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Authors: John Irving

Una mujer difícil (7 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Eddie se moría un poco cada vez que oía a su padre hablar con desconocidos. (¿Quién, salvo un exoniano, sabía lo que era un exoniano?) Como si sufriera un coma pasajero, el empleado de la gasolinera contemplaba una mancha aceitosa en el suelo, un poco a la derecha del zapato derecho de Minty.

—Están ustedes en Rhode Island —fue todo lo que pudo decir el pobre hombre.

—¿Podría indicarnos la dirección hacia New London? —le preguntó Eddie.

Cuando estuvieron de nuevo en marcha, Minty obsequió a Eddie con unas observaciones sobre la taciturnidad intrínseca, que tan a menudo era el resultado de una enseñanza media deficiente.

—El entorpecimiento de la mente es una cosa terrible, Edward —le advirtió su padre.

Llegaron a New London con tanta antelación que Eddie hubiera podido tomar el transbordador anterior.

—¡Pero entonces tendrás que esperar completamente solo en Orient Point! —señaló Minty.

Al fin y al cabo, los Cole esperaban que Eddie llegara en el transbordador siguiente. Cuando el muchacho comprendió hasta qué punto habría preferido esperar solo en Orient Point, el transbordador anterior ya había zarpado.

—Es el primer viaje en barco de mi hijo —le dijo Minty a la mujer de brazos enormes que le vendió a Eddie el pasaje—. No es el Queen Elizabeth ni el Queen Mary, no se trata de un crucero de siete días. No parte de Southampton, como en Inglaterra, o de Cherburgo, como en Francia. ¡Pero, sobre todo a los dieciséis años, una pequeña travesía marítima hasta Orient Point es suficiente!

La rolliza mujer sonreía con indulgencia. Aunque no esbozaba una amplia sonrisa, se veía que le faltaban varios dientes. Luego, en el muelle, el padre de Eddie filosofó sobre el tema de los excesos dietéticos, que a menudo son el resultado de una escolarización secundaria deficiente. Durante el breve trayecto desde Exeter, ¡se habían encontrado con muchas personas que habrían sido más felices, más delgadas, o ambas cosas a la vez, si hubieran tenido la buena suerte de asistir a su escuela.

De cuando en cuando, de improviso, el padre de Eddie rompía el hilo de su discurso para darle consejos sobre el trabajo veraniego.

—No tienes que ponerte nervioso sólo porque sea un hombre famoso —dijo el señor O'Hare sin que viniera a cuento—. No es precisamente una gran figura literaria. Debes aprender lo que puedas, observar sus hábitos de trabajo, ver si su locura tiene un método, esa clase de cosas.

A medida que el transbordador de Eddie se aproximaba, era Minty quien de repente se mostraba inquieto por el trabajo de su hijo.

Los primeros vehículos que iban a subir a bordo eran los camiones, y el primero de la fila iba cargado de almejas frescas… o vacío y de camino hacia el lugar donde lo cargarían de almejas. Sea como fuere, no olía precisamente a almejas frescas, y su conductor —que se fumaba un cigarrillo, apoyado en la rejilla del radiador sembrada de moscas muertas, mientras el transbordador atracaba— fue la siguiente víctima de la conversación espontánea de Joe O'Hare.

—Mi chico va a iniciar su primer trabajo —le informó Minty, mientras Eddie se moría un poco más.

—¿Ah, sí? —replicó el conductor del camión.

—Va a ser ayudante de un escritor —le dijo el padre de Eddie—. No estamos muy seguros de lo que eso puede significar, desde luego, pero sin duda será algo más exigente que afilar lápices, cambiar la cinta de la máquina de escribir y buscar en el diccionario esas palabras difíciles que ni siquiera el mismo escritor sabe cómo se escriben. Lo considero una experiencia de aprendizaje, al margen de lo que al final resulte ser.

—Buena suerte, chico —le dijo el camionero, súbitamente contento con su trabajo.

En el último momento, poco antes de que Eddie subiera al transbordador, su padre fue corriendo al coche y regresó también a la carrera.

—¡Casi se me olvida! —gritó, tendiendo a Eddie un grueso sobre rodeado por una goma elástica y un paquete del tamaño y la blandura de una hogaza de pan.

El paquete estaba envuelto en papel de regalo, pero algo lo había aplastado en el asiento trasero del coche, y ahora el obsequio parecía abandonado, algo que nadie desearía.

—Es para la nena —le dijo Minty—. Tu madre y yo hemos pensado en ella.

—¿Qué nena? —preguntó Eddie.

Se puso el regalo y el sobre bajo la barbilla, apretándolos contra el pecho, porque la pesada bolsa de lona y una maleta más pequeña y ligera requerían ambas manos. Así cargado, y tambaleándose un poco, subió a bordo.

—¡Los Cole tienen una niña, creo que de cuatro años! —gritó Minty. Se oía el traqueteo de las cadenas, el resoplido de las máquinas del barco, los pitidos intermitentes de la sirena. Otras personas se despedían a gritos—. ¡Tienen una nueva hija para sustituir a los chicos que se murieron!

Esta última frase llamó la atención incluso del conductor del camión marisquero, quien ya había aparcado su vehículo a bordo y ahora estaba apoyado en la barandilla de la cubierta superior.

—Ah —dijo Eddie—. ¡Adiós!

—¡Te quiero, Edward! —gritó su padre.

Entonces Minty O'Hare se echó a llorar. Eddie nunca había visto llorar a su padre, pero aquélla era la primera vez que se iba de casa. Lo más probable era que su madre también hubiera llorado, pero Eddie no se había dado cuenta.

—¡Ten cuidado! —exclamó su padre, emocionado. Ahora todos los pasajeros apoyados en la barandilla de la cubierta superior les miraban—. ¡Cuídala! —gritó Minty.

—¿A quién? —gritó Eddie a su vez.

—¡A ella! ¡Me refiero a la señora Cole!

—¿Por qué? —replicó Eddie. Se estaban alejando, el muelle quedaba atrás, y la sirena del transbordador era ensordecedora.

—¡Tengo entendido que no lo ha superado! —vociferó Minty—. ¡Es una zombi!

«¡Estupendo! ¡A estas alturas se le ocurre decirme eso!», pensó Eddie, pero se limitó a agitar el brazo. Ignoraba que la llamada zombi le estaría esperando en Orient Point, pues aún no sabía que al señor Cole le habían retirado el carné de conducir. A Eddie le había enojado que su padre no le hubiera permitido conducir durante el trayecto a New London, aduciendo que el tráfico con el que se encontrarían era «diferente del de Exeter». Eddie veía aún a su padre en la orilla de Connecticut, cada vez más alejada. Minty se había dado la vuelta y tenía la cabeza entre las manos. Estaba llorando.

¿Qué significaba eso de que la señora Cole era una zombi? Eddie había esperado que fuese como su madre, o como las numerosas esposas de los profesores, en absoluto memorables, en las que se compendiaba casi todo lo que sabía acerca de las mujeres. Con un poco de suerte, tal vez la señora Cole tuviera algo de lo que Dot O'Hare llamaba «carácter bohemio», aunque Eddie no se atrevía a esperar encontrarse con una mujer que, con sólo verla, causara un placer como el que la señora Havelock proporcionaba.

En 1958, los sobacos peludos y los pechos oscilantes de la señora Havelock eran lo único que ocupaba la mente de Eddie O'Hare cuando pensaba en mujeres. En cuanto a las chicas de su edad, no había tenido éxito con ellas, y además le aterraban. Como era hijo de un profesor, las escasas chicas con las que había salido eran de la población de Exeter, a las que conocía de la época en que iba a la escuela media elemental. Ahora aquellas muchachas habían crecido y, en general, se mostraban cautas con los chicos del pueblo que iban al centro Phillips. Era comprensible que esperasen ser tratadas con aires de superioridad.

Los fines de semana, cuando había baile en Exeter, las chicas que no eran del pueblo le parecían a Eddie inabordables. Llegaban en trenes y autobuses, a menudo de otros centros o de ciudades como Boston y Nueva York. Vestían mucho mejor y parecían más femeninas que la mayoría de las esposas de profesores, con excepción de la señora Havelock.

Antes de abandonar Exeter, Eddie había hojeado las páginas del anuario de 1953 en busca de las fotos de Thomas y Timothy Cole. Aquél era el último anuario en el que aparecían. Lo que vio allí le intimidó mucho. Aquellos chicos no habían pertenecido a un solo club sino que Thomas figuraba en los equipos juveniles de fútbol y hockey, y Timothy, a poca distancia de su hermano, aparecía en las fotos de los equipos cadetes de fútbol y hockey. El hecho de que supieran dar puntapiés al balón y patinar no era lo que había intimidado a Eddie, sino la gran cantidad de instantáneas, a lo largo del anuario, en las que aparecían los muchachos: estaban en las numerosas fotografías reveladoras que contiene un anuario, en todas las fotos en que los alumnos evidencian que se están divirtiendo. Thomas y Timothy siempre daban la impresión de que se lo pasaban en grande. Eddie se dio cuenta de que habían sido felices.

Luchando con un montón de chicos en el «cuarto de las colillas» de la residencia (el salón de fumadores), haciendo el payaso con unas muletas, posando con palas quitanieves o jugando a las cartas, Thomas a menudo con un cigarrillo colgando de la comisura de su bonita boca. Y en el baile de fin de semana que organizaba la escuela, los hermanos Cole aparecían al lado de las chicas más guapas. En una foto, Timothy no bailaba sino que abrazaba a su pareja; en otra, Thomas besaba a una chica: estaban al aire libre, un día frío, con nieve, ambos con abrigos de pelo de camello, y Thomas atraía hacia sí a la chica tirando de la bufanda que ella llevaba alrededor del cuello. ¡Aquellos muchachos habían sido muy populares! (Y entonces se habían muerto.)

El transbordador pasó ante lo que parecía un astillero; algunas embarcaciones estaban en un dique seco y otras flotaban en el agua. Mientras el buque se alejaba de tierra, dejó atrás uno o dos faros. Mar adentro disminuyeron los veleros. El día había sido cálido y calinoso en tierra, incluso a primera hora de la mañana, cuando Eddie salió de Exeter, pero, en el mar, el viento del nordeste era frío y las nubes dejaban ver el sol y lo ocultaban a intervalos.

En la cubierta superior, todavía cargado con la pesada bolsa de lona y la maleta más pequeña y ligera, por no mencionar el regalo para la niña ya estropeado, Eddie reorganizó el equipaje. El envoltorio del regalo se estropearía aún más cuando lo metiera en el fondo de la bolsa, pero por lo menos no tendría que llevarlo bajo el mentón. Además, debía abrigarse los pies: se había puesto los zapatos sin calcetines, y ahora tenía los pies fríos. También sacó una sudadera para ponérsela sobre la camisa. Sólo entonces, aquel primer día fuera de la escuela, se dio cuenta de que tanto la camiseta como la sudadera llevaban estampado el nombre de «Exeter». Azorado por lo que le parecía una publicidad desvergonzada de su reverenciado centro docente, Eddie se puso la sudadera del revés. Ahora comprendía por qué algunos alumnos mayores tenían la costumbre de llevar las sudaderas del revés. La comprensión recién adquirida de esa distinguida moda le indicó que estaba preparado para encontrarse con el llamado mundo real, siempre que existiera realmente un mundo real donde lo mejor que podrían hacer los exonianos sería dejar atrás sus experiencias de Exeter (o volverlas del revés).

El hecho de llevar tejanos, en vez de los pantalones caqui que su madre le había aconsejado, pues los consideraba más «apropiados», le infundía ánimos. No obstante, aunque Ted Cole había escrito a Minty diciéndole que no hacía falta que el chico llevara consigo chaqueta y corbata, pues el trabajo veraniego de Eddie no requería lo que Ted llama el «uniforme de Exeter», su padre había insistido en que llevara un par de camisas de vestir, corbatas y lo que Minty llamaba una chaqueta deportiva «para todo uso».

Al abrir la bolsa para guardar el regalo, Eddie reparó en el grueso sobre que su padre le había dado sin ninguna explicación, algo extraño de por sí, pues su padre solía explicárselo todo. El sobre tenía estampada en relieve la dirección del centro Phillips de Exeter y el apellido O'Hare escrito con la pulcra caligrafía de su padre. Contenía los nombres y direcciones de todos los exonianos que vivían en los Hamptons. Ésa era la idea que tenía el señor O'Hare de lo que significaba estar preparado para una emergencia: ¡uno siempre podía solicitar ayuda a un ex alumno de Exeter! A Eddie le bastó dar un vistazo para cerciorarse de que no conocía a ninguna de aquellas personas. Había seis nombres con direcciones de Southampton, la mayoría ex alumnos que se habían graduado en los años treinta y cuarenta. Un viejo, que se había graduado en el curso de 1919, sin duda estaba jubilado y probablemente era demasiado anciano para recordar que había estudiado en Exeter. (En realidad, el hombre sólo tenía cincuenta y siete años.)

Había otros tres o cuatro exonianos en East Hampton, sólo un par en Bridgehampton y Sag Harbor, y uno o dos más en Amagansett, Water Mill y Sagaponack. Eddie sabía que los Cole vivían en esta última localidad. Estaba pasmado. ¿Acaso su padre no le conocía? A Eddie jamás se le habría ocurrido recurrir a aquellos desconocidos aunque se encontrara en el mayor apuro. ¡Exonianos!, estuvo a punto de exclamar.

Eddie conocía a muchas familias de profesores en Exeter. En su mayoría, y pese a que nunca daban por sentadas las cualidades del centro, no exageraban más allá de lo razonable lo que significaba ser exoniano. Parecía muy injusto que, de improviso, su padre le provocara la sensación de que odiaba a Exeter. En realidad, el muchacho sabía que era afortunado por estudiar en aquella escuela. Dudaba de que hubiera podido cumplir con los requisitos de ingreso en el centro de no haber sido hijo de un profesor, y se sentía bastante bien adaptado entre sus compañeros…, todo lo adaptado que puede estar, en una escuela masculina, cualquier chico indiferente a los deportes. Y además, dado el terror que le inspiraban a Eddie las chicas de su edad, le satisfacía estudiar en una escuela masculina.

Por ejemplo, cuando se masturbaba hacía uso cuidadoso de las toallas, que luego lavaba y colgaba en su lugar en el baño familiar. Tampoco arrugaba jamás las páginas de los catálogos de venta por correo de su madre, catálogos cuyos diversos modelos de ropa interior femenina le proporcionaban todo el estímulo visual que necesitaba. (Las imágenes que más le excitaban eran las de mujeres maduras con faja.) Sin los catálogos, también se había masturbado briosamente en la oscuridad: le parecía notar en la punta de la lengua el sabor salobre de las velludas axilas de la señora Havelock, y las mullidas y ondulantes almohadas en las que descansaba la cabeza y le inducían al sueño eran los pesados senos de la mujer, con quien soñaba a menudo. (Sin duda la señora Havelock había prestado ese valioso servicio a innumerables exonianos que pasaron por la escuela cuando ella estaba en la flor de la vida.)

BOOK: Una mujer difícil
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