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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

Manalive (15 page)

BOOK: Manalive
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—Si el señor Moon quiere tener paciencia —dijo con dignidad Pym— hallará que éste era precisamente el punto a quien iba dirigida mi exposición. La cleptomanía, digo, se manifiesta como una especie de atracción física a ciertos objetos definidos; y ha sostenido Harris (nada menos) que es ésta, en último término, la explicación de la estricta especialización y estrechísima selección, profesional de la mayoría de los delincuentes. Uno tendrá un impulso físico irresistible hacia los botones de puño de perla, mientras que pasará por alto los más elegantes y célebres gemelos de brillantes colocados en los puños más conspicuos. Otro obstaculizará su huida con no menos de cuarenta y siete botas de botones, en tanto que los botines elásticos lo dejan frío y aun despectivo. La especialización del delincuente, repite, es más bien señal de insania que de cualquier viveza de hábito profesional; pero hay una clase de saqueador a quien es difícil de aplicar este principio. Me refiero a nuestro conciudadano el asaltante a domicilio.

—Han sostenido algunos de nuestros más atrevidos y jóvenes buscadores de la verdad que la mirada de un ladrón, situado éste al otro lado de la pared del fondo de una finca, difícilmente podría ser captada e hipnotizada por un tenedor aislado en una caja cerrada con llave debajo de la cama del mucamo. Le han arrojado el guante sobre ese punto a la ciencia norteamericana. Declaran que los gemelos de brillantes no suelen dejarse en locales visibles, en las guardias de las clases inferiores, como estuvieron en el gran experimento de prueba del Colegio Calipso. Esperamos que este experimento sea aquí una respuesta a ese vibrante reto juvenil, y coloque de nuevo al ladrón en la fila y en compañía de sus codelincuentes.

Moon, cuyo rostro había pasado por todas las fases del negro asombro durante los últimos cinco minutos, alzó de repente la mano y golpeó la mesa bajo el impulso de una repentina iluminación—

—¡Ya veo! —gritó—; usted quiere decir que Smith es un ladrón nocturno.

—Yo creía que lo estaba expresando en forma adecuadamente clara —dijo Pym plegando los párpados. Era típico de este descabellado proceso privado el que todos los extras elocuentes, toda la retórica o digresiones por ambos lados, exasperasen al otro y le resultasen ininteligibles. Moon no veía pies ni cabeza en la solemnidad de una nueva civilización. Pym no veía pies ni cabeza en la jovialidad de una civilización vieja.

—Todos los casos en que Smith ha figurado como expropiante —continuó el médico norteamericano— son casos de robo con violación de domicilio. Siguiendo el mismo sistema que en el caso anterior, escogemos entre los demás el ejemplo inconcuso y tomamos la prueba férrea más correcta. Pediré ahora a mi colega, el señor Gould, lea una carta que recibimos del serio e intachable canónigo anglicano de Durham, el canónigo Hawkins.

El señor Moses Gould saltó con su prontitud habitual para leer la carta del serio e intachable Hawkins. Moses Gould podía! imitar bastante bien a los animales de una chacra; no tan bien a Sir Henry Irving; con toda perfección a Marie Lloyd; y a las nuevas cornetas de automóvil de manera que lo colocaba en la categoría de los grandes artistas. Pero su imitación de un canónigo anglicano de Durham no era convincente; en efecto, el sentido de la carta quedó tan oscurecido por los extraordinarios saltos y aspiraciones de su dicción, que quizá sea mejor transcribirla aquí tal como la leyó Moon cuando, un instante después, se la pasaron desde el otro lado de la mesa.

De mi mayor aprecio: No me sorprende que el incidente que usted menciona, a pesar de su carácter privado, se haya filtrado por medio de nuestros periódicos omnívoros hasta el mismo pueblo; porque la situación a que he llegado desde entonces me constituye, a mi parecer, en hombre público, y éste fue ciertamente él incidente más extraordinario en una carrera no desprovista de acontecimientos, ni tampoco, quizá, de importancia. De ninguna manera carezco de experiencia en escenas de tumulto civil. Me he enfrentado con más de una crisis política en los antiguos días de la Primrose League en Herme Bay, y, antes de romper con el grupo más alocado, he pasado hartas noches en la Unión Social Cristiana. Pero esta otra experiencia fue completamente inconcebible. Sólo puedo describirla como si se hubiera desbordado un sitio que yo, clérigo, no debo nombrar
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.

Ocurrió en los días en que yo fui, por un breve período, cura de Hoxton; y el otro cura, mi colega de entonces, me indujo a que concurriera a una reunión que él describió —profanamente, diré— como calculada para promover el reino de Dios. Hallé que, por el contrario, se componía enteramente de hombres con pantalones de pana rayada y ropa grasienta, cuyos modales eran groseros y cuyas opiniones eran extremas.

Acerca de mi colega en cuestión, es mi deseo hablar con el mayor respeto y de la manera más. amistosa, por lo cual diré poco de él. Nadie puede estar más convencido que yo de los males que acarrea hacer política en el pulpito; y jamás ofrezco a mi feligresía consejo alguno en materia de votar, excepto en los casos en que presiento vivamente la probabilidad de que haga una elección errónea. Pero, manteniéndome en el propósito de no tocar en manera alguna los problemas políticos o sociales, debo decir que, para un clérigo, fomentar, aunque sea en broma, tan desprestigiadas panaceas de demagogos disipados como son el socialismo o el radicalismo, asume en cierta manera el carácter de traición de un depósito sagrado. Lejos está de mí decir una palabra en contra del Reverendo Raymond Percy, el colega en cuestión. Era brillante, quizás, y para algunos fascinador, por lo visto; pero un pastor que habla como un socialista, usa melena de pianista y se comporta como una persona ebria, nunca adelantará en su profesión ni conseguirá siquiera que lo admiren los buenos y prudentes. Ni tampoco me corresponde expresar juicios personales acerca del aspecto de las personas en el salón. Con todo, una mirada alrededor del salón, en el que se veían filas de caras degradadas y envidiosas…

—Adoptando —dijo explosivamente Moon que se estaba poniendo terco— adoptando la figura de retórica preferida del reverendo señor, diré que, aunque ni el tormento me arrancaría el más leve susurro acerca de sus condiciones intelectuales, es un viejo asno del demonio.

—¡Francamente! —dijo el doctor Pym—; yo protesto.

—Usted se debe callar, Michael —dijo Inglewood—, ellos tienen derecho de leer su historia.

—¡La presidencia!, ¡la presidencia! —gritó Gould, volviéndose hacia el asiento respectivo y revolviéndose en el propio en forma exuberante; y Pym miró un instante hacia el dosel que recubría toda la autoridad de la Corte del Faro.

—Ah, no despierten a la señora mayor —dijo Moon, bajando la voz con caprichoso buen humor—. Pido disculpa. No interrumpiré más.

Antes que terminase el pequeño remolino de interrupción, ya se continuaba la lectura de la carta del pastor.

Se abrió el acto con un discurso de mi colega, del cual nada diré. Fue deplorable. Muchos entre él auditorio eran irlandeses y mostraron la debilidad de aquel pueblo impetuoso. Reunidos en cuadrilla y conspiraciones, parecen perder totalmente aquel simpático buen humor y aquella prontitud para aceptar cualquier cosa que se les diga, rasgos que los distinguen individualmente.

Con un leve sobresalto, Michael se puso de pie, saludó solemnemente, y se volvió a sentar.

Estas personas, si bien no se callaban, por lo menos aplaudían durante el discurso del señor Percy. Este descendió al nivel de ellos con chocarrerías acerca de los alquileres y de las retenciones del trabajo. Confiscación, expropiación, arbitraje y palabras por el estilo con las cuales yo no me puedo manchar los labios, se repetían constantemente. Unas horas después estalló la tormenta. Yo había estado dirigiendo la palabra a la reunión durante un rato, señalando la falta de economía en las clases trabajadoras, su asistencia insuficiente al servicio religioso nocturno, su indiferencia por el Festival de la Cosecha y por muchas otras cosas que materialmente podrían ayudarles a mejorar su suerte. Creo que había llegado a esta altura cuando ocurrió una interrupción extraordinaria. Un hombre enorme, potente, medio cubierto de yeso, se levantó en el medio del salón y nos brindó (con voz fuerte a manera de mugido de toro) algunas observaciones que parecían formuladas en idioma extranjero. El señor Raymond Percy, mi colega, descendió a su nivel, trabándose con él en un duelo de réplicas, en las cuales parecía vencedor. La concurrencia empezó a portarse con más respeto durante un instante; con todo, antes de que yo hubiera pronunciado doce frases más, se hizo él atropello al tablado. El enorme yesero, en particular, nos embistió haciendo temblar la tierra como un elefante; y yo no sé en realidad qué hubiera sucedido si un hombre igualmente grande, pero no tan enteramente mal vestido, no hubiera saltado también a detenerlo. Este otro hambrón dirigió a gritos un discurso, o lo que fuere, al tumulto, haciéndolo retroceder. No sé qué dijo, pero entre gritar y empujar y embromar, nos sacó por una puerta trasera, mientras aquellos desgraciados iban rugiendo por otro pasillo.

Luego sigue la parte verdaderamente extraordinaria de mi cuento. Cuando nos hubo sacado fuera a un fondo ruin de césped enfermo, que daba a una callejuela con un farol de aspecto solitario, el gigante nos dirigió la palabra diciendo así: —Ya salieron bien de ésta, señores; ahora, lo mejor es que se vengan conmigo. Quiero que ustedes me ayuden en un acto de justicia social, como esos de que hemos estado hablando todos. ¡Vengan! —Y volviéndonos bruscamente la ancha espalda, nos condujo por la vieja y estrecha callejuela con él único viejo y\ estrecho farol, sin acertar apenas nosotros más que a seguirlo. Ciertamente nos había ayudado en una situación sumamente difícil, y yo, como caballero, no podía tratar a semejante benefactor con suspicacia sin grave fundamento. Tal era también el criterio de mi colega socializante, el cual (a pesar de su horrible disertación sobre arbitraje) es también un caballero. En efecto, desciende de los Percy de Staffordshire, una rama de la vieja casa, y tiene el cabello negro y el rostro pálido de rasgos bien perfilados que caracteriza a toda la familia. No puedo atribuir sino a vanidad el hecho de que realce sus cualidades físicas con terciopelo negro o una cruz encarnada de notable ostentación, y sin duda. .. pero esto ya es una digresión.

Subía por la calle una neblina y aquel último farol perdido se desvaneció detrás de nosotros de manera que deprimía realmente el espíritu. El hombrón que iba adelante parecía agrandarse más y más en la bruma. No se dio vuelta, pero dijo con la enorme espalda hacia nosotros: —Todo ese palabreo no sirve para nada; necesitamos un poco de socialismo práctico.

—Completamente de acuerdo —dijo Percy—; pero me gusta siempre entender las cosas en teoría, antes de llevarlas a la práctica.

—¡Oh, eso déjelo por mi cuenta! —dijo el socialista práctico, o lo que fuera, con la más aterradora vaguedad—. Yo tengo mi sistema. Soy un penetrador.

Yo ni podía sospechar lo que quería decir con eso, pero mi compañero se rió, de modo que me tranquilizó lo bastante para poder continuar por el momento el inexplicable viaje. Nos llevaba por rutas singularísimas: de la callejuela en la cual ya nos sentíamos oprimidos, a un pasaje empedrado, al final del cual entramos por un portón de madera abierto. Entonces nos encontramos, en la oscuridad y niebla crecientes, cruzando lo que parecía ser un caminito trillado en la huerta. Interpelé al enorme personaje que iba adelante, pero él respondió confusamente que era un atajo.

En el momento en que repetía mi duda muy natural a mi compañero clérigo, me encontré frente a una escalera corta, que conducía, al parecer, a un nivel más alto del camino. Mi colega irreflexivo la subió corriendo tan ligero, que no me quedó otra cosa que hacer sino seguirlo lo mejor que pude. El camino sobre el cual afirmé mis pies era de una estrechez sin precedentes. Nunca había tenido que andar por pasos tan exiguos. A un costado de él crecía lo que, en la oscuridad y densidad del aire, me pareció, a primera vista, una fronda baja y compacta de arbustos. Luego vi que no eran arbustos bajos; eran la parte superior de árboles crecidos. Yo, caballero inglés y pastor de la Iglesia Anglicana, estaba caminando encima del muro de un jardín como un gato.

Tengo la satisfacción de decir que, antes de haber andado cinco pasos, me detuve y di rienda suelta a mi justa, reprobación, manteniendo todo el tiempo el equilibrio como buenamente podía.

—Hay derecho de tránsito —declaró mi informante indefendible—. No se cierra al tránsito sino una vez cada cien años.

—¡Señor Percy, señor Percy! —grité; —¿usted no pensará seguir con este pillo?

—Pues me parece que sí —contestó mi desgraciado colega ligeramente—. Creo que usted y yo somos más pillos que él, sea él lo que fuere.

—Soy ladrón nocturno —explicó tranquilamente el hombrón—. Soy miembro de la Sociedad Fabiana
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. Yo procuro la restitución de las riquezas robadas por el capitalista, no desatando la guerra civil y la revolución, sino por medio de reformas adaptadas a las ocasiones respectivas: un poquito acá, otro poquito allá. ¿Ven aquella quinta casa en la terraza con el techo chato? Esta noche me toca penetrar en ésa.

—Sea esto lo que fuese, un delito o una broma, yo quiero desentenderme —exclamé.

—Tiene la escalera precisamente detrás de usted —contestó la criatura aquella con horrible cortesía—; y antes de que se retire, permítame ofrecerle mi tarjeta.

Si yo hubiera tenido la suficiente presencia de ánimo para asumir cualquier actitud apropiada, la hubiera arrojado lejos, por más que el menor gesto adecuado de este género hubiera afectado gravemente mi equilibrio sobre la pared. El hecho es que, en el desconcierto de aquel momento, la puse en el bolsillo del chaleco, y, tanteándome un camino por pared, y escalera, aterricé de nuevo en las calles honestas. No antes, sin embargo, de haber visto estos dos hechos espantosos y lamentables: que el ladrón estaba trepando por un tejado oblicuo hacia las chimeneas, y que Raymond Percy (un sacerdote de Dios y, lo que es peor, un caballero) se arrastraba en pos de él. No he vuelto a ver a ninguno de los dos desde aquel día.

Como consecuencia de esta experiencia en la búsqueda de las almas, corté relaciones con aquella alocada agrupación. Lejos de mí afirmar que todos los miembros de la Unión Social Cristiana sean necesariamente ladrones. No tengo derecho a formular semejante acusación. Pero me sirvió de aviso para prever a qué excesos pueden conducir tales medios en muchos casos; y no los vi más.

No me resta sino añadir que la fotografía que usted adjunta, tomada por un tal señor Inglewood, es sin duda alguna la del ladrón en cuestión. Criando volví a casa esa noche miró su tarjeta, y allí estaba inscripto con él nombre de Innocent Smith.

Lo saluda muy atte.

John Clement Hawkins”

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