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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Aullidos (3 page)

BOOK: Aullidos
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Aunque parezca que sufrí mucho de cachorro, no es exactamente así. Hubo unos momentos maravillosos durante los cuales me sentía contento y satisfecho. Recuerdo unas alegres veladas mientras permanecía tumbado en el regazo de mi amo, delante de una cosa llameante y caliente que me abrasaba el hocico cuando trataba de olfatearlo. Recuerdo la mano del gigante acariciándome desde la cabeza hasta el rabo. Recuerdo la primera vez que pisé la inmensa explanada de pelo verde que respiraba y estaba llena de vida. Corrí, salté y me revolqué en ella, mordisqueándola y olfateando sus deliciosos aromas. Recuerdo haber perseguido a un extraño animal de orejas puntiagudas que habitaba al otro lado del muro, con el rabo tieso y el pelo formado por millares de agujas, mientras éste me gritaba obscenidades. Era muy divertido. Recuerdo que hacía rabiar a mi gigante arrebatándole uno de los curiosos objetos con los que se cubría los pies, obligándole a perseguirme hasta caer exhausto. Luego me acercaba y depositaba el objeto en el suelo junto a él, sonriendo satisfecho, pero volvía a arrebatárselo antes de que él pudiera asirlo. Recuerdo la deliciosa comida que rne daban, aunque al principio me negaba a tragármela porque me desagradaba su sabor, pero luego el hambre vencía la repugnancia que me inspiraba y la devoraba con avidez, mientras la saliva se deslizaba por mis mandíbulas. Recuerdo que tenía una manta que mordisqueé hasta hacerla pedazos, pero de la que me negaba a separarme. Y también recuerdo mi hueso favorito, el cual oculté detrás de unos matorrales en la pequeña parcela verde al otro lado del muro. Recuerdo todas esas cosas vagamente, pero con un afecto lleno de nostalgia.

Supongo que era un cachorro un tanto neurótico, aunque es lógico, dada las experiencias que había vivido. Cualquiera se habría vuelto neurótico en mi lugar.

No recuerdo exactamente cuánto tiempo viví con el gigante y su compañera, supongo que unos tres o cuatro meses. Llevaba la vida típica de un perro, pues mis sentidos humanos se hallaban todavía aletargados, aunque dispuestos a estallar en cualquier momento. Me alegro de haber tenido la oportunidad de adaptarme a mi nuevo caparazón antes de que me asaltaran los terribles recuerdos. La siguiente etapa de mi vida iba a iniciarse muy pronto y yo, como es lógico, no estaba preparado para afrontarla.

Supongo que se deshicieron de mí porque era un engorro. Sé que al gigante le caía simpático y que incluso me tenía cariño, pues recuerdo su afecto y su bondad. Las primeras noches, durante las cuales aullaba aterrado en la oscuridad recordando a mis hermanos y a mi madre, él me llevó a su habitación. Me tumbé en el suelo junto a su cama, pese a las protestas de su compañera, la cual se enojó aún más a la mañana siguiente cuando halló unos charcos y unos suaves montoncitos desperdigados por el esponjoso suelo. Creo que me tomó ojeriza desde aquel momento. Ambos recelábamos el uno del otro, lo cual nos impedía mantener una relación amistosa. Lo mejor que puedo decir de ella es que me trataba como a un perro.

En aquella época las palabras constituían meros sonidos para mí, pero sentía las emociones que se ocultaban tras ellas. Presentía, sin comprenderlo, que yo era el sustituto de algo. Según creo recordar, se trataba de una pareja de mediana edad, sin hijos. Por los ruidos que solían emitirse mutuamente deduje que el gigante se sentía avergonzado y su compañera lo despreciaba. El ambiente que reinaba entre ellos me desconcertaba y no contribuía a mi estabilidad emocional. El caso es que como sustituto no tuve mucho éxito.

No recuerdo si fue un determinado episodio o un cúmulo de desastres lo que provocó que me pusieran de patitas en la calle. Sólo sé que un buen día me encontré de nuevo entre mis colegas caninos. Mi segundo hogar era una perrera.

Y fue allí donde se produjo la revelación.

Capítulo 4

Llevaba una semana allí y me sentía feliz entre mis nuevos amigos, a pesar de que algunos eran bastante brutos. Estaba bien alimentado (aunque tenía que pelearme para que los otros no me arrebataran mi ración) y bien atendido. Los grandes animales de dos patas acudían todos los días, nos llamaban por medio de unos ruidos muy extraños y luego nos señalaban a uno de nosotros. Un perro viejo me explicó que esas criaturas eran personas, las cuales gobernaban y mandaban en el mundo. Cuando le pregunté qué era el mundo, me miró incrédulo, se dio media vuelta y corrió hacia donde se hallaban las personas, asomando el hocico por la tela metálica en señal de respeto y sumisión. No tardé en comprobar que era un experto en conseguir que lo eligieran a él, pues ésta no era su primera visita a la perrera. También comprobé que era un mal asunto si no te elegían, ya que más pronto o más tarde venía a buscarte un piel blanca y a partir de aquel momento tenías las horas contadas.

Los perros con más experiencia me hablaban sobre las personas. Me explicaron que mudaban de piel cuando querían, puesto que se trataba de una piel muerta como la que llevaba yo alrededor del cuello; que existían machos y hembras, como nosotros, y que a sus cachorros los llamaban hijos. Cuando te repetían continuamente un cierto sonido, a veces en tono amable y otras irritado, probablemente se trataba de tu nombre. Te alimentaban y cuidaban de ti si eras obediente. Habían aprendido a caminar sobre dos patas mucho tiempo, y desde entonces se sentían superiores a nosotros. Solían ser bastante estúpidos, pero algunos eran muy bondadosos.

Tenían el poder de destruir a todos los animales, incluso a los animales más grandes que ellos.

Y era ese poder, única y exclusivamente, lo que les convertía en los dueños y señores del mundo.

Descubrí que yo era lo que se llama un cruce de razas, un híbrido. Entre los perros no existe un sistema de clases, por supuesto, pero cada raza posee determinadas características. Por ejemplo, los Terranova son bondadosos e inteligentes, mientras que los lebreles suelen ser agresivos y bastante neuróticos; apenas les dices algo, te contestan con un gruñido. Era curioso, pero todos los perros sabían a qué raza pertenecían: un terrier sabía que era un terrier, un spaniel sabía que era un spaniel. Sin embargo, un scottish terrier no sabía que era distinto de un airedale, ni un cocker spaniel que era distinto de un clumber. Eran unas diferencias demasiado insignificantes para que las notaran.

También comprobé que los perros grandes solían ser más plácidos, mientras que los pequeños eran más fanfarrones. Por aquella época, yo era un pequeño fanfarrón.

Aullaba para obtener mi ración diaria de carne; gemía por las noches, atormentaba a los perros más estúpidos y me peleaba con los bravucones. Ladraba y gruñía a todo aquel que me resultaba antipático y me enfurecía cuando trataba de atrapar una cosa larga y tiesa que me crecía en el lomo (tardé bastante tiempo en comprender que no la atraparía nunca). Hasta las pulgas me irritaban, y cuando veía una brincando sobre el lomo de un compañero me abalanzaba sobre ella y le pegaba un mordisco al otro perro. Acto seguido nos enzarzábamos en una pelea campal y el piel blanca nos arrojaba un cubo de agua fría para calmarnos los ánimos.

No tardé en adquirir fama de pendenciero y con frecuencia me encerraban en una jaula, separado del resto de mis compañeros, lo cual hacía que me rebelara aún más, pues creía que nadie me quería. La gente no comprendía que yo tenía problemas.

Los problemas se hallaban ocultos en el fondo de mi mente, donde se desarrollaba un extraño conflicto. Yo sabía que era un perro; y sin embargo mis sentidos —llámenlo intuición— me decían que no lo era. El conflicto estalló al fin una fría noche durante la cual tuve una pesadilla.

Me hallaba dormido junto a un grupo de peludos cuerpos que habían cerrado sus filas contra mí —en aquellos días yo no era muy popular entre mis compañeros— y tenía la cabeza llena de extrañas imágenes. Era muy alto y me sostenía precariamente sobre dos patas, con el rostro al mismo nivel que las otras personas; una persona de sexo femenino avanzó hacia mí, irradiando bondad y emitiendo unos sonidos muy agradables con sus labios. Supongo que debía conocerla, pues comencé a agitar el rabo, lo cual hizo que casi perdiera el equilibrio. Sus mandíbulas formaron un curioso círculo y emitió un sonido muy dulce que me resultaba familiar. Tenía la cabeza muy cerca de la mía y seguía aproximándose, tratando de establecer contacto. Yo saqué la lengua y le lamí la nariz.

Ella emitió un breve sonido y se apartó, exhalando un olor corporal que me dio a entender que mi gesto la había sobresaltado. Empecé a jadear y a menear el rabo con más ímpetu, lo cual la sobresaltó aún más. Retrocedió y yo avancé hacia ella balanceándome sobre mis dos patas.

Luego echó a correr y yo tuve que ponerme a cuatro patas para perseguirla. En mi cabeza bullía un caos de sonidos, colores y aromas. De pronto aparecieron otros rostros ante mí. Uno de ellos pertenecía a una niña preciosa. La niña restregó su cabeza contra la mía y se montó en mi lomo, dándome unas patadas en los costados. Pasamos un rato jugando y revolcándonos en la explanada verde y yo me sentía muy feliz. Súbitamente, el cielo se oscureció y vi otro rostro que me miraba enfurecido. Luego desaparecí y me encontré de nuevo en una jaula. Estaba en el mercado callejero, rodeado de otros cuerpos cálidos, los cuales se quedaron helados cuando los perros abrieron los ojos y me vieron.

Luego, todo se sumió en la oscuridad.

Yo me hallaba en un lugar cálido y seguro. Muy cerca, casi dentro de mí, sonaban unos latidos que me tranquilizaban. A mi alrededor percibía otros sonidos, menos intensos. Todo era suave y mullido; estaba sumergido en un líquido que me proporcionaba la vida. Me hallaba en el vientre de mi madre y me sentía feliz.

De improviso sentí una fuerza que me impulsaba hacia fuera, unas contracciones brutales que me obligaban a abandonar mi cómodo nido, empujándome por un largo túnel. Yo me resistía. Deseaba permanecer allí. Ya conocía el mundo exterior y no me gustaba. ¡Deja que permanezca aquí! ¡No me arrojes fuera! No quiero vivir, la muerte es más agradable.

Pero las fuerzas que me impelían hacia delante eran más poderosas que yo. La muerte había sido más fuerte, y ahora también lo era la vida.

Asomé la cabeza, mientras el resto de mi cuerpo permanecía unos instantes en el vientre de mi madre. Pero detrás mío había otros seres que me empujaban hacia fuera, impacientes por salir. Yo me estremecí, negándome a abrir los ojos: no deseaba contemplar la realidad. Luego sentí otros cuerpos húmedos y pegajosos y una lengua áspera que me lamía para quitarme la porquería, mientras yo permanecía tendido, humilde y vulnerable.

Había renacido.

Lancé un grito y me desperté.

Sentí como si la cabeza me fuera a estallar ante la súbita y brutal revelación. Yo no era un perro; era un hombre. Había existido antes como un hombre y había quedado atrapado en el cuerpo de un animal. ¿Cómo? ¿Por qué? Por fortuna no hallé las respuestas, pues de haberlas hallado en aquellos momentos creo que me habría vuelto loco.

Mi grito había despertado a los otros perros, los cuales comenzaron a aullar y ladrar. Yo permanecí inmóvil, temblando, demasiado aturdido para moverme. Sabía que era un hombre y me veía a mí mismo. Veía a mi esposa. Veía a mi hija. Las imágenes giraban sin cesar en mi mente, uniéndose, separándose, uniéndose de nuevo, aturdiéndome.

De repente, la jaula se iluminó. Yo cerré los ojos para aliviar el dolor que sentía, pero oí unas voces y volví a abrirlos. Luego se abrió la puerta y aparecieron dos pieles blancas, gruñendo y gritándoles a los perros para que se callaran.

—Debe de tratarse de ese pequeño sinvergüenza —oí decir a uno de ellos—. Desde que ha llegado no ha hecho más que crear problemas y, encima, solivianta a sus compañeros.

Una mano me agarró con fuerza por el pescuezo. Me pusieron un collar y me arrastraron por un pasillo donde había otras jaulas llenas de perros que ladraban frenéticamente. Me encerraron en una jaula de castigo, separada de las otras. Al cerrarse la puerta, oí decir a uno de los hombres:

—Creo que tendremos que matarlo mañana. Nadie querrá llevarse a un chucho como ése.

No oí la respuesta de sus compañeros, pues aunque todavía estaba aturdido por la terrible revelación, las brutales palabras de aquel hombre me dejaron helado. Me sentía solo y aterrado, sumido en la oscuridad de la jaula, y rompí a llorar. ¿Qué me había sucedido? ¿Por qué mi nueva vida estaba condenada a ser tan breve? Desesperado, me arrojé al suelo.

Al cabo de unos minutos se despertaron en mí otros instintos y mis pensamientos de autocompasión comenzaron a ordenarse. Yo había sido un hombre, de eso no cabía la menor duda. Tenía el cerebro de un hombre. Había comprendido las palabras que habían pronunciado los dos hombres, no sólo su significado, sino las mismas palabras. ¿Podía hablar? Lo intenté, pero de mi garganta sólo brotó un patético gemido. Llamé a los hombres, pero el sonido que emití sólo era el aullido de un perro. Traté de recordar mi vida anterior, pero mientras me concentraba en esos pensamientos las imágenes se desvanecieron. ¿Cómo me había convertido en un perro? ¿Habían extirpado el cerebro de mi cuerpo humano para trasplantarlo al de un perro? ¿Acaso un loco había realizado el siniestro experimento con el fin de preservar el cerebro vivo de un cuerpo moribundo? No, era imposible, pues recordaba haber nacido en mi sueño, formaba parte de una carnada de cachorros y recordaba que mi madre me había lamido el cuerpo para limpiarme. ¿Se trataba quizá de una alucinación? ¿O tal vez era el resultado de una siniestra operación? En tal caso, me hallaría en observación en un moderno laboratorio, conectado a unos sofisticados instrumentos, no en esta lúgubre perrera.

Tenía que existir una explicación, lógica o absurda, y decidí hallarla. Creo que el misterio me salvó de volverme loco, pues me dio un motivo para seguir viviendo. Mejor dicho, me proporcionó un destino.

Ante todo tenía que serenarme. Ahora me parece increíble que aquella noche fuera capaz de reflexionar tan fríamente, reprimiendo las emociones que había suscitado en mí la terrible revelación. En ocasiones, cuando recibimos un fuerte impacto emocional, se pone en marcha un mecanismo de defensa que adormece las células sensibles de nuestro cerebro, lo cual nos permite reflexionar de forma lógica y racional.

Decidí no obligar a mi cerebro a revelarme todos sus secretos en aquel momento, lo cual, por otra parte, habría sido imposible. Era preferible dejar pasar un tiempo, hasta que lograra reunir todos los fragmentos de las imágenes, antes de ponerme a bucear en mi pasado.

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