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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (39 page)

BOOK: Relatos africanos
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Luego se fueron.

–Diles que está terminado –dijo Michele–. Diles que me quiero ir.

–No –contestó el capitán–. No, Michele. ¿Qué harías si tu mujer...?

–El mundo es un buen lugar. Deberíamos ser felices... Eso es todo.

–Michele...

–Me quiero ir. No hay nada que hacer. Me pagaron ayer.

–Siéntate, Michele. Dentro de tres días se terminará todo.

–Entonces, voy a pintar el interior de la iglesia como pinté la del campo de prisioneros.

El capitán se tumbó en unas tablas y se quedó dormido. Cuando se despertó, Michele estaba rodeado de los mismos botes de pintura que había usado para pintar el exterior del pueblo. Justo delante del capitán había un retrato de una chica negra. Era joven y rolliza. Llevaba un vestido azul estampado por el que asomaban los hombros, suaves y desnudos. A su espalda había un bebé sostenido por una cinta de tela roja. Tenía el rostro vuelto hacia el capitán y le sonreía.

–Es Nadya –dijo el capitán–. Nadya... –gruñó en voz alta.

Miró el niño negro y luego cerró los ojos. Los volvió a abrir y la madre y el niño seguían ahí. Michele estaba trazando con mucho cuidado unos círculos amarillos en torno a las cabezas de la mujer negra y su hijo.

–Por el amor de Dios –dijo el capitán–. No puedes hacer eso.

–¿Por qué no?

–No puedes pintar una madonna negra.

–Era una campesina. Ésta es una campesina. Una madonna campesina negra para un país de negros.

–Es un pueblo alemán –explicó el capitán.

–Ésta es mi madonna –dijo Michele, enfadado–. Vuestro pueblo alemán y mi madonna. He pintado ese retrato como una ofrenda a la madonna. Y le gusta... Siento que le gusta.

El capitán se volvió a tumbar. Se encontraba mal. Se durmió otra vez. Al despertarse por segunda vez ya era de noche. Michele había llevado una reluciente lámpara de parafina y seguía trabajando en la pared con su luz. Había una botella de brandy a su lado. Siguió pintando hasta la medianoche y el capitán se quedó tumbado, de lado, mirándolo, tan pasivo como el hombre que sufre una pesadilla. Luego se acostaron los dos sobre las tablas. Durante todo el día siguiente Michele siguió pintando madonnas negras, santos negros, ángeles negros. Fuera, las tropas practicaban a la luz del sol, las bandas tocaban su música y los motociclistas rugían arriba y abajo. Pero Michele seguía pintando, borracho y olvidadizo. El capitán permanecía tumbado boca arriba, murmurando sobre su mujer. Luego decía: «Nadya, Nadya» y rompía a sollozar.

Al caer la noche se fueron las tropas. Los oficiales volvieron y el capitán se fue con ellos para mostrarles cómo cobraba existencia el pueblo cuando se encendían las luces del otro lado del campo de desfile. Se quedaron todos mirando el pueblo en silencio. Al apagar las luces no se veían más que altas tablas angulares inclinadas como las piedras de las tumbas a la luz de la luna. Encendían las luces... y ahí estaba el pueblo. Guardaron silencio, como si tuvieran alguna sospecha. Igual que el capitán, parecían tener la sensación de que aquello no estaba bien. Injusto, ésa era la palabra. Era trampa. Y profundamente inquietante.

–Muy listo ese italiano suyo –dijo el general.

El capitán, que hasta ese momento se había comportado con una inexpresiva corrección, se acercó corriendo de pronto al general y, para conservar el equilibrio, le apoyó una mano en sus augustos hombros.

–Malditos italianos –dijo–. Malditos africanos. Malditos... Le diré una cosa, hay un italiano que sí vale para algo. Sí, lo hay. Lo que yo le diga. De hecho, es amigo mío.

El general lo miró. Luego asintió en dirección a sus subordinados. Se llevaron al capitán por una cuestión disciplinaria. De todas formas, decidieron que debía de estar enfermo, pues de ningún otro modo se explicaba su comportamiento. Lo metieron en la cama, en su propia habitación, y una enfermera se ocupó de él.

Se despertó veinticuatro horas después, sobrio por primera vez en varias semanas. Recordó lentamente lo que había ocurrido. Luego saltó de la cama y se apresuró a vestirse. La enfermera apenas tuvo tiempo de verlo salir corriendo por el camino y meterse de un salto en su camión.

Circuló a toda velocidad hasta la zona del desfile, tan inundada de luz que el pueblo no existía. Estaba todo abarrotado. Había tres filas de coches aparcados en torno a la plaza, con gente subida a los estribos, e incluso a los techos. En la tribuna no cabía un alma. Mujeres vestidas de gitanas, campesinas, damas como cortesanas isabelinas y demás, deambulaban con bandejas de cerveza de jengibre y salchichas y programas de cinco chelines para recaudar ayudas para la guerra. En la plaza se desplegaban las tropas, al tiempo que trasladaban arriba y abajo sus obsoletas ametralladoras, las bandas tocaban y los motociclistas rugían entre llamas.

Mientras el capitán aparcaba el camión cesó toda esa actividad y se apagaron las luces. El capitán echó a correr por la parte exterior de la plaza para llegar al lugar donde estaban camufladas las armas entre un amasijo de redes y ramas. Jadeaba de tanto esfuerzo. Era un hombre grande, poco acostumbrado al ejercicio y empapado de brandy. Tenía una sola idea en la mente: impedir que las armas disparasen, impedirlo al precio que fuera.

Por suerte, parece que había alguna complicación. Las luces seguían apagadas. Aquel excéntrico cementerio al otro lado de la plaza brillaba, blanco, bajo la luz de la luna. Entonces se encendieron las luces brevemente y el pueblo apareció apenas el tiempo suficiente para que se vieran las cruces rojas pintadas en la pared blanca del edificio contiguo a la iglesia. La luz de la luna lo invadió todo de nuevo y las cruces desaparecieron. «Maldito loco», sollozó el capitán, y siguió corriendo como si se jugara la vida. Ya no intentaba llegar a las armas. Ahora atajaba por un rincón de la plaza, directamente hacia la iglesia. Oyó las maldiciones de algunos oficiales a sus espaldas:

–¿Quién ha puesto ahí esas cruces rojas? ¿Quién? No podemos disparar a la Cruz Roja.

El capitán llegó a la iglesia en el momento en que se encendían los focos. Dentro, Michele estaba arrodillado en el suelo mirando a su primera madonna.

–Van a matar a mi madonna –dijo, abatido.

–Vamos, Michele, vayámonos de aquí.

El capitán lo cogió por un brazo y tiró de él. Michele se retorció para liberarse y cogió una sierra. Empezó a golpear la tabla del techo. Fuera reinaba un silencio letal. Oyeron una voz que retumbaba por los altavoces:

–El pueblo que vamos a bombardear es un pueblo inglés, no alemán como se dice en el programa. Recuerden, el pueblo que vamos a bombardear es...

Michele había recortado dos lados de un rectángulo en torno a la Madonna.

–Michelle –sollozó el capitán–. Sal de aquí.

Michele soltó la sierra, agarró los bordes afilados de la tabla y tiró de ellos. La iglesia empezó a temblar y se inclinó. Un pedazo irregular de tabla se desencajó y Michele se tambaleó hacia atrás y cayó en brazos del capitán. Sonó un rugido. La iglesia parecía disolverse en llamas en torno a ellos. Luego se alejaron corriendo. El capitán llevaba del brazo a Michele.

–¡Abajo! –le gritó de pronto, y lo empujó al suelo.

Luego se tiró encima de él. Tapándose la cara con un brazo, pero dejando un resquicio por el codo para mirar, oyó la explosión, vio la gran columna de humo y llamas y el pueblo se desintegró en una masa de escombros. Michele estaba de rodillas, mirando a su madonna a la luz de las llamas. Estaba cubierta de polvo, irreconocible. Él tenía un aspecto terrible, muy pálido, y le goteaba un hilillo de sangre del pelo hacia una mejilla.

–Han bombardeado a mi madonna –dijo.

–Bah, maldita sea, ya pintarás otra –contestó el capitán.

Su propia voz le sonaba extraña, como si procediera de un sueño. Sin duda se había vuelto loco, tanto como el mismo Michele. Se levantó, puso en pie a Michele y lo hizo andar hacia el borde del desfile. Allí los recogió el personal de una ambulancia. Se llevaron a Michele al hospital y al capitán lo enviaron de nuevo a la cama.

Pasó una semana. El capitán estaba en una habitación a oscuras. Estaba claro que padecía alguna clase de crisis nerviosa y le habían adjudicado dos enfermeras. A ratos guardaba silencio. A ratos murmuraba. A veces cantaba con voz grave y torpe fragmentos de ópera, trozos de canciones italianas y, una y otra vez, Hay un largo, largo camino. No pensaba en nada. Rehuía pensar en Michele, como si fuera peligroso. Por eso, cuando una alegre voz femenina le anunció que había ido a verlo un amigo para animarlo y que le iría muy bien un poco de compañía, cuando vio que se acercaba a él una venda blanca en medio de la penumbra, se dio la vuelta bruscamente y se quedó de costado, de cara a la pared.

–Vete –dijo–. Vete, Michele.

–He venido a verte –contestó éste–. Te he traído un regalo.

El capitán se dio la vuelta lentamente. Ahí estaba Michele, un alegre fantasma en medio de la habitación oscura.

–Estás loco –le dijo–. Lo estropeaste todo. ¿Por qué pintaste esas cruces rojas?

–Era un hospital –dijo Michele–. En todos los pueblos hay un hospital, y en el hospital una Cruz Roja, una hermosa Cruz Roja, ¿no?

–Casi me hacen un consejo de guerra.

–Fue culpa mía –dijo Michele–. Estaba borracho.

–Yo era el responsable.

–¿Cómo ibas a ser tú responsable si lo hice yo? Bueno, pero ya se acabó. ¿Estás mejor?

–En fin, supongo que esas cruces te salvaron la vida.

–No se me ocurrió –dijo Michele–. Me acordé de la bondad de la gente de la Cruz Roja cuando éramos prisioneros.

–Ah, cállate, cállate, cállate.

–Te he traído un regalo.

El capitán escudriñó en la oscuridad. Michele sostenía una pintura. Era una nativa con un niño a la espalda, sonriendo de costado.

Michele dijo:

–No te gustaban los halos. Así que esta vez, no hay halos. Para el capitán..., no es una madonna. –Se rió–. ¿Te gusta? Es para ti. La he pintado para ti.

–Maldito seas –dijo el capitán.

–¿No te gusta? –preguntó Michele, muy ofendido.

El capitán cerró los ojos.

–¿Y qué vas a hacer ahora? –preguntó, cansado.

Michele se volvió a reír.

–La señora Pannehurst, la mujer del general, quiere que la retrate con un vestido blanco. Así que la voy a retratar.

–Deberías sentirte orgulloso.

–Es idiota. Se cree que soy bueno. No saben nada estos salvajes. Bárbaros. Te digo una cosa, capitán; tú eres mi amigo, pero esa gente no sabe nada.

El capitán guardó silencio. Lo estaba invadiendo la furia. Pensó en la mujer del general. No le caía bien, pero la había tratado bastante.

–Esa gente... –dijo Michele–. No saben distinguir un buen cuadro de uno malo. Yo pinto. Pinto así, asá... Ahí está el cuadro. Lo miro y me río por dentro. –Michele rió en voz alta–. Ellos dicen «éste es un Michelangelo» y pretenden regatearme el precio. Michele, Michelangelo, menudo chiste, ¿no?

El capitán no dijo nada.

–En cambio, a ti te he pintado este cuadro para que recuerdes los buenos tiempos del pueblo. Eres mi amigo, siempre me acordaré de ti.

El capitán miró de soslayo y se fijó en la mujer negra. Su sonrisa era medio ingenua, medio maliciosa.

–Vete –dijo de pronto.

Michele se acercó más y se agachó para ver el rostro del capitán.

–¿Quieres que me vaya? –Sonaba desgraciado–. Me salvaste la vida. Esa noche me porté como un tonto. Pero es que estaba pensando en mi ofrenda a la madonna... Como un tonto, yo mismo te lo digo. Estaba borracho y cuando estamos borrachos somos como tontos.

–Que te vayas –insistió el capitán.

La venda blanca permaneció inmóvil un momento. Luego se inclinó en una reverencia.

Michele se volvió hacia la puerta.

–Y llévate ese maldito cuadro.

Silencio. Luego, en la penumbra, el capitán vio que Michele cogía el cuadro, agachando la cabeza en actitud de profunda obediencia. Después estiró el cuerpo y se puso firme, sosteniendo la pintura en un brazo y con el otro rígido, paralelo al cuerpo. Al fin le dirigió un saludo militar.

–Sí, señor –dijo.

Se dio la vuelta y se encaminó a la puerta con su cuadro.

El capitán se quedó quieto. Sentía... ¿qué sentía? Un dolor bajo las costillas. Le costaba respirar. Se dio cuenta de que era desdichado. Sí, una terrible desdicha lo estaba invadiendo lenta, muy lentamente. Era desdichado porque Michele se había ido. Nada había herido tanto al capitán en toda su vida como aquel burlón «sí, señor». Nada. Se encaró hacia la pared y lloró. Pero en silencio. No se le escapó ni un sonido por temor a que lo oyeran las enfermeras.

Traidoras

(Traitors)

Habíamos descubierto la casa de los Thompson mucho antes de su primera visita.

Por detrás de nuestra casa, la tierra trazaba una pendiente hasta el principio del monte, una extensión de parras trepadoras de calabazas, montones de tierra cenicienta en la que brotaban papayos y cuerdas de colada tendida, que el viento solía sacudir y palmotear. El monte era denso y aterrador, y la maleza crecía más que un hombre alto. No había ni un sendero.

Cuando nos aburrimos de aquella extensión de tierra familiar, exploramos el resto de la granja; pero siempre evitábamos aquella zona de monte. A veces nos quedábamos al borde y mirábamos entre los afloramientos de granito y los enormes hormigueros cubiertos de helechos. A veces nos abríamos paso, apenas unos pocos metros, hasta que se cerraba la maleza a nuestras espaldas, dejando tan sólo un mínimo espacio azul sobre nuestras cabezas. Entonces enloquecíamos y salíamos corriendo.

Más adelante, cuando nos dieron el primer rifle y adquirimos una nueva sensación de valentía, nos dimos cuenta de que debíamos desafiar el monte. Estuvimos dudando varios días, escuchando a las pintadas que llamaban desde apenas un centenar de metros más allá, e inventando excusas para nuestra cobardía. Entonces, una mañana, al salir el sol, cuando los árboles se teñían de rosa y oro y el brillante rocío recorría los tallos de hierba, nos miramos con una débil sonrisa y nos adentramos en los matorrales con el corazón en un puño.

En seguida estuvimos solas, rodeadas de maleza, y tuvimos que alargar las manos para cogernos mutuamente de los vestidos. Poco a poco, con las cabezas gachas y los ojos casi cerrados para defendernos de los pinchos afilados, las dos chiquillas nos abrimos camino más allá del hormiguero y de las rocas, más allá de las zarzas, las hendiduras y los espesos cactus, tras los que podía esconderse algún animal salvaje.

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