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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Poesía

Vivir adrede (8 page)

BOOK: Vivir adrede
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7. Pena capital

Esto me lo contó Eustaquio, un tipo bastante extraño:

«Allá en mi lejana adolescencia, yo jugaba al fútbol. Arquero, golero, guardameta, goalkeeper, todo eso. Atajaba que era un lujo. Hasta que un día me tiraron un penal, la pelota me dio en pleno estómago y estuve desmayado como media hora. Cuando Volví en mí, lo primero que hallé fue la mirada compungida del asesino (tarde piaste, ¿no?) que había ejecutado la pena. A veces los cronistas deportivos la llaman “pena máxima” o “pena capital”, o sea una denominación que para los leguleyos es sinónimo de muerte. La verdad es que a mí me fusilaron.

»Aún ahora, 70 años después, cuando veo fútbol por televisión y el juez decreta la “pena máxima” en el trágico instante en que el homicida acomoda la pelota o la hall o el esférico, y veo al pobre arquero que se persigna con ojos de pánico, cierro los ojos pues si sigo mirando y veo la ejecución, me vuelve el antiguo dolor de estómago y tengo miedo de desmayarme. Porque (y que esto quede bien claro) juegue el equipo que juegue, yo siempre estoy de parte del golero y no del asesino.»

8. Solo

Me lo hizo saber un personaje, ya no sé de qué libro:

«Cuando el mundo me ignora, yo recurro a mi sombra. Los projimíos y los projituyos, los prójimos en fin, me buscan en su olvido, pero allí no me encuentran, porque estoy en mí mismo, en mi olvido de veras.

»Ya no sé ni mi nombre: ¿para qué?, ¿para quiénes? Cuando el mundo me ignora, yo a mi vez, a mi turno, también ignoro al mundo.

»La vida pasa afuera y el corazón me dice que yo paso en mi adentro y sólo así puedo juzgarme sin compasión malsana. Si me culpo o me absuelvo, sólo me importa a mí. La desmemoria va conmigo.

»Por suerte no hay espejo; hace ya muchos años que no lo necesito. Yo bien sé cómo soy.

»Qué desperdicio.»

9. La estatua

La estatua es una vida encadenada. Y ella piensa ¿por qué? Cuando era alma, hálito, energía, soplo vital, hizo lo que es posible en este mundo, vaya hazaña. No pude rescatar nada del pasado. Nada con sangre, menos aún con bocanadas de aire.

Esta inmovilidad ¿será un castigo? Sus manos se quedaron en un gesto que, desde el amanecer hasta el crepúsculo, apunta al Más Allá. Luego viene la noche y no hay estatua. A veces un poquito de luna la hace blanca.

Tal vez alguien quiso erigirla en la memoria, pero fue inútil: es olvido. Habrá turistas, claro, que la enfoquen con su flamante camarita digital, aun sin saber de qué se trata. La enfocan como lo hacen con el ombú gigante o con el chorro de la antigua fuente, tan descascarada.

Por supuesto es símbolo de algo, pero ¿de qué? La estatua es una forma estética de muerte, ¿quién lo duda? También experta en recibir lluvias, soles y granizo. Todavía es alguien que intenta decir: Soy. Pero no puede.

Está mirando al mar y el mar la mira. Su presencia es tan sólida que abruma. Todos guardamos una estatua en los ojos. Y a veces la escondemos tras los párpados.

10. Funerarias

Hace treinta o cuarenta años la gente, como siempre, vivía una temporada y después se moría. La familia generalmente sabía de alguna funeraria más o menos barata y, si no la recordaba, la buscaba en la guía de teléfonos.

Ahora no es lo mismo. Las funerarias han invadido con tremendo empuje el ámbito publicitario y hay tantos avisos (sobre todo en la radio) de pompas fúnebres como de cremas antiarrugas o neumáticos japoneses. Y si a uno le da por hacer zapping, posiblemente va a transitar de empresa mortuoria en empresa ídem.

¿A qué se deberá este cambio tan visible? Es posible que, gracias a los avances médicos y científicos, la gente viva más o sea que fallece más tarde y en consecuencia la demanda de féretros haya disminuido. Quizá por eso los ataúdes del presente son más elegantes, de un roble mejor labrado, tal vez creyendo que con ese despliegue a uno le vengan unas ganas incontenibles de ocuparlo.

Hay ciudadanos que cuando ven un ataúd salen corriendo y otros que llaman al escribano para que vaya preparando el testamento y otros más que lo llaman para saber cuánto les tocará cuando el candidato diga chau.

¿Quién iba a imaginar qüe la vieja muerte iba a cosechar tantos avisos como una computadora o un churrasco con papas fritas? En lo personal debo confesar que cuando la publicidad me muestra un féretro, mi pobre corazón cambia su clásico tictac por un duro toctoc. Por favor, llamen a Emergencias.

11. Diccionario

Cuando las palabras ingresan al diccionario las pobres están perdidas. Si la palabra está sola, al aire libre, se levanta en su significado, dice algo, lo sostiene. Pero cuando entra en el diccionario, la muchedumbre de significados la asfixia.

Por el diccionario circulan misteriosas acepciones, enunciados que nadie pronuncia. ¿Quién empleó alguna vez palabras como rongigata, enruna, cadañal, pruriginoso, liquidámbar, cachunde, zarapito, despavesadura, dubda? Sin embargo están allí invictas, solitarias, guardadas.

Imagino que el diccionario se ha de reír a carcajadas cuando nos apabulla con toda esa jerigonza y nos deja taciturnos, como si nos hablaran en esperanto.

En Argentina, Costa Rica, Cuba, Honduras, Uruguay y Venezuela, al diccionario lo llaman mataburros, quizá porque los burros son por ahora analfabetos. Sé que alguien proyectó hace un tiempo editar un diccionario con las palabras corrientes, las que todos usamos, pero resultó un volumen tan reducido que nadie lo quiso publicar.

12. Número

Así se llamaba una revista literaria que publicamos en Montevideo en el 51 o el 52.

Éramos seis, sólo quedamos dos, y no sé hasta cuándo. A tres del equipo la parca vieja los sacó de la troya y se fueron con su honestidad en la maleta. Otro se metió en otro rumbo, sin maleta y sin honestidad. Hicimos cosas; con acierto o con fallos, hicimos cosas. Ahí quedaron escritas, editadas, memorias más o menos, todas con un poquito de alma, intentando ayudar a respirar.

¿Quién fue cada uno, quiénes fuimos todos o casi todos? Poéticos o prosaicos, en el filo del día, de la noche, del año. Anduvimos estrictos, con cautela, por la vereda rota de aquel tiempo, metidos en los libros con los libres, en ceremonias colectivas que nos dejaron (y dejaron) algo.

Los ojos de uno eran reflejo de otros, y nadie se engañaba, cada uno en lo suyo. A veces la nostalgia se mete en mis insomnios y recorro las huellas, las de todos. Con honores y horrores, con idiomas de afuera y el lenguaje de adentró, cruzábamos las puertas y los puentes, mientras otros quedaban en la orilla sin nombre.

Éramos seis. Sólo quedamos dos, y no sé hasta cuándo.

13. Isla

Cada ser humano es una isla. En el mejor de los casos, pertenece a un archipiélago. Aun así, cada isla es distinta de las otras. Algunas son fértiles, pródigas, ubérrimas. Otras son áridas, magras, resecas.

Cada ser humano es una isla, donde sólo convive con su conciencia y en ocasiones con un lago quieto que le informa sobre qué rasgos asume su rostro de náufrago.

Cuando el ser humano se aburre de su soledad, entonces se comunica con otra u otras islas, a nado, o en balsa, en lanchas o en canoas. Y en la otra isla conoce a otros náufragos y también a otras náufragas, y a veces se enamora.

El amor une a las islas como una corriente. A veces dos islas copulan y nace un islote.

14. Más cenizas

El equívoco que atañe a las cenizas es creer que todas son iguales. Las cenizas de los asesinos no son iguales a las de sus víctimas. Las de los dictadores, cuando por fin se van, huelen a podrido. Las de los pobres diablos, los desvalidos, los expulsados del bienestar mínimo, tienen el aroma de la humildad.

Con las cenizas miserables juegan las cucarachas; con las inocentes, se limpian las palomas. Las cenizas existen para todos, menos para los ciegos, que pasan sobre ellas como si fueran césped.

La ceniza es el cansancio de la vida y por eso es la insignia de la muerte. Las cenizas nacen con el universo, porque son los epílogos de la vida.

De este lado del mundo y del otro, el pasado es ceniza. También lo será el futuro.

El diccionario habla de cenizas azules y cenizas verdes, pero fuera del diccionario todas se vuelven grises.

15. Odios y amores

Cuando el desamor va matando el amor, al menos hay un alma que se agrisa, un corazón que late con sordina y unos ojos que aprenden a llorar.

Se dice que el amor nació con el universo) Lo de Adán y Eva es sólo un cuentito para que los curas entretengan a los fieles. A los infieles, en cambio, les gusta imaginar, y de ahí que imaginen, por ejemplo, eso de que el amor nació con el universo. El lío vino después, cuando algunos amorosos se pasaron al odio y algunos religiosos (pontífices incluidos) santificaron las guerras.

Los pájaros se aman y nacen pajaritos. Los ángeles, en cambio, están más allá del amor y de las nubes. No se sabe si nacen o si mueren. Pero algunos existen. Por ejemplo, los generales tienen ángeles de la guarda, siempre de uniforme.

El amor en que intervienen tres es un problema y el humo que se eleva de esa hoguera se llama celos. Si es con cuatro personas es dos veces celos o sea recelo. Los maridos celosos suelen cumplir su vueltita de vigilancia y entonces los amantes se esconden entre las ramas, pero siempre hay un ratón que los delata.

A veces el amor y el odio se dan la mano y pero eso sólo ocurre en televisión.

El desamor es un amor caído, un viudo de la pasión y sólo se reincorpora cuando otro amor le miente que lo ama. Y cuando al fin queda de nuevo viudo de amor, se resigna a escribir un ensayo con el título: «Formas ancestrales del relajo y la melancolía».

16. Siempre o nunca

Hay quienes confunden la palabra siempre con la eternidad. Antes que nada conviene aclarar que la eternidad es un cuento chino. En cambio, siempre sí existe: es una permanencia o más bien una rebanada de tiempo. Si uno dice: «En invierno siempre me resfrío», ya le está poniendo un límite, porque su vigencia no alcanza, digamos, a la primavera. O sea que se trata de una permanencia con límites. Si un hombre y una mujer se casan, creen estar unidos para siempre, y se olvidan de que en el peor de los casos ese siempre puede concluir en un divorcio, y en el mejor puede durar hasta que uno de ambos estire la pata o acaben juntos en un accidente aéreo.

Ahora bien, siempre es antónimo de nunca, y ésta sí es una palabra definitiva: cuando cierra el portal no pasa nadie, ni siquiera un misil.

Hay quienes consideran al reloj como un símbolo de siempre, porque su aguja da vueltas y vueltas y pasa y repasa por el mismo número, por la misma hora, pero en uno de sus giros puede agotarse la pila o atracarse la cuerda, y el reloj se queda sin siempre. O sea que esa palabra puede ser una vida o también un soplo instantáneo.

«Siempre fue antaño mejor que hogaño» dice el refrán, pero los refranistas á menudo exageran. Aun así, cuando en la infancia decimos siempre, la palabra abarca kilómetros y alegre pompa, pero cuando, ya octogenarios, decimos siempre, nos basta con un bostezo y también una pompa, pero fúnebre.

Lo más prudente es habilitar dos bolsillos del chaleco: uno para guardar a siempre y otro para esconder a nunca.

17. Tempestades

La locura del tiempo se desató antenoche. Los árboles cayeron como bolos, pero no sobre una pista de juego sino, indiscriminadamente, sobre terrazas de los boyantes, buhardillas de los jubilados y chozas de los indigentes. Los pájaros asistieron con asombro y sin ganas de volar o de morirse, pero algunos pájaros murieron con las alas puestas. Por otra parte, la lluvia no era lluvia sino más bien diluvio, turbonada, casi un torrente. Las basuras, cuando salieron del pasmo, nadaban como rodaballos o como sardinas.

¿En qué planeta estamos? El viento, desaforado como nunca, nos pegaba en el rostro y nos afeitaba sin espuma y sin navaja. Ninguna llama, ningún humo, sobrevivía a esta derrota del instante.

Los cables cuentan que en Nueva Orleans la cosa fue peor, pero como allí son todos negros, el gobierno blanco tardó cuatro días en enterarse. Lástima que la terrible borrasca no se dedicó a la fábrica de armas y bombarderos, que ésos sí se la merecen.

Los creyentes están desorientados. No pueden creer que su amado Dios sea tan implacable. Pero lo cierto es que en este desastre Dios no corta ni pincha. Es simplemente la naturaleza la que, para vengarse de tanta agresión, arma el castigo, no dedicado a los pobres negros sino a los dueños del poder, esos que hace siglos guardaron la piedad en su caja fuerte.

Aquí abajo el mar comenta el hecho y el desecho con las olas que bailan divertidas. Las playas se resignan a quedarse sin arena. Nadie canta, nadie reza, en el mejor de los casos estornuda. Lo único que cabe esperar es que el vendaval, la inundación o el terremoto, se aburran de nosotros terrestres, los de aquí, los de allá, o los de acullá, y podamos recurrir a la calculadora para sumar las ruinas.

18. Ustedes

Ustedes, los mandarines de la tortura, los distribuidores del castigo, los que se cebaron en el prójimo indefenso, ¿cómo pueden soportarse en el insomnio, regocijarse en el cariño de su madre?

Lo más asqueroso de su cochina memoria es su imitación de vida. Casi todos dicen ser devotos. ¿Será que acaso creen que su dios es un desalmado, un feroz, un iracundo? Puede ser.

Ustedes, los que hieren, los que fusilan, los que arrojan cadáveres al mar, los que no pueden ni con su sombra, los que dejaron la conciencia en el desierto y el futuro en el pasado, ¿son tan cobardes como para colgarse en el pecho una medalla o abrazar a sus hijos sin el menor escrúpulo?

Por favor, miren hacia arriba, atraviesen las nubes, y luego déjense caer caer caer. El suelo los espera con la muerte, no la de todos sino una más roñosa.

19. Tragos

Un trago sirve para creer que la vida es sueño, o que el mundo se tambalea sin motivo. Sirve para imaginar que la realidad no nos humilla, precisamente en el momento en que la implacable nos está hundiendo. Sirve para envalentonarnos en los pasos previos al amor y en ciertos casos para ahuyentar al amor con el mal aliento.

E1 trago, cuando es medido, acaba con las penas menores, pero cuando es desmedido acaba con el hígado.

Puede ser tinto, caña, whisky, ron, vodka o cerveza. Cada bebida provoca alucinaciones o náuseas bien diferenciadas. Y por eso cada trago tiene su color, su dolor y su sabor. Y siempre ha sido más útil como aperitivo que como laxante.

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