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Authors: Angie Sage

Septimus (45 page)

BOOK: Septimus
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— ¿Ah sí? — Dijo Alther, que empezaba cogerle cariño a tía Zelda—. Yo también.

—Sin embargo —suspiró tía Zelda—, yo podría haber pasado sin toda esta historia de la cena. Tenía un bonito y tranquilo estofado de alubias y anguila planeado para esta noche.

—Tendrá que conformarse con la cena del aprendiz por esta noche, Zelda. Se debe celebrar el día en que el aprendiz acepta la oferta de un mago. De lo contrario, el contrato entre el mago y el aprendiz no tiene valor. Y no se puede volver a hacer el contrato... Solo se tiene una oportunidad. Si no hay cena, no hay contrato y no hay aprendiz.

—¡Oh, lo sé! —exclamó tía Zelda con displicencia.

—Cuando Marcia era mi aprendiz —dijo Alther con la voz teñida por la nostalgia—, recuerdo que fue una noche increíble. Vinieron todos los magos, y había muchos más en aquellos tiempos. Esa cena fue algo de lo que se habló durante años. La celebramos en el vestíbulo de la Torre del Mago... ¿Ha estado alguna vez allí, Zelda?

Tía Zelda negó con la cabeza. La Torre del Mago era un lugar que le habría gustado visitar, pero cuando Silas fue durante breve tiempo el aprendiz de Alther, había estado demasiado ocupada asumiendo el cargo de conservadora de la nave
Dragón
de la anterior bruja blanca, Betty Crackle, que había dejado que las cosas se deteriorasen un poco.

—¡Ah, bueno! Esperemos que pueda verla algún día —suspiró Alther—. Es un lugar maravilloso —dijo, recordando el lujo y la Magia de entonces. Un poco distinto, pensó Alther, de una improvisada fiesta junto a una barca de pesca.

—Bueno, tengo todas las esperanzas puestas en que Marcia regrese pronto —comentó tía Zelda—. Ahora que parece que nos hemos librado de ese horrible DomDaniel.

—Yo fui aprendiz de ese horrible DomDaniel, ¿sabe? —continuó Alther— y todo lo que tuve en mi cena de aprendiz fue un bocadillo de queso. Le digo, Zelda, que me arrepentí de comer ese bocadillo de queso más que de ninguna otra cosa que hubiera hecho en mi vida. Ese bocadillo me ató a ese hombre durante años y años.

—Hasta que lo empujó desde lo alto de la pirámide —se carcajeó tía Zelda.

—Yo no lo empujé. Saltó él —protestó Alther.

Otra vez el mismo cuento, y sospechaba que no sería la última vez.

—Bueno, fue lo mejor, pasara lo que pasase —opinó tía Zelda distraída por el murmullo de voces emocionadas que procedían de las puertas y ventanas abiertas de la casa. Por encima del barullo sobresalía el inconfundible tono de mandona de Marcia:

—No, deja que Sarah coja eso, Silas, a ti se te podría caer.

—Bueno, déjalo entonces, si está tan caliente.

—Cuidado con mis zapatos, ¿queréis? Y sacad a ese perro, por el amor del cielo.

—Maldito pato. Siempre está bajo mis pies. ¡Puaj! ¿Es caca de pato eso que acabo de pisar? …

Y por fin:

—Y ahora me gustaría que mi aprendiz fuera delante, por favor.

El Muchacho 412 salió por la puerta con un farol en la mano. Le seguían Silas y Simón, que llevaban la mesa y las sillas; luego Sarah y Jenna, con una colección de platos, vasos y botellas, y Nicko, que llevaba una cesta con una pila de nueve coles. No tenía ni idea de por qué llevaba una cesta de coles ni tampoco iba a preguntarlo. Ya había pisado los zapatos de pitón púrpura recién estrenados de Marcia (ni en pintura iba a llevar chanclos en su cena del aprendiz) y desde entonces procuraba quitarse de en medio.

Marcia los seguía, caminando con cuidado por encima del barro, llevando el diario de piel azul de aprendiz que había hecho para el Muchacho 412.

Cuando el grupo salió de la casa, las últimas nubes se dispersaron y la luna ascendió en el cielo, proyectando una luz plateada sobre la procesión que se dirigía hacia el embarcadero. Silas y Simón pusieron la mesa junto a la barca de Alther, la
Molly,
y pusieron un gran mantel blanco por encima; luego Marcia ordenó cómo debía disponerse todo. Nicko tuvo que poner la cesta de coles en mitad de la mesa, justo donde le dijo Marcia.

Marcia dio unas palmadas para solicitar silencio.

—Esta es —empezó— una importante velada para todos nosotros y me gustaría dar la bienvenida a mi aprendiz.

Todo el mundo aplaudió muy educadamente.

—No soy persona de discursos largos... —prosiguió Marcia.

—Eso no es lo que yo recuerdo —susurró Alther a tía Zelda, que se sentaba a su lado en la barca para que no se sintiera excluido de la fiesta. Zelda le dio un codazo cómplice, olvidando por un momento que era un fantasma, y su brazo pasó a través de él y se dio con el codo en el mástil del
Molly.

—¡Aaay! —Se quejó tía Zelda—. ¡Oh, lo siento, Marcia! Sigue.

—Gracias, Zelda, eso haré. Solo quiero decir que me he pasado diez años buscando un aprendiz y, aunque he encontrado algunos prometedores, nunca había encontrado lo que estaba buscando, hasta ahora.

Marcia se volvió hacia el Muchacho 412 y sonrió.

—Así que gracias por aceptar ser mi aprendiz durante los próximos siete años y un día, muchas gracias. Va a ser una época maravillosa para ambos.

El Muchacho 412, que se sentaba al lado de Marcia, se sonrojó intensamente cuando Marcia le dio su diario de aprendiz de color azul y oro. Apretó fuerte el diario en sus manos pegajosas, dejando dos huellas de manos un poco sucias en la porosa piel azul, que nunca desaparecerían y siempre le recordarían la noche en que su vida cambió para siempre.

—Nicko —indicó Marcia—, reparte las coles, ¿quieres?

Nicko miró a Marcia con la misma expresión que usaba para mirar a Maxie cuando había hecho algo particularmente tonto, pero no dijo nada. Levantó la cesta de coles y caminó alrededor de la mesa y empezó a repartirlas.

—Esto... gracias, Nicko —declaró Silas mientras cogía la col que le ofrecía y la sostenía con torpeza en las manos, preguntándose qué hacer con ella.

—¡No! —saltó Marcia—. No se las des, pon las coles en los platos.

Nicko dirigió a Marcia otra de esas miradas con las que miraba a Maxie (esta vez era la de «Me gustaría que no te hubieras hecho caca aquí»), y rápidamente depositó una col en cada plato.

Cuando todo el mundo tuvo su col, Marcia levantó las manos en el aire pidiendo silencio.

—Esta es una cena al gusto de cada uno. Cada col está preparada para transformarse espontáneamente en lo que a cada uno le apetezca más comer. Basta con que pongáis la mano en la col y decidáis qué os gustaría comer.

Se armó un revuelo de entusiasmo, mientras cada uno decidía qué iba a comer y transformaba su col.

—Es un desperdicio criminal de buenas coles —susurró tía Zelda a Alther—. Yo tomaré cazuela de col.

—Y ahora que todos habéis decidido —dijo Marcia en voz alta por encima del alboroto—, hay que decir una última cosa.

—¡Date prisa, Marcia! —gritó Silas—. Mi pastel de pescado se enfría.

Marcia dirigió a Silas una mirada fulminante.

—Es tradicional —continuó— que a cambio de los siete años y un día de su vida que el aprendiz ofrece al mago, el mago le ofrezca algo al aprendiz.

Marcia se volvió hacia el Muchacho 412, que estaba casi oculto tras un enorme plato de anguila guisada y bolas de harina, tal como siempre preparaba tía Zelda.

—¿Qué te gustaría que yo te diera? —le preguntó Marcia—. Pídeme lo que quieras. Haré lo que sea para dártelo.

El Muchacho 412 miró su plato. Luego miró a toda la gente que estaba reunida a su alrededor y pensó en lo distinta que había sido su vida desde que los había conocido. Se sentía tan feliz que no deseaba nada más, salvo una cosa. Algo grande e imposible que siempre le asustaba pensar.

—Lo que quieras —le animó Marcia con voz suave—. Cualquier cosa que quieras.

El Muchacho 412 tragó saliva.

—Quiero —dijo tranquilamente— saber quién soy.

49. SEPTIMUS HEAP.

Inadvertidamente, en el sombrerete de la chimenea de la casa de la conservadora se posó un petrel. Había sido arrastrado por el viento la noche anterior y observaba la cena del aprendiz con gran interés. Y ahora, advirtió con una sensación de ternura, tía Zelda estaba a punto de hacer algo para lo que el petrel siempre había considerado que tenía un don particular.

—Es una noche perfecta para esto —estaba diciendo tía Zelda mientras se encontraba en el puente sobre el Mott—, hay una hermosa luna llena y nunca había visto el Mott tan calmado. ¿Puede todo el mundo acomodarse en el puente? Muévete un poco, Marcia, y hazle sitio a Simón.

Simón no parecía querer que le hicieran sitio.

—¡Oh, no os molestéis por mí! —murmuró—. ¿Por qué perder la costumbre de toda una vida?

—¿Qué dices, Simón? —preguntó Silas.

—Nada.

—Déjalo en paz, Silas —dijo Sarah—. Últimamente lo ha pasado mal.

—Todos lo hemos pasado mal últimamente, Sarah. Pero no vamos por ahí lamentándonos por ello.

Tía Zelda tamborileó, irritada, con los dedos sobre la barandilla del puente.

—Si todo el mundo ha terminado de discutir, me gustaría recordaros que estamos a punto de intentar resolver una importante pregunta. ¿De acuerdo todo el mundo?

Se hizo silencio entre el grupo. Junto con tía Zelda, el Muchacho 412, Sarah, Silas, Marcia, Jenna, Nicko y Simón estaban apretados en el pequeño puente tendido sobre el Mott. Detrás de ellos estaba la nave
Dragón,
con la cabeza levantada y arqueada por encima de ellos, mirando atentamente con sus profundos ojos verdes el reflejo de la luna bañándose en las tranquilas aguas del Mott.

Delante de ellos, un poco apartado para permitir ver el reflejo de la luna, estaba el
Molly
con Alther sentado en la proa, observando la escena con interés.

Simón se reclinó hacia atrás en el borde del puente. No entendía a qué venía tanto alboroto. ¿A quién le importaba de dónde había salido un mocoso del ejército joven? En especial un mocoso del ejército joven que le había arrebatado el sueño de toda su vida. Lo último que le preocupaba a Simón era el parentesco del Muchacho 412, y no era probable que le importara nunca, por lo que alcanzaba a imaginar. Así que, mientras tía Zelda empezaba a convocar la luna, Simón le dio deliberadamente la espalda.

—Hermana luna, hermana luna —proclamó tía Zelda en voz baja—. Muéstranos, si es tu voluntad, a la familia del Muchacho 412 del ejército joven.

Tal y como había ocurrido antes en el estanque de los patos, el reflejo de la luna empezó a crecer hasta que un enorme círculo blanco llenó el Mott. Al principio, comenzaron a aparecer vagas sombras en el círculo, que lentamente fueron cobrando definición hasta que todo el mundo vio... su propio reflejo.

Hubo un murmullo de desilusión por parte de todos menos de Marcia, que había notado algo que nadie más había percibido, y del Muchacho 412, cuya voz parecía haber dejado de sonar. Tenía el corazón latiéndole en la garganta y notaba las piernas como si fueran a convertirse en puré de chirivía en cualquier momento. Deseó no haber pedido nunca ver quién era. No pensaba que realmente quisiera saberlo. Supongamos que su familia era horrible. Supongamos que era el ejército joven, tal como ellos le habían dicho. Supongamos que era el propio DomDaniel. Justo cuando estaba a punto de decirle a tía Zelda que había cambiado de idea y que ya no le importaba saber quién era, tía Zelda habló.

—Las cosas —recordó tía Zelda a todos los que se encontraban en el puente— no son siempre lo que parecen. Recordad, la luna siempre nos muestra la verdad. Cómo veamos la verdad, es cosa nuestra, no de la luna. —Se dirigió al Muchacho 412, que estaba de pie junto a ella—. Dime —le preguntó—, ¿qué te gustaría realmente ver?

La respuesta que dio el Muchacho 412 no era la que él mismo esperaba dar.

—Quiero ver a mi madre —susurró.

—Hermana luna, hermana luna —dijo tía Zelda con voz suave—. Muéstranos si es tu voluntad a la madre del Muchacho 412 del ejército joven.

El disco blanco de la luna llenó el Mott. Una vez más, vagas sombras empezaron a aparecer, hasta que vieron... de nuevo sus propios reflejos.

Hubo un gemido de protesta colectivo, pero pronto fue atajado. Estaba sucediendo algo distinto. Una a una, las personas fueron desapareciendo del reflejo.

Primero desapareció el Muchacho 412, luego Simón, Jenna, Nicko y Silas. Luego se desvaneció el reflejo de Marcia, seguido del de tía Zelda.

De repente Sarah Heap se encontró mirando su propio reflejo en la luna, esperando que se desvaneciera, como habían hecho todos los demás, pero no se esfumó. Se hizo cada vez más grande y más definido, hasta que Sarah Heap estuvo de pie, sola, en medio del disco blanco de la luna y todo el mundo pudo ver que ya no era solo un reflejo: era la respuesta.

El Muchacho 412 miró la imagen de Sarah paralizado. ¿Cómo podía ser Sarah Heap su madre? ¿Cómo?

Sarah levantó la vista del Mott y miró al Muchacho 412.

—¿Septimus? —medio susurró.

Había algo que tía Zelda quería mostrar a Sarah.

—Hermana luna, hermana luna —clamó tía Zelda—. Muéstranos, si es tu voluntad, al séptimo hijo de Sarah y Silas Heap. Muéstranos a Septimus Heap.

Lentamente la imagen de Sarah Heap se desvaneció y fue reemplazada por la de... el Muchacho 412.

Todos lanzaron una exclamación, incluso Marcia que había adivinado quién era el Muchacho 412 unos minutos antes.

Solo ella había notado que su imagen había desaparecido del reflejo de la familia del Muchacho 412.

—¿Septimus? —Sarah se arrodilló junto al Muchacho 412 y le lanzó una mirada inquisitiva. Los ojos del Muchacho 412 se fijaron en los suyos y Sarah dijo—: ¿Sabes?, creo que tus ojos empiezan a volverse verdes, como los de tu padre y los míos y los de tus hermanos.

—¿Sí? —preguntó el Muchacho 412—. ¿En serio?

Sarah colocó la mano en el sombrero rojo de Septimus.

—¿Te importa si te quito esto? —le preguntó.

El Muchacho 412 sacudió la cabeza. ¿Para eso estaban las madres? ¿Para toquetearte el sombrero? Sarah levantó con cuidado el sombrero del Muchacho 412 por primera vez desde que Marcia se lo encasquetara en la barraca de Sally Mullin. Mechones trigueños de cabello rizado aparecieron cuando Septimus sacudió la cabeza como un perro se sacude el agua y un muchacho se sacude su antigua vida, sus antiguos temores y su antiguo nombre.

Se estaba convirtiendo en quien realmente era: Septimus Heap.

LO QUE TÍA ZELDA VIO EN EL ESTANQUE DE LOS PATOS.
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