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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (43 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Una vez dentro, cerró la puerta y buscó el móvil sin bajar de la moto.

Tenía tres llamadas perdidas y un mensaje de voz de un número desconocido. Pensó en su madre, pero se sabía de memoria los números de la señora Rosa y de sus hijas. Puede que fuese Errezquia… No, ése lo tenía grabado en la libreta de direcciones. ¿Y el comprador? Decidió escuchar el mensaje por si había algún cambio en su encuentro del día siguiente. Activó el manos libres y dejó el móvil sobre el depósito mientras se quitaba el casco.

Si lo hubiese sabido, habría ignorado las llamadas. La voz de «la doña» quería que se centrase en las pruebas que acusaban a la veterinaria, que no dejase de presionar a los del laboratorio y que cerrase el caso en un par de días.

Le dieron ganas de llamarla y soltarle que se iba a Barcelona al día siguiente, que había prometido quedarse con su madre, que el sábado por la tarde esperaba al comprador de la moto y que hasta el lunes no pensaba volver. Pero no lo hizo. En lugar de eso le mandó un SMS en el que la informaba de que durante el fin de semana debía resolver unos asuntos personales y que necesitarían más de dos días para determinar la identidad del asesino de Bernat. Entonces desactivó el modo silencio del móvil, se lo metió en el bolsillo y empezó a subir la escalera con la mente en el festín que llevaba en la mochila.

Al llegar arriba, dejó la bolsa sobre la mesa baja que había delante del sofá y abrió la funda del primer DVD. Buscó las otras dos y las dejó una al lado de otra, a la vista. Cargó el aparato y encendió la tele. Pulsó tres veces el botón del mando con la vista fija en la pantalla y sonrió satisfecho mientras se quitaba la chaqueta y la lanzaba sobre el sofá. Las primeras notas ya le erizaron la piel. Brando, Coppola y De Niro, los preferidos de su padre y también los suyos para pasar una noche de cine y olvidarse de todo. Se sentó en el sofá y se estaba liberando de las deportivas cuando advirtió que una segunda melodía no se correspondía con el vals de las imágenes. Tiró de la cazadora y sacó el móvil del bolsillo. En la pantalla, un número oculto. Descolgó.

Esperó mientras la escuchaba gritar al otro lado de la línea que, si al cabo de dos días no había encontrado las pruebas y resuelto el caso, ella misma le pondría de patitas en el tren con billete de vuelta a Cornellà y una carta que sus superiores no olvidarían en años.

Cuando guardó el móvil, J. B. tenía el ceño fruncido. Cogió el mando del DVD e hizo avanzar la cinta hasta la primera imagen de la boda. Esas prisas por colgarle el muerto a alguien empezaban a mosquearle.

68

Edificio Desclòs, Puigcerdà

No había podido esperar y ahora se arrepentía. Arnau abrió la puerta automática del parking del edificio de los Desclòs y avanzó lentamente hacia la rampa. La primera idea siempre es la mejor, se repetía una y otra vez. Pero cuando no había encontrado a la comisaria en el despacho, y Montserrat le dijo que ya no volvería, el bastón en la bolsa de plástico le quemaba las manos. No pudo esperar a compartir la noticia. Incluso un hombre pausado y cabal como él podía tener un momento de debilidad. Y así había sido.

Ahora tendría que vigilar cómo le llegaba a la comisaria la noticia de su hallazgo, porque sospechaba que el sargento se apuntaría el tanto en cuanto pudiese hablar con ella. Y no estaba dispuesto a permitirlo. Había remitido el bastón al laboratorio y, cuando le preguntaron qué estaban buscando, él respondió que las huellas de la sospechosa. Le advirtieron que estaban desbordados y que hasta finales de semana no tendrían los resultados. Bueno, por el momento el fin de semana se presentaba despejado, y el lunes ya se pondría con la transcripción del interrogatorio de la veterinaria, con tranquilidad, a la espera de que el laboratorio corroborase la prueba definitiva que él había encontrado.

Arnau descendió del coche y se dirigió al ascensor, introdujo la llave y la puerta se abrió en seguida. Al entrar, se observó en el espejo, dudando si debía de pasar por casa antes de ir a ver a su padre. Pero decidió que no era necesario; al fin y al cabo, sólo iba a estar unos minutos y, si le pedía que se quedase, no había nada mejor que el uniforme.

Por suerte, sus preocupaciones por la reacción de su padre cuando le había llamado para pedirle el informe del CRC que quería el sargento habían resultado absurdas. Ahora lo sabía, y estaba agradecido de que su padre hubiera sido tan considerado. Además, cuando le respondió que él mismo le daría la información, Arnau decidió que aprovecharía para contarle su hallazgo en la finca de la veterinaria y así confirmarían juntos sus sospechas sobre la culpabilidad de la bruja.

Al llegar al ático llamó con los nudillos a la puerta del piso de sus padres y oyó los pasitos acelerados de su madre. Hacía años que no usaba el timbre, desde el día del balcón. El día en el que, jugando con su hermano, aporrearon de tal manera el timbre que se quedó enganchado durante varios minutos. Cuando su padre fue a abrirles, los hizo pasar amablemente al balcón. Allí los dejó, a varios grados bajo cero, hasta que horas más tarde su madre, ajena a lo que había ocurrido, fue a buscarlos para cenar.

Tres minutos más tarde, Arnau cerró por dentro la puerta de su propio piso con una carpeta beige en la mano y el ánimo por los suelos. Su padre estaba ocupado, al teléfono, le había dicho ella, pero ha dejado estos papeles para que te los dé. Ella tenía cosas en el horno y una cena que preparar para «el equipo», el grupo de matrimonios con los que se reunían una vez al mes y que llevaba años tutelando el párroco de Puigcerdà, el padre Anselmo. Y le había dejado allí de pie en la puerta mientras, de camino a la cocina, le gritaba que cerrase por fuera.

69

Ático de la calle Entença, Barcelona

No había sido la discusión más agria que había mantenido con alguien del bufete, ni mucho menos, pero sí la que más le había dolido. Una vez que hubo salido del despacho de Paco, Kate se metió en el suyo y revisó el caso desde la acusación inicial. Anotó en una columna todos y cada uno de los movimientos y pruebas que había mandado el fiscal, y en otra sus propias bazas: el técnico andorrano, el juez y su relación con Paco, las pruebas que podría desestimar y los huecos legales de los que podía echar mano. Luis había intentado llevarle un café. Pero, al abrir la puerta, ella le había hecho retroceder con la mirada. Desde el aplazamiento se comportaba como un perrillo apaleado que intentaba reconciliarse con su dueño. Pero ella no quería ver a nadie, lo único que necesitaba era encontrar el modo de salir airosa en el caso de Mario.

Había rechazado con brusquedad varias llamadas de Miguel, enfadada consigo misma por haberse dejado liar tanto y tantos días en el valle. Pero lo que más le dolía era que Paco fuese tan injusto. Puede que fuese culpa suya que hubiesen denegado la petición de aplazamiento. Puede, y eso ya la ponía lo bastante enferma como para tener que soportar la bronca. Cuando empezó a notar la espalda cargada miró hacia la mesa vacía de Luis y luego a la pantalla del Mac. Las once y diez. Y ni siquiera había podido pasar por el gimnasio.

Hacia las doce de la noche del viernes llegó a su casa con la bolsa de ropa sucia y el estómago en los pies. Fue al baño y abrió a tope el grifo del agua caliente, se recogió el pelo con una pinza y tocó el agua. Ajustó los mandos y encajó el tapón. En la cocina, cogió un bol blanco y echó en él dos cucharadas soperas de copos de avena. Luego abrió la nevera y vació en el bol uno de los yogures que llenaban la bandeja de los lácteos. Con la misma cuchara lo mezcló todo y de camino al baño tomó una primera gran cucharada que tragó casi sin masticar. De inmediato se sintió culpable. Al llegar al lavabo dejó el bol sobre el mármol. La bañera humeaba como una tetera y abrió un poco el grifo del agua fría. Se introdujo la segunda cucharada en la boca, y esta vez se obligó a masticar y mantener la comida en ella hasta acabar de desnudarse.

Hacia la una de la madrugada seguía tumbada en la cama con los ojos como un búho y planeando la defensa de Mario. Casi le daban ganas de llorar cuando pensaba en cómo se estaba desarrollando todo, y al rato se sulfuraba por no haber cuidado los detalles como tenía por costumbre. Puede que la llamada de Dana y la inesperada obstinación del maldito sargento hubiesen comprometido ligeramente su rendimiento, pero Paco no tenía razón. No era culpa suya que el andorrano fuese un incompetente, además de un tipo lento e indeciso, ni que el juez hubiese propuesto algo tan inusual como un pacto con la Fiscalía como condición para conceder el aplazamiento. Kate se encogió bajo el edredón. Debió haberse negado a coger el caso, debió aconsejar a Paco que eligiese a otro abogado. Al fin y al cabo, ella ya tenía el ascenso. Ya era una socia. ¿Qué necesidad había de rizar el rizo? Apartó el edredón y se volvió hacia el balcón con brusquedad. Y continuó mortificándose. Porque, claro, ella siempre tenía que destacar, y esa ansia por estar en todos los guisos, por complacerle y por ser la mejor había acabado metiéndola en este lío. Con muy mal pronóstico, por cierto. Porque tener a Bassols enfrente, aunque en otras circunstancias habría supuesto un reto, ahora constituía un escollo durísimo.

Se preguntó por enésima vez cómo habría descubierto el fiscal lo del andorrano. ¿Los Mendes? Ni hablar. ¿Luis? Imposible. De todos modos, lo ocurrido confirmaba el peligro que representaba enfrentarse a Bassols. Dios, y encima la cabeza le zumbaba como un inmenso enjambre.

De pronto fue consciente de que la causa de tanta dispersión era el asunto de Dana y de que sólo recuperaría la paz cuando la policía cambiase el rumbo de la investigación de la muerte de Jaime Bernat. Así llegó a la conclusión de que precisaba el número de Silva. A primera hora se lo pediría a Miguel. El muy imbécil la última vez sólo le había mandado el nombre. Eso le recordó que había ignorado sus llamadas durante la tarde, y extendió el brazo para coger la BlackBerry. Le escribió un
whatsapp
, volvió a acostarse y cerró los ojos. Pero una hora después aún no había sido capaz de desconectar.

Llevaba mucho con los ojos cerrados y, sin embargo, su mente aún iba recopilando la información del caso de Dana. Cada poco cambiaba de posición hasta que comprendió que no iba a poder dormir sin descargar la mente.

Lo que necesitaba era un buen panel, como los que usaba en la universidad con los casos más complejos. El reloj marcaba las dos pasadas. Salió de la cama y cogió el jersey de lana, encendió la luz del estudio mientras se lo ponía y comenzó a extender el papel, convencida de que en cuanto tuviese el panel acabado lograría dormir.

Hacia las cuatro ya había impreso fotos de todos los implicados que había encontrado en Facebook, la página web del Ayuntamiento de Puigcerdà, la del CRC, los anuarios de los escolapios de Puigcerdà y algunas páginas que se le fueron ocurriendo mientras construía el caso. Las fotos de Santi y de su hermana Inés, la de Dana, y los nombres y todos los datos que había podido encontrar de los once integrantes de la lista que le había dado a J. B. También había puesto al marido cardiólogo de la hija de Bernat, Leman Tabern, al que había conseguido encontrar en un foro de cardiología en LinkedIn. En cuanto al resto de la familia Bernat, si la había, no hubo modo de dar con ella.

En la parte derecha, una lista con las pruebas que apuntaban hacia Dana o que podían llegar a implicarla y, al lado, los motivos más comunes para acabar con alguien como Jaime Bernat. Ni la discusión con Jaime en la era ni el quad ni la digoxina que habían encontrado en el botiquín de la viuda eran pruebas hasta que la implicasen directamente en el asesinato. A no ser que en las ruedas del quad encontrasen restos de Bernat, nada de lo que tenían la implicaba realmente. Entonces recordó algo que Dana había dicho la tarde que fueron a la era: Santi tenía el quad aparcado un poco más arriba con un remolque. ¡El quad!

Heredar un patrimonio como el de Jaime era razón suficiente y comprensible para matar. Y, además, destacaba la rapidez con la que Santi había presentado una coartada que le alejaba de la escena. Seguro que era él. Pero, en el valle, ir contra un Bernat rozaba el sacrilegio, de modo que si querían enfrentarse a él debían hacerlo de forma contundente y sin perder de vista algo que las favorecería: que el viejo patriarca de los Bernat ya no estaba, y que su joven cadete distaba mucho de atesorar los mismos apoyos que su padre entre los buitres sagrados del valle.

Además, el sargento no parecía ser de los que se preocupaban por lo que pensaba la gente, su aspecto irreverente lo anunciaba a gritos, y eso era bueno. Respiró hondo y apagó el Mac y la impresora. Se dejó caer en el respaldo de la butaca y miró el panel con ojos críticos. Inés le parecía fuera de juego, pues llevaba demasiado tiempo lejos del valle como para meterse en un embrollo como aquél. Y, además, en el entierro le quedó claro que seguía algún tipo de tratamiento, y en esas circunstancias la gente solía despreocuparse por el dinero. Aunque, por otra parte, no había que olvidar que era una Bernat y, bien mirado, resultaba poco probable que se olvidase de la herencia. O tal vez sí. De hecho, su marido, el cardiólogo extranjero, tampoco parecía tener problemas económicos. Miró la línea que señalaba a los arrendatarios de los Bernat. Sólo tenía parte de esa información, pero Dana seguro que podía ayudarla. Lo que no sabía era quiénes mantenían trifulcas con Bernat. También habría que averiguar la raíz de esas disputas y lo que ganaba cada uno con su muerte. Estiró la espalda y oyó un par de crujidos. Necesitaba dormir, pero el panel no la dejaba. Para averiguar todo lo que acababa de enumerar era necesario bastante más que un fin de semana. A no ser que… Kate clavó los ojos en la foto de Santi.

Él era el más favorecido con la muerte de Jaime Bernat, así que las apuestas estaban a su favor. Sin embargo, nadie daría un paso contra él sin pruebas irrevocables sobre su culpabilidad, lo cual la dejaba completamente sola para encontrarlas. En otras circunstancias hubiese podido pedir unos días para ocuparse de ello, pero ahora, con el caso Mendes, ni siquiera podía planteárselo. Y a todo ello se sumaba ese ruido de fondo que seguía entorpeciendo sus pensamientos desde la discusión con Paco. No podía hacer frente a todo a la vez, necesitaba concentrarse en una sola cosa y resolverla. Así que decidió dedicar el fin de semana a Dana, y el lunes centrarse en los Mendes. Durante dos días no iba a pensar ni en Paco ni en Mario. Ni siquiera en el maldito técnico. Tampoco en Bassols. Todos, encerrados en la caja de Pandora hasta el lunes.

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