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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (66 page)

BOOK: Ojos de hielo
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—No, no, no te preocupes por mí. No sé ni cómo he podido pensar que no lo sabías, soy idiota. Y Dana, ¿cómo está?

—Aún no se ha despertado. Puede que le queden lesiones permanentes.

Kate notó que se le anudaba la garganta y carraspeó:

—Bueno, te dejo, que viene el médico.

—Llámame con lo que necesites. Y cuídate, jefa.

—No te olvides de limpiar el dossier. Asegúrate de revisar todos los folios. Ya te llamaré.

Kate se aseguró de haber colgado y cerró con fuerza los ojos. Había olvidado preguntarle algo, pero necesitaba dejar pasar unos segundos. Esperó un poco y volvió a llamarle.

—Lo que sea, jefa, soy un idiota…

Kate sonrió.

—¿Se sabe ya algo sobre lo que tenía que desestimar el juez?

—¿Te refieres a la lista que le dimos a Paco?

—Sí.

—Pues me temo que nuestras expectativas no se van a cumplir. Según lo que me ha llegado del juzgado, no han desestimado nada. Pero el listado oficial aún no ha salido. Y descuida, que esa lista de Paco también se queda en mi mesa.

—Gracias.

—Siempre a tu servicio, jefa.

Al colgar, Kate vio una llamada perdida del sargento, la ignoró y leyó un SMS que acababa de recibir del mismo número. El mensaje rezaba que J. B. estaría a las 13.45 delante del casino de Puigcerdà para ir a la finca de los Herrero y que, si quería ir, fuese puntual y se mentalizase de que tendría que estar calladita.

Kate sonrió, miró la hora y escribió la respuesta. Aún sonreía cuando se la envió. A continuación le mandó un
whatsapp
a Miguel para pedirle que la relevase en el hospital y luego marcó el número del bufete y el de la extensión de Marina.

—Despacho del abogado Farrés.

—Hola, Marina.

El manos libres permanente empezaba a ser un incordio. Kate miró al pasillo y bajó aún más el volumen. Marina permanecía en silencio.

—Veo que no estás muy habladora; seré breve, pues. Dentro de un rato Luis te traerá el expediente de Mario Mendes. Quiero que me informes de las decisiones, avances y cambios que afecten al caso.

—Me parece que te has confundido de extensión. Tu adjunto está en la…, ay, se me ha olvidado, ¡qué pena…!

—Estás bien con Marcos, ¿verdad? Pues para seguir estándolo vas a hacer exactamente lo que te he pedido.

—¿Y si no?

—Sabrá hasta qué punto tu lealtad está con él. Me incomodaría tener que hablarle de nuestra conversación del día de mi ascenso, pero si no me dejas alternativa…

—No me asustas, no puedes convencerle ni demostrarlo.

—No me hará falta intervenir personalmente, sólo recibirá la grabación. No creo que siga contando contigo cuando sepa lo que estabas dispuesta a hacer para ocupar el puesto de Luis.

Al otro lado de la línea, Marina permaneció en silencio.

—¿Con esto estaremos en paz?

—Es probable.

—Entonces dime cómo quieres que lo haga.

—Cada noche me mandas un correo con lo que haya.

—¿Un correo? ¡Ni hablar! No me fío de ti, Salas.

—También quiero estar al tanto de cualquier decisión que tome el juez sobre la desestimación de pruebas. Me da igual cómo me llegue la información. Hoy supongo que sólo tendréis tiempo de poneros al día, empezaremos mañana. Disfruta del caso, querida.

104

Comisaría de Puigcerdà

Magda colgó el teléfono con un golpe y miró el reloj. La una y media y ya no había ni rastro del sargento. Nunca estaba cuando se le requería. Era evidente que le faltaba disciplina y que no sabía mostrar respeto a su superior, a quien se empeñaba en ningunear desde que había llegado. Y esta vez ni siquiera Montserrat sabía dónde se había metido. Ahora que, con lo que acababa de decirle a la secretaria, seguro que la llamaba en cuanto llegase, y entonces le pondría en su sitio de una vez por todas.

Faltaban dos días para la cena del campeonato social del miércoles y Magda no quería tener que repetirle a Vicente que el caso Bernat aún no estaba resuelto. Si el bastón que había encontrado Desclòs tenía huellas de la veterinaria —y eso era más que probable porque lo había encontrado en su finca—, estaba hecho. Al fin y al cabo, que la chica estuviese en el hospital no era relevante, como tampoco que no pudiese declarar. Casi mejor. Dejar pasar un tiempecito haría que la noticia cuajase y luego todo se daría por hecho. El caso era dar una respuesta en breve, y cuando volviese en sí el proceso ya seguiría su curso. Relajó los hombros moviéndolos hacia atrás y luego hacia adelante. Necesitaba un buen masaje y le habían hablado maravillas de la nueva masajista del club. Además, quería ver si los comentarios que había oído en el vestuario sobre su físico le hacían justicia.

Tras dos golpes en la puerta, Montserrat entró con la prensa quincenal. La dejó sobre la mesa y salió sin abrir la boca. Su aviso para el sargento la había dejado tiesa. Bien, de eso se trataba. Magda se apoyó en el respaldo y desdobló el periódico. En seguida localizó lo que buscaba.

En ocasiones, una buena foto en blanco y negro era mucho mejor que una mala en color. En la segunda página del
Regió7
, el periódico más leído en el valle, aparecía un artículo sobre Jaime Bernat, con imagen incluida. Tal como se había hablado con el director, sólo publicarían de él información biográfica, nada sobre las circunstancias de su muerte. A cambio, cuando el caso estuviese resuelto, ella les ofrecería detalles jugosos para sus lectores.

Magda había recibido el artículo hacía un par de días y ya le había dado el visto bueno. Por eso, en lugar de releerlo se centró en las fotos. Por la de Jaime pasó de refilón. En ella Bernat debía de tener unos cincuenta años. Magda pensó que no había cambiado tanto y le pareció increíble que estuviese muerto.

Entonces observó la foto del entierro con los ojos entornados. En el centro sobresalía ella, con el traje de chaqueta ribeteada, al lado de Vicente y algunos miembros de su consistorio. El juez Desclòs destacaba en otro corro con los alcaldes de Pi y de Bellver, ambos con silla en el CRC, y otros miembros destacados de la comunidad. Ella era la única mujer en la foto y, evidentemente, dejaba el pabellón muy alto. En el lado izquierdo salía Santi conversando con dos hombres de su edad y con el caporal Desclòs. Verle allí le produjo cierta irritación, pero no se podía obviar quién era su padre, ni su relación con Santi. Y, por increíble que pareciese, ésas eran su cuna y su lugar en el orden social del valle. Magda estudió a Santi y se preguntó si habría tenido algo que ver en la muerte de su padre. En fin, de todos modos las pruebas y los testigos apuntaban a la veterinaria.

Alejó un poco el periódico y entornó los ojos. Era una foto pésima, con tan poca definición que ni se podía sospechar el color real de sus espectaculares zapatos. Magda recordó las gafas que guardaba en el cajón del escritorio, pero rechazó la idea. En realidad, aún no las necesitaba. Había decidido encargarlas para descansar la vista cuando fue a buscar las de sol y le había dado por probarse algunos modelos de Gucci. Buscó de nuevo sus zapatos en la foto y entrecerró los ojos. No les hacía justicia. Se echó para atrás en la butaca, apoyó los pies en el último cajón entreabierto y dobló el periódico. Volvió a mirar la foto. Los lujosos zapatos le habían recordado la cita del día siguiente con Hans y sus pensamientos ya estaban lejos.

105

Plaza Santa María, Puigcerdà

Parado en la plaza del casino de Puigcerdà, J. B. miraba con atención la pantalla del móvil arrepintiéndose de haber enviado el mensaje a la letrada. Tenía huevos que, además de cargar con ella, tuviese que esperarla un cuarto de hora. Sopló y volvió a leer el SMS. Si era de esas a las que un cuarto de hora no les parecía nada, podía ir preparándose. Miró la hora en el móvil y lo leyó de nuevo. De esperarla, nada. Dentro de quince minutos salía la moto, con paquete o sin él. Quince minutos, y ni uno más. Aparcó en la zona habilitada y dudó si llevarse el casco que le había prestado el caporal Marcos, el único agente extranjero de la comisaría y uno de los pocos que también iban a trabajar en moto. Al final los ató los dos, miró la hora y se dirigió a la sucursal del banco en la que cobraba la nómina. Mari no le había vuelto a llamar y, aunque estaba seguro de que con su empleo en el súper le concederían el préstamo, J. B. sospechaba que el dinero llegaría tarde porque sólo faltaban dos días para ingresar a su madre y no tenía otra forma de reunir la pasta, a no ser que ocurriese un milagro.

La oficina estaba vacía y a punto de cerrar. J. B. se acercó al mostrador y sacó el DNI. Cinco minutos después salía con la sensación de hacerlo por la puerta grande. Tenía una transferencia de 1200 euros de María del Carmen de la Hoz, Mari, en su cuenta. Le había costado no soltar un taco en medio de la silenciosa sucursal cuando comprendió que se trataba de la fianza. Pensó en Correos, en el paquete con las piezas para la OSSA y en si le daba tiempo de recogerlo antes de que llegase la letrada. Pero en cuanto la vio de pie, al lado de la moto, se olvidó del paquete.

A pesar de las enormes gafas de sol, la hermana de Miguel parecía mucho más joven con esa melena ondulada en lugar de la peluca lisa de Barbie que llevaba siempre. Se había puesto una falda negra y la cazadora oscura del día del funeral. J. B. miró a su alrededor. Había poca gente, pero seguro que radio macuto tendría informada a Montserrat de que había montado en su moto a la nieta del ex comisario. Sonrió.

Aceleró el paso al cruzar la rotonda y llegó hasta la moto con el ceño fruncido. Miró la hora delante de ella.

—Veo que eres puntual.

—¿No pretenderás que vaya en moto así? —respondió ella señalando la falda.

J. B. se encogió de hombros y empezó a ponerse el casco.

—Pues… ya te contaré cómo ha ido.

—Ni hablar, tengo el coche en el parking. Vamos en el mío y luego te traigo. De todos modos, tengo que volver al hospital.

J. B. dudó y, al instante, ella tomó el mando y él comprendió su error.

—Vamos —ordenó empezando a andar—, y no dejes los cascos ahí si no quieres que te los quiten.

J. B. miró a su alrededor. El móvil le vibraba en el bolsillo, lo sacó y miró la pantalla. Era Tania. La letrada estaba llegando a la esquina del cine. Rechazó la llamada, desató los cascos y fue tras ella.

106

Finca de los Herrero, Mosoll

La finca de los Herrero era la primera en Mosoll entrando desde la N-152. Se trataba de una casa de piedra, cuadrada y espaciosa, de tres plantas, sólida y serena, con la inusual característica de tener todas las ventanas adornadas con maceteros que rebosaban ciclámenes rojos y blancos. Kate sonrió al verla. Le sorprendía que la casa en la que iban a entrar fuese la casa de las flores que Dana y ella habían admirado siempre. De pequeñas les encantaban y, cuando salían de excursión a caballo, se detenían a comer en los bancos del pequeño claro que separaba justo esa casa del resto del pueblo. Bajo la tenue sonrisa del sol de noviembre, el edificio le recordaba aún más a las enormes casas suizas que habían visto el verano en el que viajaron en InterRail, cuando acabaron primero de carrera y recorrieron solas media Europa. Fue Dana la que comentó cómo se parecían a la de Mosoll, la única del valle con flores en las ventanas todo el año.

Kate aparcó el coche al borde de la carretera y entraron en la finca. Caminaban en silencio. El sargento abrió la puertecilla de la verja y le cedió el paso. Todo permaneció en calma hasta que la puerta se cerró y golpeó el marco de hierro forjado. Entonces oyeron una voz procedente de la parte trasera de la casa. Se miraron y el sargento anunció:

—Somos de la policía.

No hubo respuesta ni movimientos perceptibles y siguieron avanzando hasta la esquina que daba a la trasera. Kate se quitó las gafas de sol. Sentía la necesidad de mostrar respeto por aquellas personas que cuidaban del entorno con tanto esmero. Los restos de un huerto al aire libre separaban la casa del impecable invernadero, donde se movía una figura pequeña que se agachaba y se levantaba como si estuviese plantando algo. Todo tenía un aspecto pulcro y ordenado. Incluso, el huerto estaba rodeado por una pequeña valla de madera bien barnizada, como si con eso pretendiesen restituirle el protagonismo que el invierno le había arrebatado. Alrededor del edificio se extendían un par de metros de piedrecillas blancas hasta el césped de color mortecino a causa del frío. No se distinguía ni una tabla desconchada y el invernadero era un esqueleto de madera completa e impecablemente forrado con un plástico blanco y grueso que dejaba traslucir las formas del interior. Igual que una gran casita de muñecas sin ventanas. Kate nunca había visto la parte trasera de la finca y le pareció que estaba en perfecta armonía con el patio delantero.

Cuando se acercaban al invernadero, la silueta que habían visto moverse se asomó a la puerta. Apareció ante ellos una mujer pequeña con los ojos muy azules y el pelo, casi blanco, recogido en un moño bajo. Llevaba un delantal de cuadritos azules y blancos desgastado pero perfectamente planchado.

Kate pensó que Isabel Herrero era una de esas mujeres a las que uno no necesitaba acercarse para saber que olía a limpio. Sus ojos claros los miraban con una mezcla de curiosidad y desconfianza que hicieron que Kate permaneciese en silencio.

—¿Isabel Herrero? —preguntó J. B.

Ella asintió y frunció el ceño, cosa que provocó un tsunami en las infinitas arrugas de su frente.

—Venimos a verles por el caso Bernat. ¿Está su hermano?

Negó con la cabeza.

—Está en Berga, volverá tarde. Pero nosotros no tenemos nada que ver con esa gente —sentenció despectiva.

—Sabemos que su hermano Manuel tuvo problemas con Jaime Bernat por las tierras del pantano.

Kate le miró sorprendida. ¿Cómo sabía el sargento esos detalles de la vida de los Herrero si apenas hacía una hora que le había informado de los envíos? Seguro que era un farol.

Pero Isabel pareció molestarse.

—Manuel compró esas tierras hace muchos años, y son suyas. No veo qué mal puede haber en eso; uno compra, paga y el terreno es suyo. Eso es así en todas partes, ¿no?

Isabel había ido subiendo el tono y Kate se preguntó cuánto tardaría el sargento en ponerla en su lugar. Pero él continuó hablando con calma.

—No nos interesa saber cómo consiguió su hermano esas tierras. Lo que tratamos de resolver es la muerte de Jaime Bernat.

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