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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (31 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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—Supongo que podrías saltarte la primera parte, si no tienes más remedio. Puedo ver yo sola al fisioterapeuta de Ed a las diez, pero me prometiste que te reunirías conmigo en la escuela a las doce, para ver a la doctora Connor y a Peter Ramsay. —Peter Ramsay era el psicólogo educacional y era mucho lo que dependía de sus recomendaciones—. Y creo que es muy importante que estés en la reunión final, con todos.

—Entonces, allí estaré, naturalmente. —Giles sonaba tan cortés como si Isobel fuera un nuevo contacto profesional.

—Por el amor de Dios, no dejes que me olvide de la cita de Edward el jueves —le dijo a Lorna—. Si no me presento, Isobel me matará. ¿Lo has sacado de mi agenda?

—Seguramente no será necesario que te pases todo el día en Greenyfordham. Parece una pérdida de tiempo que vayáis los dos, Izzy y tú, cuando hay tantas cosas que hacer aquí.

—Por lo menos, tengo que procurar ver a la doctora Connor y al psicólogo, pero no es indispensable que esté allí para la primera parte.

—Ya sabes que viene a verte aquel pintor. Pobrecito, va a ser un poco caótico, pero anotaré lo de Edward en el gráfico —dijo Lorna—. Creo que eres un padre maravilloso, Giles. Espero que Izzy se dé cuenta de lo afortunada que es.

Isobel sentía como si hubiera una pared de cristal que la separara de Giles, como si pudieran observar cada movimiento que hacía el otro, pero no pudieran ni oírse ni tocarse. A lo largo de los años, su matrimonio había pasado por frecuentes períodos tormentosos, pero nunca habían perdido su intimidad. Tenía una enorme sensación de aislamiento.

No eran muchos los amigos de Amy que entendían la entrega total que se le exigía, cada día, para cumplir con la rígida disciplina de las prácticas a primera hora de la mañana y, a veces, también por la noche. Con frecuencia, eso significaba que tenía que rechazar invitaciones para quedarse a dormir en casa de alguna amiga o ir a alguna fiesta después de la escuela. El jueves por la mañana, con la ineludible asistencia de Lorna, Giles supervisaba la práctica de Amy, como de costumbre.

En aquel momento, se estaban concentrando en dos piezas del curso Suzuki: el
Alegro
, de Fiocco, elegido como la pieza que tocaría el grupo orquestal al que estaba asignada, y la
Meditación de Thaïs
, de Massenet, para su prueba individual.

—Es un movimiento muy complicado, ¿verdad? —dijo Giles—. ¿Repetimos esos compases de nuevo? Digamos cinco veces si te salen bien y diez si no. Amy empezó de nuevo y miró interrogadora a su padre, pero este parecía estar pensando en otra cosa, mirando a Lorna.

Durante el desayuno, Giles y Lorna hablaron de la técnica de Amy con el arco mientras tomaban café, pero Giles no dijo nada de Greenyfordham. El enfado y el orgullo impidieron que Isobel se lo recordara de nuevo, algo que normalmente habría hecho. Por su parte, Amy daba vueltas a sus copos de avena, en rebelde silencio y echaba miradas de profundo resentimiento a su tía.

A las ocho, Edward cogió el autobús escolar como de costumbre.

Isobel llegó a Greenyfordham para la primera entrevista a las diez. Desde el exterior, la escuela se parecía a muchas otras, excepto por las rampas de acceso, que sustituían a las escaleras; todas las puertas eran el doble de anchas y había una proporción inusualmente alta de personal con respecto a los alumnos. Como siempre, Isobel se dijo que lo que más impresionaba era el ambiente de alegre calma de la escuela. Siempre que veía a algunos de los valerosos amigos de Edward, pensaba humildemente que, por comparación, Giles y ella habían salido bien librados. Era cuando comparaba a Edward con los niños normales cuando sus mecanismos de defensa saltaban por los aires.

A finales del otoño anterior, Isobel había asistido a dos representaciones de
El cascanueces
en una semana, pero aparte de la romántica música de Tchaikovsky, las dos producciones tenían muy poco en común. La primera era una representación tradicional, llena de elegancia y magia, ofrecida por la compañía itinerante del Royal Ballet, en el Festival de Teatro de Edimburgo. Fiona y ella habían llevado a Amy y Emily, como una especie de regalo de Navidad adelantado. Al final, después de cada salida a escena para saludar, las niñas habían aplaudido hasta que se les pusieron las palmas de las manos de color escarlata. Luego recorrieron la Royal Mile haciendo piruetas y giros, dos Darcey Bussells en potencia… por lo menos, según su propia valoración. La segunda representación fue en Greenyfordham. El Hada de Azúcar, con la cara radiante por su triunfo, había logrado realizar una serie de giros en su silla de ruedas, dotada de un sistema que le permitía manipularla sorbiendo y soplando. Clara, empuñando orgullosamente unas muletas nuevas, con unas piernas que se negaban a cooperar, sostenidas por aparatos ortopédicos, había conquistado todos los corazones. A Edward le habían dado el papel de Franz y, al parecer, en los ensayos estuvo brillante, pero el día de la representación fue totalmente incapaz de mirar las caras de los que tenía delante y, para la desilusión y el desánimo de Isobel, solo aceptó actuar de espaldas al público. A continuación, se excitó tanto y se puso tan incontrolable que, para la seguridad de la inestable Clara, tuvieron que sacarlo del escenario. Para Isobel, ver a su hijo, con una expresión muy triste y la nariz pegada a las puertas de cristal de la sala, ansiando, demasiado tarde, volver a participar, fue casi más de lo que podía soportar. Se fue a casa y rompió a llorar, abrazada a Giles.

Sin embargo, aquel día el fisioterapeuta estaba contento con Edward. Estaba haciendo progresos con las manos y su equilibrio también mejoraba. Pronto iban a intentar enseñarle a montar en bicicleta, aunque llevaría tiempo.

Isobel pensó que eso sonaba excesivamente optimista.

—¿Cuánto tiempo?

—El tiempo que sea necesario… ¿seis meses? Quizá un año.

La señora Leslie, la directora, le dijo a Isobel que una terapeuta especializada en arte había estado viendo a Edward recientemente. Como él no era capaz de dibujar, tenía que decirle a la terapeuta lo que quería y ella dibujaba siguiendo sus instrucciones; luego trataba de interpretar sus ideas. Isobel pensó que a Daniel, que solía dibujar para Edward, le interesaría saberlo.

—Pero recientemente estamos desconcertados por su terrible fobia a los insectos. Es algo totalmente nuevo. ¿Han tenido problemas de este tipo en casa?

Isobel no entendía nada.

—A Edward siempre le han gustado con locura los insectos. Se pasa el rato enganchado a su «caja de bichos», que tiene una tapa de cristal de aumento. Siempre tengo que andar cazando moscas azules y otras cosas para que pueda estudiarlas. Las contempla durante horas.

—¿Y qué hay de las arañas? —preguntó la señora Leslie.

—Adora las arañas. ¡Puaf!, no puedo decir lo mismo de mí —añadió, riendo—, pero he aprendido a cogerlas para él. —Entonces, se le ocurrió una idea inesperada—. ¿A qué se refiere exactamente? —preguntó.

—Bueno, no para de pedirle a la terapeuta que dibuje arañas negras enormes, con patas largas, luego quiere que las borre y se pone muy nervioso y disgustado. El otro día hizo trizas el papel con el dibujo y fue a esconderse en el armario. Nos preguntábamos si podría arrojar alguna luz sobre todo esto.

Isobel se llevó las manos a la cabeza.

—Oh, Dios mío. Sí, creo que sé de qué va todo esto. Señora Leslie, ¿puede hacerme un favor? Mi esposo va a venir a reunirse conmigo en cualquier momento. ¿Podría… podría contarle todo esto usted misma cuando llegue?

—Sí, claro, si usted quiere que lo haga. —La señora Leslie parecía un poco sorprendida.

—Gracias —dijo Isobel—. Me gustaría saber cómo interpreta Giles la situación.

No quería, de ninguna forma, que la acusaran de hablar mal de Lorna, así que rezó para que Giles llegara a tiempo para hablar con la señora Leslie antes de las otras reuniones, pero a las doce seguía sin haber señales. Consiguió cambiar su hora con los padres que la seguían en la lista y esperó, sentada en la sala, en un estado de creciente desánimo. La inundaron unos recuerdos muy tristes de los primeros años de Edward. Giles, cuya máxima ilusión era tener un hijo varón antes de que nacieran los gemelos, tardó mucho más que ella en aceptar las limitaciones de su hijo. Así que fueron muchas las veces en que ella esperó sola en las consultas de los médicos. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que Giles no buscaba excusas para no acompañarla a las entrevistas con los médicos. Isobel admiraba la manera en que había luchado, con tanta fuerza, contra su decepción, y en cómo había aprendido, poco a poco, a querer a Edward tal como era. Sabía que, sin duda, participar tan intensamente en el aprendizaje musical de Amy lo había ayudado y, recientemente, había empezado a sentir que estaban alcanzando por fin una especie de equilibrio en su entrega a sus dos hijos, tan diferentes entre sí… es decir, se dijo tristemente, hasta que la llegada de Lorna lo había trastocado todo.

Giles había tenido una mañana muy ocupada en Glendrochatt. Tuvo una larga conversación con Paul Donaldson, cuya pintura abstracta le gustó; luego lo llevó al Old Steading, para que viera dónde se expondrían sus cuadros. Le presentó a Daniel y, aunque el estilo de los dos artistas no podía ser más diferente, cada uno apreció el trabajo del otro. Daniel propuso que fueran al Drochatt Arms para tomar una cerveza y un emparedado juntos, y Giles volvió a la oficina para ocuparse de la correspondencia.

—Hora de tomarnos un descanso, ¿no te parece? —le dijo a Lorna, cuando acabaron de revisar el correo del día—. ¿Una copa de jerez antes del almuerzo?

—Estupendo —respondió Lorna. Empezaba a ser un ritual diario entre ella y Giles y se estaba convirtiendo rápidamente en el momento más importante de su actividad diaria.

—Ah, por cierto —añadió, sin darle importancia, mientras subían las escaleras para tomar su jerez y ver qué les había dejado Joss para almorzar—, antes de que me olvide, me pediste que te recordara que tenías una cita en Greenyfordham.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué hora es? —Giles miró la hora en su reloj. Era más de la una—. Ya es demasiado tarde. —La miró horrorizado—. ¡La cita era a las doce!

—No habías anotado ninguna hora en tu agenda, pero yo tenía la impresión de que era por la tarde. —La primera parte de la afirmación era cierta; la anotación en la agenda de Giles solo decía «Revisión de Ed», rodeada con gruesas líneas dobles—. Oh, Giles, lo siento mucho —dijo Lorna. La afectó un poco lo angustiado que parecía y se sentía incómodamente avergonzada de sí misma. Sabía muy bien a qué hora era la entrevista—. Izz pensará que te he dejado que te lo saltaras a propósito. —Miró a Giles, con sus ojos azules muy abiertos, expresando una convincente ansiedad.

—De ninguna manera. No es culpa tuya, pero sí que pensará que es culpa mía y tendrá razón. —Giles se golpeó la palma de la mano con el puño cerrado—. ¿Cómo he podido ser tan condenadamente estúpido?

—Mira, esas citas casi siempre se retrasan. Llamaré para decir que te han entretenido. Después de todo, Paul Donaldson se ha quedado horas y tenías que verlo. Había venido desde Aberdeen y eso no está cerca.

—Tenía que haberlo aplazado. Edward es mucho más importante.

—Sí, pero Izzy habrá visto a todo el mundo. Francamente, Giles, Izz también podía habértelo recordado (o a mí) esta mañana, pero es tan terriblemente posesiva con Edward y además, ha estado tan irritable últimamente. ¿Estás seguro de que no quería, en parte, que te olvidaras?

—Por supuesto que no —dijo Giles, pero la semilla de la duda estaba sembrada—. Cogeré el coche e iré hasta allí como alma que lleva el diablo; tú avísales de que voy de camino. Diles que lo siento muchísimo y comprueba si hay alguna posibilidad de retrasar la reunión.

—Déjame que llame primero. No tiene ningún sentido que vayas si ya es demasiado tarde.

Sabiendo que era un error, Giles, que se había dejado el móvil abajo, aceptó y Lorna volvió corriendo a la oficina. Cuando regresó, dijo:

—No ha habido suerte, lo siento. Izzy ya ha terminado con la doctora Connor, pero la directora ha sido muy amable y ha dicho que no tenía importancia y que lo comprendía.

Pero no era la directora quien preocupaba a Giles.

La doctora Connor la había tranquilizado respecto a Edward. Estaba de acuerdo en que su ataque del sábado era una desilusión después de un intervalo tan largo sin incidentes similares, pero se había producido un trauma real que lo explicaba. Cualquier niño hubiera tenido una reacción parecida. Propuso que esperaran un poco más antes de probar a reducir su medicación habitual, pero se deshizo en elogios por todo lo que sus padres y la escuela, conjuntamente, estaban consiguiendo.

Isobel siempre se sentía mejor después de una sesión con la doctora Connor, que tenía el don curativo de hacer que cada uno de sus pacientes sintiera que era especialmente importante para ella.

—Solo siga igual que hasta ahora —le dijo a Isobel—. Está haciendo cosas maravillosas por Edward.

Peter Ramsay dijo que recomendaría al ayuntamiento que Edward continuara en Greenyfordham, por lo menos de momento, e Isobel notó una enorme sensación de alivio. De todos modos, condujo hasta casa muy agitada y confusa. Tendría que haber podido compartir aquel momento con Giles. No podía creer que le hubiera fallado, a ella y a Edward, de aquella manera.

En el coche tomó una decisión. Se quedaría en Glendrochatt el siguiente fin de semana. No iría a Northumberland con Giles y Amy. Estaba segura, sin la más mínima duda, de que Joss cuidaría de Edward, pero no tenía tan claro si su hermana no trataría de inmiscuirse en la autoridad de Joss. Isobel pensaba que dejarlos juntos, sin que Giles o ella estuvieran allí, era una receta segura para el desastre. Además, estaba muy afectada por el asunto de los dibujos de las arañas; le habría gustado que la señora Leslie hubiera podido hablar con Giles y no le entusiasmaba la idea de ser ella quien se lo dijera, aunque suponía que no tendría más remedio que hacerlo. También se dijo que sería bueno que padre e hija estuvieran juntos y solos, como tanto les gustaba hacer en el pasado; les daría una ocasión para recuperar su antigua compenetración. Isobel pensó tristemente que Lorna estaba empezando a abrir una brecha no solo entre ella y Giles, sino también entre Giles y Amy. En cuanto a la prometedora violoncelista, Giles podía decidir por sí mismo. Isobel, en su estado de ánimo dolido y furioso, profundamente resentida con Giles, no tenía ninguna intención de ofrecerle ni una pizca de cooperación. Lorna podía largarse a casa de Daphne Crawford todo el fin de semana, Edward podría tener un tiempo de sosiego en casa con ella y con Joss, y ella podría posar, sin interrupciones y varias veces, para Daniel.

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