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Authors: Frans de Waal

Tags: #Divulgación cientifica, Ensayo

Primates y filósofos (3 page)

BOOK: Primates y filósofos
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Homo homini lupus
(«El hombre es un lobo para el hombre») es un antiguo proverbio romano que popularizó Thomas Hobbes. Aun cuando su tesis básica impregna buena parte del derecho, la economía y las ciencias políticas, el proverbio encierra dos grandes errores. En primer lugar, no hace justicia a los cánidos, que son unos de los animales más gregarios y cooperativos del planeta (Schleidt y Shalter, 2003). Y lo que es aún peor, el proverbio niega la naturaleza intrínsecamente social de nuestra propia especie.

La teoría del contrato social, y con ella la civilización occidental, parece imbuida de la suposición de que somos criaturas asocíales, incluso malvadas, en lugar del
zoon politikon
que Aristóteles vio en nosotros. Hobbes rechazó explícitamente la idea aristotélica cuando propuso que al principio nuestros antepasados eran autónomos y combativos y establecieron la vida comunitaria sólo cuando el coste de los conflictos se volvió insoportable. Según Hobbes, la vida social nunca llegó a nosotros de forma natural. La consideraba un paso que dimos a regañadientes y «sólo mediante un pacto, lo cual es artificial» (Hobbes, 1991 [1651], pág. 120). En fecha más reciente, Rawls (1972) propuso una versión más moderada de la misma idea al añadir que el paso de la humanidad hacia la socialidad dependía de que se dieran condiciones de justicia, es decir, de la posibilidad de una cooperación mutuamente beneficiosa entre iguales.

Estas ideas sobre el origen de la sociedad bien ordenada siguen estando muy extendidas, incluso pese a la suposición subyacente de que es insostenible, a la luz de lo que sabemos acerca de la evolución de nuestra especie, una decisión racional por criaturas intrínsecamente asociales. Hobbes y Rawls crean la ilusión de una sociedad humana que responde a un acuerdo voluntario con reglas autoimpuestas consentidas por agentes libres e iguales. Sin embargo, nunca hubo un momento en el que devinimos sociales: descendemos de ancestros altamente sociales —un largo linaje de monos y simios— y siempre hemos vivido en grupo. Nunca ha existido la gente libre e igual. Los humanos empezamos siendo —si es que se puede distinguir un punto de partida— seres interdependientes, unidos y desiguales. Procedemos de un largo linaje de animales jerárquicos para los que la vida en grupo no es una opción, sino una estrategia de supervivencia. Cualquier zoólogo clasificaría nuestra especie como
obligatoriamente gregaria
.

Tener compañeros ofrece unas ventajas inmensas a la hora de localizar alimento y evitar a los predadores (Wrangham, 1980; Van Schaik, 1983). En tanto que los individuos con una orientación grupal dejan más descendencia que aquellos con tendencias menos sociales (por ejemplo, Silk y otros, 2003), la socialidad se ha vuelto cada vez más arraigada en la biología y psicología de los primates. Por tanto, de haberse tomado cualquier decisión de crear sociedades, el mérito debería atribuirse a la madre naturaleza y no a nosotros mismos.

No pretendemos con esto rechazar el valor heurístico de la «postura original» de Rawls como una forma de hacernos reflexionar sobre el tipo de sociedad en la que nos
gustaría vivir
. Su postura original se refiere a una «situación puramente hipotética caracterizada para llegar a determinadas concepciones de justicia» (Rawls, 1972, pág. 12). Pero incluso si no aceptamos la postura original al pie de la letra, y sólo la adoptamos por el bien de la argumentación, sigue distrayendo del argumento más pertinente que deberíamos estar persiguiendo, que es cómo hemos llegado a ser lo que somos. ¿Qué partes de la naturaleza humana nos han conducido hasta aquí, y cómo han determinado esas partes la evolución? Al abordar un pasado real y no hipotético, estas cuestiones nos acercan a la verdad, que es que somos profundamente sociales.

Un buen ejemplo de la naturaleza plenamente social de nuestra especie es que, después de la pena de muerte, el castigo más extremo que podemos concebir es el confinamiento en solitario. Y esto es así, sin duda, porque no hemos nacido para solitarios. Nuestros cuerpos y nuestras mentes no están diseñados para vivir en ausencia de otros. Nos deprimimos sin apoyo social: nuestra salud se déteriora. En un experimento reciente, los voluntarios sanos que se expusieron deliberadamente a un virus del resfriado y la gripe enfermaban con más facilidad si tenían pocos amigos y familiares a su alrededor (Cohén y otros, 1997). Aunque las mujeres comprenden de forma natural la primacía de la conexión con los demás —quizá porque durante 180 millones de años las hembras mamíferas con tendencias que priman el cuidado de los otros se han reproducido más que las que no tenían tales tendencias—, lo mismo se puede aplicar a los hombres. En la sociedad moderna no hay una forma más eficaz de que los hombres amplíen su horizonte de vida que casarse y permanecer casados: incrementa su esperanza de vida más allá de los 65 años entre un 65 y un 90 % (Taylor, 2002).

Nuestra naturaleza social es tan evidente que no sería necesario insistir en este aspecto de no ser por su notoria ausencia de explicaciones sobre el origen de nuestra especie en las disciplinas del derecho, la economía y la ciencia política. La tendencia occidental a ver las emociones como signo de debilidad y los vínculos sociales como algo caótico ha hecho que los teóricos recurran a la cognición como la guía predilecta del comportamiento humano. Celebramos la racionalidad. Y lo hacemos pese a que las investigaciones psicológicas sugieren la primacía del afecto: es decir, que el comportamiento humano deriva ante todo de juicios emocionales rápidos y automatizados, y sólo secundariamente de procesos conscientes más lentos (por ejemplo, Zajonc, 1980, 1984; Bargh y Chartrand, 1999).

Por desgracia, el énfasis en la autonomía individual y la racionalidad, y el correspondiente descuido de las emociones y el afecto, no se limita a las humanidades y las ciencias sociales. También en la biología evolutiva hay quien ha adoptado la idea de que somos una especie autoinventada. Se ha avivado un debate paralelo que enfrenta la razón y la emoción con respecto al origen de la moralidad, un rasgo distintivo de la sociedad humana. Una corriente de pensamiento considera que la moralidad es una innovación cultural conseguida únicamente por nuestra especie. Esta corriente no considera las tendencias morales como algo perteneciente a la naturaleza humana. Sostiene que nuestros ancestros se volvieron morales por elección. La segunda corriente, por el contrario, considera que la moralidad es prolongación directa de los instintos sociales que compartimos con otros animales. Según esta última, ni la moralidad nos pertenece en exclusiva, ni es una decisión consciente adoptada en un momento temporal concreto: es el producto de la evolución social.

El primer punto de vista presupone que, en el fondo, no somos verdaderamente morales. Considera que la moralidad es un revestimiento cultural, una fina capa que oculta una naturaleza egoísta y brutal. Hasta fecha reciente, éste era el enfoque dominante de la moralidad en la biología evolutiva, así como entre los divulgadores científicos que han popularizado este campo. Utilizaré la expresión «teoría de la capa» para designar estas ideas, cuyo origen se debe a Thomas Henry Huxley (aunque obviamente se remontan mucho más allá en la filosofía y la religión occidentales, hasta llegar a la noción del pecado original). Tras abordar estas ideas, examino el punto de vista, bastante diferente, de Charles Darwin sobre una moralidad fruto de la evolución, inspirado por el Siglo de las Luces escocés. Analizo a continuación las ideas de Mencio y Westermarck, que coinciden con las de Darwin.

Dadas estas opiniones contrarias sobre la continuidad frente a la discontinuidad respecto de otros animales, me basaré en un estudio anterior (De Waal, 1996) en el que presto una atención especial a la conducta de los primates no humanos para explicar por qué creo que los fundamentos de la moralidad son antiguos desde el punto de vista evolutivo.

L
A TEORÍA DE LA CAPA

En 1893, ante un numeroso público en Oxford, Inglaterra, Huxley reconcilió públicamente su sombría visión del mundo natural con la amabilidad que encontraba ocasionalmente en la sociedad humana. Huxley era plenamente consciente de que las leyes del mundo físico son inalterables. Sin embargo, creía que era posible mitigar y modificar su impacto en la existencia humana si la gente mantenía a la naturaleza bajo control. Así, Huxley comparó a los humanos con un jardinero que tiene muchas dificultades para impedir que las malas hierbas se apoderen de su jardín. Consideraba que la ética humana constituye una victoria sobre un proceso evolutivo ingobernable y terriblemente desagradable (Huxley, 1989 [1894]).

Se trataba de una postura asombrosa por dos razones. En primer lugar, ponía freno deliberadamente a la capacidad explicativa de la evolución. Dado que para muchos la moralidad es la esencia del ser humano, Huxley en realidad estaba diciendo que lo que nos hace humanos no podía ser abarcado por la teoría evolutiva. Sólo podemos devenir morales oponiéndonos a nuestra propia naturaleza. Fue una batida en retirada inexplicable en alguien que se había granjeado la fama de ser el «el
bulldog
de Darwin» por su implacable defensa de la evolución. En segundo lugar, Huxley no daba la menor pista sobre de dónde podría haber sacado la humanidad la voluntad y la fuerza para derrotar a las fuerzas de su propia naturaleza. Si en realidad somos competidores natos a los que no les preocupan los sentimientos de los demás, ¿cómo es que decidimos transformarnos en ciudadanos ejemplares? ¿Pueden las personas mantener un comportamiento atípico a lo largo de varias generaciones, como si de repente un banco de pirañas decidiera volverse vegetariano? ¿Cuán profundo puede ser un cambio de este tipo? ¿No nos convertiría esto en lobos con piel de cordero: amables por fuera y malvados por dentro?

Ésta fue la única vez en que Huxley rompió con Darwin. Como señala el biógrafo de Huxley, Adrián Desmond (1994, pág. 599): «Huxley estaba forzando su Arca ética contra la corriente darwinista que tan lejos le había permitido llegar». Dos décadas antes, Darwin había incluido de manera inequívoca la moralidad en la naturaleza humana en
El origen del hombre
(1982 [1871]). Se ha achacado el alejamiento de Huxley al sufrimiento que le causó la cruel mano de la naturaleza, que le arrebató la vida de su amada hija, así como a su necesidad de hacer que el despiadado cosmos darwinista resultara aceptable para el público. Al haber descrito la naturaleza como un ente implacablemente cruel y salvaje, sólo podía mantener esta postura si desplazaba la ética humana y la presentaba como una innovación independiente (Desmond, 1994). En resumen, Huxley se había puesto a sí mismo en aprietos.

El curioso dualismo de Huxley, que opone moralidad y naturaleza y humanidad frente a los demás animales, recibiría una inyección de respetabilidad gracias a los escritos de Sigmund Freud, que se basaban en los contrastes entre el consciente y el inconsciente, el ego y el superego, el Amor y la Muerte, etc. Como ocurría en el ejemplo del jardinero y el jardín de Huxley, Freud no sólo dividía el mundo en dos mitades simétricas, veía luchas por todas partes. Explicaba el tabú del incesto y otras restricciones morales como resultado de una violenta ruptura con la vida sexual espontánea de la horda primitiva, que culminaba en el sacrificio colectivo de un padre despótico a manos de sus hijos (Freud, 1962 [1913]). Dejaba que la civilización surgiera de la renuncia a los instintos, el control sobre las fuerzas de la naturaleza y la construcción de un superego cultural (Freud, 1961 [1930]).

El heroico combate de la humanidad contra las fuerzas que intentan hacerla fracasar sigue siendo en la actualidad un tema dominante en la biología, como ilustran las citas de seguidores de Huxley. Al declarar la ética como corte radical con la biología, Williams escribió sobre las miserias de la naturaleza, idea que culmina con la afirmación de que la moralidad humana es un mero producto accidental del proceso evolutivo: «Pienso que la moralidad es una cualidad accidental producida, en su estupidez sin límites, por un proceso biológico que normalmente se opone a la expresión de dicha cualidad» (Williams, 1988, pág. 438).

Después de haber explicado que nuestros genes saben lo que es mejor para nosotros y programan cada pequeño engranaje de la máquina de supervivencia humana, Dawkins esperó hasta la última frase de
El gen egoísta
para asegurarnos que, en realidad, podemos tirar todos esos genes por la ventana: «Somos los únicos habitantes de la Tierra que pueden rebelarse contra la tiranía de los replicadores egoístas» (Dawkins, 1976, pág. 215). La ruptura con la naturaleza es evidente en esta afirmación, como lo es la singularidad de nuestra especie. Más recientemente, Dawkins (1996) ha afirmado que somos «más buenos de lo que a nuestros genes egoístas les gustaría» y ha respaldado de forma explícita a Huxley: «Lo que estoy diciendo, al igual que muchas otras personas, entre ellos T. H. Huxley, es que tenemos derecho a expulsar el darwinismo de nuestra vida política y social, a decir que no queremos vivir en un mundo darwiniano» (Roes, 1997, pág. 3; también Dawkins, 2003).

Darwin debe estar retorciéndose en su tumba, porque el «mundo darwiniano» del que aquí se habla dista mucho del que él mismo imaginó (véase más abajo). Lo que falta en estas afirmaciones es alguna explicación sobre cómo podemos llegar a negar unos genes que esos mismos autores han descrito en otras ocasiones como todopoderosos. Como en el caso de las ideas de Hobbes, Huxley y Freud, se trata de un pensamiento por entero dualista: en lugar de un todo bien integrado, somos parte naturaleza, parte cultura. La moralidad humana se presenta como una fina corteza bajo la cual bullen pasiones antisociales, amorales y egoístas. Esta idea de la moralidad como una capa la resume bien el famoso comentario sarcástico de Ghiselin: «Arañe a un “altruista” y verá cómo sangra un “hipócrita”» (Ghiselin, 1974, pág. 247; figura 1).

Desde entonces, son muchos los divulgadores científicos que han popularizado la teoría de la capa, ente ellos Wright (1994), quien incluso llegó a afirmar que en los corazones y almas de las personas no existe la virtud y que nuestra especie es potencial pero no naturalmente moral.

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