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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Nobleza Obliga (8 page)

BOOK: Nobleza Obliga
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—¿Y a los padres de Roberto?

—No; a ellos, tampoco.

Brunetti no esperaba que los padres del secuestrado mantuvieran contacto con la antigua novia y, mucho menos, después de su boda con otro.

Brunetti no tenía nada más que preguntar, pero quería dejar abierta la posibilidad de volver a hablar con ella, si surgían nuevas preguntas.

—No la entretengo más,
signora,
ya que tiene que atender a su hijo —dijo mirando el reloj.

—Oh, no importa —contestó ella, y Brunetti se sorprendió al darse cuenta de que era sincera y que a él el hecho de que lo fuera le parecía detestable. Se levantó rápidamente.

—Muchas gracias,
signora.
Creo que eso es todo por el momento.

—¿Por el momento?

—Si realmente resulta ser el cadáver de Roberto, habrá que volver a abrir la investigación, y supongo que todas las personas que tuvieron conocimiento del secuestro volverán a ser interrogadas.

Ella frunció los labios en una mueca de irritación, por la forma en que este asunto le robaba el tiempo.

Brunetti fue hacia la puerta, para no darle ocasión de lamentarse.

—Otra vez, muchas gracias,
signora.

Ella se levantó del sofá y se acercó a él. Su cara había vuelto a asumir aquella inmovilidad que él había observado al principio, y perdido la belleza que la animación le había dado.

Lo acompañó a la puerta. Cuando la abrió, el niño volvió a llorar en el interior de la casa. Sin darse por enterada, ella dijo:

—Si realmente es Roberto, ¿me lo dirá?

—Por supuesto,
signora
—respondió Brunetti.

El comisario empezó a bajar la escalera. El llanto del niño quedó cortado al cerrarse la puerta.

Capítulo 8

Al salir de casa Salviati, Brunetti miró el reloj. La una menos veinte. Volvió a tomar el
traghetto
y, en San Leonardo, cruzó el
campo
y torció por la primera calle de la izquierda. Había varias mesas vacías bajo el toldo del restaurante.

A la izquierda de la entrada estaba el mostrador y, detrás de éste, en un estante, varias damajuanas de cuyos golletes salían largos tubos de caucho. A la derecha, dos arcos daban acceso a otra sala, y allí, en una mesa situada junto la pared, vio a su suegro, el conde Orazio Falier. El conde, con una copa de lo que parecía
prosecco
delante, leía
Il
Gazzettino,
el diario local. Brunetti se llevó una sorpresa al verlo con esta publicación, lo que era indicio de que o bien había sobreestimado al conde o infravalorado al periódico.


Buon di
—dijo Brunetti acercándose a la mesa.

El conde miró por encima del diario y, dejándolo abierto en la mesa, se levantó.


Ciao,
Guido —dijo tendiendo la mano y estrechando la de Brunetti—. Me alegro de que hayas podido venir.

—Recuerda que era yo el que quería hablar contigo.

El conde dijo entonces:

—Ah, sí, los Lorenzoni, ¿verdad?

Brunetti apartó la silla situada frente al conde y se sentó. Miró el diario, preguntándose si, a pesar de que el cuerpo aún no había sido identificado, ya habría llegado a la prensa la noticia del hallazgo.

El conde, interpretando la mirada de su yerno, dijo:

—Todavía no dicen nada. —Sin apresurarse, dobló el periódico meticulosamente por la mitad una vez y luego otra.

—Qué horror, ¿verdad? —dijo levantando el diario entre los dos.

—No si te gusta el canibalismo, el incesto y el infanticidio —respondió Brunetti.

—¿Has leído el de hoy? —Brunetti movió la cabeza negativamente y el conde explicó—: Viene la noticia de una mujer de Teherán que mató al marido, picó el corazón y se lo comió en un guiso que se llama
ab goosht.
—Antes de que Brunetti pudiera manifestar sorpresa u horror, el conde prosiguió—: Y, además, te dan la receta del
ab goosht
tomate, cebolla y carne picada. —Meneó la cabeza—. ¿Para quién escriben? ¿Quién quiere saber estas cosas?

Hacía tiempo que Brunetti había perdido toda la confianza que pudieran haberle merecido los gustos del gran público, por lo que contestó:

—Yo diría que los lectores de
Il
Gazzettino.

El conde lo miró y asintió.

—Tienes razón, seguramente. —Lanzó el diario a la mesa vecina—. ¿Qué quieres saber de los Lorenzoni?

—Esta mañana has dicho que el chico no tenía el talento del padre. Me gustaría saber talento para qué.


Ciappar schei
—respondió el conde en dialecto.

Brunetti, sintiéndose ya más cómodo al oír veneciano, preguntó:

—Hacer dinero, ¿de qué manera?

—De todas las maneras posibles: acero, cemento, barcos. Si quieres transportar algo, los Lorenzoni te lo llevan. Si quieres construir o fabricar, los Lorenzoni te venden los materiales. —El conde pensó en lo que acababa de decir y agregó—: Sería un buen eslogan, ¿no crees? —Cuando Brunetti asintió, el conde agregó—: Y no es que los Lorenzoni tengan necesidad de hacer publicidad. Por lo menos, en el Véneto.

—¿Tienes tratos con ellos? Quiero decir de negocios.

—Antes utilizaba sus camiones para llevar tejidos a Polonia y traer… No estoy seguro, porque de eso hace cuatro años por lo menos, pero me parece que era vodka. Ahora, desde que se han relajado los controles de fronteras y las disposiciones aduaneras, me resulta más económico utilizar el tren, por lo que ya no trato con ellos.

—¿Y socialmente, los tratas?

—No más que a unos cientos de personas de la ciudad —dijo el conde y levantó la mirada al acercarse la dueña.

Era una mujer joven que llevaba una camisa masculina embutida en un pantalón vaquero recién planchado y el pelo tan corto como un hombre. Aunque no iba maquillada, su aspecto no tenía nada de andrógino, por la forma en que el vaquero se arqueaba sobre sus caderas, y la camisa, con los tres últimos botones desabrochados, revelaba que, aunque no llevaba sostén, tampoco estaría de más.

—Conde Orazio —dijo la mujer con una voz de contralto profunda, cálida y prometedora—, celebro volver a verlo. —Miró a Brunetti haciéndole extensiva la hospitalaria sonrisa.

Brunetti recordó que el conde le había dicho que regentaba el local la hija de un amigo, por lo que quizá era en su calidad de viejo amigo de la familia que el conde preguntó:


Come stai, Valeria?
—Aunque el tuteo nada tenía de paternal, y Brunetti espió la reacción de la mujer.

—Molto bene, signor conte. E lei?
—respondió ella, en un tono que no armonizaba con la formalidad de la frase.

—Bien, muchas gracias. —El conde indicó a Brunetti con un ademán—. Mi yerno.


Piacere
—dijo él, y la mujer correspondió con la misma palabra, acompañada de una sonrisa.

—¿Qué nos recomiendas hoy, Valeria? —preguntó el conde.

—Para empezar, tenemos
sarde in saor
o
latte di seppie.
Las
sarde
las preparamos anoche, y las sepias han llegado de Rialto esta mañana.

Pues serían congeladas, pensó Brunetti. Aún era pronto para lechas de sepia frescas. Pero las sardinas estarían bien. Paola nunca tenía tiempo para limpiar sardinas y hacerlas marinar con cebolla y pasas, por lo que poder tomarlas ahora sería un regalo.

—¿Qué dices tú, Guido?


Sarde
—respondió él sin vacilar.

—Sí. Para mí también.


Spaghetti alle vongole
—dijo la mujer, menos como una recomendación que como una orden.

Los dos hombres asintieron.

—Y después, tenemos
rombo
o, quizá,
coda di rospo.
Los dos son muy frescos.

—¿Cómo están hechos? —preguntó el conde.

—El
rombo,
a la parrilla y el
coda,
al vino blanco, con
zucchini
y romero.

—¿Es bueno el
coda
?

Por toda respuesta, la mujer hundió el nudillo del índice de la mano derecha en la mejilla y lo hizo girar relamiéndose.

—Entonces decidido —sonrió el conde—. ¿Y tú, Guido?

—Para mí,
rombo
—dijo Brunetti, a quien el otro plato le había parecido muy sofisticado, una de esas cosas servidas con un trozo de zanahoria recortada en forma de rosa o decorada con una ramita de menta.

—¿Vino? —preguntó la mujer.

—¿Tenéis del Chardonnay que hace tu padre?

—Es el que bebemos nosotros, señor conde, pero no solemos servirlo. —Al ver su gesto de decepción, agregó—: Pero puedo traerles una jarra.

—Gracias, Valeria. Lo he bebido en casa de tu padre y es excelente.

Ella movió la cabeza de arriba abajo, en reconocimiento de esta verdad y bromeó:

—Pero que no le oigan los de Hacienda.

Antes de que el conde pudiera hacer un comentario, sonó una voz en la otra sala, y la mujer dio media vuelta y se alejó.

—No es de extrañar que la economía de este país vaya de capa caída —dijo el conde con un furor repentino—. El mejor vino que se produce en esta tierra, y no pueden servirlo, probablemente, por alguna pamplina legal sobre el contenido en alcohol, o porque en Bruselas algún cretino ha decidido que se parece demasiado a otro vino que se produce en Portugal. Los que mandan son una colección de tarados.

Brunetti pensó que éste era un comentario curioso en boca de un hombre que, a sus ojos, siempre había estado entre los que mandaban. Pero, antes de que pudiera responder, Valeria estaba de vuelta con una jarra de litro de un pálido vino blanco y una botella de agua mineral, que nadie le había pedido, por cierto.

El conde sirvió dos copas de vino y acercó una a Brunetti.

—Ya me dirás qué te parece.

Brunetti tomó un sorbo. Siempre le habían irritado los ditirambos sobre el vino y su sabor, que si «nobleza de solera», que si «aromas afrutados»… por lo que se limitó a decir:

—Muy bueno —y dejó la copa en la mesa—. Háblame del chico. Dijiste que no te merecía una gran opinión.

El conde había tenido veinte años para acostumbrarse a su yerno y sus modales, por lo que tomó un trago de vino y contestó:

—No; era corto y presuntuoso, lo que es una combinación muy cargante.

—¿Qué clase de trabajo hacía dentro del grupo?

—Creo que lo llamaban
consulente,
aunque no sé qué podían consultarle. Cuando había que llevar a cenar a algún cliente, Roberto se encargaba. Imagino que Ludovico tendría la esperanza de que, a fuerza de tratar con clientes y oír hablar de negocios, el chico sentara la cabeza o, por lo menos, se tomara más en serio el trabajo.

Brunetti, que había trabajado todos los veranos de sus años de universidad, preguntó:

—Pero supongo que él no llamaría trabajo a salir a cenar de vez en cuando, ¿verdad?

—A veces, si había que entregar o recoger algo importante, enviaban a Roberto, por ejemplo, llevar unos contratos a París o hacer llegar urgentemente un nuevo muestrario a las fábricas textiles. Roberto hacía la entrega, y luego pasaba un fin de semana en París, en Praga o donde fuera.

—Bonito trabajo —dijo Brunetti—. ¿Y la universidad?

—Era muy vago. O muy tonto —fue la concluyente explicación del conde.

Brunetti iba a comentar que, a juzgar por lo que Paola solía decir de sus universitarios, ni una cosa ni la otra debía de ser un grave impedimento, pero se contuvo al ver acercarse a la mesa a Valeria con dos platos llenos de sardinas relucientes de aceite y vinagre.


Buon appetito
—les deseó la mujer, y se alejó hacia una mesa en la que un cliente le había hecho una seña.

Ninguno de los dos hombres se entretuvo en quitar espinas, y empezaron a saborear enteros aquellos pescaditos bien aderezados con cebolla y pasas, que rezumaban aceite.


Bon
—dijo el conde. Brunetti asintió, pero no dijo nada, limitándose a deleitarse con el sabor de la sardina, realzado por la acidez del vinagre. Había oído decir que, siglos atrás, los pescadores de Venecia tenían que poner el pescado en vinagre, para que se conservara, como también le habían dicho que se echaba vinagre al pescado para prevenir el escorbuto. Él no sabía si eran ciertas estas razones, pero, por si acaso, daba gracias a los pescadores.

Cuando las sardinas hubieron desaparecido, Brunetti rebañó el plato con un trozo de pan.

—¿Hacía algo más Roberto?

—¿Quieres decir en el despacho?

—Sí.

El conde sirvió otras dos medias copas de vino.

—No; creo que eso es todo lo que era capaz de hacer, o todo lo que le interesaba hacer. —Bebió otro trago—. No era mal chico, sólo un poco tarambana. La última vez que lo vi hasta me dio pena.

—¿Cuándo fue eso? ¿Y por qué, pena?

—Fue unos días antes del secuestro. Sus padres daban una fiesta para celebrar el treinta aniversario de su boda, y nos invitaron a Donatella y a mí. En la fiesta estaba Roberto. —El conde agregó al cabo de un momento—: Pero era casi como si no estuviera.

—No comprendo —dijo Brunetti.

—Parecía invisible. No; no es ésa la palabra. Más bien ausente. Estaba más delgado y hasta empezaba a clarearle el pelo. Era verano, pero te daba la impresión de que no había salido de casa desde el invierno. Él, que siempre estaba en la playa o jugando al tenis. —El conde desvió la mirada, recordando la cena—. No hablé con él, y no quise decir nada a sus padres. Pero estaba raro.

—¿Enfermo?

—No exactamente. Pero sí muy pálido y muy delgado, como si hubiera estado demasiado tiempo a dieta.

En aquel momento, como respondiendo a un conjuro para poner fin a toda charla sobre dietas, llegó Valeria con dos grandes platos de espagueti, salpicados de varias docenas de chirlas. La precedía un aroma a ajo y aceite.

Brunetti hundió el tenedor en la pasta enrollando en él los gruesos hilos entrelazados. Cuando hubo acumulado lo que le pareció un bocado suficiente, se llevó el tenedor a la boca aspirando con fruición el perfume cálido y penetrante del ajo. Con la boca llena, hizo una señal de asentimiento al conde, que movió la cabeza de arriba abajo y empezó a comer a su vez.

Cuando ya casi había terminado la pasta y empezaba a comer las chirlas, Brunetti preguntó al conde:

—¿Y el sobrino?

—Dicen que tiene talento natural para los negocios. Posee don de gentes para tratar a los clientes, vista para calcular presupuestos e intuición para contratar a gente capaz.

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