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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (50 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Sátiro se sentó en un diván y se desató las sandalias. Tenía los pies mugrientos. La boca de Amastris le había sabido a juventud; muy diferente de la canela y el clavo de la de Fiale. Pese a la proximidad de la muerte, o quizá debido a ella, era incapaz de apartar a la princesa de sus pensamientos.

—Te ha encontrado, ¿verdad? —preguntó Melita, tendiéndose con cuidado en el diván que compartían. No quería ensuciarlo. Su bonito quitón tenía una mancha de algo que parecía brea y otra de algo aún peor—. Hueles a su perfume. Y parece que te haya alcanzado un rayo… o Afrodita.

Calisto se aproximó a Sátiro para recoger sus sandalias con mucha ceremonia. Al hacerlo dejó caer una concha de ostra en el regazo del chico. Un trozo de papiro enrollado asomaba entre las valvas, y Sátiro rodó por el diván para cogerla al vuelo.

—¡Gracias, Calisto! —dijo—. ¡Has vuelto sana y salva!

—Siempre es un placer ayudar a la diosa —dijo la esclava remilgadamente, y le dedicó una sonrisa radiante—. Hace una hora que hemos regresado. —Y luego, más seria, agregó—: El maestro Filocles ha matado a un hombre. Lo he visto. Y el amo Coeno ha matado a otro.

León estaba resumiendo las condiciones del exilio de Sátiro a su esposa. El muchacho echó una ojeada al papiro, que decía tan sólo: «Cuídate mucho y regresa.»

Sátiro sonreía como un idiota.

Nihmu le miró a los ojos y sonrió.

—Te veo muy contento para ser un muchacho a quien acaban de atacar en la calle y que ha sido exiliado —señaló.

Sátiro intentó cambiar de expresión.

—Tienes que enviarle respuesta —dijo Melita. Le dio un codazo en el costado que le hizo cosquillas—. Calisto se la llevará mientras hacemos el equipaje.

—No, imposible —adujo Calisto—. Tal vez mañana. El amo León ha ordenado que ningún esclavo salga de la villa hasta que él lo autorice.

—¿Qué voy a decirle, de todos modos? —preguntó Sátiro. De súbito entendió las complicaciones que acarreaba haber besado a la pupila de Tolomeo, la hija del tirano más poderoso del Euxino. Unos hombres habían intentado matarlo en la ciudad que había comenzado a sentir como propia. Estaba desorientado, como si el mundo se hubiese desprendido de su eje.

—¿Y si le dices que la amas? —sugirió su hermana, y le dio otro codazo.

—¡Voy a embarcarme como infante de marina! —anunció Jeno desde el diván contiguo—. ¡Qué importa que te exilien! ¡Serás navarco! ¡Lucharemos contra los piratas!

—Yo también voy —anunció Melita.

Jeno sonreía extasiado.

—Te protegeremos,
despoina
—aseguró. Acto seguido mudó la expresión al darse cuenta de lo mal recibido que había sido ese comentario.

Sátiro reparó en el enojo de su hermana.

—¡No quiero que me protejan, niñato! —espetó Melita—. ¡Si tuvieras tanto seso como granos, lo sabrías de sobra!

Abatido, Jeno rodó en su diván mirando hacia otro lado, y el rubor de su rostro se le extendió hasta el cogote.

—¡Por Artemisa, diosa de las vírgenes, ojalá mate a un pirata en las narices de este mocoso! —proclamó Melita.

Nihmu se inclinó hacia los jóvenes.

—¿Deseas ir como arquera, tal vez? ¡Mi marido podría establecer una nueva costumbre! —Sonrió de manera enigmática. De niña, Nihmu había sido un oráculo entre los escitas del mar de hierba. Sus poderes vaticinadores la habían convertido en una joven con cabeza para los números, y se había casado con León después de la segunda expedición de éste a oriente—. ¿Tripulaciones de amazonas? ¿Qué te parece? —preguntó.

Al ser la única otra mujer sakje, Nihmu era una amiga muy querida de Melita, un puente entre el mundo de Alejandría y el mar de hierba. La joven rio.

—¿Por qué no? —preguntó—. Una vez en el mar, ¿quién se enteraría?

—Los demás arqueros —intervino León, levantando la voz desde su diván—. Debéis tomaros esto en serio, amigos. Ya estamos en guerra.

Melita se levantó y alzó su copa de vino.

—Siempre hemos estado en guerra, tío León. Sólo que lo olvidamos.

Safo meneó la cabeza, como negando tal aseveración, pero Filocles, que llegó con el diafragma envuelto en vendas de lino, asintió.

—Tiene razón —dijo—. La vida es guerra.

—No nos vengas con Heráclito —repuso Safo.

—¿Adonde iremos, tío? —preguntó Sátiro. Haber besado a Amastris y saber que iba a embarcarse como navarco, todo en un mismo día, le parecía el colmo de la felicidad a pesar de todo lo demás, y la idea de vengarse de los asesinos de su madre se fue alejando de su mente.

—Nosotros no vamos a ir a ninguna parte —dijo León—. Tú vas a llevar el
Loto Dorado
a Rodas, donde dejarás un cargamento de grano que necesitan desesperadamente. Luego, si el timonel está de acuerdo, tomaréis rumbo al norte para rodear Lesbos hasta Metimna y cruzaréis a Esmirna, entregaréis un cargamento de cuero y recogeréis otro de tinte. Y luego de vuelta a casa con el viento. Tres semanas si vais rápido; un mes como mucho. Para entonces, me atrevo a decir que el rey volverá a ser amigo tuyo.

Melita engullía calamar a la parrilla a tal ritmo que Sátiro se mareó.

—¡Tenemos que hacer el equipaje! —dijo la joven.

—¿Y si cuando regreso no es nuestro amigo? —preguntó Sátiro. «¿Y si el rey se entera de que he besado a su pupila?»

Diodoro terminó de beberse un cuenco de sopa. Se limpió la boca con su peludo antebrazo y Safo hizo un ademán de resignación.

—¡Si es así, tendremos al
Jacinto
en el puerto exterior para que te lo lleves a Cirene! —Rio y alargó la copa a su esposa para que le sirviera más vino. Safo torció el gesto. Diodoro miró en derredor—. Escuchad, amigos. Nos hemos ablandado. Ahora toca volver a ser duros. Nosotros, aquí, disponemos de un mes para hacer todo el daño que podamos a Estratocles. Tenemos que acabar con él y con su base de operaciones en esta ciudad. Esto vale para todos los sirvientes, todos los esclavos. Si veis a un criado del ateniense proveyéndose de agua, pegadle. ¿Entendido?

Los sirvientes presentes en la sala asintieron. Unos parecían entusiasmados con la idea, otros parecían asustados.

—Puedes disponer libremente de mi gente y mis trirremes, hermano —dijo León a Diodoro, y acto seguido se encogió de hombros—. Por supuesto, eso es lo que vamos a hacer: que los gemelos viajen de un sitio a otro hasta que se resuelva el problema, mientras nosotros luchamos contra Estratocles en la sombra. —Dedicó un gesto de disculpa a su esposa—. La situación será peliaguda. Los macedonios no van a quedarse cruzados de brazos.

Sátiro mojó pan en la salsa de pescado.

—Pero Filocles vendrá con nosotros —dijo el muchacho. Y de pronto lo comprendió—. ¿No vendrá? —agregó, siendo consciente de que estaba mostrando debilidad.

—Ha llegado la hora de que vueles por tu cuenta —dijo el preceptor.

—¿Y Terón?

Éste, tendido junto al espartano, levantó la cabeza para mirar a Sátiro.

—Según parece, Filocles y yo vamos a reclutar un ejército para defenderos, mi príncipe.

Sátiro recordó que aquel mismo día había soñado con tener el mando del
Loto Dorado
.

Luz de candela, y Melita de pie junto a su cama.

—¡Carlo ha vuelto! Herido, pero ha vuelto. Filocles está con él.

Sátiro se puso de pie de un salto con la soltura que confiere la práctica para seguir a su hermana por el pasillo a oscuras y a través del patio que comunicaba las dos casas. Era capaz de ir a ciegas hasta las habitaciones de su preceptor.

Carlo ocupaba por completo la cama de Filocles, que ya era mayor de lo normal, y aun así le colgaban los pies.

—Debo de haber enviado al infierno al menos a una docena de ellos —dijo con su marcado acento—. Al principio llevaba las de ganar, pero había más, muchos más. Unos cincuenta. —El corpulento celta meneó un poco la cabeza—. Zeus Sóter, he tenido miedo, pero de pronto se han largado como una manada de ciervos huyendo en los bosques.

—No les habían pagado bastante para enfrentarse hombre a hombre contigo, Titán —dijo Filocles—. Por si te consuela, me parece que vamos a ir bastante pronto a esos barrios que querías limpiar.

—Ajá —gruñó el celta, y se quedó dormido.

—¿Vivirá? —preguntó Sátiro.

—¡Mira la musculatura de ese pecho! —dijo Filocles—. Sí, ninguna de esas dagas le ha atravesado el músculo. Eran hombres valientes y desesperados, Sátiro. Menospreciar a tus oponentes siempre es una pérdida de tiempo. Imagínate, enfrentarse a Carlo en plena noche. Dos hombres se acercaron lo suficiente para alcanzarlo.

—Ha perdido el conocimiento —señaló Melita.

—Adormidera. Ha tomado una gran cantidad —explicó Filocles—. Al menos todos hemos regresado a casa. Ya estoy algo más tranquilo. Por un momento he llegado a pensar que iban a acabar con todos nosotros. Ares, me estoy haciendo viejo.

—Me gustaría que vinieras con nosotros —dijo Melita.

—A mí también —intervino Sátiro, que se encontró con que estaba cogiendo a su hermana de la mano.

El espartano se levantó, haciendo una mueca de dolor y procurando no cargar el peso en la pierna izquierda.

—Escuchad —dijo, apoyando las manos en los hombros de los gemelos—. Pitágoras nos enseña que en la vida hay cuatro estaciones, tal como las hay en el mundo. La primavera, cuando eres niño; el verano, en el esplendor de la edad adulta; luego el otoño, cuando un hombre alcanza su pleno poder y la belleza de las mujeres comienza a declinar; y el invierno, cuando envejecemos hacia la muerte. ¿Sí?

—Sí —respondieron los gemelos al unísono.

—A mi juicio, ya habéis pasado de la primavera al verano. Melita, ya eres una mujer, y Sátiro, ya eres un hombre. ¿Cuál es la primera lección?

Los gemelos hablaron a la vez, casi al unísono.

—A tus amigos harás el bien y a tus enemigos harás daño.

—Ésa es la lección —corroboró Filocles—. Procurad vivir con arreglo a ella.

Todavía era oscuro cuando los llevaron a remo hasta el
Loto Dorado
, que había salido del embarcadero y aguardaba delante de la playa. Los remeros lo mantenían en su sitio, compensando la brisa de antes del alba. Melita se encaramó por el costado y Sátiro saltó a cubierta por la borda, yendo a parar en medio del barco.

Peleo
el Rodio
, el timonel de León, estaba de pie con las piernas separadas para contrarrestar el balanceo de la nave.

—Bienvenido a bordo, navarco —dijo, poniendo énfasis en el cargo, aunque no en tono de mofa.

—¡Peleo! —exclamó Sátiro. Estrechó el brazo del timonel, que correspondió a su gesto. Dio unos pasos atrás—. Ésta es mi hermana, Melita.


Despoina
—saludó Peleo, y enseguida le dio la espalda, agarrando a Sátiro del brazo—. Alejemos el
Loto
de la costa. Luego ya tendremos tiempo para chicas, órdenes y todas las estupideces que trae estar en tierra, ¿eh? ¿Es tu primera vez al mando? ¿Estás nervioso, chico?

—¡Sí! —admitió Sátiro. Miró a Melita, que ponía cara de guardarse sus opiniones para sí, pues no había pasado por alto el comentario de Peleo. Debía lograr que el timonel, cuyo desagrado por las mujeres en el mar era legendario, aceptara la presencia de su hermana. Y también debía conseguir que su hermana… bueno, que acatara la disciplina.

—Olvídate de los nervios —dijo Peleo—. ¡Remeros! ¿Me oís?

Tras un coro de afirmaciones, el rodio se volvió hacia Sátiro.

—Listos para zarpar, señor.

Sátiro llevaba navegando desde los nueve años de edad, pero el corazón le palpitaba como si estuviera librando un combate a muerte. Tomó aire y procuró hablar con firmeza.

—Avante —ordenó, como si fuese lo más normal del mundo estar al mando de un buque de guerra.

Como alas, los remos se alzaron a la vez y dieron la primera palada. De pronto estuvieron avanzando, y esa primera vez la sensación de volar fue tan intensa que raras veces se repetiría en la vida de Sátiro.

A dos estadios del puerto de Alejandría, un hombre con una cicatriz se apoyaba en la borda de un trirreme, con la cabeza envuelta en vendajes y protegiéndose los ojos con las manos, observando la familiar silueta del
Loto Dorado
, que cobraba velocidad mientras los primeros dedos de la aurora rasgaban el cielo.

—Allá van —dijo Ifícrates—. Los mocosos de Kineas —masculló.

El latino, Lucio, se encogió de hombros.

—Francamente, jefe, me parece que los dioses los aman. Creo que deberíamos dejar que huyan; adiós y hasta nunca.

—No podría estar más de acuerdo contigo —dijo Estratocles—. Sin embargo, quiero que los busques en el mar y que los mates. Probablemente sea lo mejor —agregó tras un momento de vacilación—. Lo de anoche fue demasiado sangriento y evidente, y tarde o temprano ese parásito gordo de Gabines sabrá que fue cosa mía.

—Prestamos un servicio público —dijo Lucio—. La cantidad de matones callejeros que murió anoche sin duda hará que esta ciudad sea un lugar más seguro —agregó, riendo.

Ifícrates meneó la cabeza.

—Tendríamos que haberlos liquidado. Y de paso acabar con Diodoro y con el puñetero León.

—Estuvieron al corriente de nuestras intenciones desde el principio, caballeros —dijo Estratocles—. Perder me gusta tan poco como a cualquiera, pero da gusto enfrentarse a enemigos de valía. Tendrás que estar a la altura, Ifícrates. El
Loto Dorado
es el barco más peligroso de estas aguas, o al menos eso me han dicho.

El mercenario ateniense de la cicatriz se estiró y meneó la cabeza.

—He combatido en el mar desde los doce años, Estratocles, y en mis tiempos me llevé por delante a un buen puñado de rodios, cosa que nunca resulta fácil. Pero si se me presenta una buena ocasión, los venceré. Las nuevas máquinas me darán una ventaja que no se esperan.

—¿Máquinas? —preguntó Lucio. No le faltaba inteligencia, pero la reservaba casi toda para la guerra.

—Como grandes arcos, con trinquetes para amartillarlos. Lanzan saetas del tamaño de una sarisa, capaces de atravesar el casco de un trirreme.

—No obstante —agregó Estratocles—, tu primer deber es mantenerme informado. Necesito saber qué está tramando el Tuerto en la costa de Siria y en Chipre. Y lo que está haciendo Rodas, adonde se dirige el
Loto Dorado
. ¿Es preciso que diga más?

—No, señor —contestó Ifícrates.

—Pues a por ellos —dijo el ateniense, y dio una palmada en la espalda al mercenario—. Yo me encargaré de los asuntos de aquí. He fomentado una buena dosis de traición. Los macedonios son la raza más pérfida de la faz de Gaia. ¡Y dicen que los griegos son traidores! —Se rio. Luego se volvió de nuevo hacia Ifícrates y le apoyó una mano en el brazo—. No pierdas el tiempo ahí fuera. Me consta que llevas la piratería en las venas, pero necesito tus informes, y necesito saber cómo salir de aquí. Cuando Gabines comience a atar cabos, me perseguirá como un cerdo chapoteando en una pocilga. ¡Qué se le va a hacer! Y León contraatacará, después de lo de anoche. Cuenta con ello.

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