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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (12 page)

BOOK: Memorias de África
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A la mañana siguiente, todavía en la cama, sentí, por la concentrada quietud que rodeaba la casa, que había mucha gente fuera. Sabía quiénes eran: los ancianos de la granja, que acuclillados en las piedras, masticaban, aspiraban el tabaco, escupían y hablaban en voz baja. También sabía lo que querían: venían a informarme de su deseo de celebrar una
kyama
sobre el asunto del disparo de la noche pasada y la muerte del niño.

Una
kyama
es una asamblea de los ancianos, autorizada por el Gobierno, para dirimir las diferencias locales entre los aparceros. Los miembros de la
kyama
se reúnen por un crimen o un accidente y pueden permanecer reunidos durante muchas semanas, alimentándose de carnero, cháchara y desastres. Sabía que ahora los ancianos querían hablar de todo el asunto conmigo y que también querían, si podían, que yo fuera juez y dijera la última palabra. No me apetecía una interminable discusión sobre la tragedia de aquella noche y mandé a buscar mi caballo para alejarme de la casa y de ellos.

Como esperaba, al salir de la casa me encontré al círculo entero de los ancianos cerca de las cabañas de los criados. Para que su asamblea no perdiera dignidad hicieron que no me veían, hasta que se dieron cuenta de que me iba. Se levantaron rápidamente sobre sus viejas piernas y comenzaron a agitar sus brazos hacia mí. Les saludé con la mano y me fui.

II
Cabalgando en la reserva

Cabalgué hasta la reserva masai. Había cruzado el río para llegar; desde allí a caballo llegaba al cazadero en un cuarto de hora. Me costó mucho tiempo, mientras estuve en la granja, encontrar un lugar por donde vadear el río a caballo: la bajada era pedregosa y la subida de la otra orilla muy empinada, pero «una vez allí, ¡cómo el espíritu encantado palpita de alegría!».

Allí, ante la vista, se extendía un centenar de millas para galopar sobre la tierra abierta, ondulante y cubierta de hierba; ni cercos, ni zanjas, ni caminos. No había construcciones humanas salvo las aldeas masai, y esas estaban vacías la mitad del año, cuando los grandes nómadas se iban con sus rebaños en busca de otros pastos. Había pequeñas acacias diseminadas regularmente sobre la pradera, y largos y profundos valles con secos lechos de ríos, de grandes piedras planas, donde había que buscar senderos de ciervos para cruzarlos. Al cabo de un rato te dabas cuenta de lo tranquilo que era todo aquello. Ahora, recordando mi vida en África, pienso que en su conjunto puede describirse como la existencia de una persona que vino de un mundo agitado y ruidoso a otro tranquilo.

Un poco antes de las lluvias, los masai quemaban la vieja hierba seca y mientras las praderas aparecían yermas y negras era poco agradable viajar por ellas: las pezuñas de tu caballo levantaban ceniza chamuscada que te cubría por todas partes, incluidos los ojos, y los tallos quemados de las hierbas eran agudos como cristales y cortaban las patas de los perros. Pero cuando llegan las lluvias y la hierba nueva está fresca en las llanuras, sientes como si cabalgaras sobre muelles y los caballos hacen un poco el loco de puro gusto. Las diversas clases de gacelas vienen a los lugares verdes a pastar y parecen como animales de juguete en una mesa de billar. A veces cabalgas en medio de un rebaño de antílopes; las poderosas y pacíficas bestias dejan acercarte y luego se escapan trotando; sus largos cuernos flamean hacia atrás sobre sus erguidos cuellos y los grandes colgajos de piel del pecho, que les hacen parecer cuadrados, oscilan a cada paso. Parecen salidos de un antiguo epitafio egipcio, pero allí acaban de arar los campos y su aire es familiar y doméstico. Las jirafas en la reserva permanecen alejadas.

A veces, en el primer mes de las lluvias, la reserva se cubre de blancos claveles silvestres, y, a distancia, las praderas parecen sembradas de nieve.

Del mundo de los hombres pasaba al mundo de los animales, la tragedia de la noche pesaba sobre mi corazón. Los ancianos ante mi casa me hacían sentirme incómoda; en la antigüedad la gente debía de sentirse así cuando creía que una bruja de la vecindad le había echado mal de ojo o que en ese momento llevaba un muñeco de cera bajo sus faldas para ser bautizado con su nombre.

Mis relaciones con los nativos en los asuntos legales de la granja eran muy curiosas. Si quería paz en mis tierras no podía dejar de participar, porque una disputa entre aparceros que no fuera solemnemente resuelta era como una de esas heridas que te haces en África, que ellos llaman herida de
veld
: se curan en la superficie y supuran bajo la piel hasta que la tratas de raíz y la limpias por completo. Los nativos lo saben y si querían que un asunto se resolviera de verdad venían a mí para que diera mi sentencia.

Como yo no sabía nada de sus leyes la figura que representaba en esos grandes tribunales de justicia eran la de una
prima donna
que no recuerda ni una sola palabra de su papel y el resto del reparto tiene que ayudarla. Esa tarea la sumían mis ancianos con tacto y paciencia. Había también ocasiones en que la ofendida
prima donna
rechazaba su papel y se negaba a seguir, abandonando el escenario. Cuando esto ocurría, mi público se lo tomaba como un duro golpe del destino, un acto divino que estaba más allá de su comprensión; reflexionaba sobre ello en silencio y escupía.

Las ideas de justicia de Europa y África son distintas e incompatibles entre sí. Para los africanos no hay más que una manera de contrapesar las catástrofes de la existencia, y eso sólo se puede hacer mediante la restitución; no se preocupan por el motivo de la acción. Sea que esperas a tu enemigo y lo degüellas en la oscuridad; sea que cortas un árbol y se cae encima y mata a un despreocupado forastero: en lo que respecta al castigo, para el nativo los dos casos son lo mismo. En la comunidad ha habido una pérdida y hay que resarcirla en donde sea y por quien sea. El nativo no pierde el tiempo en pensamientos sopesando culpas o castigos; quizá piense que eso puede llevarle demasiado lejos o razone que esas cosas no le conciernen. Pero se dedicará a interminables especulaciones sobre el método mediante el cual se compense en ovejas y cabras el crimen o desastre —el tiempo no tiene importancia para él—; te conduce solemnemente por un sagrado laberinto de sofismas. En aquellos tiempos eso iba contra mis ideas acerca de la justicia.

Todos los africanos son los mismos en esos ritos. Los somalíes tienen una mentalidad muy diferente de los kikuyus y los desprecian profundamente, pero se sentarán de idéntica manera para sopesar un asesinato, una violación o un daño contra sus animales en Somalia —sus camellas y caballos amados, cuyos nombres y
pedigree
llevan escritos en sus corazones.

Una vez llegó la noticia de Nairobi de que un hermanito de Farah, que tenía diez años, le había tirado una piedra a un chico de otra tribu en un lugar llamado Buramur, rompiéndole dos dientes. Representantes de las dos tribus se reunieron en la granja, sentándose en el suelo de la casa de Farah, y hablaron noche tras noche. Llegaron flacos ancianos, que habían estado en La Meca y llevaban turbante verde; arrogantes jóvenes somalíes que, cuando no atendían a sus asuntos verdaderamente importantes, servían como porteadores de los grandes viajeros y cazadores europeos, y mofletudos muchachos de ojos oscuros que representaban tímidamente a sus familias y que no decían una palabra, pero escuchaban y aprendían devotamente. Farah me dijo que el asunto se consideraba grave porque el aspecto del chico había quedado estropeado; le iba a resultar difícil, cuando llegara la hora, casarse, y tendría que rebajar sus pretensiones en cuanto a la belleza o nacimiento de su novia. Al final la pena fue fijada en cincuenta camellos, lo que significaba la mitad de la dote, siendo la dote entera de cien camellos. Cincuenta camellos que fueron comprados luego en Somalia para ser, dentro de diez años, parte del precio de una doncella somalí que no se fijara en los dos dientes perdidos por su novio; tal vez se ponían los cimientos de una tragedia. Farah mismo consideraba que había salido bien librado.

Los nativos de la granja nunca tuvieron en cuenta mis opiniones sobre su sistema legal y cuando les ocurría una desgracia venían a mí para que los indemnizara.

Una vez, durante la recolección del café, una joven kikuyu llamada Wamboi fue atropellada por un carro de bueyes cerca de mi casa y muerta. Los carros llevaban café desde el campo hasta el molino y había prohibido a todo el mundo que se subiera a ellos. De otra manera cada viaje hubiera consistido en una alegre partida de chicas y niños recolectores a paso lento, porque cualquiera puede ir más rápido que un buey, por toda la granja y los animales se hu­biesen cansado excesivamente. Pero los jóvenes boyeros no sabían decirle que no a las jóvenes de ojos soñadores que les pedían que les dejaran darse ese gusto; lo más que hacían era decirles que se bajaran cuando se les podía ver desde mi casa. Pero Wamboi cayó al saltar y la rueda del carro pasó sobre su cabecita oscura y le aplastó el cráneo; el carro dejaba un pequeño rastro de sangre.

Hice que llamaran a sus ancianos padres, que vinieron del campo y gimieron sobre ella. Sabía que eso significaba para ellos una grave pérdida, porque la muchacha estaba en edad de casarse y les hubiera valido su precio en ovejas, cabras y algún novillo. Era lo que habían deseado desde que naciera. Estaba pensado en cómo podría ayudarles cuando se me adelantaron exigiéndome, con energía, una completa indemnización.

«No», les dije, no iba a pagar. Había dicho a las chicas de la granja que no quería que se subieran a los carros, todo el mundo lo sabía. Los viejos dijeron que sí con la cabeza, estaban totalmente de acuerdo, pero repitieron su exigencia inamoviblemente. Su argumento era que alguien debe pagar. No les cabía en la cabeza algo que contradijera sus principios, de la misma manera que no les cabría la teoría de la relatividad. Y no era avaricia o rencor lo que, cuando cerré la discusión y me volví, les hizo seguirme pisándome los talones; era como si yo fuera magnética, una ley de la naturaleza.

Se sentaron y esperaron fuera de mi casa. Eran pobre gente, pequeños y desnutridos; parecían un par de pequeños tejones de mi prado. Se sentaron hasta que el sol se puso y podía distinguirlos difícilmente contra la hierba. Estaban hundidos en un profundo dolor; su congoja y su pérdida económica se confundían en una angustia abrumadora. Farah estaba fuera aquel día; en su ausencia, en el momento en que se encendieron las lámparas en mi casa, les envié dinero para que compraran un cordero para comer. Fue una mala iniciativa, lo tomaron como el primer signo de cansancio de una ciudad asediada y se quedaron sentados allí durante toda la noche. Yo no sé si ellos hubieran tomado la decisión de irse si no hubiera sido porque a última hora de la tarde se les ocurrió la idea de denunciar al joven boyero por su desgracia. La idea les hizo levantarse y, sin una palabra, se fueron a la mañana siguiente a Dagoretti, donde vivía nuestro ayudante del Comisionado del Distrito.

Así pues, la granja se convirtió en centro de un caso de asesinato y a ella acudían jóvenes policías nativos dándose aires de importancia. Todo lo que se le ocurrió al ayudante del Comisionado del Distrito fue ofrecer a los padres el ahorcamiento del carretero, pero tuvo que olvidarlo a la vista de las pruebas del caso, a la vez que los ancianos renunciaron a la
kyama
cuando el ayudante y yo nos apartamos del asunto. De manera que al final los dos viejos tuvieron que someterse a una ley de la relatividad de la cual no entendían ni una palabra, tantos otros.

A veces me hartaba de mis viejos de la
kyama
y les decía lo que pensaba de ellos.

—Vosotros los viejos —les decía—, ponéis multas elevadas a los jóvenes para que no puedan ahorrar. Los jóvenes no tienen un céntimo y entonces podéis comprar a las muchachas.

Los ancianos me escuchaban con atención, sus ojillos negros relucían en sus rostros secos y arrugados, sus delgados labios se movían suavemente como si repitieran mis palabras: se sentían la mar de felices de oír un discurso lleno de principios tan elevados.

A pesar de nuestra diversidad de opiniones, mi posición de juez de los kikuyus tenía muchas posibilidades y me gustaba. Yo era entonces joven y había meditado acerca de la justicia y la injusticia, pero fundamentalmente desde el punto de vista de la persona juzgada; no me había sentado nunca en el sitio del juez. Me esforzaba por juzgar con imparcialidad y mantener en paz a la granja. A veces, cuando los problemas se complicaban mucho, me retiraba para pensar en ellos, cubría mi cabeza con una túnica mental de manera que nadie pudiera venir y me hablara de ellos. Era una actitud que me hacía aparecer muy eficaz ante la gente de la granja y mucho tiempo después les oía hablar con respeto del caso que era tan complicado que nadie pudo aclararlo en menos de una semana. A los nativos siempre les impresionaba que gastara más tiempo que ellos en un asunto, lo que pasaba es que era difícil conseguido.

Pero que los nativos me quisieran como juez y consideraran valioso mi veredicto es algo cuya explicación se encuentra en su mentalidad teológica o mitológica. Los europeos han perdido la facultad de edificar mitos o dogmas, y cuando los necesitamos debemos recurrir a las reservas de nuestro pasado. Pero la mente de los africanos se mueve con naturalidad y con facilidad por caminos tan oscuros e intrincados. Este don suyo sale a relucir con fuerza en sus relaciones con los blancos.

Puedes encontrar esto ya en los nombres que ponen a los europeos que conocen, tras un ligero trato. Debes saberlo si quieres enviar a un mensajero con cartas para un amigo o encontrar el camino de una casa cuando vas en automóvil, porque el mundo nativo los conoce sólo por ese nombre. Yo tenía por vecino a un insociable sujeto, que jamás tenía un invitado en su casa, al que llamaban
Sahane Modja
(Solo un Cubierto). Mi amigo suizo Eric Otter era
Resase Modja
(Un Solo Cartucho), lo que significaba que no necesitaba más que un cartucho para matar, y ese era un nombre muy lisonjero. Un apasionado automovilista que yo conocía era llamado
Medio hombre-medio automóvil
. Cuando los nativos daban a los hombres blancos el nombre de un animal —
el Pez, la Jirafa, el Toro Gordo
—, sus pensamientos seguían las antiguas fábulas yesos hombres blancos eran para ellos, me parece, en las profundidades de sus conciencias, tanto hombres como bestias.

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