Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (10 page)

BOOK: Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles
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—Jaime —sonrió Marian—; según una fábula, la zorra, al no poder alcanzar las uvas, dijo… dijo que estaban verdes y se marchó. Adiós y feliz viaje.

Estas palabras se las dirigió Marian a la espalda de Jaime Palacios, que se alejaba rápidamente hacia su casa. La joven le vio marchar y, por fin, encogiéndose de hombros, cerró la ventana y se volvió para regresar al sofá.

Un grito de asombro brotó de sus labios al ver que el sofá estaba ya ocupado por un hombre vestido a la moda mejicana, con altas botas de montar, chaquetilla corta, sombrero de copa cónica; pero cuya principal característica eran los dos revólveres que pendían de su cinturón canana de bien repujado cuero, y el negro antifaz que cubría su rostro.

—¿Qué hace usted en mi casa? —tartamudeó Marian.

—La he estado escuchando, señorita —replicó el enmascarado—. Supongo que ya sabe quién soy, ¿no?

—¡
El Coyote
!, —murmuró Marian Louise O'Connor, sintiendo hielo en su corazón.

—Sí, soy
El Coyote
. No hay muchas personas que puedan vanagloriarse de haber sido escuchadas por mí. Una fábula muy interesante, la de la zorra y las uvas. Mi esposa, la zorra, dijo que estaban verdes porque no pudo alcanzarlas.
El Coyote
nunca dice que están verdes las uvas; porque él siempre las alcanza. Las uvas y lo que sea.

Marian se había ido serenando.

—Hermoso rostro el suyo, irlandesita. No honra usted a su raza; pero eso no quiere decir que no sea usted una de las mujeres más lindas que he conocido. Y, además, es usted de mi clase. Si hubiera nacido hombre habría sido un alegre bandolero que habría asaltado iglesias, castillos, conventos… ¿Le gustan los brillantes?

—Enséñeme uno y le diré si me gusta o no —replicó Manan.

El Coyote
sacó del bolsillo un anillo de oro en cuyo centro brillaba el más hermoso brillante que Marian Louise O'Connor había visto en su vida.

—¡Oh! —Exclamó, mientras su alma se sentía cegada por aquellos cálidos y a la vez fríos destellos—. ¡Qué hermoso!

El Coyote
se lo tendió, invitando:

—Véalo más de cerca. No creo que vuelva a ver otro semejante.

—¿Por qué?

—Porque éste es único. Lo traje de Méjico. Lo lucía una virgen de Guadalupe en un dedo. A ella no le hacía ninguna falta. Estaba en una iglesia de un pueblecito. Me ha traído mucha suerte.

—¿Qué quiere a cambio de él? —preguntó Manan.

El Coyote
sonrió, complacido.

—¿No cree en las dádivas desinteresadas? —preguntó.

—Soy incapaz de dar nada por nada. ¿Por qué han de ser los otros mejores que yo?

—Es cierto. El que imagina a los demás mejores que él, comete un error. Siempre debe irse prevenido y pensar que los demás son peores que uno mismo. Así se evitan sorpresas desagradables. Si yo me enamorase de una mujer, me gustaría enseñarle alguna de mis gracias. Eso lo hacen todos los hombres. Le enseñaría a… perforar orejas de un tiro. Ya sé que no a cosa propia de una mujer; pero no deja de tener emoción. Al principio que se practica, uno falla lastimosamente. En vez de dar en la oreja, da en la nariz, o en la boca, o en un ojo, y se malogra el buen efecto del disparo. A veces, y eso es lo peor, no se da en ningún sitio, y entonces no queda ni el recurso de decir que se quería dar en la oreja o en la nariz, o en la boca, o en los sesos.

—¿Me quiere enseñar el manejo del revólver?

—No he dicho que esté enamorado de usted, aunque le reconozco cualidades físicas muy agradables. Las morales no lo son tanto; pero eso no sería un obstáculo muy grande para mí. No puedo exigir mucha moralidad, porque la mía es muy escasa. Además, aunque es usted hermosa, no le ofrecería un brillante valorado en treinta mil dólares por algo que puedo encontrar mucho más económicamente. Incluso sin dar nada a cambio.

—¿Lo dice por mí?

—No. Ya sé que usted es muy cara, Marian. Pero yo sé que Lehatzky está enamorado de usted.

—¿Lehatzky? ¿Quién es Lehatzky? No conozco a nadie que se llame así.

—Nicholas Lehatzky es una figura muy notable. El Estado de California lo busca para ahorcarle. El estado de Tejas desea ahorcarlo, también. En Kentucky desean darle dos mil latigazos seguidos. En eso demuestran más imaginación que los otros Estados. En Kansas hay un grupo de pieles rojas que desean entretenerse con él durante un par de días. En el territorio de Nuevo Méjico hay tres hombres que, si pusieran las manos encima de Lehatzky, le harían añorar las dulces manos de los pieles rojas de Kansas. Además, le buscan en Chicago y en Nueva York por ciertos delitos de poca importancia. Sólo tres condenas de muerte en cada uno.

—¡Magnífico personaje! —comentó Marian, contemplando el brillante.

—Sí, es un magnífico personaje. Y estoy seguro de que en cuanto usted demostró admiración por su destreza, él se desvivió por enseñarle el truco. A Lehatzky siempre le han vuelto loco las pelirrojas. Tan loco que los motivos por los que se le busca en Tejas y en Kentucky, así como dos de los que atrajeron hacia él la atención de la Policía de Nueva York y Chicago, son cuatro lindas pelirrojas por las cuales se volvió tan loco que terminó estrangulándolas. ¿No le ha acariciado nunca el cuello con las manos que recuerdan el roce de tantos reptiles como dedos hay en ellas?

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Marian. Y en voz más baja pronunció, interrogadoramente, un nombre.

—El mismo. Lo ha reconocido por el detalle de los diez dedos que acarician antes de matar, ¿verdad?

—Sí —jadeó Marian. Y luego—: ¡Dios Santo! Es un monstruo.

—Hasta ahora le ha contenido el temor de que si se encontraba el cadáver de otra pelirroja estrangulada, la curiosidad de la Policía se despertase de nuevo y Los Ángeles fuese mal refugio para él. Por eso está usted viva.

—Huiré de aquí en seguida —musitó Marian, pensando en el dinero que Lehatzky le había confiado.

—Hará muy bien; pero antes quiero que me enseñe ese truco de Lehatzky. Por él pago una pequeña fortuna. ¿Acepta?

—Sí —replicó Marian—. Es muy sencillo. Se trata de poner la mano así…

Cinco minutos bastaron para que el secreto quedara revelado y aprendido. Luego,
El Coyote
se inclinó sobre la mano de Marian y mientras la besaba, murmuró:

—¡Es lamentable que deba usted marcharse! Me está gustando más por momentos.

—Creí que era usted capaz de dominar sus sentidos. Le tiembla la mano, señor
Coyote
.

—Es por el brillante. Ahora que ya sé lo que necesitaba saber, me muero de deseos de quitárselo.

—¡No hará eso! —gritó Marian, escondiendo la mano.

El Coyote
se echó a reír.

—No voy a decir nada nuevo; pero resulta admirable ver cómo los viejos adagios son siempre actuales. Si las mujeres defendieran ciertas joyas como defienden otras, el mundo sería mejor. En fin; procure marcharse en seguida. Sé que tiene lo suficiente para vivir sin apuros. Si Lehatzky se entera de que me ha enseñado el truco…

Al pronunciar estas palabras,
El Coyote
acarició el cuello de Marian, quien dio un salto atrás, palideciendo de tal forma que
El Coyote
tuvo también la impresión de que la cabellera de la joven era fuego sobre nieve.

—¡Es horrible! —gimió Marian.

—Las ovejitas no deben nunca mezclarse con los lobos, señorita. Esta noche proporcionó usted a Lehatzky un colmillo de acero toledano. El lobo lo hizo hundir en el corazón de James Darby, y si se hacen preguntas, alguien dirá dónde estuvo usted esta noche antes del crimen. Si fuera en tiempo de la dominación española, e incluso de la mejicana, le garantizaría la admiración del tribunal que juzgara su caso; pero los yanquis no entienden de finuras y serían capaces de colgarla por el cuello junto a Lehatzky, sin emocionarse por sus cabellos rojos y esas deliciosas pecas que tiene en las mejillas. No, no sería un espectáculo bonito verla… Bueno, ya sabe lo feos que se ponen los hombres cuando los ahorcan. Las mujeres son peores. Al fin y al cabo a ellas no se las ha hecho para ser colgadas del cuello.

—Huiré en seguida —musitó Marian—, hacia Méjico.

—Buen país, ¡vive Dios! ¡Allí las pelirrojas son casi desconocidas! Tendrá usted éxito. Y ahora, adiós.

—Adiós, señor
Coyote
—replicó Marian—. Lamento no quedarme el tiempo suficiente para ver cómo le ahorcan en la plaza.

—Si alguna vez me cogen y tratan de hacer conmigo eso a que usted se ha referido, la avisaré por carta para que pueda asistir a mi muerte.

Inclinándose ante Marian,
El Coyote
dio media vuelta y salió de la estancia para dirigirse a la parte trasera de la Casa Azul, por donde había entrado.

Capítulo X: Cúmulo de sucesos

Aquella noche Teodomiro Mateos no durmió. En un espacio de tiempo inverosímilmente breve recibió contestación de Chicago confirmando que James Darby era agente de Pinkerton y que todos sus compañeros acudirían, si era preciso, a Los Ángeles para despellejar a aquel
Coyote
que se atrevía a asesinar a uno de los suyos.

Hacia la madrugada, el jefe de la Policía quedó dormido con la cabeza apoyada sobre los brazos encima de la mesa; pero antes de que pudiera conciliar el sueño le despertó la llegada de los hombres que habían ido a investigar todo lo relativo a Jaime Palacios. Cuando terminaron de dar su informe, Mateos lanzó un par de bufidos.

—Ya sabía yo que ese imbécil no tenía nada que ver con
El Coyote
. A Melsheimer le voy a dar un buen rapapolvo para que aprenda a no burlarse de la Policía con sus cuentos de billetes marcados. Lo que sí me sorprende es eso de la chiquilla Cañizares. Bueno, ya es una mujer, pero no la creí tampoco una ratita muerta. Parecía una chica decentísima.

—La señora de Palacios exige que se casen esta mañana —dijo el agente que informaba a Mateos—. Eso hará callar las malas lenguas.

Se retiraron los agentes y Mateos trató de descabezar otro sueño, del que fue arrancado por un ruido de cristales rotos y el choque de un objeto contra el suelo. Al despertarse, Mateos echó mano a su revólver y, con él por delante, se acercó a averiguar la identidad del objeto que había llegado a través de la ventana. Era un trozo de ladrillo en torno al cual iba atado un papel. Mateos lo desató, leyendo:

Si quiere recuperar el brillante que le ha sido robado a doña Herminia Plazuela, alcance a Marian Louise O'Connor que en estos momentos viaja hacia Méjico.

UN AMIGO.

El brillante de doña Herminia Plazuela era famoso en Los Ángeles. Se le tenía por el más puro de toda América y su valor decíase que pasaba de treinta mil pesos en oro. Estaba guardado en una caja de acero y doña Herminia sólo lo lucía en el aniversario de su boda, o sea, para conmemorar la fecha en que le fue regalado por su marido.

Cuando la señora Plazuela vio a Mateos y oyó lo del robo de un brillante, comenzó a lanzar gritos de ira y desesperación. Mientras abría la caja de acero, sus gritos se acentuaron, a pesar de que la buena señora estaba convencida de que su solitario no podía haber desaparecido de un lugar tan seguro. Cuando abrió la caja y la encontró vacía, el alarido que dio doña Herminia despertó a todos los vecinos de los alrededores, y algunos salieron a los balcones para ver si era cierto que el tren estaba ya llegando a Los Ángeles, anticipándose en cinco o seis años a la fecha calculada. Después de su alarde de pulmones, doña Herminia comprendió que no podía seguir demostrando su potencia en el chillar y por lo tanto, se desmayó.

Mateos dio las órdenes necesarias, y la noticia del robo del famoso brillante corrió por la ciudad ¿Quién era el ladrón? ¡
El Coyote
! parecía cosa de él; pero el jefe de Policía negaba que
El Coyote
tuviese nada que ver con aquello; mas resistíase a pronunciar el nombre del ladrón, limitándose a decir que la Policía poseía una pista segura y que antes de veinticuatro horas el ladrón se hallaría detenido y el brillante volvería a poder de su dueña. A los que intentaban averiguar el motivo de la confianza del jefe de Policía, éste les replicaba con una misteriosa sonrisa que parecía querer decir que el señor Mateos tenía una varita mágica con la cual le era fácil averiguarlo todo.

Con estas noticias, Los Ángeles tuvo más que suficiente para olvidarse del trabajo y chismorrear en grande.

Que si Cecilia Cañizares y Jaime Palacios… Que si el anillo de doña Herminia… Que si
El Coyote
… Que si patatín… Que si patatán. Desde la llegada de los yanquis a la ciudad, ésta no se había sentido tan emocionada.

Pero la mayor emoción la daba el asunto del escándalo de Jaime Palacios y Cecilia. Aquel mediodía se casaron y ni una sola mujer se perdió el espectáculo.

Luego se comentó que el novio y la novia parecían escandalosamente felices. Cecilia Cañizares figura en la Historia de Los Ángeles como la primera novia que entró en la iglesia sonriendo y salió casi saltando de alegría. Hasta entonces, las novias entraban como a un entierro y salían como de un funeral. Su seriedad sólo era superada por la del novio, que hasta entonces había hecho el papel de cadáver del entierro y de fantasma del funeral. Como Jaime Palacios también sonreía, con ello dio mucho que hablar.

Entretanto, Teodomiro Mateos movilizaba todas sus fuerzas.


El Coyote
se burlará de él —decía la gente. Y lo peor era que lo deseaba, sin preocuparse de si el muerto merecía o no haber sido atravesado por un puñal.

—Cuando
El Coyote
se ha molestado en matarle es que se lo merecía —comentaban los partidarios del enmascarado—. Algo muy negro tendría sobre la conciencia.

Si alguien vio pasar al
Coyote
en dirección a algún sitio o viniendo de determinado lugar, nadie dijo ni una palabra.

Y así vino la noche. En una diligencia cerrada, llegó, con la noche, a Los Ángeles, la señorita O'Connor. Mateos, después de una reparadora siesta que duró desde la una y media de la tarde hasta las siete y media de la noche, la pudo recibir en bastante buen estado, dispuesto a ser muy condescendiente con ella. Pero cuando, mostrándole el brillante que se había encontrado en su poder, Mateos preguntó a la joven cómo había logrado apoderarse de él, y Marian contestó que ella no había robado el brillante, sino que había sido
El Coyote
quien se lo había obligado a tomar, la paciencia del señor Mateos se terminó.

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