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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (54 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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La raíz era cosechada en las más elevadas laderas de las montañas. Sus virtudes peculiares eran debidas principalmente a una peculiar manera de prepararla que había sido un secreto cuidadosamente guardado durante generaciones y pasado de madre a hija. Su uso había sido conocido durante varias generaciones. Había habido una época en la que los hombres eran el género dominante; pero el descubrimiento accidental de la raíz por una esposa maltratada conocida como Ampoi había conducido a un rápido vuelco de la situación. En consecuencia, la memoria de Ampoi era tan venerada por las hembras como la de una salvadora.

Knox también adquirió mucha otra información de cuestiones tanto sociales como domésticas. Pero nunca se dijo nada respecto a los rubíes. Se vio obligado a sacar la conclusión de que la abundancia de joyas en Ondoar había sido una pura fábula; una adición puramente decorativa a la historia de las amazonas gigantes.

Su matrimonio le condujo a otras desilusiones. Como consorte de la reina, había tenido la esperanza de desempeñar algún papel en el gobierno de Ondoar y había estado esperando tener algunas prerrogativas reales. Pero pronto descubrió que no era más que el acompañante masculino de Mabousa, sin derechos legales, sin otros privilegios que aquellos que ella, llevada de su afecto de esposa, tuviese a bien concederle. Era amante y cariñosa, pero también terca, por no decir mandona; y descubrió que no podía hacer nada ni ir a ninguna parte sin obtener antes su permiso.

A veces le regañaba, a menudo le corregía sobre algún detalle de la etiqueta ondoariana, o de la conducta general en la vida, de una manera dulce pero estricta; y nunca se le ocurría a ella que él pudiese estar dispuesto a discutir ninguna de las órdenes. Él, sin embargo, estaba cada vez más irritado por su tiranía femenina. Su orgullo masculino, su viril espíritu de británico, se reveló. Si la dama hubiese sido del tamaño adecuado, según sus propias palabras, “la habría atizado un poco”. Pero, bajo las circunstancias, cualquier intento de castigarla recurriendo a la fuerza bruta apenas parecía aconsejable.

Aparte de esto, llegó a cogerla cariño a su manera. Había muchas cosas de ella que a él le gustaban; y sentía que ella podía ser una esposa ejemplar, si solamente hubiese un modo de controlar su deplorable tendencia a darle órdenes.

Pasó el tiempo, como, por otra parte, tiene por costumbre. Mabousa parecía estar bastante satisfecha con su marido. Pero Knox daba muchas vueltas sobre la falsa posición en la que él pensaba que ella le había colocado, y el insulto diario a su hombría. Deseaba que hubiese alguna manera de remediar la situación, de afirmar sus derechos naturales y de poner a Mabousa en su lugar.

Un día se acordó de la raíz con la que eran alimentadas las mujeres de Ondoar, ¿Por qué no podría él hacerse con algo de la raíz y crecer tanto como Mabousa, si no más? Entonces, él sería capaz de manejarla con el estilo adecuado. Cuanto más pensó sobre esto, más le pareció que era la solución ideal para sus dificultades maritales.

El principal problema era obtener la raíz. Él le hizo preguntas a algunos de los hombres de una manera discreta, pero ninguno de ellos podía decirle nada al respecto. Las mujeres nunca permitían a los hombres que las acompañasen cuando iban a cosechar la sustancia; y el proceso de prepararla y consumirla era llevado a cabo en cavernas profundas. Varios hombres se habían atrevido a robar la comida en años pasados; dos de ellos, en verdad, habían crecido a una estatura gigantesca gracias a lo que habían robado. Pero todos habían sido castigados por las mujeres con el exilio de por vida de Ondoar.

Todo esto resultaba bastante desalentador. Además, sirvió para que aumentase el desprecio que Knox sentía hacia los hombres de Ondoar, a quienes veía como una pandilla de afeminados y pusilánimes. Sin embargo, no abandonó su plan. Pero, después de muchas deliberaciones y cábalas, no se encontró más cerca de la solución de lo que lo estaba antes.

Quizá se abría resignado, como han hecho hombres mejores, a una vida de inevitable calzonazos. Pero, al cabo, el nacimiento de una niña, hija de Mabousa y él mismo, le dio una oportunidad de encontrar lo que buscaba.

El bebé era como cualquier otro bebé niña, y Knox no estaba menos orgulloso de ella, no menos imbuido, con los habituales sentimientos paternales, que otros padres lo han estado. No se le ocurrió, hasta que el bebé fue lo bastante mayor como para ser destetado y alimentado con comidas especiales, que él tendría ahora en su propia casa una oportunidad de primera para apropiarse algo de su comida para su uso personal.

La simple y confiada Mabousa era por completo ignorante de designios tan ilegales. La obediencia masculina a la ley femenina del país estaba tan completamente dada por supuesto, que ella incluso le mostró la extraña comida y alimentó al bebé en su presencia. Ni tampoco ocultó de él la gran jarra de barro en la que almacenaba su provisión de reserva.

La jarra estaba en la cocina de palacio, entre otras llenas con elementos más ordinarios de la dieta. Un día, cuando Mabousa se había ido al campo ocupada por algún asunto político, y las doncellas estaban todas ocupadas con cuestiones que no eran culinarias, Knox se coló en la cocina, y se llevó una pequeña bolsa de la sustancia, que escondió entonces en su propio cuarto. En su miedo a ser descubierto, sintió más emoción de la que había sentido cuando, durante los días de su infancia, se había dedicado a robar manzanas a los vendedores callejeros de Londres por detrás de sus puestos.

La sustancia parecía una variedad fina de sagú, y tenía un olor aromático y un sabor a especias. Knox tomó un poco inmediatamente, y no lo ingirió entero por miedo de que las consecuencias fuesen visibles.

Había contemplado el increíble crecimiento del bebé, que había alcanzado las proporciones de una niña normal de seis años en una quincena bajo la influencia del milagroso nutriente; y no deseaba que su robo fuese descubierto, y sus posteriores consumos impedidos, en la primera etapa de su propio desarrollo hacia el gigantismo.

Consideró que alguna especie de aislamiento resultaría aconsejable hasta que hubiese alcanzado la masa y estatura que le asegurarían una posición de amo en su propio hogar. De alguna manera, debía apartarse de toda supervisión femenina durante el período de su crecimiento.

Esto, para alguien completamente sujeto al gobierno de las faldas, con todas sus idas y venidas minuciosamente reguladas, no era un problema menor. Pero de nuevo la fortuna le sonrió a Knox; porque había llegado la temporada de caza a Ondoar; una época en la que muchos de los maridos tenían el permiso de sus mujeres para emplear días o semanas cazando cierta especie de ágiles ciervos alpinos conocidos como los oklah.

Quizá Mabousa se asombró un poco ante el repentino interés demostrado por Knox en la caza del oklah, y su igualmente repentina devoción a la práctica con las jabalinas utilizadas por los cazadores. Pero ella no vio razón para negarle su permiso para hacer el viaje deseado; simplemente indicando que debería hacerlo en compañía de otros maridos obedientes, y que debía tener mucho cuidado con los despeñaderos y con los precipicios.

La compañía de otros maridos no era del todo conforme al plan de Knox; pero sabía que no valía la pena discutir ese punto. Había conseguido realizar varias visitas más a la despensa de palacio, y había robado suficiente cantidad de la comida prohibida como para convertirse en un robusto titán domesticador de esposas. De alguna manera, durante ese viaje a las montañas, a pesar de los humildes maridos cumplidores de la ley con los que estaba condenado a ir, encontraría la oportunidad para consumir lo que había robado. Regresaría como un gigante conquistador, un rugiente y fanfarrón Goliat; y todo el mundo, aunque especialmente Mabousa, le miraría desde abajo.

Knox escondió la comida, ocultándola en una bolsa de pan de mijo, entre sus provisiones privadas. También llevaba algo de ella en los bolsillos, y se tomaba un par de puñados siempre que los otros hombres no estaban mirando. Y de noche, cuando todos estaban durmiendo tan tranquilos, se iba a escondidas a la bolsa y se tomaba la sustancia aromática a puñados.

Los resultados fueron verdaderamente fenomenales, porque Knox podía verse a sí mismo hincharse después de la primera comida completa. Se ensanchaba y crecía, pulgada a pulgada, ante el manifiesto asombro de sus compañeros, ninguno de los cuales en principio fue lo bastante imaginativo como para suponerse la verdadera razón. Les vio mirándole con pasmo especulativo y curiosidad, como la gente civilizada mostraría ante un hombre salvaje de Borneo. Evidentemente, consideraban su crecimiento como una especie de anormalidad biológica, o quizá como parte del extraño comportamiento que podría esperarse de un extranjero de antecedentes dudosos.

Los cazadores estaban ahora en las montañas más elevadas, en el extremo más al norte de Ondoar. Aquí, entre estupendos picachos y precipicios, ellos persiguieron a los elusivos oklah; y Knox comenzó a alcanzar una longitud en sus miembros que le permitía saltar por precipicios por los que los demás no podrían seguirle.

Al cabo, uno o dos debieron volverse suspicaces, se dedicaron a vigilar a Knox, y una noche le sorprendieron en el acto de devorar la comida sagrada. Intentaron advertirle, con una especie de horror sagrado en su expresión, que estaba haciendo una cosa terrible y prohibida, y que estaba buscándose las más terribles consecuencias.

Knox, quien estaba empezando a sentirse, además de tener el aspecto, como un verdadero gigante, les dijo que se ocupasen de sus propios asuntos. Lo que es más, continuó expresando su opinión, sincera y sin cortapisas, sobre los débiles, decadentes y afeminados varones de Ondoar. Después de lo cual, le dejaron solo, pero murmuraron entre ellos y miraron cada uno de sus movimientos con vistazos aprehensivos. Knox les despreció tan completamente, que no le dio una especial importancia a la desaparición furtiva de dos de los miembros del grupo; en aquel momento, apenas se dio cuenta de que se habían marchado.

Después de una quincena de ascensión alpina, los cazadores habían cobrado su cuota correspondiente de los cuernilargos oklah con sus patas de cabra; y Knox había consumido toda su provisión de comida prohibida y había crecido hasta unas proporciones que estaba seguro de que le permitirían convertirse en el amo de su mandona compañera y demostrarle la natural inferioridad del sexo femenino. Era el momento de volver: los compañeros de Knox ni siquiera habrían soñado con exceder el límite impuesto por las mujeres, quienes les habían indicado que deberían retornar al cabo de una quincena; y Knox estaba ansioso por demostrar su recién adquirida superioridad de masa y músculo.

Mientras bajaban por la montaña y atravesaban los campos cultivados, Knox se dio cuenta de que los otros hombres se estaban rezagando cada vez más, con una especie de timidez recelosa. Avanzó frente a ellos, llevando tres oklahs adultos colgados del hombro, como un hombre inferior habría llevado igual número de conejos.

Los campos y los caminos estaban desiertos, y ninguna de las mujeres titánicas resultaba visible por ninguna parte. Knox se preguntó un poco sobre el significado de esto: pero, considerándose a sí mismo el amo de la situación general, no esforzó su mente en exceso con conjeturas curiosas.

Sin embargo, mientras se acercaban a la ciudad, la soledad y el silencio se volvieron un poco ominosos. Los compañeros de caza de Knox eran evidentemente víctimas de un gran y creciente terror. Pero Knox no consideró que tuviese que rebajar su dignidad ni siquiera para tener que preguntar la razón.

Entraron por las calles, que también se hallaban extrañamente vacías. No había señal de vida que no fuesen los rostros, pálidos y asustados, que miraban desde ventanas o puertas abiertas furtivamente.

Por último, llegaron a la vista del palacio. Ahora, el misterio estaba explicado, porque, aparentemente, ¡todas las mujeres de Ondoar se habían reunido en la plaza cuadrada delante del edificio! Estaban agrupadas en una formación masiva y aparentemente sólida, como un ejército de amazonas gigantes: y su completa inmovilidad era más temible que cualquier tumulto y griterío de los campos de batalla. Knox sintió un involuntario temor, aunque irresistible, ante los músculos que se hinchaban en sus poderosos brazos, la solemne respiración de los gigantescos pechos, y la terrible y austera mirada con la que le contemplaron al unísono.

De repente, se dio cuenta de que estaba completamente solo... Los otros hombres habían desaparecido como sombras, como si ni siquiera se atreviesen a quedarse y a contemplar su destino.

Notó un impulso de huir casi imposible de denegar; pero su valor británico le impidió rendirse a él. Paso a paso, se obligó a avanzar contra el ejército de mujeres.

Le esperaron en un silencio pétreo, tan inmóviles como cariátides. Vio a Mabousa en la primera fila, rodeada por sus doncellas. Ella le miró con unos ojos en los que él no pudo leer nada que no fuese un reproche inexpresable. Ella no le habló; y, de alguna manera, las palabras ligeras con las que él había planeado saludarla se le congelaron en los labios.

De una vez, con un paso adelante en grupo, concertado y temible, las mujeres rodearon a Knox. Perdió de vista a Mabousa en la sólida muralla de titanes. Grandes y rudas manos le agarraban, le arrancaban la lanza de entre las manos y los oklahs de los hombros. Luchó como le corresponde a un valiente inglés. Pero un hombre solo, aunque hubiera comido el alimento de las gigantas, no podía hacer nada contra la tribu entera de hembras de tres metros.

Manteniendo un silencio que resultaba más formidable que cualquier grito, le transportaron por la ciudad y a lo largo de la carretera por la que había entrado en Ondoar, y, subiendo por el sendero de montaña hasta los rampantes exteriores de esa tierra. Allí, desde el elevado precipicio sobre la catarata por la que había ascendido, le bajaron con una grúa de sogas fuertes hasta el lecho del torrente seco doscientos pies más abajo, y le abandonaron para que se abriese camino descendiendo por la peligrosa ladera de la montaña y hasta el mundo que sólo le aceptaría como un monstruo de feria.

LA ISLA QUE NO ESTABA EN LOS MAPAS

No sé cuánto tiempo había estado vagando errante en el bote.

Hay varios días, y varias noches, que tan sólo recuerdo como espacios vacíos, de gris y de oscuridad, alternándose; y, después de éstos, hubo una fantasmagórica eternidad de delirio y una inmersión indeterminada en el más negro olvido.

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