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Authors: Neil Gaiman

Objetos frágiles (24 page)

BOOK: Objetos frágiles
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Serpiente de cascabel

No sabe quién fue el primer dueño de aquella cazadora. Nadie la reclamó después de una fiesta, y vio que le sentaba bien.

Lleva escrita la palabra KISS, y a ella no le gusta besar. La gente, tanto hombres como mujeres, le han dicho muchas veces lo guapa que es, pero ella no tiene la menor idea de lo que quieren decir. Cuando se mira en el espejo no ve su belleza por ningún lado. Sólo ve su cara.

No le gusta leer, ni ver la tele, ni hacer el amor. Le gusta escuchar música. Salir con sus amigos. Subir en la montaña rusa, pero nunca grita cuando caen en picado o giran bruscamente y vuelven a caer cabeza abajo.

Si le dijeras que la cazadora es tuya simplemente se encogería de hombros y te la devolvería sin más. En realidad no le importa, lo mismo le da tenerla que no.

Corazón de Oro

... de la otra.

Hermanas, quizá gemelas, o a lo mejor primas. Es imposible saberlo sin ver sus certificados de nacimiento, los auténticos, no los que usan para obtener carnés falsos.

Así es como se ganan la vida. Entran, cogen lo que necesitan y vuelven a salir.

No es nada glamuroso. Es sólo un trabajo. Puede que sus actividades no sean del todo legales. Es sólo un trabajo.

Son demasiado listas para esto, y están demasiado cansadas. Comparten la ropa, las pelucas, el maquillaje, los cigarrillos. Siguen adelante, sin descanso, siempre de caza. Dos mentes. Un solo corazón.

A veces incluso terminan las frases...

Hija del lunes

En la ducha, mientras deja que el agua resbale por su piel, que la limpie, que lo limpie todo, se da cuenta de repente de que lo que lo hizo todo más difícil fue aquel olor que le recordó a su propio instituto.

Había recorrido los pasillos, con el corazón latiendo desbocado dentro de su pecho, oliendo aquel olor a instituto, que le hizo revivirlo todo.

Apenas hace, ¿cuánto?, seis años, quizá menos, que se pasaba la vida corriendo de la taquilla al aula, que veía llorar y protestar a sus amigas, obsesionadas con las burlas y los motes y las mil calamidades que acechan a los desvalidos. Ninguna de ellas había llegado nunca tan lejos.

Encontró su primer cadáver en el rellano de una escalera.

Aquella noche, después de la ducha —que no pudo limpiar todo lo que tenía que eliminar, no del todo—, dijo a su marido:

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—Este trabajo me está endureciendo. Me está convirtiendo en otra persona. En alguien a quien ya no conozco.

Él la atrajo hacia sí y la abrazó, y así se quedaron, piel contra piel, hasta el amanecer.

Felicidad

En la galería de tiro se siente como en casa; se ha protegido los oídos con unos auriculares y la diana está en su sitio, esperándola.

Primero fantasea un poco, luego recuerda y, finalmente, aprieta el gatillo y al empezar la sesión de tiro ella siente más que ve, con el corazón y la cabeza ausentes. El olor de la pólvora siempre le hace pensar en el Cuatro de Julio.

«Sacas partido de los talentos que Dios te dio.» Eso fue lo que le dijo su madre, lo que en cierto modo hace aún más duro su distanciamiento.

Nadie le hará daño jamás. Simplemente esbozará una de sus maravillosas sonrisas y se marchará.

No tiene que ver con el dinero. Nunca tiene que ver con el dinero.

Días de sangre

A continuación, un ejercicio de elección. Tú eliges. Uno de estos cuentos es verdad.

Sobrevivió a la guerra. Llegó a Estados Unidos en 1959. En la actualidad, vive en un apartamento en Miami una diminuta francesa de pelo cano, con su hija y su nieta. Es muy reservada y raras veces sonríe, como si el peso de la memoria le impidiera encontrar la alegría.

O puede que sea mentira. En realidad fue capturada por la Gestapo en 1943, cuando intentaba cruzar la frontera, y la condujeron hasta un prado. Primero la obligaron a cavar su propia tumba, y a continuación le pegaron un tiro en la nuca. Lo último que se le pasó por la cabeza, justo antes de recibir aquel disparo, fue que estaba embarazada de cuatro meses y que si no luchamos para construir el futuro no habrá futuro para ninguno de nosotros.

Hay una anciana en Miami que se despierta, confusa, de un sueño en el que el viento mece las flores de un prado.

Bajo la cálida tierra francesa hay unos huesos intactos que sueñan con la boda de una hija. Un buen vino acompaña la celebración. Las únicas lágrimas que allí se vierten son lágrimas de felicidad.

Hombres de verdad

Algunas de las niñas eran niños.

Verás una cosa u otra según desde dónde lo mires.

Las palabras pueden herir, y las heridas se pueden curar.

Todas estas cosas son ciertas.

Corazón de Arlequín

E
stamos a 14 de febrero y, a la hora en que todos los niños están en el colegio y todos los maridos se dirigen al trabajo en coche o esperan en el andén de la estación, abrigados hasta las orejas y echando vaho por la boca, para coger el tren, yo clavo mi corazón en la puerta de Missy. El corazón es de color rojo oscuro, casi marrón, del mismo color que el hígado. A continuación, llamo a la puerta, con energía,
¡pam-pa-pam-pam!
y, con mi cetro en la mano, mi palo, mi encintada lanza, me esfumo como el vapor al contacto con el aire frío...

Missy sale a abrir la puerta. Parece cansada.

—Mi Colombina —suspiro, pero ella no puede oírme.

Missy mira a un lado y a otro de la calle, pero nada se mueve. Se oye a lo lejos el motor de un camión. Missy vuelve a la cocina y yo la sigo bailando, sigiloso como la brisa, como un ratón, como un sueño.

Missy coge una bolsita de esas con autocierre de un envase de cartón que guarda en un cajón de la cocina, y un limpiador multiusos de debajo del fregadero. Corta un par de trozos de papel absorbente del rollo que tiene en la encimera y se dirige de nuevo a la puerta de la calle. Quita el alfiler de la puerta; un alfiler de sombrero que encontré en... ¿dónde fue? Trato de hacer memoria: ¿fue en la Gascuña? ¿En Twickenham? ¿O quizás en Praga?

En el extremo del alfiler se ve la cara de un blanco Pierrot.

Missy retira el alfiler y guarda el corazón en la bolsita de plástico. Rocía la puerta con el limpiador, la frota con el papel absorbente para limpiar los restos de sangre y se coloca el alfiler en la solapa. La blanca cara del Pierrot puede contemplar desde allí el frío mundo exterior con sus ciegos ojos de plata. Nápoles. Ahora me acuerdo. Fue en Nápoles, se lo compré a una anciana tuerta que fumaba en una pipa de arcilla. Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Missy vuelve a guardar el limpiador bajo el fregadero y se pone un viejo abrigo azul que heredó de su madre, se abrocha los botones, uno, dos, tres, se guarda la bolsita de plástico con el corazón en el bolsillo y sale de casa.

En secreto y con sigilo, la voy siguiendo por la calle; discretamente un rato, otro rato bailando, pero siempre sin que ella me vea, ni por un momento. Missy se arrebuja en su abrigo azul y sigue caminando por las calles de la pequeña ciudad de Kentucky, luego, baja por la vieja carretera del cementerio.

El viento quiere llevarse mi sombrero y, por un instante, lamento haberme desprendido del alfiler. Pero estoy enamorado, y es San Valentín. Algún sacrificio habrá que hacer.

Missy va pensando en las veces que ha atravesado ya las inmensas puertas de hierro del cementerio; cuando murió su padre; y aquella noche de Ánimas, con sus compañeros de clase, haciendo el indio y asustándose unos a otros; y cuando aquel noviete se le mató en un choque en cadena de tres coches, en la interestatal, se quedó hasta el final del entierro y después, al atardecer, volvió para dejar en su tumba un lirio blanco.

Oh, Missy, quisiera cantarle a ese cuerpo tuyo, a esa sangre que corre por tus venas, a tus labios, a tus ojos. Quisiera regalarte por San Valentín un millón de corazones. Agito mi bastón en el aire con gesto arrogante, y bailo, cantando para mis adentros una marcha triunfal, mientras bajamos saltando por la carretera del cementerio.

Llegamos a un edificio gris, y Missy abre la puerta. Saluda a la recepcionista con un «hola, qué tal», pero la chica no le devuelve el saludo. Acaba de salir del colegio y está enfrascada en el crucigrama de una revista en la que no hay más que crucigramas, páginas y páginas de crucigramas. Y podría pasarse el día entero haciendo llamadas personales a costa de la empresa, si tuviera a quien llamar, pero no tiene a nadie y está más claro que el agua que nunca tendrá a nadie a quien llamar. Su cara es como un mapa de la luna, llena de granos y de cráteres de acné, y ella cree que importa y por eso no habla con nadie. Su vida entera pasa ante mis ojos: morirá soltera y virgen, probablemente de aquí a unos cincuenta años, de un cáncer de mama, y la enterrarán en el prado, junto a la carretera del cementerio, bajo una lápida en la que figurará su nombre de soltera, y las manos del patólogo habrán sido las primeras y las últimas en tocar sus pechos, y sajará el tumor en forma de coliflor y murmurará «Coño, pues sí que es grande esta cosa, ¿cómo es posible que no se lo dijera a nadie?», poniendo así de manifiesto su falta de perspicacia.

La beso con suavidad en su granujienta mejilla y le digo en voz muy baja lo guapa que es. Luego, le doy un toquecito, dos, tres, en la cabeza, con mi palo, y la envuelvo con una de las cintas.

La chica se revuelve en la silla y sonríe. Puede que esta noche se emborrache y se ponga a bailar y decida sacrificar su virginidad en el altar de Himeneo, seguramente conocerá a un chico que se fije más en sus pechos que en su cara y, algún día, acariciándole los pechos, besándolos, chupándolos, el chico le dirá «Cariño, ¿te ha examinado alguien ese bulto?» y, cuando eso ocurra, hará ya mucho tiempo que le habrán desaparecido los granos, y se habrá olvidado por completo de ellos, a fuerza de besos y de caricias...

Pero ahora he perdido a Missy, y voy corriendo y brincando por el enmoquetado pasillo hasta que, por fin, veo su abrigo azul entrando por una puerta al final del vestíbulo, y entro tras ella en una sala sin calefacción y alicatada de verde hasta el techo, como un cuarto de baño.

El hedor es insoportable; denso, rancio y nauseabundo. El tipo gordo lleva puesta una bata de laboratorio llena de manchas y guantes de goma desechables, se ha puesto una gruesa capa de mentol bajo la nariz y alrededor de las fosas nasales. Hay un cadáver en la mesa, justo delante de él. El muerto es un anciano de raza negra, muy delgado, tiene las yemas de los dedos encallecidas y un bigote a lo Sammy Davis Jr. El tipo gordo no ha reparado aún en la presencia de Missy. Acaba de hacer una incisión en el pecho del cadáver y, al retirar la piel, se oye un ruido como de ventosa. Siendo tan oscura su piel, sorprende ver el bonito tono rosado que tiene el interior.

Hay una radio portátil a todo volumen sintonizada en una emisora de música clásica. Missy apaga la radio y le saluda:

—Hola, Vernon.

El tipo gordo replica:

—Hola, Missy. ¿Has venido a recuperar tu antiguo trabajo?

El tipo gordo tiene que ser el Doctor
[11]
, porque es demasiado gordo para ser Pierrot y demasiado campechano para ser Pantaleón. La expresión de su cara se vuelve risueña al mirar a Missy, y ella también le sonríe con evidente simpatía, y yo experimento un súbito ataque de celos: siento como si me hubieran clavado un puñal en el corazón (que está dentro de una bolsa de plástico en el bolsillo del abrigo azul de Missy), y el dolor es aún mayor que cuando lo atravesé con el alfiler para clavarlo en su puerta.

Y hablando de mi corazón, Missy acaba de sacarlo del bolsillo, y lo balancea en el aire para enseñárselo a Vernon, el patólogo.

—¿Tienes idea de lo que puede ser esto? —le pregunta.

—Un corazón —responde—. Los riñones no tienen ventrículos y los sesos son más grandes y más esponjosos. ¿De dónde ha salido?

—Esperaba que tú me lo dijeras —replica Missy—. ¿No ha salido de aquí? ¿Esto es lo que entiendes tú por una tarjeta de San Valentín, Vernon? ¿Un corazón humano clavado en mi puerta?

El patólogo niega con la cabeza.

—Eso no ha salido de aquí —dice—. ¿Quieres que llame a la policía?

Missy niega con la cabeza.

—Con la suerte que tengo —le dice—, lo más probable es que decidan que soy una psicópata asesina y me manden directa a la silla eléctrica.

El Doctor abre la bolsa y empieza a palpar el corazón con sus enguantadas manos.

—Es de un adulto, y está en buena forma, se cuidaba bien —dice—. Yo diría que fue extirpado por un experto.

Sonrío con orgullo al oír esta última observación del patólogo, y me inclino para hablar con el cadáver que está sobre la mesa de autopsias, con el pecho abierto y los dedos encallecidos de tocar el contrabajo.

—Lárgate, Arlequín —murmura, sin mover los labios, para no ofender a Missy y al médico—. Vete a otra parte a liarla.

—Cierra el pico. La liaré donde a mí me dé la gana —le digo—. Es mi trabajo.

Pero, por un momento, siento un extraño vacío: me noto un tanto melancólico, casi pierrótico, que es lo peor que le puede pasar a un arlequín.

Oh, Missy, te vi en la calle ayer y te seguí hasta el Súper-Ahorro de Al; estaba absolutamente eufórico. Me di cuenta enseguida de que eras la clase de mujer que podría hacerme tocar el cielo, volverme completamente loco. Entonces supe que eras mi media naranja, mi Colombina.

Y luego, por la noche, no podía dormir y salí a poner la ciudad patas arriba, a sembrar la confusión entre la gente de orden. Hice que tres banqueros muy serios perdieran la cabeza con las
drag-queens
del cabaret de Madame Zora. Entré sigilosamente en las alcobas de los que dormían, sin que ellos pudieran verme, ni imaginarme siquiera, y dejé pruebas de misteriosos y exóticos encuentros amorosos en sus bolsillos, bajo sus almohadas y en los lugares más insospechados, imaginando la que se armaría al día siguiente cuando se encontraran unas medias de fantasía usadas y con la entrepierna rasgada mal escondidas bajo un almohadón del sofá o en el bolsillo interior de sus respetables americanas. Pero mi corazón estaba en otra parte, y yo no veía más que la cara de Missy.

Ay, no hay nada más patético que un arlequín enamorado.

Me pregunto qué hará Missy con mi regalo. Algunas chicas rechazan abiertamente mi corazón; otras lo acarician, lo besan y lo castigan con toda clase de mimos antes de devolvérmelo. Algunas ni siquiera lo ven.

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