Los Reyes Sacerdotes de Gor (22 page)

BOOK: Los Reyes Sacerdotes de Gor
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Con un grito se incorporó y se arrojó contra la pared de la caja, golpeando salvajemente con sus pequeños puños. —¡Amo! ¡Amo!

Metí la llave en el bolso de cuero, y me lo colgué del cuello.

—Adiós, Vika de Treve —dije.

Dejó de golpear la división de plástico, y me miró fijamente, el rostro surcado de lágrimas.

Después, me asombró ver que sonreía, enjugaba una lágrima, y meneaba la cabeza, sonriendo ante el absurdo de su propia reacción.

—De veras te marchas —dijo.

—Sí —contesté.

—Sabía —dijo— que en realidad era tu esclava, pero hasta ahora no he sabido que en realidad eras mi amo. Me miró a través del plástico transparente, conmovida. —Es extraño sentir —continuó— y saber que alguien es realmente nuestro amo, saber que sólo él tiene derecho a hacer con una lo que le plazca, pero que nuestra voluntad no cuenta, que una es impotente y debe y quiere hacer lo que él manda, porque es necesario obedecer.

De pronto, Vika me sonrió. —Es bueno pertenecerte, Tarl Cabot —dijo—, me agrada pertenecerte.

—No comprendo —dije.

—Soy mujer —dijo—, y eres hombre, y eres más fuerte que yo, y soy tuya, algo que tú sabías y que ahora también yo aprendí.

Vika inclinó la cabeza. —En el fondo de su corazón —dijo Vika— la mujer siempre desea soportar las cadenas un hombre.

La afirmación me pareció bastante dudosa.

Vika alzó los ojos y sonrió. —Por supuesto deseamos elegir al hombre.

Eso me pareció menos dudoso.

—Y yo te prefiero, Cabot —agregó.

—Las mujeres desean ser libres —repliqué.

—Sí —convino la muchacha—, también deseamos ser libres. En todas las mujeres hay algo de la Compañera Libre y algo de la esclava.

La contemplé, ahora sin rencor. —Debo marcharme —insistí.

—Cabot, cuando te vi por primera vez —dijo—, supe que me poseías. —Fijó sus ojos en los míos:

—Deseaba ser libre, pero sabía que tú eras mi dueño... a pesar de que no me habías tocado ni besado. Supe que desde ese momento era tu esclava; tus ojos me dijeron que te habías adueñado de mí, y mi instinto más secreto así lo reconoció.

Me volví para salir.

—Te amo, Cabot —dijo de pronto, y como confundida, y tal vez atemorizada, de pronto inclinó humildemente la cabeza—, Quiero decir... que te amo, señor.

Sonreí ante la rectificación de Vika, pues una esclava rara vez puede dirigirse al amo por su nombre, sólo está autorizada a mencionar el título. El privilegio de usar el nombre, de acuerdo con la costumbre más usual, está reservado a la mujer libre, y sobre todo a la Compañera Libre.

Los ojos de Vika expresaban inquietud, y sus manos se movían como si deseara tocarme a través del plástico.

—¿Puedo preguntar —inquirió— adónde va mi amo?

—Voy a dar Gur a la Madre.

—¿Qué significa eso? —preguntó, asombrada.

—No lo sé —contesté—, pero me propongo averiguarlo.

—¿Es necesario que vayas? —preguntó.

—Sí —repliqué—, tengo un amigo que puede estar en peligro.

Me volví para salir, y oí su voz que decía:

—Amo, te deseo bien.

Era una joven extraña.

Si yo no hubiera sabido cuán maligna y engañosa era, qué cruel y traicionera, podría haberme permitido dirigirle una palabra amable.

Su desempeño había sido soberbio, casi convincente, y hasta me vi inducido a creer que yo le importaba.

—Sí —dije—, Vika de Treve... esclava... representas bien tu papel.

—No —dijo—, no... amo... ¡Te he entregado mi corazón!

Me reí de ella.

Me volví porque tenía cosas más importantes que atender que ocuparme de la infiel mujerzuela de Treve.

—Proveeré alimento y agua a la hembra mul —dijo el jefe de los ayudantes.

—Si así lo deseas —dije, y, me retiré.

27. EN LA CÁMARA DE LA MADRE

Continuaba la Fiesta de Tola.

Pero ya había quedado atrás la cuarta comida.

Habían transcurrido casi ocho ahns goreanos, es decir unas diez horas terrestres desde que yo me había separado de Misk y de Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta, temprano por la mañana.

Antes de alejarme mucho del Vivero ya tenía idea de la orientación general del Nido, y mientras avanzaba impaciente vi un disco de transporte estacionado, por así decirlo, balanceándose sobre su colchón de gas, frente a uno de los altos portales de acero del Salón de los Comisarios.

Por supuesto, el disco no estaba vigilado, porque en la vida tan reglamentada del Nido el robo era desconocido, si se exceptuaba el hurto ocasional de un puñado de sal.

Ascendí al disco y poco después me deslizaba rápidamente por el corredor. Habría recorrido a lo sumo un pasang o cosa así, cuando detuve el disco frente a otro portal del Salón de Comisarios. Atravesé el portal, y pocos momentos después salí vestido con el atavío púrpura de un mul.

El empleado, que atendiendo a mi pedido imputó el gasto a Sarm, me informó que muy pronto debería imprimir en la nueva túnica los olores correspondientes a mi identidad, mis antecedentes, etcétera. Le aseguré que no olvidaría el asunto, y partí después de recibir sus felicitaciones porque ahora me había convertido en mul, y había abandonado la condición inferior de matok.

Arrojé la túnica de plástico rojo que había usado hasta ese momento, en el primer gabinete de residuos que encontré; de allí iría a parar hasta los distantes incineradores que funcionaban en algún lugar bajo el Nido.

Salté de nuevo al disco de transporte, y enfilé hacia el compartimento de Misk; dediqué unos minutos a reponer energías con los recipientes de hongos, y bebí un largo trago de agua del jarro invertido de mi cajón. Mientras comía los hongos y descansaba sentado en el cajón, consideré mi acción futura. Debía tratar de hallar a Misk. Probablemente moriría con él, o moriría en el intento de vengarlo.

Me pregunté qué sería de Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta. Como yo, habían desobedecido a Sarm, y ahora eran proscritos en el Nido. Abrigaba la esperanza de que pudieran ocultarse y tuviesen alimento suficiente para vivir. No les asignaba muchas posibilidades. De todos modos, si podía hacerse algo para evitar las cámaras de disección, más valía intentarlo.

Recordé la figura del joven Rey Sacerdote que estaba en la cámara secreta, bajo el compartimento de Misk. Creía que el mejor modo de servir a Misk quizá fuera abandonarlo a su suerte, y tratar de proteger al joven varón; pero en realidad, todas esas cosas me interesaban poco. Desconocía la ubicación del huevo femenino, y aunque hubiera sabido a qué atenerme no habría podido protegerlo.

Por otra parte la raza de los Reyes Sacerdotes no me importaba demasiado, sobre todo cuando recordaba cómo los odiaba, y el sentimiento de rechazo que me inspiraba su tendencia a dirigir muchos aspectos importantes de la vida de los hombres en ese mundo. ¿Acaso no habían destruido mi ciudad? ¿No habían dispersado a su pueblo? ¿No habían destruido a muchos hombres con la Muerte Llameante y los habían llevado a las Montañas Sardar en los Viajes de Adquisición? ¿No nos consideraban animales inferiores, muy apropiados para servir a sus excelencias? No, me dije, más vale que los Reyes Sacerdotes mueran. Pero Misk era diferente, porque se trataba de mi amigo. Entre nosotros existía la Confianza del Nido, y por lo tanto, en mi condición de guerrero y hombre, estaba dispuesto a dar la vida por él.

Salí del compartimento de Misk, me instalé en el disco de transporte y me desplacé por el túnel, en silencio, buscando el lugar donde, según sabía, estaba la Cámara de la Madre.

Poco después, llegué a una barricada formada por gruesas barras de acero, que separaban los sectores del Nido abiertos a los muls de aquellos a los que se les prohibía entrar.

Montaba guardia un Rey Sacerdote, cuyas antenas se agitaron extrañadas cuando detuve el disco a cuatro o cinco metros de distancia. Tenía en la cabeza una guirnalda de hojas verdes, como la de Sarm; y además, a semejanza de éste también, del cuello pendía, además del traductor, el collar ceremonial de minúsculas herramientas de metal.

Necesité un momento para comprender la extrañeza del Rey Sacerdote.

Mi túnica no tenía señales olorosas, y durante un momento él había creído que el disco de transporte se desplazaba sin conductor.

Sus reacciones eran casi las mismas que las que un ser humano puede tener cuando en la habitación oye algo, pero no alcanza a ver de qué se trata.

Finalmente, sus antenas se desviaron hacia mí, pero sin duda el Rey Sacerdote estaba fastidiado porque no recibía las intensas señales olorosas que necesitaba para identificarme. El único Rey Sacerdote del Nido que hubiera podido reconocerme inmediatamente, y quizá desde lejos, era Misk, que sabía que yo no era un mul sino un amigo.

—Eres sin duda el Noble Guardia de la Cámara, adonde debo acudir para que apliquen señales olorosas a mi túnica —dije amablemente.

—No —contestó—, guardo la entrada a los túneles de la Madre y tú no puedes entrar.

Bien, me dije, al fin lo encontré.

—¿Dónde puedo marcar mi túnica? —pregunté.

—Regresa al lugar de donde viniste, y pregunta —dijo el Rey Sacerdote.

—¡Gracias, Noble Guardia! —exclamé. Obligué al disco de transporte a virar en redondo.

Poco después entré por un túnel lateral, y comencé a buscar un conducto de ventilación.

Después de recorrer algunos metros, encontré uno que me pareció apropiado. Detuve el disco a medio pasang de distancia, y lo dejé cerca, de un portal abierto, por donde entraban y salían muchos muls con cubos de plástico y enormes palas de madera.

Volví caminando al tubo, retiré la reja que lo cubría, me deslicé en su interior y poco después avanzaba rápidamente por el sistema de ventilación, en dirección a la Cámara de la Madre.

De tanto en tanto miraba por las aberturas laterales; por una de ellas pude ver que ya me hallaba detrás de la barricada de acero con su Rey Sacerdote de guardia.

No se oía nada que indicara la celebración de la Fiesta de Tola, pero no tuve mayor dificultad para encontrar la escena de la celebración, pues pronto hallé un conducto saturado de aromas extraños y penetrantes, los mismos que según me había señalado Misk eran considerados muy atractivos por los Reyes Sacerdotes.

Seguí la dirección de dichos olores, y pronto me encontré espiando el interior de una inmensa cámara. El techo estaba a sólo treinta metros más o menos, pero el largo y el ancho eran considerables, y el lugar estaba ocupado por muchos Reyes Sacerdotes, adornados con guirnaldas verdes que les colgaban del cuello, y collares relucientes que representaban minúsculas herramientas de plata.

En el Nido habría un millar de Reyes Sacerdotes e imaginé que formaban casi toda la población del mismo; quizá faltaran los que obligadamente tenían que montar guardia en algunos lugares clave.

Los Reyes Sacerdotes se mantenían inmóviles, formando un enorme círculo y distribuidos en sucesivas hileras que se extendían concéntricas, como rodeando el escenario de un anfiteatro. A un costado, había cuatro Reyes Sacerdotes, que manipulaban las perillas de un gran artefacto productor de olores. En cada lado del artefacto habría como un centenar de perillas, y los cuatro ejecutantes maniobraban el artefacto con considerable virtuosismo, y tocaban diferentes perillas en una complicada sucesión de movimientos.

Las antenas de los mil Reyes Sacerdotes parecían casi inmóviles, tan atentos estaban a la belleza de su música. Me adelanté y vi, sobre una plataforma elevada en un extremo de la sala, a la Madre.

Durante un momento no supe si estaba viva o muerta.

Sin duda, pertenecía a la especie de los Reyes Sacerdotes, y ahora carecía de alas, pero el rasgo más notable era el fantástico volumen del abdomen. La cabeza era un poco más grande que la de un Rey Sacerdote común, y lo mismo podía decirse del tórax, pero el tronco estaba unido a un abdomen lleno de huevos, y esa parte apenas era menor que un autobús urbano. Pero ahora, ese abdomen monstruoso, medio fláccido y arrugado, ya no mostraba la superficie flexible y tensa que sin duda había tenido antes, y parecía un saco vacío de cuero color castaño muy antiguo y manchado.

Pese a que el abdomen estaba hueco, las patas no podían sostener el peso, y la Madre yacía sobre el estrado, las patas traseras plegadas bajo el cuerpo.

La coloración no era la propia a un Rey Sacerdote normal, sino más oscura, más pardusca, y aquí y allá se veían manchas oscuras que descoloraban el tórax y el abdomen.

Las antenas no estaban alertas, y parecían muy rígidas, invertidas sobre su cabeza.

Los ojos, mortecinos y oscuros.

Tenía frente a mí a una criatura muy antigua: la Madre del Nido.

Era difícil imaginarla, muchas generaciones antes, con alas doradas, volando por los aires, en el cielo azul de Gor.

No vi al macho, al Padre del Nido, e imaginé que había muerto, o había vivido poco después del apareamiento. Me pregunté si él la habría ayudado, o si por sí sola ella había descendido a tierra para desprenderse de las alas y hundirse bajo las montañas, e iniciar el trabajo solitario de la Madre, es decir la creación del Nuevo Nido.

También me pregunté por qué no habían tenido más hembras.

Si Sarm las había destruido, ¿cómo era posible que la Madre no se hubiese enterado y ordenado que destruyesen a su hijo? ¿O era ella quien deseaba que no hubiese otras?

Pero si eso era cierto, ¿cómo podía haber sido cómplice de los planes de Misk para perpetuar la raza de los Reyes Sacerdotes?

Mientras los músicos continuaban produciendo sus ritmos rapsódicos de aromas, un Rey Sacerdote por vez, uno tras otro, avanzaba lentamente y se aproximaba a la plataforma de la Madre.

Allí, de un gran cuenco dorado de un metro y medio de profundidad y un diámetro quizá de seis o siete metros, depositado sobre un pesado trípode, extraía un poco de cierto líquido blancuzco, sin duda el Gur, y se lo ponían en su boca.

Después, se aproximaba a la Madre y con movimientos muy lentos inclinaba la cabeza y la tocaba con sus antenas. La Madre a su vez acercaba la suya, y entonces, con movimientos muy precisos pero leves, él depositaba una minúscula gota del precioso fluido en la boca de la Madre. Luego se retiraba y regresaba a su lugar, donde adoptaba la misma postura inmóvil que había observado antes.

Había dado Gur a la Madre.

Entonces no lo sabía, pero después aprendí que el Gur es un producto secretado inicialmente por grandes artrópodos grises de forma hemisférica, animales domesticados que por las mañanas van a pastorear en lugares donde crecen plantas especiales, cultivadas con el exclusivo propósito de alimentarlos, y de noche retornan a los establos donde los ordeñan los muls. El Gur especial usado en la Fiesta de Tola se conserva durante semanas en los estómagos sociales de Reyes Sacerdotes elegidos especialmente. Esa costumbre implicaba la frase que yo había oído varias veces: “Retener el Gur”.

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