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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (2 page)

BOOK: Valfierno
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Yo no sabía de dónde habíamos llegado pero sabía que yo no había nacido allí, en esa ciudad de río que llamaban Rosario. Al principio, por supuesto, no lo sabía; después pensé que si había nacido en alguna parte era en la casa grande, la casa del señor, en nuestro cuarto —el cuarto que tenía con mi mamá— bajo los techos. Al final me di cuenta de que éramos de otro lugar porque mi madre, que era tan buena y los chicos la obedecían y nos cuidaba a todos, hablaba de una forma rara. No fue difícil darme cuenta. Fue lo primero que noté, que ahora recuerdo haber notado: mi madre hablaba de una forma rara. Quizás era su forma de hablar, pensaba entonces, la que hacía que la obedecieran.

A veces le preguntaba a mi madre por mi padre. O, en verdad: una vez empecé a preguntarle a mi madre por mi padre. Primero, supongo, cuando éramos felices en la casa grande, no se me ocurría; los que tenían un padre eran Diego y Mariana porque ellos eran los que tenían las cosas y yo igual tenía algunas y ellos también tenían una madre que era tan linda y más rubia que la mía y la pregunta no se me ocurría. Pero después, ya en la escuela, era común que los chicos hablaran de sus padres y yo, entonces, me tenía que callar. Un día me decidí a preguntarle a mi madre dónde estaba mi padre: no le dije por qué, mamá, no tengo padre o quién se cree que es ese señor que me deja sin padre o quizá usted o qué pasó; le pregunté dónde estaba mi padre y ella pensó un momento antes de contestarme. Es raro, ahora que lo recuerdo, que haya tenido que pensarlo: mi madre debía haber imaginado esa respuesta tantas veces antes de mi pregunta, previendo mi pregunta, pero pensó un momento y después me dijo que mi padre no estaba porque se había tenido que ir a trabajar a no recuerdo dónde para ganar dinero. Yo le pregunté cuándo iba a volver con el dinero y mi madre me preguntó si alguna vez me había faltado algo. Yo no le dije mamá, un padre; me parece que le habría mentido, y no lo dije.

Un robo así, decían los diarios, es el hecho de una mente enfermiza o de un genio ignorado. ¿Se da cuenta, periodista? Ni se les ocurrió que pudiera ser algo más sencillo, la obra de un artista.

Soy Valfierno: fui un niño muy feliz. Mi madre me llamaba Bollino y yo creía que mi nombre era ése: Bollino, soy Bollino. Fui un niño tan feliz. Pero mi padre no estaba. O debería decir: fui un niño tan feliz porque mi padre no estaba. Mi padre no estaba porque se había ido a ganar plata no sé dónde. Porque no lo habían dejado venir con nosotros a nuestra ciudad nueva y estaba tratando de llegar. Porque tenía que cuidar nuestra otra casa. Porque su mamá no lo dejaba irse tan lejos. Porque se había muerto en una guerra tal o cual. Porque quién podía querer a un chico como yo, que se portaba mal. Porque se había acordado de algo muy importante y tuvo que irse a buscarlo pero seguramente alguna vez lo encontraría y volvería.

Una vez le pregunté cómo se llamaba mi padre y mi madre no quiso contestarme: qué preguntas son ésas, me preguntó, como si no supiera.

2

El marqués Eduardo de Valfierno se retoca el nudo de la pajarita con una atención que se podría describir como excesiva. De hecho, Valérie Larbin la considera completamente desmedida, pero es probable que el marqués esté acentuando, para irritarla, su parsimonia acostumbrada.

—¿No se va a vestir, belleza?

—¿Para qué? ¿Piensa llevarme a alguna parte?

No hay música. Valérie está recostada en un diván de terciopelo gris, el pelo largo negro cuervo en bucles cayendo sobre el pecho tan blanco, su bata de seda negra con inscripciones chinas rojas abierta como para mostrar que es muy humana. Valérie Larbin fuma: su boquilla de nácar entre dos dedos de uñas lila, la vampiresa de alguna película que ha visto en estos días. El marqués la mira y se sonríe: toda ella es una imitación no muy lograda de películas malas. Si supiera, piensa, que él también hizo esas cosas hace tanto tiempo. O quizás no fuera tanto tiempo. Si supiera, piensa, que lo que le gusta de ella es otra cosa. Si él supiera, piensa, exactamente qué.

—¿Por qué, ahora me va a pedir que la pasee como si fuera una esposa?

—No, como si fuera una amante cara.

—Lo cual no es.

—Agradezca, marqués. Si lo fuera, usted no podría permitírselo.

Valérie es un prodigio de vulgaridad con grandes tetas y su aire falso fino: helado falso fino. Valfierno no soporta que lo atraiga semejante obviedad.

—Yo puedo permitirme lo que quiera.

—A mí no, Valfierno. Puede que engañe con su traje a las señoritas del Bois de Boulogne, pero a mí no. ¿Cuánto hace que no paga esta suite? ¿Cuánto más se lo va a tolerar el gerente?

—Yo puedo permitirme incluso no tener un céntimo.

—Marqués...

Valfierno la odia cuando habla como las damas de los folletines: casi siempre. En realidad la odia casi siempre y la sigue buscando y comprando baratijas con brillos engañosos y desesperándose cuando desaparece, tan frecuente. La imagina toqueteando a un cerdo más viejo que él y más rico y sacándole joyas verdaderas y no lo soporta y la desprecia y nada lo excita más y otra vez a buscarla, a mandarle sus ramos de gladiolos. Piensa que ella no sabe quién es él en realidad y que si supiera no le haría esas cosas; piensa que nadie sabe quién es él y si supieran.

—Usted no entiende nada.

—No, yo no entiendo nada.

Poco más de la una de la tarde, el calor húmedo, París, fin del verano. Valérie y Valfierno están en la habitación desde las tres o cuatro de la madrugada, cuando llegaron de un baile en l'Opéra Comique; Valfierno estaba demasiado cansado y borracho para tratarla como hubiese querido y le pidió que lo despertara con caricias: entonces se reivindicaría. Pero tampoco en la mañana había logrado grandes cosas y ahora sólo quiere que la mujer se vaya cuanto antes. Como no se atreve a pedírselo ha empezado a vestirse, pretexto de un almuerzo inverosímil. Sabe, de todas formas, que en cuanto salga va a empezar a extrañarla: a ella, a su revancha.

—Marqués, ¿le puedo hacer una pregunta?

3

El colegio no era tan malo: los curas hablaban casi en verso y me trataban de usted y me pegaban solamente cuando era necesario. Pero no era mi vida. Estaba lleno de chicos desaforados, más grandes que yo, que no me respetaban. Yo estaba fuera de lugar entre esos brutos; después supe que eran hijos de chacareros pobres que los mandaban al colegio para librarlos del barro de los chanchos, del frío de las heladas en las manos, de los días que empiezan antes de cada día. No era mi vida, pero mi madre, la vez que me quejé, me dijo que tenía que acostumbrarme y que no sabía la suerte que tenía de ir a ese colegio y lo bueno que era el señor con nosotros y que no me quejara nunca más.

Y yo no me quejé más pero esperaba los sábados, cuando ella venía a buscarme y me llevaba de vuelta. Aunque antes dábamos un paseo por el centro. Y ella me seguía hablando del colegio y preguntando y diciendo que haría todo para que yo pudiera ser un hombre educado, un hombre de bien más adelante, me decía: siempre más adelante. Yo creo que, ya entonces, cuando mi madre me decía más adelante yo pensaba en un lugar que no era ése.

Después, cuando empecé a crecer, me avergonzaba caminar con mi madre por la calle. ¿Por qué? Yo diría que la miraban demasiado, que era un poco estridente en su belleza. Su cuerpo era estridente, sus toilettes, todo en ella lo era.

¿Qué quiere decir?

A ver si nos ponemos de acuerdo en una cosa, periodista: yo no quiero decir. Yo, cuando quiero decir, digo.

En una ciudad como Rosario en la segunda mitad del siglo diecinueve la figura de esa mujer despierta la atención. Rosario acaba de recibir el nombramiento de ciudad y es, en realidad, un poblacho con un puerto que está tratando de importar un futuro. El puerto crece. Servirá para embarcar los granos que la región produce con desgano, casi por un azar, en cantidades increíbles. Para que empiecen a llegar desde puertos europeos —y, sobre todo, italianos—, cargamentos de pobres entusiastas y dispuestos a todo que dejaron su país para buscar y prefieren la relativa indefensión de este poblacho al aspecto más amenazador, desdeñoso, inabordable del primer puerto, Buenos Aires.

Las calles de la ciudad son casas bajas con ventanas con rejas, farolas de candil de tanto en tanto y puro barro; unas pocas, alrededor de la plaza central con su iglesia a medio terminar y su intendencia, tienen empedrado. Algunas tardes esa mujer camina por ellas como si no supiera que su presencia no condice con el resto: lo descabala o enmaraña. En el centro de una ciudad como Rosario en la segunda mitad del siglo diecinueve, todavía —y por unos pocos años más, hasta que la invasión lo haga imposible— todos los elementos se ajustan a funciones, a modelos estrictos. El señor cura tiene su lugar, el señor intendente, sus cagatintas y entenados, los ocho o diez acopiadores de granos recientemente enriquecidos, su media docena de abogados tienen su lugar, los tres o cuatro médicos, los pocos periodistas —todos ellos candidatos a ocupar, más tarde o más temprano, el lugar del señor intendente o alguno semejante—, el juez de paz, los viejos oficiales de la milicia que al levantarse, veinte años antes, contra un dictador lejano dieron por inaugurado el crecimiento del poblacho tienen su lugar y sus mujeres —damas, lo que esos caballeros llaman una dama— también tienen su lugar en esas calles. Por tenerlo, lo tienen incluso las vendedoras de pancitos y demás mordiscos para matar el hambre ocasional, los vendedores de peines y peinetas y chucherías variadas, los chicos que se ofrecen para cargar las compras o ayudar a una señora en el cruce de un charco, el cuidador de los caballos, el ciego de la iglesia, el rengo de la iglesia, los demás pobres que cumplen con una función en el concierto, los pocos policías que custodian todo eso tienen su lugar. Pero esa mujer no tiene su lugar en las calles empedradas del centro del poblacho y, sin embargo, sale algunas tardes a caminar por ellas.

Esa mujer es gorda como un tonel de vino basto. Es joven, sonrisa viva en una cara ajada, los ojos claros penetrantes, el pelo rubio encaneciendo recogido y es gorda gorda gorda. Esa mujer no lleva, cuando camina por las calles empedradas, su uniforme de mucama: si usara su uniforme sí tendría su lugar. Pero lleva una falda de tela que fue negra y ahora es gris arratonado, una camisa de tela que fue blanca y ahora es gris, una mantilla roja por encima. Camina altiva: como si hubiera en ella algo que mereciera una mirada de respeto u homenaje, como si algo en ella la autorizara a salir de su lugar de sirvienta del más rico para mezclarse con lo mejor de la ciudad en calles empedradas. Camina y los demás la miran —por despecho, indignados la miran— y ella devuelve las miradas. Siempre dos pasos por detrás o dos pasos delante va su hijo: un chico de diez años que parece menos, pelo negro tupido, los rasgos dibujados con esmero, los pantalones deshilachados cortos, los ojos parecidos a los suyos, algún remiendo en los zapatos. El chico se llama Juan María y camina siempre por detrás o delante de su madre por esas calles empedradas: un poco lejos de su madre. A veces se escapa de la mirada de su madre y se va más allá; a veces camina dos pasos adelante o atrás de una señora de peinado encopetado, sombrilla y mantón de manila, como si fuera su hijo: por un minuto o dos, hasta que la señora se da cuenta, camina junto a ella y recibe y retribuye las sonrisas que las demás señoras, los señores, el señor cura, el señor intendente, el señor juez, los señores abogados o comerciantes enriquecidos o periodistas o vendedores de pan le dedican a la señora encopetada y, en el mismo movimiento, a él, al chico, a Juan María. Hasta que lo descubren y se escapa. A veces es la señora encopetada quien lo descubre y le dice fuera mocoso, quién te crees que sos. Otras, su madre la que nota su ausencia y lo busca a los gritos y, cuando vuelve, le dice pero Bollino qué te pasa, Bollino, mi Bollino.

Supongo que fui un niño muy feliz hasta que me di cuenta de que tenía que serlo. Hasta que vi cómo mi madre estaba pendiente del menor detalle de mi felicidad y me pareció que debía ser algo demasiado frágil si era preciso cuidarla de ese modo. Entonces me resultó mucho más difícil conservar un estado que corría —eso parecía decir mi madre, su actitud— el riesgo de romperse todo el tiempo.

¿Será que sólo nos importan las cosas que están siempre a punto de romperse?

No diga tonterías, periodista.

Los fines de semana yo volvía a mi vida, al caserón francés a mi cuarto, a Diego y Mañanita. Nos gustaba encontrarnos: yo les contaba cosas del colegio y de los curas y casi nada de mis compañeros y Diego me mostraba sus libros de dibujos y me preguntaba si me enseñaban a hablar en francés y a veces hasta me decía palabras en francés y yo me hacía como que sí entendía pero Mañanita se reía y entonces yo me daba cuenta de que no había acertado. Pero me gustaba porque era como antes y ellos me llamaban Bollino como mi mamá y comía sus comidas y era como antes. Me gustaba que fuera como antes.

El chico se llama Juan María y casi todos lo llaman Juan María y está a punto de dejar de ser un chico. Es discutible: quién dice hasta aquí un chico, desde aquí esa otra cosa. Las fronteras, si no son de países, suelen ser tramos largos: no es fácil atravesar una frontera y más difícil, mucho más difícil, saber si ya está atravesada o todavía. Un recorrido sin mojones: para un chico las sombras de una barba, resbalones inesperados en la voz, esos granos de grasa le van marcando que ya no es lo que era —y que no va a serlo nunca más aunque lo intente. El chico se pasa años aprendiendo algo que tendrá que volver a aprender muchas veces: que esto que ha aprendido —a ser chico, a vivir como un chico— ya no le sirve más porque cuando le parezca que ya aprendió significará que ha dejado de serlo. Que aprender a ser algo sirve para no serlo más. Y entonces aprenderá a ser algo más: algo distinto cada vez. Un modo de ser siempre lo mismo.

El señor Manuel de Baltiérrez está de pie, los brazos cruzados sobre el pecho de su camisa impecable, su mujer pequeña y rubia a su derecha, su pie izquierdo que marca un ritmo contra el suelo. El señor habla con la voz baja y contenida que lo hace más temible:

—Nos decepcionaste. Te aprovechaste de nuestra bondad, nos estafaste. No tengo mucho más que decirte. Mañana a la madrugada se van de acá, vos y tu pobre hijo. Y no los quiero ver nunca más. Nunca más, entendiste.

Frente a él, a seis pasos, la mujer gorda se hunde en su uniforme de mucama. Tiene los labios apretados, la frente fruncida para evitar las lágrimas y busca palabras que —sabe— no le van a servir.

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