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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (42 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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León se había llevado a Sátiro en una docena de viajes. El muchacho había remado, había servido como marinero y también como sobrecargo, contando ánforas. León consideraba que los chicos debían trabajar. Aquel verano, Sátiro se había embarcado dos veces en calidad de timonel, aunque como aprendiz, por supuesto. Si bien le gustaban mucho las chicas y el vino, por el momento el gran amor de su vida era el mar.

Sátiro sonrió. Sus amigos ya reclamaban su presencia.

—Llegaré puntual. Y haré un sacrificio a Poseidón para que regrese sano y salvo.

—¡Encárgate de regresar tú sano y salvo, chico! —gritó Terón hacia el grupo de Sátiro, que ya se perdía entre el gentío, cruzando la gran ágora donde confluían los cuatro distritos.

—Tú no crees en esas paparruchas, ¿verdad, Sátiro? —preguntó Dionisio. Éste era un año mayor que él, hijo de un macedonio al servicio de Tolomeo. Era un joven guapo, bien plantado e inteligente, capaz de citar casi todas las obras de Aristófanes y todos los libros nuevos de Menandro—. ¿Propiciarse la voluntad de los dioses? Eso es para campesinos.

Sátiro no estaba de humor para discusiones filosóficas, máxime teniendo en cuenta que Dionisio, pese a los aires que se daba, distaba mucho de tener la formación de Filocles.

—Mi preceptor dice que respetar a los dioses nunca está de más —respondió Sátiro.

—Eres un mojigato —replicó su amigo—. Si no tuvieras un cuerpo hermoso, nadie te dirigiría la palabra.

Sátiro había comprendido, gracias a su hermana, que a Dionisio le fastidiaba que él tuviera cautivado a todo el mundo por su buena actuación en el gimnasio.

—¡Buen combate, muchachote! —gritó Timarco, un oficial macedonio de caballería.

Eumenes lo saludó con el brazo desde lo alto de la escalinata y Sátiro correspondió al saludo.

—¡Cuántas atenciones de un puñado de viejos soldados acabados! —bufó Dionisio.

—Fueron amigos de mi padre. Y ahora lo son míos —dijo Sátiro.

—Se te ve mucho menos gazmoño con los labios de una flautista comiéndote el rabo —dijo Dionisio. Algunos muchachos rieron.

La ética un tanto espartana de Sátiro incomodaba a muchos de sus amigos, quienes agradecían que les recordaran que el joven era tan humano como ellos. Pero Abraham, un chico más joven con lustrosos rizos morenos y constitución de luchador, saltó en su defensa.

—Sois un atajo de impíos —dijo—. ¡Pagaréis por ello, ya veréis!

Fue decirlo y echarse a reír, porque era una de las observaciones favoritas de su padre.

Sátiro se sonrojó y se echó la clámide al hombro, prenda que en Alejandría solía ser muy ligera.

—Sea como fuere —dijo a sus amigos—, me voy al templo de Poseidón.

—¡Bah! No hay chicas guapas, ni tabernas que destrozar, ni actores. ¿Qué gracia tiene? Yo me largo a casa de Cimon; te espero allí.

El lugar aludido era un garito que frecuentaban bastante, situado en el límite de varios barrios, tanto en el sentido geográfico como en el legal. Era un domicilio privado donde se servía vino todo el día en una suerte de simposio permanente, donde muchas mujeres, y no pocos hombres, retozaban con los clientes. La casa se alzaba en la larga lengua de tierra donde Tolomeo estaba construyendo el faro, y tenía unas espléndidas vistas al mar. La inscripción de encima del dintel decía que era «una casa de mil brisas», frase que Dionisio traducía como «la casa de las mil mamadas» en cuanto tenía ocasión, para mayor regocijo, al menos aparente, del dueño.

Cimon era un antiguo esclavo que había adquirido prominencia regentando un burdel. Sátiro sabía que había sido uno de los hombres de León, y que éste había estado a punto de ser propietario de la taberna. Sátiro iba a casa de Cimon porque sabía que era seguro, mientras que Dionisio frecuentaba el lugar porque creía que era peligroso. Sátiro se preguntó cómo reaccionaría éste en una tempestad en el mar o en una batalla: pese a sus aires de niño bonito, sospechaba que su amigo tenía agallas.

—Entonces nos vemos en casa de Cimon —dijo Sátiro.

—Te reservaré una flautista —respondió Dionisio—. Su coñito será salado como el mar… Quizá deberías hacer tu sacrificio a Poseidón dentro de él.

Sátiro volvió a sonrojarse y sonrió. Abraham pegó un manotazo al macedonio.

—Bromeas demasiado con las cosas sagradas —le recriminó, y esta vez habló casi en serio.

Los demás muchachos estaban divididos entre los dos favoritos y sus respectivas intenciones.

Teodoro se rio.

—Está cantado —dijo—. Si voy al templo de Poseidón con Sátiro, mi padre se cagará de contento. Si vuelve a pillarme en casa de Cimon me largará el sermón sobre el
opson
y la disipación y no me veréis en una semana. ¿Poppy? —dijo, y un niño esclavo fue a su encuentro—. Poppy, corre a decirle a mi padre que me voy al templo de Poseidón a ofrecer un sacrificio. Que te dé algo de dinero.

Los demás jóvenes rieron. Jenofonte, hijo de Coeno y el mejor amigo de Sátiro, meneó la cabeza.

—Ninguno de vosotros vivirá para siempre en el Elíseo —dijo.

—Perderás interés por la religión cuando dejes de tener granos —se mofó Dionisio, fingiendo que le quitaba una espinilla—. ¿Tal vez son un regalo de los dioses?

Jenofonte dio un paso hacia el macedonio.

—Que te follen, amante de chicos.

—Oooh —dijo Dionisio en tono burlón—. Qué religioso. —Hizo adiós con la mano, al tiempo que se zafaba lánguidamente de Jenofonte—. Otro día, querido. Y sólo me gustan los chicos con el cutis fino. Como Sátiro, por ejemplo.

El chico notó que se ruborizaba mientras el macedonio se perdía entre la multitud con una docena de muchachos muertos de risa.

—Lo mataría —dijo Jenofonte, congestionado de ira.

—No seas crío —intervino Abraham—. Siempre caes en su juego. Tienes granos, ¡mira tú por dónde! Y yo soy judío, y el padre de Sátiro está muerto: todo es molienda para Dionisio. —Se encogió de hombros—. La verdad, Jenofonte, es que ni siquiera tiene mala intención, y siempre se sorprende con la virulencia de tus reacciones.

—Mi padre dice que cuando un hombre me ofenda, debo luchar con él —expuso Jenofonte.

—Pues mi padre dice que cuando un hombre blasfema debería matarlo —replicó Abraham enarcando una ceja.

Jenofonte dejó que su rabia se disipara y meneó la cabeza con aire de arrepentimiento.

—¿Qué, ya podemos ir al templo? —preguntó Sátiro—. Abraham tiene razón, Jeno. Dionisio hace lo mismo con todos. Sólo tienes que saber encajarlo, como un golpe en la palestra.

—Para ti es fácil decirlo —replicó el aludido—. No tienes ni un granito.

—Al templo de Poseidón —dijo Sátiro como si fuese una orden en el campo de batalla, y por fin se pusieron en marcha.

Desde la escalinata del templo veía el casco oscuro del barco de León con su vela dorada. Era difícil no identificar la nave, con las bordas y los remos pintados de bermellón relucientes bajo el sol, navegando de bolina para doblar el cabo tan cerca del templo que Sátiro alcanzaba a oír los gritos del oficial de remeros y a ver al propio León de pie junto a la borda. El muchacho había imaginado muchas veces que iba al mando del
Loto Dorado
. Había efectuado dos viajes a bordo de aquella nave, uno tan sólo hasta Chipre, el otro a través del mar hasta las costas de la Galia, sirviendo a las órdenes del timonel Peleo, uno de los héroes del panteón adolescente de Sátiro.

—¡Tío León! —gritó a través de medio estadio de agua.

León, más cerca de las voces del timonel y del crujido de los remos, no le oyó mientras el hermoso barco avanzaba veloz. Cuando pasó por delante del templo, los marineros estaban arriando la vela y todos los remeros iban ocupando sus puestos en los bancos para fondear en el puerto.

—¡Tío León! —gritó Sátiro otra vez, y sus amigos se hicieron eco de la llamada. Entre todos consiguieron captar la atención del mercader negro, que saludó con la mano. León regresaba de un viaje a través del Egeo hasta el Euxino, visitando a viejos amigos y evitando toparse con enemigos. Había llegado hasta Heracles o quizás incluso hasta Sinope. Corrían tiempos difíciles para el comercio: todos los contendientes de la Gran Guerra tenían flotas, y los distintos bandos habían autorizado a los piratas a apropiarse de los cargamentos en su nombre. Atenas, Rodas y Alejandría seguían intentando mantener abiertas las rutas comerciales, pues las tres ciudades necesitaban que el comercio floreciera.

Detrás del buque insignia de su tío iban una docena de mercantes y luego las velas triangulares de seis pesados trirremes. León era rico, incluso para los estándares de Alejandría, y cuando formaba un convoy, sólo una flota habría podido apoderarse de sus barcos.

—Mira qué maravilla —dijo Jeno—. Mi padre dice que cuando cumpla los dieciséis podré ir con León como marinero.

Sátiro sonrió. Él ya había ido como marinero y esperaba volver a hacerlo pronto… como timonel. La idea siempre le rondaba la cabeza.

Pero en la villa corría el rumor de que León iba a llevarlos a casa.

—Me encantó hacer de marinero —dijo Sátiro—. Me gustaría salir al mar otra vez, aunque fuera como remero.

—He oído por ahí que eres un príncipe —replicó Abraham riéndose—. No es probable que el rey Tolomeo te permita embarcar otra vez como marinero. Jeno, en cambio… Los griegos distinguidos van a un óbolo la docena.

—A un óbolo la docena, no —contestó Sátiro con un encogimiento de hombros—. De ser así, Tolomeo no andaría tan desesperado por conseguir colonos griegos.

—Bien argumentado —observó Abraham acariciándose la barba. Una de sus mejores virtudes era que estaba abierto a toda discusión razonada y que admitía la derrota con elegancia. El joven judío se detuvo al llegar al recinto del templo—. Acataré los preceptos de Jehová y mantendrá mi cuerpo alejado de vuestra idolatría —dijo. Su sonrisa transmitió el mismo reparo que sus palabras.

Sátiro asintió. En Alejandría convivían veinte religiones y cientos de herejías, todas las cuales fascinaban a su hermana. La mayoría de los ciudadanos habían aprendido a aceptar las demás religiones, aunque no fueran del todo respetadas. El pueblo de Abraham era monoteísta, con unas pocas excepciones y un complejo conjunto de creencias sobre una encarnación femenina de la sabiduría, Sofía, y no erigían templos ni estatuas. «Tampoco son tan distintos de Sócrates», pensaba Sátiro.

—Disfruta del panorama —dijo Sátiro, y entró en el templo seguido de cerca por Jeno y Teodoro.

Justo cuando encontraron a un sacerdote, el pequeño esclavo de Teodoro alcanzó a su amo y le dio un monedero.

—¡Caballeros, somos solventes! —anunció éste—. ¿Pedimos un carnero?

—Sería muy noble —aceptó Jeno con entusiasmo.

—No puedo cubrir mi mitad —dijo Sátiro, tras sacar el monedero del peto de su quitón.

—No seas tonto, hombre. Paga mi padre. —Teodoro se volvió hacia el sacerdote y dijo—: Nos gustaría sacrificar un carnero blanco por el regreso seguro de don León. Ahora mismo está doblando el cabo a bordo del
Loto Dorado
.

—Desde luego, señor —contestó el joven sacerdote con una reverencia.

Acceder a un puesto en el nuevo templo de Poseidón era bastante fácil, y la mayoría de los sacerdotes eran arribistas. Aquél no era distinto. Los examinó con ojo clínico y decidió que Teodoro, el que llevaba el monedero y clámide de seda, debía de ser quien mandaba.

—Deja que os elija un buen animal —añadió, inclinándose de nuevo.

—Representa al dios —se quejó Sátiro, torciendo el gesto—. Digo yo que debería mostrarse más espiritual.

Jeno asintió.

—Desde luego, sois tal para cual —dijo Teodoro, riéndose—. Escuchad, chavales. Si fuese alguien, estaría en un gimnasio. ¿Lo conoces? No. Es mi dinero lo que le llama la atención, igual que a todos los sacerdotes. Su madre es oriunda de aquí y él intenta abrirse camino… mostrándose tan empalagoso como sea posible. Todos los egipcios son unos aduladores.

El sacerdote regresó con un carnero blanco, un animal muy halagüeño.

—¿Mi señor? —dijo a Teodoro.

—En realidad es mi amigo quien hace el sacrificio —explicó éste con desdén—. Yo sólo asisto.

Sátiro cogió el dogal del animal y lo condujo al altar. El carnero se resistió en cuanto olió la sangre, pero el muchacho era demasiado fuerte para él y no le costó pasar la soga por la argolla del altar antes de que el joven animal pudiera hincar las pezuñas en el suelo para tirar. Sátiro enroscó la cuerda dos veces en torno a su brazo izquierdo, desenvainó la espada, desdeñando la daga que le ofreció el sacerdote, y tiró del dogal, de modo que el carnero quedó casi de puntillas. Con un movimiento rápido rebanó el cuello de la res, al tiempo que giraba sobre sus talones para evitar el chorro de sangre. El sacerdote se acercó con un cuenco para recogerla.

—Lo has hecho muy bien —dijo Teodoro—. ¿Me enseñarías? Mi padre…

Sátiro sonrió, aunque las coyunturas de ambos hombros le dolían de resultas del combate de pancracio. Se volvió hacia el sacerdote y le dio una moneda de plata.

—Un segundo sacrificio nunca está de más, ¿verdad?

Guiñó un ojo y el sacerdote hizo una reverencia.

—¿Una cabra, señor?

—Sí —dijo Sátiro, marchándose con el sacerdote—. ¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Namastis —contestó. Era un par de años mayor que Sátiro y tenía la barba rala—. Namastis, señor.

—Escucha, Namastis —dijo el joven. A su hermana se le daban mejor aquella clase de cosas, pero no dejaba de oír una y otra vez los comentarios que Teodoro acababa de hacer—. Tú vales tanto como cualquiera de nosotros, y eres sacerdote de un gran dios. Los griegos nunca se llaman señor entre sí. Los sacerdotes son famosos por su desdén. —Sátiro sonrió—. Agradezco que no seas desdeñoso, pero no debes llamarnos señores.

Namastis entornó los ojos, receloso de que Sátiro le estuviera tomando el pelo. Sátiro le sostuvo la mirada.

—Muy bien —dijo Namastis—. Ahora te traigo una cabra, si te parece.

—¡Exacto! —dijo el muchacho—. Me llamo Sátiro —se presentó, tendiéndole la mano.

Namastis se la estrechó sonriendo cautamente. Su mano estaba fláccida.

—Ahora aprieta —indicó Sátiro. Los egipcios nunca acababan de captar cómo se daba un apretón de manos a la griega.

Namastis apretó con cautela, pero Sátiro sonrió al tiempo que asentía.

—Zeus Páter, Sátiro, ¿tienes que hacerte amigo de todos los mestizos de la ciudad? ¿Tienes la casa llena de gatos callejeros? —preguntó Teodoro.

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