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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Parque Jurásico (10 page)

BOOK: Parque Jurásico
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En ese momento oyeron una explosión sorda, y Grant hizo los papeles a un lado:

—De vuelta al trabajo —dijo.


¡Fuego!

Se produjo una leve vibración y, después, curvas de nivel amarillas cruzaron a través de la pantalla del ordenador. Esta vez la resolución fue perfecta, y Alan Grant tuvo una fugaz visión del esqueleto, muy bien definido, el largo cuello arqueado hacia atrás. Se trataba, de modo incuestionable, de un velocirraptor joven, y parecía hallarse en perfecto…

La pantalla quedó en blanco.

—¡Maldita sea, odio los ordenadores! —comentó Grant, parpadeando bajo el sol—. ¿Qué ha pasado ahora?

—He perdido la entrada del integrador —explicó uno de los muchachos—. Sólo tardaré un minuto.

El muchacho se inclinó para mirar la maraña de cables que iban hasta la parte trasera del ordenador portátil de pilas. Habían colocado el ordenador sobre un cajón de cerveza, en la cima de la Colina Cuatro, no lejos del dispositivo al que llamaban Golpeador.

Grant se sentó en la ladera de la colina y miró su reloj. Le susurró a Ellie:

—Vamos a tener que hacer esto a la antigua.

Uno de los muchachos alcanzó a oírlo y contestó:

—¡Oh, Alan!

—Miren —dijo Grant—, tengo que tomar un avión. Y quiero el fósil protegido antes de irme.

Poca gente entendía que, una vez que se empezaba a exponer un fósil al aire, había que continuar, o arriesgarse a perderlo. Los visitantes imaginaban que el paisaje de las tierras malas era inmutable pero, a decir verdad, se estaba desgastando todo el tiempo, literalmente ante los ojos del observador; durante todo el transcurso del día se podía oír el entrechocamiento de guijarros que caían rodando por la ladera desmenuzada de la colina. Y siempre existía el riesgo de un temporal; hasta un chaparrón breve arrastraría un fósil delicado. Por eso, el esqueleto parcialmente expuesto de Grant estaba en peligro, y había que protegerlo hasta que el paleontólogo volviera.

Por lo común, la protección de los fósiles consistía en tender una tela impermeable sobre el emplazamiento de la excavación y abrir una zanja alrededor del perímetro del emplazamiento, para controlar el drenaje del agua. La cuestión era saber lo grande que debía ser la zanja que precisaba el fósil del velocirraptor. Para decidirlo estaban empleando tomografía sonora con ayuda del ordenador, o CAST. Éste era un nuevo procedimiento, en el que el Golpeador disparaba un balín blando de plomo al suelo, produciendo ondas de choque que el ordenador leía y con las que armaba una especie de imagen radiográfica de la ladera. El grupo de Grant había estado utilizando ese procedimiento durante todo el verano, con distintos resultados.

Ahora, Golpeador se encontraba a seis metros de distancia. Era una gran caja plateada sobre ruedas, con una sombrilla en la parte superior. Parecía un carrito de helados, incongruentemente estacionado en las tierras malas. El Golpeador tenía dos jóvenes asistentes que le estaban cargando el siguiente perdigón blando de plomo.

Hasta entonces, el programa CAST se limitaba a localizar la extensión de los hallazgos, ayudando al equipo de Grant a excavar de manera más eficiente. Pero los muchachos afirmaban que, dentro de unos pocos años, sería posible generar una imagen tan detallada que la excavación sería redundante; se podría obtener una imagen perfecta de los huesos, en tres dimensiones, y prometía un nuevo mundo de arqueología sin excavaciones.

Pero nada de eso había ocurrido aún. Y el equipo, que funcionaba de manera impecable en el laboratorio de la Universidad, demostró ser lastimosamente delicado e inestable en el trabajo de campo.

—¿Cuánto tiempo más? —preguntó Grant.

—Lo tenemos ahora, Alan. No está mal.

Grant fue a mirar la imagen que aparecía en la pantalla del ordenador. Vio el esqueleto completo, trazado en amarillo brillante. Era un espécimen joven, ciertamente. La característica destacada del velocirraptor, la garra de un solo dedo que, en el animal adulto, era un arma curva, de quince centímetros de largo, capaz de abrir en canal la presa, era, en ese bebé, no más grande que la espina de un rosal; a duras penas era visible en la pantalla. Y el velocirraptor era, en cualquier caso, un dinosaurio de complexión ligera, un animal con huesos tan finos como los de un pájaro, y posiblemente de la misma inteligencia.

Aquí el esqueleto aparecía en perfecto orden, salvo que la cabeza y el cuello estaban doblados hacia atrás, hacia la zona posterior del animal. Tal flexión del cuello era tan frecuente en los fósiles, que algunos científicos habían formulado una teoría para explicarla, sugiriendo que los dinosaurios se habían extinguido debido a que se habían envenenado con los alcaloides que se estaban desarrollando en las plantas. Se pensaba que el cuello torcido significaba la agonía mortal de los dinosaurios. Grant, finalmente, había rebatido esa teoría, al demostrar que muchas especies de pájaros y reptiles experimentaban una contracción postmortem de los ligamentos posteriores del cuello, lo que hacía que la cabeza se doblara hacia atrás en forma característica. Nada tenía que ver con la causa de la muerte, tenía que ver con la forma en que el cadáver se secaba al sol.

Por añadidura, Grant observó que el esqueleto también se había torcido en sentido lateral, de modo que la pata y el pie derecho estaban elevados por encima de la columna vertebral.

—Parece algo así como distorsionado —dijo uno de los muchachos—. Pero no creo que sea el ordenador.

—No —dijo Grant—. Sólo es el tiempo. Montones y más montones de tiempo.

Grant sabía que la gente no podía imaginar el tiempo geológico. La vida humana se vivía en una escala temporal por completo diferente. Una manzana se ponía marrón en pocos minutos; los cubiertos de plata se ennegrecían en pocos días. Un montón de abono se descomponía en una estación; un niño crecía en una década. Ninguna de estas experiencias humanas cotidianas preparaba a la gente para que pudiera imaginar el significado de ochenta millones de años, la duración del tiempo que había transcurrido desde la época en que ese animalito vivía.

En el aula, Grant había intentado dar diferentes comparaciones; si se imaginaba que la edad humana de sesenta años se comprimía en un día, entonces un tiempo de ochenta millones de años todavía serían tres mil seiscientos cincuenta y dos años, más que las pirámides. El velocirraptor había estado muerto durante mucho tiempo.

—No tiene la apariencia de ser muy temible —opinó uno de los muchachos.

—No lo era —dijo Grant—. No hasta que creciera, al menos.

Era probable que ese bebé se hubiera alimentado de carroña, comiendo de los cadáveres de presas muertas por los adultos, después de que los animales grandes se hubieran saciado, y que se complacieran en tenderse al sol. Los carnívoros podían consumir tanto como el veinticinco por ciento de su peso corporal en una sola comida, y eso les dejaba luego somnolientos. Los bebés juguetearían y gatearían sobre los cuerpos indulgentes, adormecidos, de los adultos, y pellizcarían bocaditos del animal muerto. Los bebés probablemente eran animales bonitos.

Pero un velocirraptor adulto era algo por completo diferente. Kilogramo por kilogramo, el velocirraptor fue el dinosaurio más depredador de los que existieron. Aunque relativamente pequeño, unos noventa kilogramos, el tamaño de un leopardo, el velocirraptor era rápido, inteligente y valiente, capaz de atacar con mandíbulas afiladas, antebrazos dotados de garras poderosas y la devastadora garra única de la pata.

Esos animales cazaban en manadas, y Grant pensaba que debió de haber sido todo un espectáculo ver una docena de velocirraptores corriendo a toda velocidad, saltando sobre el lomo de un dinosaurio mucho más grande, despedazando el cuello y cortando, como con un cuchillo, a la altura de las costillas y del vientre…

—Se nos acaba el tiempo —anunció Ellie, devolviéndole a la realidad.

Grant dio instrucciones para hacer la zanja. Por la imagen que les daba el ordenador, sabían que el esqueleto yacía en una zona relativamente limitada, una zanja que rodeara un cuadrado de dos metros sería suficiente. Mientras tanto, Ellie dejó caer con fuerza la tela impermeable que cubría la ladera de la colina. Grant la ayudó a colocar las estacas finales.

—¿Cómo murió el bebé? —preguntó uno de los muchachos.

—Dudo que lo sepamos —repuso Grant—. La mortandad infantil en estado silvestre es alta. En los parques africanos alcanza el setenta por ciento entre algunos carnívoros. Pudo haber sido cualquier cosa: enfermedad, separación del grupo, cualquier cosa. O hasta pudo atacarle un adulto. Sabemos que estos animales cazaban en manada, pero no sabemos nada sobre su conducta social en un grupo.

Los alumnos asintieron con la cabeza. Todos habían estudiado conducta animal y sabían que, por ejemplo, cuando un nuevo macho se apoderaba de la jefatura de una manada de leones, lo primero que hacía era matar a todos los cachorros. Aparentemente, el motivo era de orden genético; el macho había evolucionado para diseminar sus genes de la forma más amplia posible y, al matar los cachorros, ponía a todas las hembras en celo, para poder fecundarlas. También evitaba que las hembras perdieran el tiempo criando la prole de otro macho.

Quizá la manada de caza de los velocirraptores también estaba regida por un macho dominante. ¡Sabían tan poco sobre los dinosaurios!, pensaba Grant. Después de ciento cincuenta años de investigaciones y excavaciones por todo el mundo, todavía no sabían casi nada sobre cómo habían sido realmente.

—Tenemos que irnos —dijo Ellie—, si queremos llegar a Choteau a eso de las cinco.

Hammond

La secretaria de Gennaro entró presurosa con una maleta nueva. Todavía llevaba las etiquetas.

—Sabe, señor Gennaro —dijo la mujer con severidad—, cuando olvida hacer la maleta eso me hace pensar que en realidad no quiere hacer este viaje.

—Quizá tenga razón —dijo Gennaro—, me voy a perder el cumpleaños de mi hija.

El sábado era el cumpleaños de Amanda, y Elizabeth había invitado a veinticuatro gritones de cuatro años de edad para celebrarlo, así como a Sombrerito el Payaso y a un mago. Su esposa no se había mostrado feliz al enterarse de que Gennaro salía de la ciudad. Tampoco Amanda.

—Bueno, lo he hecho lo mejor que he podido, dado el poco tiempo —dijo la secretaria—. Hay zapatillas de su número, shorts, camisas color caqui y las cosas de afeitarse. Un par de vaqueros y una camiseta, por si hace frío. El coche está abajo, para llevarle al aeropuerto. Tiene que irse ahora para alcanzar el vuelo.

La secretaria salió. Gennaro se fue caminando por el pasillo, arrancando las etiquetas de la maleta. Cuando pasó frente a la sala de conferencias, con las paredes íntegramente hechas de vidrio, Dan Ross dejó la mesa y salió:

—Que tenga buen viaje —dijo Ross—. Pero seamos muy claros en una sola cosa, no sé hasta qué punto es mala la situación en realidad, Donald, pero si hay algún problema en esa isla quiero que no deje piedra sobre piedra.

—Jesús, Dan… Estamos hablando de una gran inversión.

—No vacile. No piense en eso. Simplemente hágalo, ¿me entiende?

Gennaro asintió con la cabeza:

—Le entiendo, pero Hammond…

—¡A la mierda con Hammond! —dijo Ross.

—Querido muchacho, querido muchacho —dijo la familiar voz chirriante—. ¿Cómo le va, muchacho?

—Muy bien, señor —contestó Gennaro. Se reclinó en el asiento de cuero acolchado del reactor
Gulfstream II
, mientras la máquina volaba hacia el Este, hacia las Rocosas.

—Ya no me llama —dijo Hammond, con tono de reproche—. Lo extrañé, Donald. ¿Cómo está su encantadora esposa?

—Está bien. Elizabeth está bien. Ahora tenemos una niña.

—Maravilloso, maravilloso. ¡Los niños son una delicia tan grande! A la suya le encantará nuestro nuevo parque de Costa Rica.

Gennaro había olvidado lo bajo que era Hammond. Instalado en el asiento, los pies no tocaban el suelo alfombrado; hacía oscilar las piernas cuando hablaba. En ese hombre había algo que impresionaba como infantil, aun cuando Hammond ahora debía de tener… ¿cuánto?, ¿setenta y cinco? ¿Setenta y seis? Algo así. Parecía más viejo de lo que Gennaro lo recordaba pero, claro, Gennaro no le había visto desde hacía casi cinco años. Desde los días en los que estaban buscando fondos para «InGen», los días a los que Gennaro solía llamar de la «Cartera del paquidermo».

Hammond era aparatoso, un histrión nato y, en 1983, tenía un elefante que llevaba consigo en una jaulita. El elefante medía veintitrés centímetros de alto y treinta de largo y estaba perfectamente formado, salvo por los colmillos, que estaban atrofiados. Hammond llevaba el elefante a las reuniones que se hacían para obtener fondos. Por lo común, Gennaro le llevaba a la sala de reunión con la jaula cubierta con una mantita, como si fuese un cubreteteras, y Hammond pronunciaba su discurso de siempre, en el que hablaba de las perspectivas para desarrollar lo que él denominaba «productos biológicos de consumo». Entonces, en el momento crucial, con un rápido movimiento, quitaba la manta para exponer el elefante. Y solicitaba el dinero.

El elefante siempre era un éxito tremendo. Su diminuto cuerpo, apenas más grande que el de un gato, era la promesa de maravillas inimaginables que habrían de salir del laboratorio de Norman Atherton, el genetista de Stanford socio de Hammond en esa nueva empresa.

Pero, cuando Hammond hablaba del elefante, dejaba mucho sin decir. Por ejemplo, que estaba iniciando una compañía dedicada a la ingeniería genética, pero que al diminuto elefante no lo había obtenido siguiendo procedimiento genético alguno; Atherton se había limitado a tomar el embrión de un elefante enano y lo había criado en un útero artificial, con modificaciones hormonales. Eso, en sí mismo, era todo un logro, pero no lo que Hammond daba a entender que se había hecho. Atherton tampoco había conseguido otro elefante en miniatura, aunque lo había intentado. En primer lugar, todos los que veían el elefante querían uno. Algo más, el animalito era demasiado propenso a resfriarse, en especial durante el invierno. Los estornudos que llegaban a través de la trompita llenaban de pavor a Hammond. Y, en ocasiones, al elefante se le trababan los colmillos entre las barras de la jaula y bufaba, irritado, tratando de zafarse; a veces contraía infecciones alrededor de la línea de nacimiento de los colmillos. A Hammond siempre le preocupaba que su elefante muriera antes de que Atherton pudiera conseguir un sustituto.

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