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Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

Mentirosa (5 page)

BOOK: Mentirosa
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—Aunque tampoco hubiera llegado a ser un gran boxeador —dijo papá—. Me rompieron la nariz en mi quinto combate.

—Hiciste bien —dijo Isaiah—. ¡Mírate ahora! Moviéndote por la ciudad en limusina.

—Solo es un artículo —dijo papá entre risas.

A la mañana siguiente, sin decir nada directamente, dejé caer en la escuela que mi padre era un hombre a tener en cuenta. Al final del día ya era el padre de Micah, el traficante de droga.

No confirmé ni desmentí el rumor.

DESPUÉS

La policía interroga a todos los alumnos mayores. El aula de arte se convierte en una sala de la inquisición. Soy uno de los primeros en declarar. Desconozco el motivo. Me llamo Wilkins, de modo que no deben de citarnos por orden alfabético.

Cuando la agente dice mi nombre, me levanto y salgo del aula de lengua. Todo el mundo me observa. La profesora también. Levanto un poco más el mentón mientras avanzo entre los pupitres, intentando hacer oídos sordos a los cuchicheos, pero tengo un oído demasiado fino.

Hablan de mí y de Zach. La incredulidad resuena por toda el aula y me persigue hasta el vestíbulo. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Con
ella
?

Odio la clase de lengua. Incluso cuando nadie susurra cosas sobre mí.

La agente de policía me sonríe.

—Soy la agente Lewis.

—Micah —digo, aunque ya debe de saberlo porque me ha llamado por mi nombre. Me pregunto si ella también habrá oído los cuchicheos.

—El aula de arte es por aquí —me dice con voz serena.

Le he dicho algo que ella ya sabía y ahora ella me dice algo que yo ya sé.

Es más bajita que yo. Parece muy joven. Como si acabara de salir del instituto. Lleva el uniforme impoluto y una pistola en una funda de piel colgada al cinto. Me pregunto si alguna vez la habrá disparado.

—No te preocupes —me dice—. Una de tus profesoras, Yayeko Shoji, estará contigo. Solo queremos hacerte unas cuantas preguntas. Puede que nos ayudes a descubrir qué le ocurrió a Zachary.

—¿Tienen alguna pista? —le pregunto—. ¿Es verdad que le asesinaron? Todo el mundo dice que sí.

—Lo siento, no puedo responderte a eso. La investigación está en marcha —dice la agente. No pierde la sonrisa—. ¿Erais buenos amigos? Es muy duro cuando pierdes a alguien querido.

—No —digo, y por un momento me siento libre. Resbalo al pisar una baldosa y la agente extiende un brazo para sostenerme—. Cómo resbala —digo—. No éramos amigos. Es extraño. Ya sabe… que le ocurra a alguien que sueles ver por ahí.

Me da una palmadita en el hombro.

—Te entiendo —dice ella.

Espero que no sea así. La sigo por el pasillo desierto hasta el aula de arte.

DESPUÉS

—Esta es Micah Wilkins —dice la agente Lewis.

Dos hombres asienten. Uno es alto y delgado y se apoya en la pared. Su hombro descansa en el dibujo de una vaca explotando. O al menos eso es lo que parece. El otro hombre está sentado en una silla demasiado pequeña para él. Parece a punto de desintegrarse bajo su peso. Es mucho más grueso y gris que el hombre que está de pie. Ninguno de los dos lleva uniforme, y si llevan armas, no puedo verlas.

La agente Lewis señala la silla junto a Yayeko Shoji, y esta se gira y asiente. Yayeko me aprieta la mano brevemente bajo la mesa. Por un instante creo que voy a ponerme a llorar.

La agente Lewis se queda delante de la puerta. Estoy sentada en el borde de la silla, con los dedos de los pies doblados. No entraba en el aula de arte desde décimo curso. La odiaba; sigo odiándola. El olor de la pintura, la acetona, el barro, el pegamento, la tiza, los lápices, el polvo es insoportable.

Estornudo.

—Salud —dice Yayeko.

¿Por qué el aula de arte siempre está sucia? Miro a mi alrededor, las pinturas incomprensibles, las esculturas, las vitrinas, pupitres y sillas de todos los colores imaginables.

—Micah —dice el hombre que parece mayor, levantando la cabeza de sus notas y volviendo a consultarlas—. Micah Wilkins. Soy el detective Rodríguez.

—Hola —digo. Me pregunto si habrán elegido aquella aula a propósito, con la esperanza de que el arte horripilante nos impulse a confesar.

El otro hombre baja la mirada, me enseña los dientes y dice:

—Detective Stein.

Le sonrío tímidamente. Miro a Yayeko y ella asiente.

—Te haremos unas cuantas preguntas. ¿Te parece bien, Micah? —me pregunta el detective Rodríguez.

—Vale —digo. Pero no es verdad. No quiero responder ninguna pregunta. No quiero hablar de Zach. Quiero correr.

—Cualquier cosa que recuerdes, aunque te parezca irrelevante —continúa Rodríguez—, podría ayudarnos con el caso. Necesitamos que hagas un esfuerzo. Cuéntanos todo lo que recuerdes.

—Vale —vuelvo a decir.

—¿Conocías bien a Zachary Rubin?

Niego con la cabeza.

—¿No le conocías de nada?

—Íbamos juntos a algunas clases.

—¿Qué clases?

—Biología —digo mirando a Yayeko. Ella sonríe—. Lengua, mates, Palabras Peligrosas.

—¿Palabras Peligrosas? —pregunta el detective Stein.

—Es una clase sobre la censura.

—Interesante —dice Stein, aunque sé que en realidad quiere decir «extraño».

—¿Cuándo le viste por última vez? —pregunta Rodríguez.

—Supongo que el viernes. En clase. —El viernes por la noche, paseando en secreto por Central Park—. En la clase de Palabras Peligrosas.

—¿Notaste algo extraño en él? ¿Algo distinto?

—¿Distinto? —pregunto.

El hombre asiente.

—No le presté mucha atención —digo—. Él es… era… muy popular. Yo no lo soy. Me mantenía fuera de su alcance. Creo que nunca se dirigió a mí en la escuela. Ni yo a él.

—Tenía entendido —dice el detective Stein bajando otra vez la mirada— que esta escuela era diferente. ¿No es una de esas escuelas alternativas donde la gente es feliz y nadie recibe palizas en el recreo?

—¿Esa pregunta tiene algo que ver con su investigación? —pregunta Yayeko.

—Es simple curiosidad, señorita Shoji —dice Stein—. No sabía que en las escuelas
hippies
también había chicos populares.

—Donde hay gente —precisa Yayeko—, hay jerarquías.

—Cierto —dice Stein—. Y Zachary Rubin ocupaba un lugar alto en la jerarquía de la escuela, ¿no es cierto, Micah?

—Muy alto —digo—. Era bueno en todo. Con los otros alumnos. Con los profesores. Sobre todo con el baloncesto.

—¿Baloncesto? —dice Stein con un sutil tono de burla en su voz—. Pensaba que las escuelas como esta no tenían programas deportivos.

—Y no los tenemos —dice Yayeko—. No como las escuelas tradicionales. Pero a algunos de nuestros alumnos se les da muy bien el deporte.

—¿Como Zachary? —pregunta Stein.

—Como Zachary —confirma Yayeko.

—¿Alguna vez te trató mal, Micah? Es algo que suelen hacer los chicos populares.

—No.

—¿Qué lugar ocupas tú en la jerarquía de la escuela?

—Uno no muy alto. —Prefiero ser invisible. Aunque, gracias a Brandon, he dejado de serlo.

—Micah es uno de mis alumnos estrella. Para mí, es muy popular —dice Yayeko. Deseo que no lo hubiera dicho. El detective Stein aprovecha para volver a sonreír burlonamente.

—¿Crees que los otros alumnos le guardan rencor a Zachary por su popularidad? —pregunta el detective Rodríguez.

—No lo sé —digo—. Probablemente. —Brandon Duncan seguro que sí.

—Has dicho que Zachary era popular —dice Rodríguez—. ¿Te gustaba?

—Claro —digo—. O mejor, no sentía
antipatía
por él. Parecía un buen chico. Nunca se metió conmigo. Ni con nadie, que yo sepa.

—¿Pero otros alumnos sí lo han hecho? —pregunta Stein.

—¿Han hecho qué? —pregunto.

—Se han metido contigo.

—Puedo defenderme sola —digo cruzándome de brazos. Apuesto a que el detective Stein era tan poco popular como yo. O incluso menos. Apuesto a que estar otra vez en un instituto le pone nervioso. Incluso en uno
hippy
como este.

—No me cabe la menor duda —dice Stein—. ¿Y qué alumnos te han obligado a defenderte sola?

—Ninguno en particular. Normalmente me dejan al margen.

Stein me observa detenidamente. Sé que no me cree.

—Bueno, si recuerdas algo que pueda ayudarnos en la investigación —dice Rodríguez, mirando a Stein y después a mí—, no dudes en contárnoslo.

Asiento.

—Lo haré.

—Ahora puedes volver a clase.

No lo hago. Voy a los lavabos y me escondo en uno de los compartimentos hasta que suena el timbre de la siguiente clase. No quiero oír cuchicheos durante un rato

ANTES

Es verdad que Zach nunca me dirigió la palabra en la escuela. Ni siquiera me miraba. Al menos
antes. Después
solía mirarme de reojo cuando estaba seguro de que nadie le veía, o me veía a mí. Era fácil encontrar el momento en que nadie me miraba; complicado encontrarlo cuando nadie le miraba a él.

La primera vez que hablé con Zach fuera de la escuela fue en Central Park. Bajo un puente lleno de carámbanos de hielo. Era el invierno del segundo año de instituto. A mediodía. Un día en mitad de semana. Un día de escuela.

He dicho «hablé» pese a que éramos compañeros desde el primer curso de instituto. Habíamos intercambiado unas cuantas palabras durante mi único partido de baloncesto. Sin embargo, en clase nunca nos habíamos dicho nada aparte de «hola, ¿cómo estás?» Él solo hablaba con los chicos populares. Yo, si podía evitarlo, no hablaba con nadie, ni siquiera con los profesores, salvo Yayeko.

Pero bajo el puente me habló.

—Micah, ¿verdad?

Yo estaba con la cabeza hacia atrás, observando los carámbanos. Aquel día no hacía mucho frío y se estaban derritiendo. Me estaba preguntando cuándo tardarían en caer, cuál de ellos lo haría primero.

—Te gustan los carámbanos, ¿no?

Me di la vuelta para mirarle, aunque ya le había reconocido por la voz. Las voces se me dan mejor que las caras. La suya era profunda. El tipo de voz que te gustaría oír cantar o leer un sermón. Demasiado profunda para un chico de dieciséis años. Más profunda que la de mi padre.

Aquella vez le miré de verdad. Nunca lo había hecho hasta entonces. He aprendido a pasear la mirada sobre la superficie de la gente sin retener nada ni detenerme en ningún lugar en particular. De ese modo nadie me llama «pirada».

Me di cuenta de que era guapo. Aunque ya no era larguirucho como en el primer año de instituto, seguía siendo delgado. Y también alto. Mucho más alto. Supongo que los dos lo éramos.

—Soy Zach —dijo, pese a saber que yo lo sabía—. A mí también me gustan. Los carámbanos, quiero decir. Es lo único bueno del invierno.

Nos miramos el uno al otro. Me fijé en lo suave que parecía su piel, en lo tersos que parecían sus poros. Y volvimos a observar los carámbanos. Había quince, y todos goteaban.

—¿Crees que durarán hasta mañana?

—No —dije, sorprendida de poder articular palabra—. Hace mucho calor. —¿Por qué hablaba conmigo?

Se acercó un poco más a mí.

—Vamos juntos a biología, ¿verdad?

Asentí.

—Esa Yayeko es rara, ¿no crees? Aunque muy lista. Probablemente es la profesora más lista que tenemos.

Volví a asentir. Ningún chico se había acercado tanto a mí como lo estaba haciendo él.

—Me gustan sus clases —dijo, acercándose todavía más. No mencionó que, de estar en la escuela, donde deberíamos estar, la clase de Yayeko Shoji estaría a punto de empezar—. Células y glucólisis y las fibras musculares rápidas. Juego mejor al baloncesto desde que sé todo eso, ¿sabes?

Asentí. No estaba segura de poder decir nada con la condensación de su respiración tan cerca de la mía. Pero era verdad. Yayeko nos hablaba de la vida, nos la mostraba en sus componentes básicos, para que nuestros movimientos en el tiempo y el espacio tuvieran sentido. Cuando corría, pensaba en los movimientos de mis músculos y articulaciones, en la glucosa y el oxígeno fabricando juntos energía.

Zach me acarició suavemente la mejilla con sus labios.

No me moví. La sorpresa me dejó paralizada. ¿Por qué lo había hecho? Nunca me había mirado de aquel modo. De hecho, nunca me había mirado de ningún modo.

Tenía los labios secos y cálidos. No nos tocamos con ninguna otra parte del cuerpo. La sangre circulaba más rápido por mis venas y capilares. Sin pretenderlo, mis labios se abrieron ligeramente. Y un «oh» escapó de ellos.

—Probablemente biología sea mi clase favorita —dijo él, moviendo los labios hacia mi oreja, presionando suavemente con los dientes en mi lóbulo.

—Y la mía —dije, satisfecha de haber recuperado la capacidad del habla. Porque era verdad: biología es la
única
clase que me gusta.

El olor de su cuerpo empezaba a arremolinarse en mi nariz y en mi boca. Sudor, carne, sopa y algo más que no podía precisar. El pulso me latía con fuerza. Lo sentí en la garganta. Se me tensó la piel de todo el cuerpo.

¿Por qué me estaba besando? ¿A cuántas chicas más habría besado de aquel modo?

—Nadie más se da cuenta. Pero yo veo lo hermosa que eres —dijo—. Eres la que tiene los ojos más grandes.

Me besó en la esquina de cada uno de ellos y después en la punta de la nariz con sus labios secos y dulces.

Algo estalló a nuestro lado.

Nos dimos la vuelta.

El carámbano de mayor tamaño estaba hecho trizas en el suelo, descompuesto en cientos de trocitos de hielo. Me agaché y recogí uno de los trozos más grandes. Estaba frío, y el canto por el que se había desprendido, afilado como un cuchillo

HISTORIA FAMILIAR

Papá creció con dos señoras blancas chaladas preocupadas por la enfermedad familiar, por cómo aumentar la cosecha de manzanas y heno, cómo conseguir que los animales de la granja vivieran más tiempo y por si sus hijos se estaban haciendo demasiado salvajes o si aún no lo eran lo suficiente.

La abuela solo tuvo un hijo. La tía abuela Dorothy y el tío abuelo Hilliard tuvieron seis. Si él no hubiese muerto, probablemente habrían tenido alguno más. Cuatro de ellos nacieron con la enfermedad familiar. Por ese motivo todos ellos se educaron en la granja. Papá no; él no tiene la enfermedad. A papá le concedieron una beca para estudiar en un internado de Connecticut, uno de los cinco únicos alumnos negros que había. No se llevaba bien con ninguno de ellos. Se mantuvo al margen de todo el mundo, demostrando ser mucho más Wilkins de lo que estaba dispuesto a admitir. Estudió francés y todo lo relativo a Francia, sobre todo Marsella. Lo único que sabía de su padre era que había sido un marino marsellés.

BOOK: Mentirosa
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