Read Aullidos Online

Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Aullidos (6 page)

BOOK: Aullidos
7.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Comencé a agitar de nuevo el rabo como una bandera mientras aceptaba alegremente los caramelos que me daban los niños. Éstos trataron de averiguar cómo me llamaba, pronunciando varios nombres para ver si reaccionaba al oír uno de ellos. Pero yo no recordaba cómo me llamaba y los niños no hallaron ningún nombre en mi collar. Rover, King, Rex, Cara de Boñiga (¡Cara de Boñiga!) (¿A cuál de esos mocosos se le había ocurrido ese nombre…?) Yo me limitaba a sonreír. Los nombres no significaban nada para mí, ni a ningún perro, pues únicamente reconocemos determinados sonidos. De todos modos, me sentía feliz de estar entre amigos.

De repente sonó un silbato que casi me perforó los tímpanos y los niños lanzaron un gemido de protesta. De mala gana, después de que sonaron otros dos silbatos, se dieron media vuelta y se alejaron, mientras yo me apretaba contra la reja, tratando de seguirlos. La niña con el pelo rubio me acarició afectuosamente el pescuezo antes de marcharse. Yo les grité que no se fueran, pero fue inútil. Se colocaron en fila, de espaldas a mí, girándose de vez en cuando para mirarme y tratando de contener la risa. Luego entraron en un sombrío edificio gris y el último de la fila cerró la puerta tras él.

Me quedé contemplando el patio desierto, entristecido por haber perdido a mis amigos. Entonces vi unos diminutos rostros asomados a las ventanas superiores del edificio y me sentí más animado, pero en seguida apareció el viejo y arrugado rostro del maestro, quien les ordenó que regresaran a sus pupitres. Uno de los niños se retrasó unos instantes y el maestro le dio un tirón de orejas. Después de permanecer un rato pegado a la reja confiando en que los niños aparecieran de nuevo, saqué la cabeza de entre los barrotes y me alejé.

Por lo general, los perros suelen tener un temperamento alegre y sacrifican sus emociones en aras de la curiosidad. Así pues, cuando pasó junto a mí un anciano montado en una bicicleta, con una bolsa colgada del manillar, olvidé mis penas y me puse a trotar detrás de él. De pronto vi una ramita con unas hojas que asomaba por un agujero de la bolsa. Creo que se trataba de ruibarbo —tenía un olor dulce y penetrante—, y su aspecto era de lo más apetitoso. No tardé en alcanzar al ciclista, pues era muy viejo y pedaleaba lentamente, y antes de que advirtiera mi presencia pegué un salto y agarré la ramita entre los dientes.

Al tirar de ella, el anciano perdió el equilibrio y él y la bicicleta cayeron sobre mí. El batacazo me dejó sin aliento y solté un ladrido que más bien parecía un quejido. Mientras trataba de recobrar el resuello pedí disculpas al anciano por haberle derribado, pero mis palabras brotaron como unos débiles gruñidos que él no entendía. El hombre comenzó a agitar los puños tratando de pegarme, sin comprender que me sentía famélico; maldecía y blasfemaba como si un toro le hubiera derribado sobre un lecho de clavos, en vez estarme agradecido por haberle amortiguado el golpe.

Era inútil permanecer allí, puesto que resultaba evidente que el anciano no iba a ofrecerme nada de comer, así que me libré de él y de la bicicleta y me levanté. El viejo me propinó un par de sopapos, lo cual contribuyó a disipar mis remordimientos, y entonces vi que el contenido de la bolsa se había derramado por la acera. Pasé por alto unas plantas de color rojo cuyo sabor no me entusiasmaba y me abalancé sobre una jugosa manzana. La agarré con los dientes —no fue empresa fácil, pues se trataba de una manzana enorme— y eché a caminar, mientras el anciano seguía blandiendo el puño y blasfemando. Por fortuna, tenía las piernas enredadas en las ruedas de la bicicleta, pues de lo contrario me habría propinado una buena patada. Cuando me hube alejado un trecho, me giré y dejé caer la manzana. Quería regresar y disculparme con el anciano por haberle derribado de la bicicleta, pero su congestionado semblante y sus temibles puños me convencieron de que sería inútil. Así pues, cogí la manzana y me largué. Me volví una vez más y vi que dos transeúntes ayudaban al anciano a ponerse en pie. Al parecer no se había lastimado y yo proseguí mi camino.

Capítulo 7

Me desperté al notar que alguien me empujaba suavemente.

Cambié de posición, tratando de no hacer caso de los golpecitos, pero tenía frío y estaba incómodo. Abrí los ojos y vi un enorme perro negro junto a mí.

—Vamos, pequeñajo, será mejor que no te encuentren aquí.

Al oírle, me despabilé y parpadeé con fuerza.

—¿De dónde vienes? ¿Te has escapado o te han abandonado tus dueños? —inquirió el perro, sonriendo.

Sentí un escalofrío y me levanté.

—¿Quién eres? —le pregunté, sin poder contener un bostezo. Luego me estiré para desentumecer mis miembros, apoyándome sobre las patas delanteras y alzando el trasero.

—Me llamo
Rumbo
. ¿Y tú?

—No lo sé —contesté, sacudiendo la cabeza—. No lo recuerdo.

El perro me miró en silencio durante unos minutos y luego comenzó a olfatearme.

—Hay algo extraño en ti —dijo.

Y tan extraño, pensé yo.

—No eres como los otros perros que conozco.

Él tampoco era como los otros perros. Era más inteligente, menos perruno, más… humano.

—Todos somos distintos. Algunos son más tontos que otros, pero tú eres distinto. ¿Seguro que eres un perro?

Estuve tentado de contarle mis desgracias, pero él cambió bruscamente de tema.

—¿Tienes hambre? —me preguntó.

Estoy famélico, pensé, asintiendo.

—Anda, vamos a ver si encontramos algo.

Se dio media vuelta y echó a caminar rápidamente. Yo corrí tras él para alcanzarlo.

Era un chucho huesudo, de unos cinco o seis años, un cruce de varias razas. Imagínense a un dálmata sin manchas, negro, desgarbado, patizambo, con un trasero como una vaca, las patas traseras excesivamente curvadas y débil de remos y tendrán una idea de cómo era
Rumbo
. No era feo, al menos a mí no me lo parecía, pero no se habría llevado ningún premio en un concurso canino.

—¡Vamos, pequeñajo! —gritó, volviendo la cabeza—. ¡Llegaremos tarde para desayunar!

Cuando lo alcancé, pregunté jadeando:

—¿No podríamos detenernos un momento? Tengo que hacer una cosa.

—¿Qué? Ah, ya entiendo.

Se detuvo y me agaché delante de él. Él me miró con desprecio y se acercó a una farola. Luego levantó la pata y se puso a orinar como un profesional.

—Te recomiendo que lo hagas así, para evitar accidentes —me dijo, mientras yo trataba de mover las patas para no pisar el charco que se iba extendiendo.

Yo sonreí tímidamente. Afortunadamente, las calles estaban medio desiertas y no había ningún ser humano por los alrededores que me viera en esta postura tan poco digna. Era la primera vez que me preocupaban esas cosas, lo cual era una muestra de la batalla entre el perro y el hombre que se libraba en mi interior.

Rumbo
se acercó para olfatear el charco que yo había dejado y yo me acerqué a la farola para olfatear el suyo. Una vez satisfechos, reemprendimos nuestro camino.

—¿A dónde vamos? —le pregunté, pero en vez de responderme apretó el paso, ansioso de llegar a nuestro destino. De pronto percibí un olor a comida que atrajo de inmediato mi atención.

Las calles estaban más concurridas, pero ni el ruido ni el tumulto parecían afectar a
Rumbo
. Yo le seguía a corta distancia, rozándole de vez en cuanto el muslo con mi hombro. Las calles todavía me aterraban; los autobuses parecían unos inmensos edificios de apartamentos móviles y los coches unos elefantes lanzados a la carga contra nosotros. Mi sensible vista hacía que percibiera los colores en toda su intensidad, lo cual aumentaba mi temor, pero nada parecía inquietar a
Rumbo
. Esquivaba hábilmente a los transeúntes y utilizaba los pasos de cebra para atravesar la calle, esperando siempre que un ser humano la cruzara primero para luego seguirlo, mientras yo trataba de convertirme en un apéndice de su cuerpo.

Llegamos a un lugar donde, aunque todavía era muy temprano, había un enorme gentío apresurándose de un lado a otro, regateando, comprando y vendiendo. El ruido era ensordecedor: la gente gritaba, los camiones hacían sonar la bocina y las carretas traqueteaban sobre el pavimento. El aire estaba impregnado del dulce aroma de las frutas y el olor a tierra de las verduras y patatas. De no ser por el caos que reinaba, habría creído que me hallaba en el paraíso.

Nos hallábamos en un mercado, no un mercado callejero, sino un mercado mayorista, donde los dueños de restaurantes, los fruteros, los vendedores ambulantes —todos los que vendían frutas, hortalizas o flores—, acudían a comprar sus provisiones; donde los agricultores y los granjeros vendían sus mercancías; donde los camiones llegaban de los muelles, cargados con productos de exóticos países, y luego partían, cargados de nuevo, hacia distintos puntos del país, o regresaban al muelle para que las mercancías fueran embarcadas en unos buques; donde las voces de la gente sonaban ásperas mientras regateaban, compraban al contado o a plazos y saldaban sus deudas.

Un hombre fornido y rubicundo, vestido con una mugrienta bata blanca, pasó junto a nosotros tirando de una carreta en la que había numerosas cajas apiladas precariamente, llenas de plátanos verdosos. Cantaba a voz en cuello, deteniéndose únicamente para saludar con una amable palabrota a un compañero, sin darse cuenta de que uno de los racimos de plátanos estaba a punto de caerse de la carreta. Cuando el racimo cayó al suelo me abalancé sobre él, pero
Rumbo
me detuvo con un ladrido.

—No te atrevas a tocarlo —me dijo—. Si te pillan robándoles la mercancía son capaces de desollarte vivo.

Alguien advirtió al hombre de la carreta que se habían caído unos plátanos y éste se apeó para recogerlos. Al ver nos, se detuvo para dar a
Rumbo
una palmadita en el lomo que a mí me habría partido el espinazo. Mi nuevo amigo agitó el rabo y trató de lamerle la mano.

—Hola, chico, veo que hoy te has traído a un amigo —dijo el mozo del mercado, inclinándose sobre mí. Yo retrocedí; mi cuerpo era demasiado joven y tierno para esas caricias. El hombre soltó una risotada y regresó a la carreta, reanudando su monótona canción.

La actitud de
Rumbo
me desconcertaba: ¿por qué habíamos venido aquí si no podíamos comer nada?

—Vamos —dijo
Rumbo
, como si hubiera adivinado mi pregunta.

Nos abrimos paso por entre la multitud, esquivando a los vendedores, a los mozos y a los compradores. De vez en cuando alguien saludaba a
Rumbo
o le daba una palmadita; otras veces nos soltaban un gruñido o intentaban propinarnos una patada, pero en general mi compañero parecía ser muy popular y aceptado entre aquella gente. Supuse que sería un visitante asiduo, pues los animales —aparte de los gatos que se dedican a cazar ratones—, suelen tener la entrada prohibida en los mercados, sobre todo si son unos chuchos callejeros.

Percibí un nuevo y potente aroma, mucho más intenso y atrayente que los aromas de las frutas y hortalizas. Cuando vi que
Rumbo
se dirigía hacia la cantina móvil, eché a correr hacia ella y traté de saltar sobre el mostrador, pero era demasiado alto y sólo conseguí apoyar las patas. No podía ver nada, aunque percibí el olor de las salchichas que se freían en la sartén.

Al cabo de unos segundos llegó
Rumbo
y me miró irritado.

—Bájate de ahí, estúpido, vas a estropearlo todo —dijo entre dientes.

Yo obedecí de mala gana, pues no quería disgustar a mi nuevo amigo.
Rumbo
retrocedió unos pasos para que el hombre de la cantina pudiera verlo y comenzó a ladrar. Un tipo viejo y enjuto asomó la cabeza por encima del mostrador y sonrió, mostrando una dentadura amarillenta.

—Hola,
Rumbo
. ¿Cómo estás? Tienes hambre, ¿eh? Veamos si encuentro algo para ti.

La cabeza del viejo desapareció y yo me acerqué a
Rumbo
, excitado ante la perspectiva de hincarle el diente a una salchicha.

—Estáte quieto, pequeñajo. Si te pones pesado no nos darán nada —me amonestó
Rumbo
.

Yo traté de serenarme, pero cuando apareció de nuevo el tipo de la cantina sosteniendo una suculenta salchicha entre dos dedos, no pude contenerme y empecé a dar brincos.

—Conque te has traído a un compañero, ¿eh? Esto no es un restaurante gratuito,
Rumbo
, no puedo alimentar a todos tus amigos.

El hombre sacudió la cabeza y dejó caer la salchicha a nuestros pies. Yo me abalancé sobre ella, pero
Rumbo
se adelantó y comenzó a gruñir y devorar la salchicha al mismo tiempo, lo cual no debe de ser nada sencillo. Después de engullir el último bocado, se relamió y dijo:

—No te tomes tantas libertades, enano. Ya te llegará el turno, ten paciencia. —Luego se dirigió al hombre, el cual nos observaba riendo, y le preguntó—: ¿Tienes algo para el cachorro?

—Conque ahora quieres que le dé algo al cachorro, ¿eh? —dijo el hombre. Al sonreír, la piel alrededor de sus viejos ojos se arrugó y su afilada nariz se hizo aún más pronunciada. Tenía un color interesante: amarillo con unas manchas marrones que resaltaban sus facciones, de piel grasa pero al mismo tiempo seca, puesto que la grasa se hallaba sólo en la superficie—. Está bien, veamos qué puedo darle.

El hombre desapareció de nuevo y de pronto se oyó una voz que decía:

—Dame una taza de té, Bert.

Uno de los mozos del mercado apoyó los codos en el mostrador y bostezó. Luego nos miró y chasqueó la lengua a modo de saludo.

—Ten cuidado, Bert. Vas a tener problemas con los inspectores si dejas que se acerquen tantos chuchos.

Bert le sirvió una taza de té marrón oscuro de una gigantesca tetera de metal.

—Tienes razón —asintió—. Generalmente sólo viene el grande, pero hoy se ha traído a un compañero. Debe de ser su hijo.

—No —dijo el mozo, sacudiendo la cabeza—. El grande es un chucho callejero, mientras que el pequeño es un cruce entre un mastín y… un terrier. Es muy simpático.

Yo agité el rabo para agradecerle el cumplido y miré ansiosamente a Bert.

—Está bien, está bien, ya sé lo que quieres. Aquí tienes tu salchicha. Cómetela y luego lárgate en seguida, no quiero que me retiren la licencia por tu culpa.

Me arrojó la salchicha y yo la atrapé en el aire; pero me quemé la lengua y la dejé caer.
Rumbo
se abalanzó sobre ella, la partió en dos y se comió un pedazo. Yo me precipité sobre el otro y empecé a devorarlo, mientras los ojos me lloraban y me abrasaba la garganta. Mi compañero me observaba atentamente.

BOOK: Aullidos
7.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Silent Thunder by Loren D. Estleman
The Cupcake Diaries by Darlene Panzera
The Windermere Witness by Rebecca Tope
Claudette Colvin by Phillip Hoose
Deadlocked 6 by Wise, A.R.