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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (23 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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Yo, por supuesto, no contesté.

—¡Si algún hombre de Tyros cae —gritó—, diez esclavas morirán!

Apenas pronunciadas estas palabras, él mismo cayó abatido por una flecha que atravesó su túnica amarilla.

No había aceptado sus condiciones.

—Así pues, esclavas —gritó un hombre, alzando su puñal—. ¡Morid!

No llegó, sin embargo, a herir a nadie. El gran arco no se lo permitió. La cadena prosiguió su camino por encima de su cuerpo. Ya ningún hombre se atrevía a asestar el primer golpe. Sarus, líder de los hombres de Tyros, lo ordenó a algunos de ellos, pero ninguno obedeció, no deseando su propia muerte.

—¡Entonces, mátalas tú mismo! —gritó uno de los insubordinados.

Sarus le clavó su espada, pero no hizo lo mismo con las esclavas. Enojado, ansioso, miró hacia el bosque y, volviéndose, gritó:

—¡Más deprisa! ¡Que avancen más deprisa!

La cadena de esclavas reemprendió la marcha.

Una vez más, los hombres de Ar, encabezados por el propio Marlenus, su Ubar, retomaron su canción, que resonó a través del bosque.

Antes de la décima hora ya había abatido a catorce. Aquella mañana fue quizá, para ellos, la más oscura, la más desesperada. Por el contrario, aquella tarde vería incrementar gradualmente la alegría, la esperanza, puesto que ninguna flecha más volvería a ser disparada desde los escondrijos del follaje.

Quizá no permaneciera más junto a ellos. Quizá su atacante se había cansado. Quizá había abandonado la persecución, la caza.

Caminaron durante todo el día. Era tarde cuando organizaron su campamento.

Se sentían optimistas, y reinaba un ambiente de celebración. Vi a mi esclava, Mira, sonriente, sirviendo vino a numerosas mujeres pantera de la banda de Hura.

La droga era fuerte. Había sido preparada para los cuerpos de los hombres, no para los pequeños cuerpos de las mujeres. Desconocía la duración de sus efectos en una mujer. Durante el estricto interrogatorio de Vinca, Mira había explicado que podía mantener inconsciente a un hombre durante varios ahns, generalmente medio día.

El escondite de mis propias esclavas, que no conocían los hombres de Tyros ni las muchachas de Hura, se hallaba tan sólo a dos pasangs de distancia. Sería necesario liberar a algunas muchachas de Hura de los efectos de la droga.

No queríamos perder demasiadas horas.

Decidí que necesitaba dormir, y me alejé del campamento.

Encontré pocos objetos de interés mientras examinaba el bagaje esparcido a lo largo del camino. Se trataba en su mayoría de pieles y ropajes. Llevé tres pieles a Vinca y a las otras dos esclavas de paga, para que se protegieran de las frías noches del bosque. No le llevé nada a llene ni a las otras esclavas. Las mujeres pantera, encadenadas, se tenían unas a otras para calentarse. llene no tenía nada. Cuando no pudiera resistir más, se arrastraría hasta mí para reconfortarse. Entonces la utilizaría. También, entre los enseres abandonados, encontré varias túnicas de Tyros. Escogí una y me la llevé al campamento. Pensé que, quizás alguna vez, podría resultarme útil.

17. AÑADO JOYAS AL COLLAR DEL MERCADER DE ESCLAVOS

Anduve entre los cuerpos inconscientes de las mujeres pantera. Todavía dormían. En lo sucesivo no les iba a permitir este lujo.

—Incorpóralas a la cadena de esclavos —dije a Vinca.

—Sí, amo.

Habíamos encadenado ocho muchachas por parejas, tobillo derecho con tobillo izquierdo, separadas entre sí por un metro de distancia. Cada pareja se hallaba bajo vigilancia de una de mis esclavas. Incluso Ilene, vestida con su seda de esclava, portaba un látigo y era responsable de dos muchachas.

Las azotó con el látigo.

—¡Deprisa, esclavas! —les gritó.

Las esclavas encadenadas comenzaron a reunir a las inconscientes mujeres pantera, alineándolas sobre la hierba.

—Me alegra que haya más esclavas —dijo la muchacha rubia—. Así nosotras tendremos menos que cargar.

Había examinado detenidamente el campamento y sus alrededores.

Miré en torno a mí. Una vez más percibí el rastro de una fuga. Sin duda esta mañana los hombres de Tyros habían despertado satisfechos y confiados, ansiosos de hallarse de nuevo en su camino hacia el mar. Sin embargo, les habría resultado imposible despertar a las mujeres pantera que, la noche anterior, habían bebido del vino ofrecido por Mira.

Las muchachas habrían permanecido totalmente inconscientes, sin reaccionar ante nada, salvo quizá con un estremecimiento de su cuerpo y un casi febril gemido.

Como esperaba, los hombres de Tyros no habían optado por permanecer en el campamento para proteger a las muchachas hasta que recobraran el conocimiento. Desconocían el número y la naturaleza de sus enemigos. Deseaban preservar sus propias vidas. Además, no querían que el peso de las cadenas dificultara la marcha. Posiblemente, al menos eso es lo que yo esperaba, algunas de las mejores muchachas de la banda de Hura habían sido capturadas por sus hermanas del bosque. La mayoría, sin embargo, habían sido abandonadas junto con la tienda y los enseres.

Puede ver cómo, bajo la supervisión de una esclava de paga, otras dos esclavas arrastraban a una muchacha.

Oí dos veces el chasquido de un látigo. Ilene había azotado a sus muchachas. Estaban arrastrando a otra hermosa prisionera.

—¡Deprisa! —les reprendió Ilene. No la temían. Temían a Vinca. Obedecieron a Ilene, la cual disfrutaba de su absoluto control sobre las dos jóvenes. De nuevo, les ordenó:

—¡Deprisa!

De repente me alarmé. A través de una de las tiendas abandonadas se percibía un ligero movimiento.

Fingiendo no haber visto nada, seguí examinando el campamento. Me aproximé a la tienda y ocultándome tras ella, me deslice hasta los matorrales.

Enseguida descubrí, arrodillada en la tienda, de espaldas a mí y provista de un arco, una mujer pantera. Había intentado fingirse drogada, pero no lo estaba, Hasta ahora no había tenido oportunidad de disparar, y no podía arriesgarse a fallar. Era una mujer maravillosa y valiente. Otras habrían huido, pero ella había permanecido allí, para defender a sus caídas hermanas del bosque.

La tomé por los brazos. Estaba llorando.

La até de pies y manos.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté, mientras anudaba sus muñecas por detrás de su espalda.

—Rissia —contestó.

La conduje al lugar donde reposaban las otras muchachas y la tendí sobre la hierba entre ellas.

Volví a recorrer el campamento. Encontré una muchacha cubierta con una manta. También ella ocupó su lugar entre las demás.

Vinca se acercó a la línea. Su brazo sostenía una mujer pantera todavía inconsciente.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres? —preguntó la muchacha.

—Estás en tu campamento. Y yo me llamo Vinca.

—¿Dónde me llevas?

—A convertirte en una esclava.

La muchacha la miró, sin comprender.

—Tiéndete aquí —dijo Vinca.

La muchacha se tendió en la hierba, intentó incorporarse, pero se desvaneció nuevamente.

—Quitadles los ropajes —ordené a Vinca y a sus muchachas. Las mujeres pantera fueron desprovistas de sus ropas, sus armas y bolsas, y todo fue arrojado a un lado y posteriormente quemado.

Comencé a sujetar, tobillo con tobillo, a las esclavas. Como no había suficientes cadenas, tuve que servirme de los brazaletes que llevaban las muchachas, uniéndolos a uno de los pesados eslabones de la cadena.

A las restantes muchachas las coloqué de modo que sus cabezas estuvieran orientadas hacia la cadena, con los brazos izquierdos extendidos y las muñecas reposando sobre los eslabones. Una de las jóvenes comenzó a agitarse, gimiendo. Otra se dio la vuelta, emitiendo un leve sonido.

Cuando me hallé cerca de Rissia, nuestras miradas se encontraron. Ella bajo la cabeza. Aparté su cabello hacia un lado y le coloqué el collar. Estaba preciosa. Un anillo de Harl rodeaba su tobillo. Por ultimo corté la correa con que había atado sus pies y manos.

Examiné toda la línea.

Mira había realizado un extraordinario trabajo. Después, aparentemente, había huido con las demás. Posiblemente no habían sospechado su participación en la traición. ¿Quizá ignoraba que el vino se hallaba drogado? ¿O quizá no había sido el vino, sino cualquier otro alimento que alguien había alterado?

Contemplé a las esclavas. Formaban un lote espléndido.

—Ha sido una buena captura —dijo Vinca, examinando la larga hilera.

En efecto lo era.

Cincuenta y ocho nuevas esclavas yacían a lo largo de la cadena.

Mira había realizado un buen trabajo.

Hura había reunido, según mis cálculos, ciento cuatro mujeres, de las cuales retenía ahora, incluyendo a Mira, veintiuna. Las ochenta y cuatro restantes podían ser estimadas por referencia a las joyas adosadas a la cadena de esclavas de Bosko, mercader de Puerto Kar.

Sarus, líder de los hombres de Tyros, contaba con ciento veinticinco hombres cuando se inició la marcha. Algunos días después este número se había reducido a cincuenta y seis. El propio Sarus había ejecutado a uno de ellos la mañana anterior. Actualmente tenía cincuenta y cinco hombres.

Yo esperaba que pronto comenzara a abandonar esclavos, para evitar el tener que matarlos.

Sin duda, su principal objetivo era alcanzar el mar, para reunirse con el
Rhoda
y el
Tesephone
. Si fuera necesario, no dudaría en abandonar a todos sus esclavos, a excepción de Marlenus de Ar.

Observé el camino. Ya era hora de visitar, una vez más, la caravana de Sarus de Tyros.

18. LA COSTA DE THASSA

—¡El mar! ¡El mar! —gritó el hombre—. ¡El mar!

Desde las espesuras, avanzó tropezando, dejando tras de sí los elevados árboles del bosque.

Permaneció solo, sobre la playa, con sus sandalias sobre los guijarros. No se había afeitado. La túnica de Tyros, antes de un amarillo brillante, estaba ahora manchada y andrajosa.

Luego corrió hacia la playa, tropezando dos veces, hasta llegar a la orilla, entre trozos de madera a la deriva, piedras y hierbas húmedas, arrastrados por la marea. Se adentró en el agua, cayendo sobre sus rodillas, con el agua cubriéndole tan sólo unos cuantos centímetros. Con la brisa de la mañana y el fresco olor de la sal en torno a él, el agua retrocedía, dejándole sobre la suave arena mojada. Presionó las palmas de sus manos contra la arena y la besó. Luego, a medida que las olas avanzaban de nuevo, en los remolinos del Thassa, el mar, acariciando la orilla, alzó su rostro y permaneció erguido, con el agua cubriéndole los tobillos.

Se volvió a mirar las Sardar, situadas a miles de pasangs de distancia.

No pudo verme, escondido entre la oscuridad de los árboles. Levantó sus manos hacia las Sardar, hacia los Reyes Sacerdotes de Gor. Nuevamente cayó sobre sus rodillas, en el agua, y tomándola entre sus manos, la arrojó por encima de él, y vi cómo brillaba el sol entre las gotitas.

Reía, ojeroso. Se dio la vuelta y, despacio, paso a paso, dejando sus huellas en la arena seca, ascendió por la playa.

—¡El mar! —gritó en el bosque—. ¡El mar!

Era un hombre valiente, Sarus de Tyros. Se había adelantado solo, a sus hombres.

Y había sido él quien había vislumbrado el Thassa por primera vez. Suponía que los días y noches de su terrible sueño habían quedado, por fin, atrás.

Habían venido hasta el mar, y yo se lo había permitido.

Examiné la amplitud del horizonte del oeste. Más allá de los rompientes y de las blancas colinas sólo reinaba la plácida línea del reluciente Thassa, su inmensidad, enmarcada por el brillante cielo azul en una solitaria llanura, tan continua y sencilla como una línea recta.

No se vislumbraban velas, ni siquiera un indicio de las lonas amarillas, anunciando los barcos de Tyros, que pudieran interrumpir el increíble y vasto margen, el lugar de encuentro entre los magníficos elementos del cielo y el mar.

El horizonte estaba vacío. En algún lugar los hombres remaban. En algún lugar, no sé a qué distancia, el martilleo de los keuleustes gobernaba el remar de aquellas majestuosas palancas, los remos del
Rhoda
, y seguramente, a no más de cincuenta metros, también los de la ligera galera, el
Tesephone
, de Puerto Kar.

Estos dos barcos se reunirían con Sarus y sus hombres.

Todavía en las impenetrables playas, bordeando los magníficos bosques del norte durante cientos de pasangs, por debajo de la desértica Torvaldsland, el encuentro no resultaría fácil. Sabía que tendría que producirse una señal.

—¡El mar! —exclamaron otros, tropezando desde los bosques.

Sarus permaneció a un lado, cansado.

Sus hombres, cincuenta y cinco, descendieron; algunos tropezando, a través de la playa, de las piedras, hasta la orilla.

Setenta y cinco hombres habían sido abandonados en el bosque, llevando todavía cadenas alrededor de sus cuellos y muñecas. Sarus no los había matado, sin duda por temor al gran arco. Su anterior intento de ejecutar a los esclavos había fracasado. Nadie se había atrevido a hacerlo después de que yo abatiera al primero que osó alzar su espada con semejante propósito. Por otra parte, y bajo las órdenes de Sarus, los setenta y cinco hombres habían sido encadenados, formando un círculo, alrededor de diez gruesos árboles. Una vez me hube acercado hasta ellos, aunque no lo suficiente como para que me descubrieran, pude ver que aún llevaban cadenas alrededor de sus cuellos, y que sus manos seguían esposadas. Los numerosos collares y cadenas que los unían habían sido atados alrededor de varios árboles, en círculo. Sin embargo, ya no llevaban cadenas en torno a sus tobillos. Éstas habrían sido retiradas antes de emprender la marcha, para que toda la columna pudiera avanzar más rápidamente. No podrían ser liberados, a menos que se utilizaran herramientas, puesto que sus cadenas no llevaban cerraduras.

Abandonados en el bosque, morirían de sed, o de hambre, o serían atacados por las fieras. Protegerlos obligaría a las fuerzas enemigas a desviarse; liberarlos, confiando en que los enemigos carecieran de herramientas apropiadas, como carecía yo, resultaría prácticamente imposible. Era un plan excelente. Sarus había demostrado ser muy inteligente.

Tras haber interpuesto este impedimento en el camino de sus perseguidores, él, junto con los hombres escogidos, el Ubar Marlenus entre ellos y las veinticinco esclavas capturadas, incluidas Verna, Cara, Grenna y Tina, continuó su ruta hacia las costas de Thassa, donde se encontraría con el
Rhoda
y el
Tesephone
.

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