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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (2 page)

BOOK: Memorias de África
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Una vez la factoría se quemó y tuvimos que reconstruirla. El gran secador de café daba vueltas y vueltas, haciendo sonar los granos en sus tripas de hierro como si fueran guijas que el mar lava en sus orillas. A veces el café se secaba en plena noche y entonces había que sacarlo del secador. Era un hermoso momento, con las linternas encendidas en la grande y sombría sala de la fábrica, llena por todas partes de telarañas y cáscaras de café, y los impacientes y relucientes rostros oscuros, a la luz de las lámparas alrededor del secador; sentías como si la factoría estuviera suspendida en la gran noche africana como una joya resplandeciente en la oreja de un etíope. Después el café era descascarillado, clasificado y seleccionado a mano, y luego empaquetado en sacos cosidos con una aguja de talabartero.

Al final, a primera hora de la mañana, cuando todavía estaba oscuro y yo aún no me había levantado, oía los carros cargados hasta los topes de sacos de café, doce una tonelada, con dieciséis bueyes por carro, que iniciaban su camino hacia la estación de ferrocarril de Nairobi, subiendo la larga cuesta de la factoría entre gritos y matraqueo, y a los carreteros que corrían junto a los carros. Me gustaba pensar que esa era la única cuesta que iban a encontrar en su camino porque la granja estaba mil pies más alta que la ciudad de Nairobi. Por la tarde salía a encontrarme con la procesión que volvía: los agotados bueyes, con la cabeza baja, tiraban de los carros vacíos, guiados por un pequeño y agotado
toto
, y los cansados carreteros arrastraban su látigo por el polvo de la carretera. No podíamos hacer más. El café estaría navegando por el mar en uno o dos días y lo único que podíamos hacer era esperar a tener buena suerte en las grandes subastas de Londres.

Tenía seis mil acres de tierra y, por tanto, mucho terreno sobrante, además del cafetal. Parte de la granja era bosque nativo y uno mil acres tierras de aparceros, a los que llamaban
shambas
. Los aparceros eran nativos que, con sus familias, tenían unos cuantos acres en la granja de un hombre blanco y a cambio trabajaban para él un cierto número de días al año. Me parece que mis aparceros veían la relación de una manera diferente, porque muchos habían nacido en la granja, al igual que sus padres, y muy probablemente me consideraban una especie de aparcera superior asentada en sus propiedades. La tierra de los aparceros tenía más vida que el resto de la granja y cambiaba con las estaciones del año. El maíz sobresalía sobre tu cabeza cuando ibas caminando por los estrechos senderos endurecidos por los pasos, entre los altos, verdes y susurrantes regimientos, y luego se cortaba. Las mujeres recogían y desgranaban las alubias que maduraban en los campos, juntaban los tallos y vainas y los quemaban, así que, en determinadas estaciones, en la granja se elevaban delgadas columnas de humo azul. Los kikuyus también cultivaban boniatos, de hojas parecidas a las de la viña, que se extendían por el suelo como una tupida y complicada estera, y calabazas grandes de diversos tipos moteadas de amarillo y verde.

Al entrar en las
shambas
de los kikuyus lo primero que te llamaba la atención era el trasero de una anciana rastrillando el suelo, como el cuadro de un avestruz que esconde su cabeza en la arena. Cada familia kikuyu tiene varias cabañas pequeñas, redondas y puntiagudas, y otras que sirven de almacén; el espacio entre las cabañas está lleno de vida y su suelo es duro como el cemento; allí se muele el maíz, se ordeñan las cabras y corren los niños y las gallinas. Solía cazar faisanes con espolones en los campos de boniato en torno a las cabañas, a la luz azulada del crepúsculo, y las palomas torcaces zureaban su sonora canción en los árboles de troncos altos y flaqueados, restos que aún quedaban en las
shambas
de los bosques que una vez cubrieron toda la granja.

Tenía, además, dos mil acres de pradera en la granja. Las altas hierbas corrían y huían como las olas del mar azotadas por el viento y los pastorcillos kikuyus apacentaban las vacas de sus padres. En las estaciones frías llevaban consigo carbones encendidos en cestitas de mimbre, lo que a veces provocaba grandes incendios que eran desastrosos para el pastoreo en la granja. En los años de sequía las cebras y los alces bajaban hasta los prados de la granja.

Nairobi era nuestra ciudad, a doce millas de distancia, allá abajo en una porción de tierra llana entre colinas. Allí estaba la casa del Gobierno y las grandes oficinas centrales; desde allí se gobernaba el país.

Es imposible que una ciudad no desempeñe un papel en tu vida, no importa lo bueno o lo malo que puedas decir de ella, tu espíritu se siente atraído por la ley mental de la gravitación. La luminosa calina del cielo sobre la ciudad por la noche, que se veía desde algunos lugares de mi granja, me hacía pensar y me recordaba las grandes ciudades de Europa.

Cuando llegué por primera vez a África no había coches en el país y teníamos que cabalgar hasta Nairobi o íbamos en un carro arrastrado por seis mulas, que dejábamos luego en los establos de
The Highland Transport
. Durante toda mi época Nairobi fue una ciudad variopinta, con unos cuantos nuevos y espléndidos edificios de piedra y zonas enteras de viejas tiendas, oficinas y
bungalows
construidos de chapa ondulada, con hileras de eucaliptos, en calles desnudas y polvorientas. Las oficinas del Alto Tribunal, el Departamento de Asuntos Nativos y el Departamento Veterinario estaban instalados de cualquier manera: sentía un gran respeto hacia aquellos funcionarios gubernamentales capaces de trabajar en unas habitaciones asfixiantes y oscuras como un pozo. A pesar de todo Nairobi era una ciudad donde podías hacer compras, enterarte de noticias, almorzar o cenar en los hoteles y bailar en el club. Un lugar animado que se movía como agua fluyendo y crecía como algo joven, que cambiaba de año en año, mientras estabas fuera en un safari. La nueva casa del Gobierno estaba ya construida y era un edificio majestuoso y fresco, con un espléndido salón de baile y un bonito jardín; se levantaban grandes hoteles, se celebraban grandes e impresionantes exposiciones agrícolas y florales, y nuestra Quasi Gente Bien de la colonia de vez en cuando animaba la ciudad con trifulcas de melodrama ligero. Nairobi te decía: «Aprovéchate lo que puedas de mí y del tiempo.
Wir kommen nie wieder so jung
», tan indisciplinada y rapaz,
«zusammen»
. Por lo general, Nairobi y yo nos entendíamos muy bien y una vez en que iba conduciendo por la ciudad y pensé: «El mundo no existiría sin las calles de Nairobi».

Los barrios de los nativos y de los emigrantes de color eran muy grandes en comparación con la ciudad europea.

La ciudad Swaheli, en la carretera al Club Muthaiga, gozaba de dudosa reputación; era un lugar animado, sucio y chillón, en donde a cualquier hora ocurrían cosas. Estaba construida fundamentalmente con latas viejas de parafina aplanadas a martillazos y en diversos grados de oxidación, como el coral, de cuya estructura fosilizada el espíritu de la civilización avanzada se alejaba continuamente.

La ciudad Somalí estaba más lejos de Nairobi debido, supongo, al sistema somalí de aislamiento de sus mujeres. En mis tiempos había unas cuantas muchachas somalíes, jóvenes y hermosas, cuyos nombres conocía todo el mundo, que se fueron a vivir al Bazaar y le tomaban el pelo a la policía de Nairobi; eran inteligentes y cautivadoras. Pero a las mujeres somalíes honradas nunca se las veía en la ciudad. La ciudad Somalí estaba expuesta a todos los vientos, sin sombra y con polvo, y a los somalíes les debía de recordar sus desiertos nativos. Los europeos, que viven durante mucho tiempo, generaciones incluso, en el mismo sitio, no pueden acostumbrarse a la completa indiferencia ante lo que les rodea que caracteriza a las razas nómadas. Las casas somalíes estaban disemi­nadas irregularmente por el terreno desnudo y parecía como si hubieran sido sujetas por clavos de cuatro pulgadas para que duraran una semana. Lo que resultaba sorprendente es que cuando entrabas en ellas te encontrabas con interiores ordenados y frescos, perfumados con inciensos árabes, con preciosas alfombras y tapices, vasijas de bronce y de plata, y espadas con empuñaduras de marfil y nobles hojas. Las mujeres somalíes poseían unos modales dignos y corteses, eran hospitalarias y alegres, con una risa que sonaba como campanillas de plata. Me sentía a gusto en su aldea somalí gracias a mi criado somalí, Farah Aden, que estuvo conmigo durante toda mi época africana, y asistí a muchas de sus fiestas. Una boda somalí es una soberbia celebración tradicional. Como invitada de honor me llevaban a la habitación de la novia, de cuyas paredes y lecho nupcial colgaban antiguos tejidos res­plandecientes y bordados, en medio de los cuales se veía a la muchacha de oscuros ojos, derecha como el bastón de un mariscal, vestida con pesadas sedas, oro y ámbar.

Los somalíes eran tratantes de ganado y comerciaban por todo el país. Para el transporte de las mercancías empleaban burritos grises y a veces camellos, que eran altivos, endurecidos productos del desierto, más allá de los sufrimientos terrenales, como los cactus y los somalíes.

Las terribles disputas tribales perjudicaban mucho a los somalíes. En este aspecto sentían y razonaban de un modo distinto al resto de la gente. Farah pertenecía a la tribu Habr Yunis, así que personalmente, cuando había una riña, me ponía de su parte. Una vez hubo una verdadera batalla entre las dos tribus de Dulba Hantis y Habr Chaolo, con disparos e incendios, y muriendo diez o doce personas antes de que pudiera intervenir el Gobierno. Farah tenía un joven amigo de su propia tribu, llamado Sayid, muy simpático, que solía venir por la granja, así que me apenó cuando me contaron los sirvientes que estaba de visita en una casa de los Habr Chaolo ruando un miembro iracundo de los Dulba Hantis disparó dos tiros al azar a través del muro de la casa, rompiendo la pierna del muchacho. Le dije a Farah que sentía la desgracia de su amigo.

—¿Qué? ¿Sayid? —exclamó con vehemencia—. Se lo merecía. ¿Quién le mandó ir a tomar el té a casa de un Habr Chaolo?

Los indios de Nairobi dominaban el gran barrio nativo del Bazaar y sus grandes mercaderes poseían pequeñas villas en las afueras de la ciudad: Jevanjee, Suleiman Virjee, Allidina Visram. Les encantaban las escaleras de piedra labrada, las balaustradas y los jarrones, no muy bien tallados en la blanda piedra del país —como las construcciones que hacen los niños con piezas de color rosa—. Daban té en sus jardines, con pastelillos indios al estilo de las villas, y eran gente astuta, viajada y sumamente cortés. Pero los indios de África son comerciantes tan codiciosos que una nunca sabía si estaba frente a un ser humano o ante el cerebro de una firma comercial. Estuve en la casa de Suleiman Virjee y cuando una vez vi la bandera a media asta sobre su complejo comercial, le pregunté a Farah:

—¿Ha muerto Suleiman Virjee?

—Muerto a medias —dijo Farah.

—¿Ponen las banderas a media asta cuando uno está medio muerto?

—Suleiman ha muerto —dijo Farah—. Virjee está vivo.

Antes de hacerme cargo de la dirección de la granja me gustaba mucho cazar y participé en numerosos safaris. Pero en cuanto me convertí en granjera, guardé mis rifles.

Los masai, la nación nómada y ganadera, eran vecinos de la granja y vivían al otro lado del río; de vez en cuando alguno venía a casa a quejarse de que un león mataba sus vacas y me pedía que lo cazara; lo hacía, si podía. Algunos sábados, seguida de una alegre comitiva de jóvenes kikuyus, iba también a las llanuras de Orungui a cazar una o dos cebras para que las comieran mis jornaleros. Mataba pájaros en la granja, faisanes con espolones y gallinas de Guinea, que eran una excelente comida. Pero durante muchos años dejé las expediciones de caza.

Sin embargo, con frecuencia en la granja hablábamos de los safaris que habíamos hecho. Los lugares de las acampadas se fijan en tu mente como si hubieras vivido durante mucho tiempo en ellos. Recordabas la huella de una curva de tu carro en la hierba de la pradera como los rasgos de un amigo.

En los safaris había visto una manada de búfalos, ciento veintinueve, que emergían de la niebla matinal bajo un cielo cobrizo, de uno en uno, como si aquellos oscuros y enormes animales, como de hierro, con sus poderosos cuernos que se balanceaban horizontalmente no se acercaran, sino que se fueran creando ante mis ojos y desaparecieran a medida que quedaban terminados. Vi a una manada de elefantes que viajaba por el espeso bosque nativo, donde la luz solar se derrama entre las espesas trepadoras formando manchitas y franjas, y que caminaban pausadamente como si tuvieran una cita al fin del mundo. Era, en tamaño gigantesco, como el reborde de una viejísima e infinitamente preciosa alfombra persa, con matices de verde, amarillo y negro amarronado. Muchas veces a través de las palmeras vi el paso de las jirafas con su curiosa e inimitable gracia vegetal, como si no fuera una manada de animales, sino una familia de flores enormes, raras, de tallos largos y moteados, que avanzara lentamente. Había seguido a dos rinocerontes en su paseo matinal, cuando resoplaban y olisqueaban en el aire del amanecer —tan frío que duele la nariz—, y que parecían dos enormes pedruscos angulares retozando en el largo valle y disfrutando juntos de la vida. Y también había visto al león real, antes del alba, bajo la luna menguante, cuando cruza la pradera gris camino de casa después de la matanza, y deja una oscura estela en la hierba plateada, con el rostro todavía rojo hasta las orejas, o durante la siesta, al mediodía, cuando reposaba satisfecho en medio de su familia sobre la hierba corta y a la delicada sombra primaveral de las anchas acacias de su parque africano.

Era agradable evocar esas cosas en los momentos aburridos en la granja. Y la gran caza estaba allí todavía, en su propio país; podía ir en su busca una vez más si quería. Su proximidad otorgaba brillo e interés a la granja. Farah —aunque con el tiempo llegó a ocuparse más de los asuntos de la granja— y mis antiguos servidores de safari vivían con la esperanza de otras cacerías.

En la espesura aprendí a recelar de los movimientos bruscos. Las criaturas con quienes tratas son tímidas y vigilantes, saben esquivarte cuando menos te lo esperas. Ningún animal doméstico es capaz de una quietud igual a la de un animal salvaje. La gente civilizada ha perdido la capacidad de estarse quieta y debe aprender en silencio de la vida salvaje antes de que ésta te acepte. El arte de moverse suavemente, sin brusquedades, es lo primero que debe estudiar el cazador, sobre todo si lleva una cámara. Los cazadores no pueden hacer lo que quieran, deben mezclarse con el viento y con los colores y olores del paisaje y adaptarse al
tempo
de todo el conjunto. A veces un movimiento se repite una y otra vez y deben copiado.

BOOK: Memorias de África
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