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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (2 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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Además, hay tantas clases de idiotas, una variedad tan infinita de ellos, y es tan difícil saber cuál de todos es el peor, que no puedo sino decir: nada de idiotas, señoritas, ni uno solo, ni idiotas locos, ni idiotas sobrios, ni idiotas astutos, ni idiotas necios, elegid cualquier cosa menos un idiota; es más, sed cualquier cosa, incluso una vieja solterona, la peor maldición de la naturaleza, antes que casaros con un idiota.

Pero, por dejar el asunto de momento, pues más adelante tendré ocasión de volver sobre él, mi caso era particularmente difícil, ya que había muchos detalles absurdos que complicaban aún más aquel desafortunado matrimonio.

En primer lugar, y debo admitir que eso me resultaba casi insufrible, era un idiota engreído,
tout opiniâtre
[1]
: todo lo que decía era lo correcto, era lo mejor y venía siempre a cuento, independientemente de con quien estuviese y de lo que pudiese objetar cualquiera, aunque fuese con la mayor modestia imaginable. Y, sin embargo, cuando se trataba de defender con razones y argumentos lo que había dicho, lo hacía de un modo tan simple, vacuo e inapropiado que quienquiera que lo oyera sentía invariablemente asco y vergüenza ajena.

En segundo lugar, era categórico y obstinado respecto a las cuestiones más sandias e inconsistentes hasta el punto de llegar a hacerse insoportable.

Ambas características, aún cuando no hubieran ido acompañadas de otras, bastan para calificarlo de criatura intolerable como marido, y cualquiera puede imaginar a primera vista la vida que llevé con él. En cualquier caso, me las arreglé como pude y contuve la lengua, y ésa fue mi única victoria, pues, cuando me sermoneaba con su voz machacona y yo no le respondía ni le discutía lo que estaba diciendo, montaba en cólera de un modo inimaginable y se marchaba, y aquél era el modo más barato que tenía de librarme de él.

Podría extenderme interminablemente sobre el método que utilicé para hacer mi vida pasable y llevadera en compañía del temperamento más incorregible del mundo, pero sería demasiado largo y los detalles demasiado nimios, así que me limitaré a citar alguno de ellos a medida que las circunstancias me obliguen a sacarlos a cuento.

Guando llevaba casada unos cuatro años, murió mi padre (antes había muerto mi madre). El hombre estaba tan descontento con mi matrimonio y le parecía tan mal la conducta de mi marido que, aunque me dejó algo más de cinco mil
livres
a su muerte, las dejó en manos de mi hermano mayor, quien había invertido en empresas demasiado arriesgadas como comerciante y acabó por perder no sólo lo que él tenía, sino también lo que guardaba para mí, como contaré más tarde.

Así perdí la herencia de mi padre por tener un marido en quien no se podía confiar: he ahí una de las ventajas de casarse con un idiota.

Dos años después del fallecimiento de mi padre, murió también el de mi marido y, tal como yo había imaginado, le dejó una herencia considerable, pues el negocio de la cervecería, que era muy bueno, pasó a ser totalmente suyo.

Pero ese aumento de hacienda supuso su ruina, pues ni tenía dotes para los negocios ni sabía llevar las cuentas. Al principio puso cara de negociante y fingió estar muy atareado, pero pronto se aburrió, consideró indigno de él tener que ocuparse de inspeccionar los libros y lo dejó todo en manos de los contables y los pasantes, y con tal de tener suficiente para pagar la malta y los impuestos y contar con un poco de dinero de bolsillo se comportó de forma totalmente indolente y despreocupada y lo dejó todo a su suerte.

Yo preví las consecuencias de aquello y traté de convencerlo varias veces de que atendiera mejor el negocio: le hice reparar por un lado en las quejas de los clientes sobre el descuido de los criados y por otro en que sus extravagancias acabarían por acarrearle deudas, debido a la falta de interés de su contable y a otras causas parecidas, pero él me apartaba a un lado, fuese con palabras groseras o haciéndome creer que las cosas no eran como yo decía.

El caso es que, por abreviar una historia aburrida que no debería alargarse tanto, pronto empezó a ver cómo se hundían las ventas y disminuía su hacienda y acabó por convencerse de que no podía seguir con el negocio; incluso le confiscaron sus herramientas una o dos veces por no pagar los impuestos, y la última vez pasó grandes apuros para recuperarlas.

Eso le asustó y decidió vender el negocio, cosa que ciertamente no lamenté, previendo que, si no lo dejaba entonces, con el tiempo tendría que dejarlo de otro modo, concretamente por quiebra. Además, yo estaba deseando que salvase lo que le quedara, no fuese a quedarme sin casa y me encontrara en la calle con mi familia, pues para entonces había tenido ya cinco hijos con él, tal vez la única ocupación que se les da bien a los idiotas.

Creí alegrarme cuando encontró a un hombre dispuesto a comprarle la fábrica de cerveza, ya que, tras pagar una elevada suma de dinero, mi marido se vio libre de deudas y todavía le quedaron dos o tres mil libras en el bolsillo. Como teníamos que mudarnos de la cervecería, nos instalamos en una casa en…, un pueblo a unos tres kilómetros de la capital. Y yo me creí feliz de haber salido tan bien librada y, si mi guapo marido hubiese tenido dos dedos de frente, nos habría ido muy bien.

Le propuse comprar una casa con el dinero, o con parte de él, y me ofrecí a contribuir con mi parte, que todavía tenía y que así habríamos podido poner a salvo. De ese modo habríamos podido vivir tolerablemente, al menos lo que le quedaba de vida. Pero, como los idiotas nunca atienden a razones, no me hizo ningún caso y siguió viviendo como hasta entonces, conservó sus caballos y sus criados, salió a cazar al bosque a diario y no hizo nada. Sin embargo, el dinero disminuía a ojos vistas, y creí ver cómo se acercaba mi ruina sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Hice todo lo que estaba en mi mano por persuadirlo y convencerlo, pero en vano: le advertí de que estaba despilfarrando su patrimonio y le expliqué cuál sería nuestra situación cuando lo hubiera gastado todo, pero no le impresionó lo más mínimo, sino que como buen estúpido desoyó mis lágrimas y lamentaciones y siguió haciendo lo mismo, no moderó sus gastos, ni renunció a su carruaje, sus caballos o sus criados hasta el final, cuando no le quedaban ni cien libras en este mundo.

No tardó ni tres años en malgastar aquel dinero, pero además puede decirse que ni siquiera lo malgastó con inteligencia, pues no frecuentó ninguna compañía interesante, sino tan sólo a cazadores, carreteros y hombres aún más vulgares que él, lo que es otra consecuencia de ser un idiota, pues los idiotas no toleran la compañía de hombres más inteligentes y capaces y eso les hace conversar con canallas, beber cerveza barata con porteros y frecuentar compañías indignas.

Tal era mi desdichada condición cuando una mañana mi marido afirmó ser consciente de hallarse en una situación mísera y declaró que iría a buscar fortuna a alguna otra parte. Ya había hablado de hacerlo en otras ocasiones, cuando yo le instaba a tener en cuenta sus circunstancias y las de su familia antes de que fuese demasiado tarde. Pero, como yo había comprobado que no hablaba en serio y que nunca cumplía nada de lo que decía, di por sentado que eran palabras al viento. No obstante, cuando afirmó que iba a marcharse, yo deseé en secreto que lo hiciera e incluso pensé para mis adentros: «Ojalá lo hagas, porque, si sigues así, conseguirás que muramos todos de hambre».

No obstante, se quedó en casa todo el día y toda la noche, y a primera hora de la mañana se levantó de la cama, se asomó a la ventana que daba a los establos y tocó su corno francés, como él lo llamaba, que era su modo de llamar a los hombres para ir de caza.

Estábamos a finales de agosto y había luz incluso a las cinco de la mañana, y a esa hora los oí a él y a sus dos hombres salir y cerrar las puertas del patio tras ellos. No dijo más que lo que acostumbraba a decir cuando salía de caza, y yo tampoco me levanté o le respondí nada de importancia, sino que dormí unas dos horas más.

No creo que el lector se sorprenda si le digo que, después de aquello, no volví a ver a mi marido, y es más, no sólo no volví a verle, sino que no volví a saber de él ni a tener noticias suyas, ni de sus dos criados, ni de los caballos, ni de dónde fueron, ni de lo que hicieron, o tenían pensado hacer. Fue como si se los hubiese tragado la tierra y nadie lo hubiera sabido.

Las dos primeras noches no me sorprendí, ni tampoco las primeras dos semanas, pues creí que si les hubiese sucedido algo malo no habría tardado en enterarme, y además sabía que, puesto que había llevado dos criados y tres caballos consigo, sería muy raro que les ocurriera alguna cosa y en todo caso tarde o temprano terminaría por enterarme.

Pero se comprenderá que, a medida que fueron pasando las semanas y los meses, acabase por asustarme de verdad y tanto más al considerar mis circunstancias y la situación en que me había dejado, con cinco niños y ni un penique para alimentarlos, salvo unas setenta libras y las pocas cosas de valor que me quedaban, que, aunque considerables en sí mismas, no eran nada para alimentar mucho tiempo a una familia.

No sabía ni qué hacer ni a quién recurrir: no podía seguir en la casa en la que estábamos porque el precio del alquiler era demasiado alto y tampoco me atrevía a dejarla sin contar con el beneplácito de mi marido, no fuese a darle por regresar, por lo que me quedé muy confusa, melancólica y desanimada.

II

Pasé en aquel deprimente estado casi doce meses. Mi marido tenía dos hermanas casadas que disfrutaban de buena posición y algunos parientes que pensé que quizá pudieran ayudarme y muchas veces envié a preguntarles si habían tenido noticias de tan inconstante criatura; sin embargo, todos me respondieron que no sabían nada de él, y al cabo de un tiempo empezaron a considerarme una molestia y así me lo hicieron saber tratando a mi doncella de forma poco elegante y respondiendo de mala manera a sus preguntas.

Eso me dolió y se sumó a mis aflicciones, pero sólo podía recurrir a mis lágrimas, pues no me quedaba ni un amigo en el mundo: debería haber indicado que, medio año antes de la desaparición de mi marido, mi hermano sufrió el desastre del que hablé antes y se arruinó, y, en tan malas circunstancias, sufrí la humillación de saber, no sólo que estaba en prisión, sino que no podría cobrar nada o casi nada a modo de compensación.

Las desgracias casi nunca vienen solas: aquello fue el preludio de la fuga de mi marido y, como no me quedaban esperanzas por ese lado, mi esposo se había ido y tenía una familia pero nada con lo que mantenerla, mi situación era mucho más deplorable de lo que podría expresarse con palabras.

Como puede suponerse, teniendo en cuenta mi fortuna y circunstancias anteriores, me quedaban algunas bandejas y unas cuantas joyas. Y mi marido, que no se había quedado a compartir mi infortunio, no había tenido necesidad de desvalijarme, como acostumbran a hacer todos los maridos en estos casos. Sin embargo, como vi acabarse el dinero en el largo período en que estuve esperando su regreso, empecé a deshacerme de una cosa tras otra, hasta que los pocos objetos de valor que tenía empezaron a escasear y no vi otra perspectiva que la miseria y el sufrimiento e incluso temí que mis hijos murieran de hambre ante mis propios ojos. Dejo que cualquier madre que haya vivido de forma desahogada considere y medite cuál debía de ser mi situación. En cuanto a mi marido, ya no tenía ni esperanzas ni expectativas de volver a verlo y, aunque las hubiese tenido, era el último hombre del mundo capaz de ayudarme o de ponerse a trabajar para ganar un chelín con el que aliviar nuestro sufrimiento, pues carecía tanto de capacidad como de inclinación: no habría podido trabajar de escribiente, pues apenas sabía escribir de forma legible; no sólo era incapaz de escribir, sino de entender lo que escribían otros, y ni hablaba bien el inglés ni lo entendía. Lo único que le gustaba era no hacer nada y era capaz de pasarse más de media hora apoyado en una columna con la pipa en la boca y fumando con toda la tranquilidad del mundo, como el rústico de Dryden, que silbaba porque no tenía nada en la cabeza
[2]
, y eso aunque su familia estuviese, como estaba, pasando hambre, y él no supiese y ni tan siquiera se parase a pensar dónde conseguir un chelín después de gastar el último.

Dado que tales eran su carácter y el límite de sus capacidades, admito que no consideré una gran pérdida que nos abandonara, como pensé que había hecho; aunque fue muy cruel y desalmado por su parte no comunicarme sus intenciones. Y de hecho lo que más me sorprendió fue que, habiendo por fuerza planeado su huida, aunque fuese unos instantes, antes de ponerla en práctica no se llevara el poco dinero que nos quedaba, o al menos parte de él, para costearse los gastos por un tiempo. Pero no lo hizo y estoy moralmente convencida de que no se llevó ni cinco guineas consigo. Lo único que supe de él fue que dejó su cuerno de caza, que él llamaba el corno francés, en el establo, y que su silla de montar desapareció junto con unos preciosos arreos, como los llaman ellos, que siempre utilizaba para viajar y que incluían una manta bordada, una caja de pistolas y otras cosas; y que uno de sus criados se llevó otra silla con pistolas, aunque más corriente, y el otro una carabina, de modo que no se fueron como cazadores, sino como viajeros. Y en todos estos años nunca he sabido a qué parte del mundo se fueron.

Como he dicho, pedí noticias a sus parientes, pero sólo conseguí respuestas secas y cortantes y ninguno se ofreció a venir a verme a mí o a los niños, o se dignó siquiera preguntar por ellos, pues comprendieron que me hallaba en una situación en la que era probable que no tardase en convertirme en una molestia. Pero aquél no era momento de andarse con remilgos, así que dejé de enviar a terceras personas en mi nombre y me presenté yo misma a verlos: les expuse mis circunstancias, les expliqué el caso y la situación en que me encontraba, les rogué que me aconsejaran qué camino seguir, me rebajé todo lo imaginable, y les supliqué que tuviesen en cuenta que estaba en un callejón sin salida y que, si no me ayudaban, moriríamos inevitablemente. Les dije que si hubiera tenido solo un hijo, o incluso dos, no me habría importado trabajar de costurera y tan sólo habría ido a rogarles que me dieran algún trabajo, pero era imposible pensar que una mujer sola, no acostumbrada a trabajar e incapaz de encontrar un empleo, pudiera ganar lo suficiente para mantener a cinco niños, y más teniendo en cuenta que mis hijos eran todavía muy pequeños y ninguno de ellos podía ayudar a los otros.

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