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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

Luminoso (2 page)

BOOK: Luminoso
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Antes de marcharse, Largo había borrado todos los archivos de los ordenadores del apartamento, incluyendo los del sistema multimedia. Pero yo ya conocía sus gustos musicales, pues había tenido acceso a unas cuantas horas de grabaciones de audio llenas de pésimo ska coreano. Nada de solidaridad étnica revolucionaria, tan encomiable, ni tampoco evocadoras flautas andinas; una lástima, pues lo hubiese preferido de lejos. En sus estanterías había varios libros de bioquímica de su época de estudiante. Estaban en bastante mal estado y lo más probable es que los conservara por motivos puramente sentimentales. También había unas cuantas docenas de clásicos de la literatura y varios volúmenes de poesía que olían a humedad, en inglés, español y alemán. Hesse, Rilke, Vallejo, Conrad, Nietzsche. Nada moderno, y nada que se hubiera editado después de 2010. Con unas pocas palabras dirigidas al sistema domótico Largo había borrado todas las obras digitales en su poder, barriendo de un plumazo un cuarto de siglo de su arqueología personal. Hojeé algunos de los libros que quedaban, sólo por curiosidad: había una corrección a lápiz de la estructura de la guanina en uno de los libros de texto... y un párrafo de
El corazón de las tinieblas
estaba subrayado. El narrador, Marlow, se preguntaba incrédulo por qué la tripulación del barco a vapor —que pertenecía a una tribu caníbal y cuyas provisiones de carne de hipopótamo en descomposición se habían tirado por la borda— todavía no se había rebelado y se lo había comido. Al fin y al cabo:

No hay miedo que pueda hacer frente al hambre, ni paciencia capaz de aplacarla, donde hay hambre no hay lugar para la repugnancia; y en lo que respecta a las supersticiones, las creencias, y lo que pueden llamarse principios, no son más que briznas de paja arrastradas por el viento.

No tenía nada que objetar, pero me preguntaba por qué Largo se habría fijado en ese pasaje. ¿Quizá resonara con sus propias dudas de entonces, cuando intentaba justificar el hecho de aceptar sus primeras becas de investigación del Pentágono? La tinta estaba borrosa; el libro se había impreso en 2003. Hubiera preferido tener una copia de las entradas de su diario de las dos últimas semanas antes de su desaparición, pero los ordenadores de su casa no se habían pinchado de forma sistemática en casi veinte años. Me senté ante el escritorio de su estudio y me quedé mirando la pantalla en blanco de la estación de trabajo. Largo había nacido en Lima en 1980, en el seno de una familia de clase media que se declaraba católica y ligeramente de izquierdas. Su padre, un periodista de
El Comercio
, había muerto de una embolia cerebral en 2029. Su madre, con setenta y ocho años, seguía trabajando como abogada para una compañía minera internacional; en su tiempo libre procuraba que se respetara el
hábeas corpus
de las familias de los radicales desaparecidos, un hobby que sus jefes toleraban porque, por casi nada, les daba una buena imagen ante los accionistas con inclinaciones democráticas. Guillermo tenía un hermano mayor, cirujano jubilado, y una hermana pequeña, maestra de escuela, ninguno de los cuales era políticamente activo.

Cursó la mayor parte de sus estudios en Suiza y en los Estados Unidos; después de doctorarse, ocupó una serie de puestos de investigación en instituciones gubernamentales, en la industria de la biotecnología y en la universidad; todos ellos más o menos con los mismos patrocinadores. Con cincuenta y cinco años, divorciado tres veces pero sin hijos, sólo volvía a Lima para hacer visitas cortas a la familia.

Después de pasarse tres décadas trabajando en las aplicaciones militares de la genética molecular —al principio sin saberlo, aunque no por mucho tiempo—, cabía preguntarse a qué podía deberse su repentina deserción hacia El Nido. Más aún cuando, durante años, había sabido conjugar cínicamente la investigación para la defensa con sus piadosas inquietudes liberales, haciendo de ello prácticamente un arte. Su perfil psicológico más reciente así lo sugería: un orgullo feroz en sus logros científicos compensaba el desprecio que sentía por sí mismo al contemplar sus aplicaciones finales; y el conflicto interno mostraba indicios de que estaba dando paso a una cómoda indiferencia. Una dinámica bien documentada en la industria.

Era como si Largo hubiera asumido —en su fuero interno, hace treinta años— que sus principios no eran «más que briznas de paja arrastradas por el viento».

Tal vez había decidido, con cierto retraso, que si iba a prostituirse, por lo menos debía hacerlo bien y vender sus habilidades al mejor postor, aunque ello implicara abastecer de armas genéticas a un cartel de la droga. Sin embargo, yo había visto sus cuentas: ni fraude fiscal ni deudas de juego, ningún indicio de que hubiese vivido por encima de sus posibilidades. Traicionar a sus jefes, igual que había traicionado sus propios ideales de juventud al unirse a ellos podría haberle parecido un gesto nihilista oportuno. Pero a un nivel más practico, resultaba difícil imaginar que le pudiera tentar el dinero, o que no hubiese meditado las consecuencias de dar semejante paso. ¿Qué le podía haber ofrecido El Nido? ¿Una cuenta numerada por satélite y una nueva identidad en Paraguay? ¿Los sórdidos placeres de la vida en los márgenes de la plutocracia del Tercer Mundo? Habría tenido todas las de ganar disfrutando de su jubilación en su país de adopción. Podría haberse lavado la conciencia publicando uno o dos ensayos vitriólicos sobre política exterior en alguna revistilla de izquierdas en internet. E incluso podría haberse convencido de que un país que le permitía expresar su opinión con tanta libertad, probablemente merecía todo lo que había hecho por defenderlo.

Y precisamente lo que había hecho por defenderlo (las herramientas que había perfeccionado y robado) era lo que no me estaba permitido saber.

Anochecía cuando cerré el apartamento y me dirigí hacia el sur por la avenida Wisconsin. Washington se animaba, las calles abarrotadas de gente en busca de algo que las distrajera del calor. En las ciudades las noches se estaban convirtiendo en un espectáculo alucinante. Los adolescentes hacían ostentación de simbiontes bioluminiscentes. Las venas de las sienes, el cuello y los músculos inflados de los antebrazos brillaban con un azul eléctrico. Parecían diagramas de circulación andantes y para mejorar el efecto fomentaban la hipertensión. Otros empleaban simbiontes retínales que hacían visible la radiación infrarroja, y sus ojos rojos relucían en las sombras como los de un vampiro.

Y otros, más discretos, tenían el cráneo lleno de Caballeros Blancos.

Las células madre de la médula ósea infectadas con Madre —un retrovirus artificial— generaban algo que estaba a medio camino entre una neurona embrionaria y un glóbulo blanco. Los Caballeros Blancos segregaban las citoquinas necesarias para atravesar la barrera hematoencefálica, y una vez atravesada, las moléculas indispensables para la adhesión celular los guiaban hasta sus objetivos. Era entonces cuando podían inundar el punto con un neurotransmisor específico llegando incluso a formar cuasi sinapsis temporales con las neuronas auténticas. A menudo el flujo sanguíneo de los consumidores contenía más de media docena de subtipos al mismo tiempo. Cada uno de ellos se activaba mediante un aditivo dietético concreto: cualquier compuesto químico barato, inofensivo y perfectamente legal que no estuviera presente en el cuerpo de forma natural. Si se ingería la combinación correcta de colorantes, saborizantes y conservantes artificiales, todos ellos inocuos, se podía modular la neuroquímica del cerebro casi a voluntad... hasta que los Caballeros Blancos morían de acuerdo con su programación y una nueva dosis de Madre se hacía necesaria.

Madre se podía esnifar o se podía pinchar en vena, pero la manera más eficaz de tomarla era punzando un hueso e inyectándosela directamente en la médula. Un método que era doloroso, sucio y muy arriesgado, aunque el virus en sí no estuviera contaminado y fuera auténtico. El material bueno provenía de El Nido, el malo de laboratorios clandestinos en California y Texas. En estos laboratorios los piratas genéticos intentaban por todos los medios que cultivos celulares infectados con Madre reprodujeran un virus expresamente diseñado para impedírselo. En el intento se producían cepas mutantes ideales para inducir leucemia, astrocitomas, parkinson y un gran surtido de psicosis de nuevo cuño.

Avanzaba por la sofocante y oscura ciudad, viendo a las masas desatadamente alegres, y me sentí invadido por una claridad penetrante, como en un sueño. Por un lado me notaba insensible, pesado, vacío, pero por otro me sentía electrizado, omnisciente. Era como si pudiera adentrarme en los paisajes ocultos de la gente a mi alrededor, como si pudiera ver más allá de los ríos de sangre luminosos. Observaba a la gente y la discernía hasta los huesos.

Hasta el tuétano.

Conduje hasta el límite de un parque en el que había estado antes y esperé. Iba vestido para el papel. Los jóvenes pasaban por delante, sonrientes, algunos le echaban un vistazo al Ford Narcissus 2025 plateado y silbaban con admiración. Un adolescente bailaba en la hierba, solo, infatigable; colocado hasta las cejas de Coca-Cola y ni siquiera le pagaban por fingirlo.

Al poco rato una chica se acercó al coche, las venas azules refulgían en sus brazos desnudos. Se inclinó hacia la ventanilla y echó un vistazo al interior con curiosidad.

—¿Qué tienes? —me dijo.

Debía de andar por los dieciséis o diecisiete años, delgada, ojos oscuros, la piel de color café, con un ligero acento latino al hablar.

Podría haber sido mi hermana.

—Arco iris sureño.

O lo que es lo mismo: los doce genotipos principales de Madre, directamente de El Nido, cortados sólo con un poco de glucosa. El arco iris sureño —y un poco de comida basura— podía llevarte a cualquier parte.

La chica se me quedó mirando, escéptica, y alargó la mano derecha con la palma hacia abajo. Llevaba un anillo con una joya enorme de varias facetas que tenía una cavidad en el centro. Saqué un sobrecito de la guantera, lo agité, lo rasgué por un extremo y eche unas motilas de polvo en la cavidad. Luego me incliné un poco hacia delante y humedecí la muestra con saliva. Le sujeté los dedos para que no se le moviera la mano; los tenía helados. Las doce facetas de la «piedra» se pusieron a brillar al instante, cada una con un color distinto. Los sensores inmunoeléctricos de la cavidad, condensadores minúsculos recubiertos con anticuerpos, estaban diseñados para reconocer algunos de los puntos específicos de las capas proteínicas de las diferentes cepas de Madre: en concreto aquéllas que a los piratas les resultaba más difícil imitar.

Aunque si se disponía de una tecnología lo bastante buena, esas proteínas no tenían por qué tener la más mínima relación con el ARN de su interior.

La chica parecía impresionada; sólo de pensarlo se le iluminó el rostro. Negociamos un precio. Demasiado bajo, lo que debería haberle hecho sospechar.

Antes de pasarle el sobrecito la miré a los ojos y le dije:

—¿Para qué necesitas esta mierda? El mundo es lo que es. Tienes que afrontarlo, tienes que aceptarlo como es: brutal y terrible. Tienes que ser fuerte. No te engañes a ti misma. Es la única manera de sobrevivir.

Ella esbozó una sonrisita ante mi flagrante hipocresía, pero estaba tan contenta que ni siquiera se mosqueó.

—Tienes toda la razón. El mundo está muy mal.

Me puso el dinero en la mano y con una sinceridad falsa añadió toda angelical:

—Y esta es la última vez que me meto Madre, te lo prometo.

Le di el virus letal y me quedé mirando cómo se alejaba por la hierba y desaparecía en las sombras.

Al piloto de las fuerzas aéreas colombianas que me llevó desde Bogotá no parecía entusiasmarle tener que arriesgar su vida por un burócrata de la DEA. Eran setecientos kilómetros hasta la frontera, y cinco organizaciones guerrilleras distintas ocupaban territorios en nuestra ruta— no había muchos pueblos, pero sí varios cientos de sitios donde ocultar lanzacohetes.

—Mi tatarabuelo —dijo con amargura— murió en la gran puta Corea luchando para el puto general Douglas MacArthur.

No me quedó claro si estaba orgulloso de ello o si me estaba confiando una deuda pendiente. Las dos cosas, lo más probable.

El helicóptero era silencioso de un modo inquietante. Estaba equipado con silenciadores de fase que a simple vista parecían altavoces gigantes, pero que absorbían la mayor parte del ruido de las hélices. El fuselaje de fibra de carbono estaba recubierto con una costosa red de polímeros camaleón... aunque habría sido igual de efectivo pintarlo todo de azul cielo. Un compuesto químico endotérmico acumulaba el calor residual del motor y lo iba soltando hacia arriba por un radiador parabólico en forma de estallidos concentrados, a intervalos de una hora aproximadamente. Las guerrillas no tenían acceso a imágenes de satélite y no se atrevían a usar radares; llegué a la conclusión de que nuestras posibilidades de seguir con vida eran más altas que las de cualquier trabajador del extrarradio de Bogotá. En la capital los autobuses explotaban sin previo aviso dos o tres veces por semana.

Colombia se desgarraba a sí misma: la Violencia de los años cincuenta se repetía otra vez. Aunque los grupos guerrilleros organizados estaban detrás de la mayoría de los actos de sabotaje terrorista más espectaculares, las facciones de los dos partidos políticos mayoritarios eran responsables de la mayoría de los muertos; cada una se dedicaba a masacrar a los simpatizantes de la otra, vengándose de una letanía de atrocidades pasadas que se extendía unas cuantas generaciones. El grupo que en realidad había iniciado la presente carnicería tenía un número de votantes insignificante. El Ejército de Simón Bolívar estaba formado por lunáticos de extrema derecha que querían «reunificarse» (tras dos siglos de separación) con Panamá, Venezuela y Ecuador, arrastrando también a Perú y a Bolivia, con la intención de hacer realidad el sueño de Bolívar de la Gran Colombia. Pero asesinando al presidente Marín lo único que habían conseguido era desencadenar una serie de acontecimientos que nada tenían que ver con su ridícula causa. Huelgas y manifestaciones, enfrentamientos en las calles, toques de queda, ley marcial. La repatriación del capital extranjero por parte de los inversores inquietos, seguida de una hiperinflación y la caída del sistema financiero local. Y para terminar una espiral de violencia oportunista. Todo el mundo, desde los escuadrones de la muerte paramilitares a los grupos disidentes maoístas, creía que finalmente había llegado su hora.

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