Read S.E.C.R.E.T Online

Authors: L. Marie Adeline

Tags: #Erótico

S.E.C.R.E.T (20 page)

BOOK: S.E.C.R.E.T
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No supe muy bien si pretendía bromear conmigo o insultarme. Will se apoyaba en mí, con el torso desnudo, sujetándose los holgados pantalones con una mano, como un moderno David de Miguel Ángel. No solía frecuentar el gimnasio, pero el vientre plano y los brazos musculosos parecían decir lo contrario. Intenté no mirar.

—Cassie, ¿por qué nunca quieres participar? —me preguntó—. No es propio de una auténtica vecina de Nueva Orleans.

—Supongo que aún no me he ganado la ciudadanía.

Tracina advirtió a Will de que haría lo posible para bailar al menos una pieza con el invitado de honor, Pierre Castille, aquel millonario que poseía extensas propiedades en el frente marítimo, a orillas del lago Pontchartrain, pertenecientes a su familia desde hacía generaciones. Era un hombre reservado, que entraba y salía por la puerta trasera de los actos públicos a los que acudía.

Pierre había aceptado asistir al baile gracias a la intervención de Kay Ladoucer, gran dama de la sociedad local, que además era el miembro más conservador del Consejo Municipal y la presidenta del comité organizador del baile. Pero a Will no le entusiasmaba mucho encontrarse con Kay, porque la tramitación de los permisos para la ampliación del restaurante lo había enfrentado con ella. Kay le había dicho que no podía hacer las reformas mientras no renovara la instalación eléctrica de todo el edificio, pero Will no podía permitírselo mientras no ampliara el local. Por eso se habían estancado las negociaciones, pese a que la mitad de los locales de Frenchmen Street tenían instalaciones eléctricas antediluvianas.

Si los planes de Tracina le molestaron, hizo lo posible por que no se le notase. Además, no era seguro que Pierre Castille asistiera a la gala. En una de las reuniones de la organización, oí a Kay quejarse de que Pierre no quería fijar una hora exacta para su llegada, no permitía a los promotores mencionar su asistencia, se negaba a participar en la subasta y ni siquiera se comprometía a asistir a la cena.

Will bajó la vista hacia mí, con la expresión más abatida que le había visto nunca. Me encogí de hombros y le devolví la mirada con gesto compasivo mientras le subía un par de centímetros más el dobladillo, esforzándome por recordar que era el hombre de otra mujer. En los últimos tiempos, yo había empezado a sospechar que Tracina no estaba totalmente centrada en su relación con Will. Desde hacía unas semanas desaparecía de vez en cuando y permanecía ilocalizable durante horas, y yo conocía a Will lo suficiente como para notar que estaba celoso.

—Habrá tenido que llevar al médico a su hermano —decía él en esas ocasiones, alargando el cuello para vigilar las plazas de aparcamiento que había delante del café, esperando con ansiedad su llegada—. O puede que haya ido de compras. Siempre está comprándose cosas.

Yo sonreía y asentía con la cabeza, procurando no contradecirlo. Me parecía fascinante la forma en que nos mentimos a nosotros mismos cuando deseamos que algo no sea verdad. Yo lo había hecho durante años con Scott. Pero uno de los muchos beneficios de S.E.C.R.E.T. era que mis experiencias me estaban enseñando a dejar de mentirme. En medio de la cocina, mientras le cosía el dobladillo de los pantalones, Will cruzó una mirada conmigo y me la sostuvo más de lo habitual. Pero eso no significaba nada, ¿verdad? Cuando más tarde me ofreció llevarme a casa, tuve que recordarme a mí misma que mi casa le quedaba de camino y que su proposición no significaba nada.

Pero cuando se quedó esperando con el motor en marcha hasta que yo estuve sana y salva dentro del hotel de las solteronas, y después me lanzó un beso con la mano a través de la ventana de la furgoneta, me pregunté si no estaría otra vez mintiéndome a mí misma.

La Sociedad de Revitalización de Nueva Orleans era una de las más antiguas de su clase en la ciudad, pues había nacido poco después de la guerra de Secesión. En sus comienzos, recaudaba fondos para construir escuelas en los barrios donde empezaron a establecerse los esclavos recién liberados. Tras la devastación del huracán
Katrina
, se concentró en la reconstrucción de escuelas en las áreas más desfavorecidas, porque si había que esperar a que lo hiciera el gobierno, la espera podía ser eterna. Mi decisión de colaborar como voluntaria formaba parte de mi plan de integrarme en la ciudad y de hacer amigos más allá del café y sus alrededores. Mi trabajo durante la velada consistiría en estar en la caseta de donativos y recibir los cheques y los pagos con tarjeta de crédito. No pensaba disfrazarme ni bailar. Quería tomarme mi participación muy en serio. A cambio de mi tiempo, Kay nos había dado permiso para colgar un cartel del café Rose en los faldones de la mesa.

Ese año, el baile se celebraba en el Museo de Arte de Nueva Orleans, uno de mis edificios preferidos de la ciudad. Me encantaba su fachada con cuatro columnas de inspiración griega y su vestíbulo cuadrado de mármol, rodeado por los cuatro costados por una galería elevada. Cuando discutía con Scott, solía refugiarme allí y recorrer sus salas llenas de ecos. Visitaba la
Muchacha de verde
, de Degas, porque me parecía triste, con esa mirada vuelta hacia otro lado, preocupada quizá por el pasado o temerosa por el futuro. O puede que simplemente proyectara en ella mis propios sentimientos.

Disponía de una hora para montar la caseta, pero antes tenía que hablar con Kay para decidir dónde la poníamos. La encontré disfrazada de la Reina Roja de
Alicia en el País de las Maravillas
, impartiendo órdenes a gritos en medio del vestíbulo de mármol blanco.

—¡Moved la escalera!

Dos hombres jóvenes trataban de colgar del techo unos copos de nieve gigantescos y centelleantes con los que Kay no parecía muy entusiasmada.

—No sé qué tendrán que ver los copos de nieve con el tema de los personajes de fantasía, pero ¿qué otra cosa podíamos colgar? ¿Hadas?

La imagen de Tracina suspendida de un hilo me arrancó una sonrisa, sólo interrumpida por la mirada que me echó Kay por encima de las gafas de lectura.

—¿Dónde vas a instalar la caseta? ¡Espero que aquí no!

—Quizá podríamos ponerla allí —dije, señalando al fondo de la sala.

—¡No! No quiero que la gente confunda nuestro maravilloso baile con una cochambrosa colecta. Ponla cerca del guardarropa. ¿Y dónde están tus herramientas?

—¿Herramientas? No sabía que…

Kay lanzó un suspiro de exasperación.

—Les diré a un par de chicos de mantenimiento que te ayuden.

Cuando Tracina llegó, ya ataviada con su tutú blanco y su tiara, la caseta estaba instalada y en funcionamiento, y yo estaba cómodamente escondida detrás del mostrador.

—¿Dónde está Will? —le pregunté, con tanta indiferencia como me fue posible.

—Aparcando la furgoneta. Voy a buscar una copa. ¿Tú quieres algo?

—Estoy bien así, gracias.

Empezaron a llegar los primeros invitados. Vi una Blancanieves, varias Escarlatas O’Hara, un Rhett Butler, dos Dráculas, un Alí Babá y un Harry Potter. Había una Dorothy, de
El
mago de Oz
, un Sombrerero Loco, un pirata Barbanegra, y un Barbazul, el aristócrata asesino… Eché una mirada a mi falda acampanada y a mi sencilla blusa. Quizá debería haberme esforzado un poco más. ¿De verdad tenía que ponerme un delantal de camarera? Bueno, necesitaba bolsillos para guardar los bolígrafos y los recibos de las tarjetas de crédito. Además, no había ido para flirtear, sino para colaborar con una obra benéfica. Sin embargo, mientras colgaba el segundo cartel del café Rose al fondo de la caseta, oí que me llamaban:

—¡Cassie! ¡Aquí!

Una preciosa mujer disfrazada de Sherezade me estaba saludando entre la multitud que empezaba a rodear la caseta. Era Amani, la menuda doctora india que se sentó a mi lado la primera vez que visité la sede de S.E.C.R.E.T. Estaba espléndida, con varias capas de velos rojos y rosas que resaltaban su cuerpo de casi sesenta años, un cuerpo que aún tenía unas curvas formidables. Pero sus ojos destacaban por encima de todo, chispeantes de picardía, realzados con delineador negro y enmarcados por un brillante velo rojo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté.

Se me hizo extraño ver a una integrante de S.E.C.R.E.T. en un acto público.

—Aunque no lo creas, todos los años, nuestro pequeño grupo hace una aportación muy generosa a esta causa. Pero con otro nombre, desde luego. Aquí tienes —dijo, entregándome un sobre.

Le agradecí el donativo.

—También vendrá Matilda —añadió—. La reconocerás en cuanto la veas. Debería venir vestida de hada madrina, ¿no crees?

Antes de que pudiera contestar, Kay se situó a mi lado para ver el desfile de invitados, que uno tras otro introducían sobres en la caja de los donativos.

—¡Doctora Lakshmi! ¡Está absolutamente soberbia! —exclamó Kay, tendiéndole la mano.

—Gracias, Kay —dijo Amani, con una ligera inclinación—. Espero verte luego, Cassie.

Kay no me preguntó cómo era posible que tuviera una relación tan familiar con uno de los miembros más destacados de nuestra comunidad.

—¡La subasta todavía no ha empezado y ya estamos a punto de recaudar la cantidad de dinero que habíamos previsto! —exclamó satisfecha.

—Esperemos seguir así.

La cena era un banquete de seis platos de especialidades locales:
étouffée
de langosta, gachas de maíz con trufas y brandy,
filet mignon
y cangrejo con salsa bearnesa. El postre consistía en un delicioso pudín de pan, adornado con
crème fraîche
y copos de oro comestibles. Una vez retirados todos los platos, llegó el momento de marcharme, pero sentía curiosidad por la subasta y, sobre todo, quería ver quién se llevaba a Will.

—¡Bueno, ya es hora de empezar! —dijo Kay, dirigiéndose al frente de la sala—. No podemos esperarlo más.

Se refería a Pierre Castille. Tracina no era la única de las presentes que deseaba pasar un momento con él.

En torno a Kay se reunieron numerosas mujeres deseosas de pujar por los hombres reunidos en el escenario. Además de Will, la subasta de solteros incluía a uno de nuestros senadores estatales más jóvenes, de quien me habría enamorado allí mismo si no hubiese sido republicano. Había también un juez de distrito bastante mayor pero todavía apuesto, que había empezado a correr maratones poco después de quedarse viudo, lo que le había granjeado la simpatía y la romántica aprobación de todas las mujeres solas de más de cincuenta años. Otro de los participantes era un atractivo actor afroamericano, que salía en una serie de televisión rodada en Nueva Orleans. Cualquiera habría supuesto que las ofertas más altas serían para el actor famoso, pero, finalmente, la presidenta de la Sociedad Histórica de Garden District se llevó al prestigioso juez por doce mil quinientos dólares, mientras que el actor tuvo que conformarse con un segundo puesto, a mucha distancia, al alcanzar apenas los ocho mil dólares.

Contemplando desde la caseta la estridente diversión de la subasta y la concupiscente energía que generaba, empecé a sentirme otra vez como una observadora. ¿Por qué siempre me limitaba a mirar la vida, en lugar de entrar de lleno en ella y participar? ¿Cuándo iba a aprender?

—Y el último de nuestros solteros —anunció Kay— es Will Foret, propietario del apreciado café Rose, uno de los mejores de Frenchmen Street. Tiene treinta y siete años, señoras, y está soltero. ¿Quién quiere hacer la primera oferta?

Will parecía avergonzado, pero, aun así, estaba muy sexy disfrazado de Huckleberry Finn, con la caña de pescar y los pantalones holgados sujetos con tirantes. La sala pareció estar de acuerdo conmigo. A medida que la subasta se animaba, Tracina se iba sumiendo en el pánico. Cuando las ofertas alcanzaron los quince mil dólares, le arrebató el micrófono a Kay.

—Este hombre no está disponible —dijo—. Hace más de tres años que sale conmigo y estamos pensando en irnos a vivir juntos.

Había bebido demasiado champán, y si yo antes había creído que Will no podía estar más avergonzado, me equivoqué, porque tras la intervención de Tracina empezó a ponerse de color púrpura.

Finalmente, una mujer mayor tocada con una tiara de oro viejo hizo la oferta ganadora: veintidós mil dólares.

—¡Vendido! —anunció Kay, y dejó caer el martillo.

Condujeron a Will, el soltero más valorado de la noche, a la vencedora de la subasta, que lo estaba esperando.

—Y así termina la subasta de los chicos —dijo Kay, con un nuevo martillazo—. Id a rellenar vuestras copas y volved en seguida, porque pronto empezará la subasta de las chicas y necesitamos recaudar otros setenta y cinco mil dólares. ¡Así que no guardéis todavía vuestros talonarios!

En ese momento, un rumor se extendió por toda la sala mientras dos guardias de seguridad se abrían paso entre un mar de gente. Los seguía un hombre alto y elegante, vestido de esmoquin, pajarita negra, camisa del mismo color y gafas de aviador con cristales azul claro. Llevaba bajo el brazo un casco de motociclista, que entregó a uno de sus gorilas. Se quitó las gafas de sol, las plegó y se las guardó en el bolsillo.

—Siento llegar tarde —dijo—. No encontraba nada que ponerme.

Era Pierre Castille, con el pelo rubio ceniza ligeramente desordenado por el casco. Saludó de un modo informal al grupo de gente que se había congregado para darle la bienvenida, incluida Kay, claramente aturullada, que soltó el micrófono y atravesó la sala para correr a recibirlo. Con su sonrisa fácil, no parecía el solitario heredero de una fortuna, sino una estrella del rock. Cuando después de hablar con Kay se volvió y se acercó a la caseta, sentí que se me aceleraba el corazón y maldije a Tracina por haberme abandonado. Bajé la cabeza y fingí estar muy ocupada con los recibos de las tarjetas de crédito, para no parecer fascinada por conocer a un magnate.

—¿Aquí es donde se dejan los donativos?

Cuando levanté la cabeza, estaba apoyado sobre una mano en el mostrador. No parecía totalmente incómodo vestido de esmoquin, lo que me pareció un agradable cambio en comparación con la mayoría de los invitados. Durante un segundo no conseguí articular ni una sola palabra.

—Eh…, sí. Puede poner un cheque en la caja. O también puede darme su tarjeta de crédito, si lo prefiere.

—Fantástico —dijo, sosteniéndome la mirada durante un tiempo que me pareció infinito. ¡Dios! ¡Qué atractivo era!—. ¿Cómo te llamas?

—Cassie. Cassie Robichaud.

—¿Robichaux? ¿De los Robichaux de Mandeville?

BOOK: S.E.C.R.E.T
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Primal by Sasha White
Open by Ashley Fox
Visible Threat by Cantore, Janice
What the Light Hides by Mette Jakobsen
o 922034c59b7eef49 by Allison Wettlaufer
Night's Awakening by Donna Grant
Hacia rutas salvajes by Jon Krakauer