La consecuencia era absolutamente clara: los animales estaban entregados a una serie de complejos actos sexuales. Carnegie se preguntó por qué los monos se pasaban la vida realizando obscenidades. Era la misma manifestación tórrida que tenía lugar cuando, de pequeños, llevaba a sus hijos al jardín zoológico de Regent. la jaula de los simios provocaba una embarazosa pregunta tras otra. Al cabo de un tiempo dejó de llevar a sus hijos al zoológico. Le resultaba demasiado mortificante.

—¿Es que no tienen nada mejor que hacer? — le preguntó a Johannson, apartando la vista para volverla a posar en un
menage à trois
tan íntimo que el ojo no lograba descifrar qué miembro pertenecía a que mono.

—Créame —dijo Johannson, sonriendo presuntuosamente—, esto es suave comparado con el comportamiento que hemos observado en estos animales desde que les inyectamos la sustancia. A partir de ese momento, se olvidaron de las pautas normales de comportamiento, se saltaron los signos de excitación, los rituales de cortejo. Ya no les interesa la comida. No duermen. Se han convertido en unos obsesos sexuales. Olvidaron los demás estímulos. A menos que la sustancia se elimine, me temo que follen hasta reventar.

Carnegie echó un vistazo a las demás jaulas; en cada una de ellas se desarrollaban las mismas escenas pornográficas. Violaciones en masa, uniones homosexuales, fervorosas y exaltadas masturbaciones.

—Con razón los doctores mantuvieron en secreto su descubrimiento —prosiguió Johannson—; estaban a punto de descubrir algo que los haría ricos. Un afrodisiaco que funciona.

—¿Un afrodisiaco?

—La mayoría no sirven de nada. El cuerno de rinoceronte, las anguilas vivas en salsa de nata son elementos simbólicos. Están pensados para excitar por asociación.

Carnegie recordó el hambre reflejada en los ojos de Jerome. En los monos observó su eco. Hambre, y la desesperación que el hambre trae consigo.

—Y los ungüentos tampoco sirven de nada. La
Cantharis vesicatoria…

—¿Qué es eso?

—Tal vez la conozca por los nombres de cantárida o mosca española. Es un insecto con el que se fabrica una pasta. Tampoco sirve de nada. En el mejor de los casos estas sustancias son inflamatorias. Pero esto… —Recogió una ampolla de líquido incoloro—. Esto es algo que raya en lo genial.

—A mí no me parece que los monos sean muy felices con eso en el cuerpo…

—Todavía está sin depurar —le explicó Johaunson—. Creo que los investigadores fueron muy codiciosos, y realizaron pruebas en humanos dos o tres años antes de lo aconsejable. Tal como se encuentra ahora, esta sustancia es casi letal, de eso no cabe duda. Pero con el tiempo podría funcionar. Verá usted, han logrado superar el problema mecánico; esta sustancia actúa directamente sobre la imaginación erótica, sobre la libido. Si uno excita la mente, el cuerpo responde. Ahí está el truco.

El matraqueo de la malla de alambre obligó a Carnegie a apartar la vista de las pálidas facciones de Johannson. Una de las monas, al parecer insatisfecha con las atenciones de varios machos, se había despatarrado contra la jaula y con sus dedos diestros intentaba tocar a Carnegie; sus compañeros no iban a permitirle que los dejara sin amor, y se habían entregado a la sodomía.

—Es Cupido, ¿no? — comentó Johannson—. «El amor no ve con los ojos sino con la imaginación.

»Por eso al Cupido alado lo pintan ciego. Pertenece a
El sueño de una noche de verano.

—El Bardo nunca fue mi fuerte —dijo Carnegie. Y volvió a concentrarse en la mona—. ¿Y Jerome? — inquirió.

—Tiene la sustancia en la sangre. Una buena dosis.

—¡Entonces es como estos animales!

—Supongo que al contar con unas capacidades intelectuales superiores, la sustancia no actuará de un modo tan deliberado. Aunque, ahora que lo pienso, el sexo puede convertir en simio hasta al más pintado, ¿no? —Johannson se permitió sonreír a medias ante el juego de palabras—. Nuestras llamadas preocupaciones superiores se vuelven secundarias. Por un instante, el sexo nos vuelve obsesivos; somos capaces de realizar, o al menos creemos que podemos realizar, hechos que, retrospectivamente, resultan extraordinarios.

—Considero que no hay nada de extraordinario en una violación —comentó Carnegie, intentando cortar en seco la rapsodia de Johannson.

Pero el hombre no se dio por vencido.

—El sexo sin final, sin compromisos, sin disculpas —prosiguió—. Imagíneselo. El sueño de Casanova.

El mundo había presenciado tantas eras… El Siglo de las Luces, la Reforma, la Era de la Razón. Y ahora, por fin, la Era del Deseo. Y después, el fin de las eras, el fin de todo. Porque los fuegos avivados ahora eran más feroces de lo que sospechaba el mundo inocente. Eran fuegos terribles, fuegos sin final que iluminarían el mundo con su luz única, feroz y definitiva.

Eso pensaba Welles mientras yacía en su cama. Había recuperado la conciencia hacía unas horas, pero prefirió no dar señales de ello. Cuando entraba una enfermera, cerraba los ojos con fuerza y respiraba con más lentitud. Sabía que no podría fingir durante mucho tiempo, pero las horas le permitieron reflexionar sobre cuál sería su itinerario a partir de ese momento. En primer lugar tendría que regresar a los Laboratorios, para destruir los papeles allí guardados y borrar las cintas grabadas. Había decidido que a partir de ese momento toda información sobre el Proyecto Niño Ciego existiría solamente en su cabeza. De ese modo ejercería un control completo sobre su obra maestra y nadie podría arrebatársela.

Nunca le había interesado demasiado ganar dinero con el descubrimiento, aunque era consciente de lo lucrativo que podría llegar a ser un afrodisiaco viable; nunca había dado un pimiento por los bienes materiales. El motivo inicial que le había llevado al desarrollo de la droga —descubierta accidentalmente mientras probaban un agente para ayudar a los esquizofrénicos— fue el afán de investigar. Pero sus motivaciones habían madurado a lo largo de los meses de trabajo secreto. Había llegado a pensar en sí mismo como el iniciador del milenio. No permitiría que nadie le arrebatara ese papel sagrado.

Así pensaba mientras yacía en la cama, esperando el momento de huir.

Mientras vagaba por las calles, Jerome habría aprobado alegremente la visión de Welles. De todos los hombres quizá él fuera el más ansioso por dar la bienvenida a la Era del Deseo. Veía sus portentos por todas partes. En las vallas publicitarias y en los carteles de cine, en los escaparates y en las pantallas de televisión: en todas partes el cuerpo como mercancía. Donde no se utilizaba la carne para comercializar artefactos de acero y piedra, esos mismos artefactos adoptaban sus propiedades. Los automóviles pasaban junto a él con todos los atributos voluptuosos menos la respiración: sus sinuosas estructuras brillaban, sus interiores eran invitantes y mullidos. Los edificios lo rodeaban con sus retruécanos sexuales. Capiteles, pasadizos, plazas sombreadas con fuentes de agua blanca. Bajo el embeleso de lo trivial —los miles de distracciones que encontraba en la calle y la plaza—, sentía la madura vida del cuerpo impregnando cada detalle.

El espectáculo mantenía bien avivado su fuego interno; su fuerza de voluntad a duras penas lograba impedirle dispensar sus atenciones a cada una de las criaturas sobre las que posaba los ojos. Unos pocos presentían ese calor y se alejaban de él. Los perros también lo sentían. Varios lo siguieron, excitados por su excitación. Las moscas orbitaban sobre su cabeza en escuadrones. A medida que se acostumbraba a su estado, logró ejercer sobre él un rudimentario control. Sabía que una demostración pública de sus ardores atraería a la ley, y eso obstaculizaría sus aventuras. El fuego que había iniciado no tardaría en propagarse; entonces saldría de su escondite y se bañaría libremente en el. Hasta entonces, lo mejor sería la discreción.

En cierta ocasión había comprado la compañía de una joven del Soho; fue en su busca. Esa tarde hacía un calor bochornoso, aunque no se sentía fatigado. No había comido desde la noche anterior, pero no tenía hambre. Al subir la estrecha escalera hacia la habitación del primer piso que Angela ocupaba, se sintió vigoroso como un atleta, pletórico de salud. El proxeneta de mirada penetrante y fiera, inmaculadamente vestido, que solía ocupar un lugar en lo alto de la escalera no estaba presente. Jerome se dirigió a la habitación de la muchacha y llamo. No recibió respuesta. Volvió a llamar con mayor urgencia. Sus golpes hicieron que una mujer de mediana edad se asomara a la puerta del final del rellano.

—¿Qué quieres?

—A la mujer —repuso sencillamente.

—Angela se ha ido. Y sera mejor que te vayas tú también. Fijate en que estado estás. Esto no es una posada de mala muerte.

—¿Cuándo volverá? — preguntó, intentando sujetar lo mejor que podía su apetito.

La mujer, que era tan alta como Jerome y mucho mas pesada, avanzó hacia él.

—La muchacha no volverá, de modo que lárgate de aquí antes de que llame a Isaiah.

Jerome la miró; ejercía el mismo oficio que Angela, no cabía duda, aunque no era tan joven ni tan bella. Le sonrió.

—Oigo tu corazón —le dijo.

—No te lo repetiré…

Antes de que pudiera acabar la frase, Jerome atravesó el rellano y fue hacia ella. La mujer no se asustó por su acercamiento, simplemente se mostró asqueada.

—Si llamo a Isaiah lo lamentarás —le informó.

El ritmo de sus latidos había aumentado, y Jerome logró oírlo.

—Estoy ardiendo.

La mujer frunció el ceño; estaba claro que iba a perder aquella batalla de agudezas.

—No te me acerques, te lo advierto.

Los latidos eran todavía mas rápidos. El ritmo, sepultado en su sustancia, lo impulsó a avanzar. De aquella fuente provenía toda la vida, todo el calor.

—Dame tu corazón.

—¡Isaiah!

Nadie acudió a la llamada. Jerome no le dio oportunidad de gritar por segunda vez. La abrazó y con una mano le tapó la boca. La mujer le descargó una andanada de golpes, pero el dolor no hizo mas que avivar las llamas. Brilló más y más; cada uno de sus orificios daba al horno de su vientre, de su ijada, de su cabeza. La mayor corpulencia de la mujer no le sirvió de ventaja ante tanto fervor. La empujó contra la pared —el latido de su corazón le retumbaba en los oídos— y comenzó a besarle el cuello, al tiempo que le arrancaba el vestido para descubrirle los pechos.

—No grites —le dijo, procurando parecer persuasivo—. No quiero hacerte daño.

La mujer negó con la cabeza y a través de la mano con la que le tapaba la boca dijo:

—No gritaré.

Jerome quitó la mano y la mujer respiró desesperadamente, preguntándose dónde estaría Isaiah. No muy lejos, seguramente. Temió por su vida si se negaba al intruso —¡cómo le brillaban los ojos!—; abandonó todo intento de resistirse y lo dejó hacer. Por su larga experiencia sabía que el aprovisionamiento de pasión de los hombres se acababa fácilmente. Aunque amenazaran con mover el cielo y la tierra, media hora después sus jactancias acababan en sábanas húmedas y resentimiento. Si las cosas llegaban a lo peor, podría soportar su tonta cháchara sobre el fuego y la quemazón; había oído conversaciones de alcoba mucho más obscenas. En cuanto al pitón que intentaba introducirle, él y sus cómicos colegas no guardaban sorpresa alguna para ella.

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