Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online

Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (8 page)

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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Esperaba una risa que hiciera eco a la suya. La esperó, pero no se produjo. Sólo un silencio glacial, después del cuál él/ella dijo, con la voz vibrante de un odio increíble dirigido contra toda la Humanidad:

—Sólo quería decirle esto, Farrar: ahora sé quién es usted. Sé que no es un simple informático. Sé que no es Dios. Ha dicho usted que somos siete. Si ha dicho la verdad, hay seis como yo en este momento en Nueva York y pronto voy a conocerlos. Ojalá no quede decepcionado, Farrar: rece por ello, si cree en algún dios. He vivido y soportado estos años hasta ahora sólo por usted, porque era mi única esperanza en este mundo. Si me ha mentido, lo mataré y mataré a su mujer, si la tiene, y a sus hijos, si los tiene, y a sus amigos. Y soy lo bastante inteligente para que no puedan impedírmelo. Mataré…

Tres o cuatro segundos.

—Rece por que los conozca, Farrar, que los conozca y me gusten y deje de estar solo.

Sin la menor esperanza de una respuesta, Jimbo preguntó:

—¿Cuál de los siete eres tú?

Colgaron.

2

A las diez menos cinco, ella estaba aún en el cuarto de baño del apartamento en el que el personal de Killian la había instalado, en el cuarto piso del hotel Statler. Las ventanas daban a la Séptima Avenida, al Madison Square Garden Center. El personal de Killian no había escatimado en gastos: había dos habitaciones, dos salones y dos cuartos de baño. En las habitaciones contiguas, su madre se paseaba.

Venga pasear y pasear y pasear.

Como siempre, incapaz de permanecer quieta. Probablemente fuese lo que más le costaba soportar en esa mujer que era su madre: esa actividad permanente, estúpida, ciega, esa absoluta necesidad de hacer algo siempre, ir y venir por la casa al borde del lago Superior, de la cocina al salón, de un cuarto a otro, sin cesar, subiendo, bajando, inmersa en el trabajo doméstico, como bajo los efectos de una droga embrutecedora, venga pasear, pasear y pasear, volviendo a empezar, a repasar, a hacer lo que ya está hecho para perfeccionarlo aún más, siempre preocupada, inquieta, y hablando: «Y te he vuelto a lavar esa camiseta, porque no estaba bastante limpia. Ahora está bien, ¿verdad? ¿Estás segura de que sí? Pues claro, dilo, volveré a pasarla por la lavadora. ¿Estás segura? O puedo volver a lavarla a mano. Es mejor que con la lavadora. Me importa mucho la limpieza. Nunca se está lo bastante limpio. Y te he forrado los libros de texto. ¿Te gusta? ¿De verdad te gusta? Es como la tapicería de tu habitación. Está amarilleando. ¿No te parece que está amarilleando? Pues claro que sí. Mira: aquí y ahí y también ahí. Ya lo ves. Tengo buen ojo, yo. Tú no prestas suficiente atención a esas cosas. ¿No quieres más
corn flakes
? ¿Qué ocurre? Ah, ya entiendo: la marca. Debe de ser la marca. He querido cambiar y mira lo que ha pasado. Voy a hacerte otros buñuelos de manzana. ¿Y si, además de la tapicería, cambiáramos la moqueta? Come un buñuelo. Ésos sí que te gustan. ¿Por qué no respondes? Hay que responder a una madre…»

Sonó el teléfono en la
suite
del Statler.

Era su primera visita a Nueva York. Su primera visita: esa mujer que era su madre tampoco había estado nunca en ella. Era su primer viaje de verdad fuera de Minnesota, de sus millones de lagos desiertos, su silencio, sus inviernos escandinavos, sus húmedos veranos: fuera de ese ahogo implacable sufrido desde hacía doce o trece años. Si no hubiese habido las visitas del Hombre todos los años y sus ojos, que le decían que esperara, que algo iba a suceder… y había ocurrido. Ya era realidad. Primero una carta de cierta Fundación Killian en la que le anunciaban una visita y después la visita misma de un tal Fitzroy Jenkins, en la que le explicó casi todo: los treinta adolescentes seleccionados en todos los Estados Unidos, su reunión en Nueva York. Era evidente que el Hombre-montaña estaba detrás de todo aquello…

—¿Cariño?

Aquella mujer que era su madre la llamaba desde la habitación, al otro lado de la puerta cerrada del cuarto de baño.

Aquella mujer que era su madre era de origen sueco, pura sangre. Estaba ridiculamente orgullosa de ello. Decía que sus bisabuelos habían llegado en el siglo pasado de Dalecarlia. Por eso tenía un pelo tan extraordinariamente rubio, rubio dorado, y su tez extraordinariamente clara, aquella luminosidad de todo el rostro, sus altos pechos, sus piernas largas.
«Soy hermosa»
. Y la pura descendiente de emigrantes suecos se casó…

—Cariño, date prisa, por favor. Están aquí el señor y la señora de la Fundación. Van a llegar enseguida. Acaban de telefonear desde el vestíbulo. Suben a buscarte…

… contra toda previsión y tradición con ese hombre que era su padre y que, por su parte, descendía de trapenses franceses. Por eso tenía sus verdes ojos centelleantes, insolentes, descarados.

—Cariño, aquí están. Seguro que ya estás lista. Vamos, ven…

Se miró una última vez en el espejo y ahí tenía delante el producto de la mezcla de los granjeros de Dalecarlia y los tramperos franceses. Lo contempló con sus ojos fríos, helados, de una despiadada objetividad de máquina, que la caracterizaba desde que descubrió doce o trece años antes que era
diferente
: un metro sesenta y siete, cincuenta kilos, pelo rubio, ojos verdes, labios rosados, hechos para el beso; catorce años y medio. Se había dejado acariciar por chicos, experimentalmente, pero hasta entonces no por un hombre.
«Mi cuerpo es virgen»
. Dijo «mi cuerpo» con distanciamiento. Nunca se había acostumbrado del todo a la idea de que aquel cuerpo era el suyo.
«En cierto modo, soy para alquilar»
. Ahora bien, le gustaba aquel cuerpo que era el suyo. Estaba satisfecha de él. Había tenido suerte.

«NO ESTÁS SOLA, SOIS SIETE»
, había dicho el Hombre-montaña.

El inmenso nerviosismo que sentía en aquel instante en modo alguno se debía a que fuera una muchacha muy joven. Hacía años que había logrado dominar las reacciones ridículas de aquel cuerpo que era el suyo, pero cada segundo que pasaba la acercaba a la culminación. NO ESTÁS SOLA, SOIS SIETE. Aquella frase susurrada diez años antes cobraba entonces su significado. Había llegado el momento. La espera interminable tocaba a su fin.

—¡Vamos, cariño!

Abrió la puerta y salió. En el preciso momento en que llamaban a la puerta y su madre, exasperada, la llamaba:

—¡Liza!

—Elisabeth Tessa Rainier, de Duluth (Minnesota).

Fitzroy Jenkins pronunció en alto su nombre. La pareja que había ido a buscarla al hotel Statler le sonrió. Ella les devolvió la sonrisa, hizo aparecer metódicamente en su rostro la expresión de una muchacha intimidada por todo aquel ruido en torno a ella.

Cruzó la puerta y subió al estrado, atrapada en aquel preciso instante por los haces de los proyectores y los objetivos de decenas de fotógrafos y cámaras de televisión.

—Elizabeth Tessa Rainier —repitió Fizroy Jenkins—, nacida el 18 de septiembre de 1966. Este año concluye el bachillerato. Como casi todos los muchachos y muchachas presentes en este estrado, Elizabeth siempre ha obtenido matrículas de honor. El año que viene ingresará en la Universidad. Concretamente, la de Radcliffe le ha ofrecido una beca y varios otros colegas se la disputan. Piensa especializarse en Historia, en Etnología o tal vez en Sociología. Dinos algo al respecto, Liza…

Sonó la salva de aplausos.

Liza consiguió conservar, acentuar incluso, en el rostro la expresión tímida que había elegido para la ocasión. Llegó hasta el extremo de farfullar:

—Estoy agradecida a la Fundación Killian y muy contenta de estar aquí. Muchas gracias a todo el mundo.

Más o menos las mismas palabras pronunciadas por los muchachos y las muchachas que la habían precedido: sin originalidad, a propósito. Seguía desempeñando el papel que se había impuesto desde hacía diez años. Inclinó tímidamente la cabeza en respuesta a los aplausos, dio, con torpeza calculada, unos pasos atrás para fundirse con el grupo de los veinte adolescentes a los que Fitzroy Jenkins había llamado antes que a ella, pero, al tiempo que ofrecía aquel espectáculo de una adorable y muy joven muchacha asustada, sus helados ojos de máquina recorrían la sala, en la que tal vez hubiera dos mil personas.

Fitzroy Jenkins pronunció otro nombre, un Rankowski de Illinois, después un Ross de Texas, un Waltzman de Nueva York, un…

¿Dónde está el Hombre?

Era imposible que estuviese ausente, imposible, pues era él el que había organizado y previsto todo aquello, desde hacía diez años. No estaba en el estrado, tenía que estar por fuerza en la sala… ¿Habría muerto, después de su última visita, en junio de 1980? El corazón de Liza dio un vuelco brutal… ¡OH, NO!

Fitzroy Jenkins estaba pronunciando otros nombres: un Peter King de California, un Tiede de New Hampshire, un Charles Williams de Luisiana…

«Liza, búscalo. Está ahí. Está en alguna parte de esta sala, en medio de esta multitud. Está mirándote…»

Fizroy Jenkins seguía llamando: Gil Gerónimo Yepes de Taos (Nuevo México) y después Jonny Dee Williams de Norfolk (Virginia)…

Los ojos de Liza se inmovilizaron por fin.

Acababa de descubrir por fin al Hombre.

Y, a pesar de su indestructible dominio de sí misma, algo la conmovió: el recuerdo del Hombre-montaña que había aparecido bruscamente ante ella, cuando tenía cinco años, y buscaba sus ojos y la miraba como nadie la había mirado nunca, como alguien que estaba en posesión de la verdad, y las palabras que susurró: «No estás sola…»

Sí que estaba allí, en la inmensa sala, apoyado en la pared, con su pensativo y amable rostro. «Pero está tenso». Liza vio una alta y hermosa joven rubia acercarse a él, pasarle el brazo bajo el suyo con cariño y como con aires de propiedad. Un sentimiento hasta entonces desconocido se apoderó de Liza, desagradable para ella, que hasta entonces no había sentido afecto ni resentimiento para con nadie. ¿Estaría casado? Tal vez tuviera hijos incluso.

Y entonces fue cuando sucedió.

Fue…

… como una comezón, un roce en la noche, la sensación nueva de un contacto dentro de sí misma, de su propio cerebro.

Como una llamada muy dulce y muy tierna, pero de una intensidad irresistible…

De repente, olvidó hasta al Hombre.

Incluso el Hombre dejó de contar, de existir.

Pues así fue como sucedió en el estrado del Waldorf Astoria. Ahora eran exactamente treinta, envueltos en la resplandeciente luz de los proyectores y ante las cámaras, exhibidos, reyes y reinas por un día subidos al pináculo, pero Liza no tuvo siquiera que mover la cabeza. Una certeza absoluta y una alegría salvaje y deslumbrante la embargaron al final de una espera de más de diez años.

SOIS SIETE.

Y resulta que los otros seis estaban allí, cerca de ella, a sus lados. Una felicidad casi insoportable la hizo estremecerse, la arrancó de sí misma. La inhumana soledad en la que había vivido siempre se esfumó de un golpe y por primera vez.

Somos siete, los Siete, por fin reunidos.

3

—He estado a punto de llegar tarde —susurró Ann.

Había pasado su brazo bajo el de Jimbo y descubrió hasta qué punto estaba éste tenso.

—¿Jimbo?

Él le cogió la mano y se la apretó, sin apartar la vista del estrado.

—Jimbo, deberías estar en ese estrado con Melanie, Mackenzie, Oesterlé y ese estúpido de Fitzroy Jenkins.

«Lo mismo daría que hablara a un pomo de puerta».

—¡Jolines, Jimbo! ¡Tú has hecho cien veces más que cualquiera de esos payasos!

En el estrado, Fitzroy Jenkins, con chaqué, estaba llamando, después de a una Elizabeth No Sé Cuántos de Minnesota, a un Martin Renkowskli de Illinois. Entonces la mirada de Ann se fijó en los adolescentes alineados, con una insignia redonda en el pecho, algunos ya con talla de adulto, otros aún niños, todos los cuales parecían intimidados y sonreían maquinalmente al vacío. La tensión de Jimbo aumentó. Ann alzó la vista hacia su marido: Jimbo estaba inclinado hacia delante, con sus pálidas pupilas más dilatadas de lo habitual.

Comprendió.

—Están ahí, ¿verdad?

No hubo respuesta. Se forzó para apartar la vista de su marido y volvió a escrutar los rostros de los adolescentes. Los Siete se encontraban entre ellos, eso era seguro, pero, ¿cuáles de ellos eran? Ann comprendió de repente que sólo una persona en el mundo podía identificarlos: Jimbo.

Tal vez los Siete no pudiesen siquiera reconocerse entre sí.

—Jimbo, responde a mi pregunta. O respondes con un sí o con un no o me marcho de esta sala, este hotel y esta ciudad. No hablo en broma.

Él acabó accediendo: vagamente.

—¿Sí o no, Jimbo?

—Sí.

—¿Dónde están?

Fitzroy Jenkins estaba anunciando al último de los treinta laureados: un minúsculo mestizo de indio y chicano al que el imbécil feliz de Jenkins llamó Gil Gerónimo Yepes.

—¿Quiénes son, Jimbo? ¿Cuáles de ellos?

Estuvo a punto de gritar de dolor: la enorme mano nudosa de Jimbo le estaba triturando la suya, con una crispación inconsciente, seguro.

—Pero, ¡que me haces daño!

Sin embargo, alertada, siguió mirando fijamente al estrado, convencida de que él acababa de descubrir algo.

Ella no vio nada.

Ahora bien, algo estaba ocurriendo allí que limbo Farrar fue el único en advertir, seguramente porque acechaba, esperaba, temía esa reacción.

Dispersos dentro del grupo de los treinta, los Siete se movían, todos juntos, milagrosamente juntos. Melanie Killian se había levantado y, flanqueada por Mackenzie y Martha Oesterlé, se movía entre los chicos, los besaba y los felicitaba.

Los Siete se movían. Convergían, no en un movimiento continuo y vivo que habría atraído la atención, sino con una progresión furtiva, milimétrica.

Amebiana.

Mediante ese desplazamiento difuso y casi invisible, en el estrado estaba formándose una entidad.

Dos de ellos se juntaron y después tres. Otro acudió y después otro y por fin los tres últimos.

La entidad estaba hecha, secreta pero indiscutible.

Jimbo Farrar se irguió, se relajó, apoyó la nuca en la pared y, embargado por una emoción mezcla de alivio y temor, cerró los ojos unos segundos.

4

Tenía, como los otros seis, todas las apariencias de un niño común y corriente, pero, ¡cuidado!

¡Cuidado!

Uno de ellos era como una serpiente enroscada, desconocida, dormida, que no atacaría, si no la atacaban.

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