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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (72 page)

BOOK: Casa desolada
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La búsqueda continuó durante cinco días. No quiero decir que cesara ni siquiera entonces, sino que entonces mi atención se desvió en una dirección que me resultaría memorable.

Una tarde, cuando Charley estaba otra vez ocupada en aprender a escribir en mi habitación, y yo bordaba sentada frente a ella, sentí que temblaba la mesa. Levanté la vista, y vi que mi doncellita estaba tiritando de los pies a la cabeza.

—Charley —pregunté—, ¿tanto frío tienes?

—Creo que sí, señorita —me contestó—. No sé lo que me pasa. No me puedo contener. Ayer me sentí igual a esta misma hora. No se preocupe, señorita, pero creo que estoy mala.

Oí la voz de Ada al lado, y corrí a la puerta de comunicación entre mi habitación y la salita que compartíamos, para echar el cerrojo. Justo a tiempo, porque llamó cuando todavía tenía yo la mano en la cerradura.

Ada me dijo que la dejara pasar, pero yo repliqué:

—No, ahora no, cariño mío. Vete. No pasa nada. Voy a verte en un momento.

Pero, ¡ay!, pasaría mucho, mucho tiempo antes de que volviéramos a estar juntas mi niña y yo.

Charley estaba enferma. Doce horas después estaba muy enferma. La dejé en mi habitación, la puse en mi cama y me senté en silencio a cuidarla. Se lo dije todo a mi Tutor, y le expliqué por qué consideraba yo necesario encerrarme sin ver a nadie, y especialmente sin ver a mi niña. Al principio, ésta venía muy a menudo a la puerta, y me llamaba e incluso me hacía reproches, entre sollozos y lágrimas; pero le escribí una larga carta en la cual le decía que me hacía sentir tristeza y preocupación, y le imploraba que, si me quería y deseaba que yo estuviese tranquila, no se acercara más que hasta el jardín. A partir de entonces venía debajo de mi ventana, con más frecuencia todavía que antes a la puerta, y si antes yo había aprendido a amar su dulce voz cuando apenas si nos separábamos, ¡cómo aprendí a amarla entonces, mientras detrás de las cortinas escuchaba y replicaba, pero sin atreverme a asomarme! ¡Cómo aprendí a amarla después, cuando llegaron momentos más difíciles!

Me pusieron una cama en nuestra salita, y dejé la puerta abierta para hacer de las dos habitaciones una sola, ahora que Ada había abandonado aquella parte de la casa, y lo mantuve todo siempre fresco y ventilado. No había un solo criado, de la casa ni del campo, que no hubiera estado dispuesto por bondad a venir alegremente a verme sin miedo ni renuencia a cualquier hora del día o de la noche, pero me pareció oportuno seleccionar a una buena mujer, que en adelante nunca vería a Ada y en la cual podía confiar para que fuera y viniera con total precaución. Gracias a ella podía salir a veces a tomar el aire con mi Tutor, cuando no había posibilidad de tropezarnos con Ada, y no me faltaba nada en cuanto a servicio ni en ningún otro respecto.

Y así Charley seguía enferma y empeorando, y estuvo en grave peligro de muerte, gravísimo, durante muchos largos días y muchas noches. Era tan paciente, tan sufrida y estaba inspirada por tal fortaleza de espíritu, que muchas veces, cuando estaba yo sentada a su lado, tomándole la cabeza en mis brazos (porque así podía descansar, y en otra postura no), rezaba en silencio a nuestro Padre que está en los cielos para que nunca se me olvidara la lección que me estaba enseñando aquella hermanita.

Sufría al imaginar que Charley, tan mona, cambiara y se quedara desfigurada si es que se recuperaba —¡aquella carita aniñada, con sus hoyuelos!—, pero, en general, aquellas ideas quedaban barridas ante el peligro mayor que la amenazaba. Incluso cuando estuvo peor, y en su delirio mencionaba cómo había cuidado a su padre en su lecho de muerte, y cómo había cuidado a sus hermanitos, seguía reconociéndome, o, por lo menos, se quedaba tranquila en mis brazos, cuando de otra forma no hallaba descanso, y los murmullos de su delirio se hacían menos agitados. En aquellos momentos pensaba yo cómo podría comunicar a los dos niños que quedaban que la niña que había aprendido por bondad de su corazón a ser una madre para ellos cuando la necesitaban había muerto. Había otros momentos en los que Charley me reconocía del todo y me hablaba para decirme que enviaba todo su cariño a Tom y a Emma, y que estaba segura de que Tom sería un hombre muy bueno de mayor. Entonces, Charley me contaba lo que había leído a su padre, como podía, para entretenerlo; lo del joven al que se habían llevado a enterrar y que era hijo único de su madre viuda; lo de la hija del señor importante levantada de su lecho de muerte por una mano generosa
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. Y Charley me contó que cuando murió su padre, ella se había arrodillado y rezado en medio de su dolor que también a él lo levantara alguien y lo devolviera a sus pobres hijos, y que si ella no mejoraba y moría también, creía probable que a Tom se le ocurriera ofrecer la misma plegaria por ella. ¡Entonces yo le mostraría a Tom cómo aquella gente de la antigüedad había resucitado únicamente para que nosotros conociéramos la esperanza de resucitar en el cielo!

Pero, pese a la diversidad de momentos por los que pasó la enfermedad de Charley, ni en uno solo perdió las delicadas cualidades que he mencionado. Y hubo muchos, muchos momentos en los que yo pensé, por las noches, en la última esperanza en el Ángel de la Guarda y en la fe más alta y última en Dios de las que había dado muestras su pobre y despreciado padre.

Y Charley no murió. Lentamente, y con recaídas, superó la crisis, que fue muy larga, y empezó a mejorar. La esperanza, que no habíamos tenido nunca, desde el principio, de que Charley siguiera siendo por fuera la misma de siempre volvió pronto a anidar en nosotros, y pude ver cómo recuperaba sus facciones infantiles.

Fue una mañana magnífica cuando pude decir todo aquello a Ada, que estaba en el jardín, y fue una gran tarde cuando por fin Charley y yo pudimos tomar el té juntas en la salita. Pero aquella misma tarde empecé yo a sentir mucho frío.

Por fortuna para ambas, no se me ocurrió que me había contagiado su enfermedad hasta que ella volvió a la cama y se durmió plácidamente. Durante el té, yo había logrado disimular fácilmente lo que sentía, pero ya no podía seguir fingiendo, y comprendí que estaba siguiendo rápidamente el mismo camino que Charley.

Sin embargo, no estaba lo bastante mal como para no levantarme temprano a devolver el animado saludo que me hacía mi niña desde el jardín y hablar con ella como de costumbre. Pero me perseguía la sensación de haberme estado paseando por los dos cuartos durante la noche, un poco fuera de mí misma, aunque con conciencia de dónde estaba, y a veces me sentía confusa, con una extraña sensación de estar llena, como si me estuviera hinchando por todas partes.

Aquella tarde me sentí mucho peor, y decidí ir preparando a Charley, con miras a lo cual le dije:

—Ya estás recuperando las fuerzas, ¿verdad, Charley?

—¡Y tanto! —dijo Charley.

—¿Crees que ya estás lo bastante fuerte para que te cuente un secreto, Charley?

—¡Claro que sí, señorita! —exclamó Charley. Pero su gesto de alegría le desapareció de la cara cuando vio en mi cara qué secreto era, y saltó del sillón a mis brazos, diciendo—: ¡Ay, señorita, es por culpa mía! ¡Es por culpa mía! —y muchas más cosas que le dictaba su corazón agradecido.

—Vamos, Charley —tras permitirle llorar un rato—, si tengo que estar enferma, en quien más confianza deposito en este mundo es en ti. Y si no mantienes la misma serenidad durante mi enfermedad que mantuviste durante la tuya, nunca podrás responder a esa confianza, Charley.

—Señorita, déjeme llorar un poquito más —imploró Charley—. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Déjeme llorar un poquito más! ¡Ay, Dios mío! Me portaré bien —dijo con tan gran afecto y devoción, mientras se me aferraba al cuello, que cuando lo recuerdo se me saltan las lágrimas.

De manera que dejé a Charley llorar un poquito más, y las dos nos sentimos mejor.

—Ahora, por favor, señorita, confíe en mí —dijo Charley, más calmada—. Haré caso de todo lo que me diga.

—De momento tengo muy poco que decirte, Charley. Esta noche le diré a tu médico que no me encuentro bien y que tú vas a cuidarme.

La pobrecita me lo agradeció de todo corazón.

—Y por la mañana, cuando oigas a la señorita Ada en el jardín, si yo no logro llegar a la ventana como de costumbre, ve tú, Charley, y dile que estoy dormida…, que estoy muy cansada y sigo durmiendo. Mantén siempre la habitación como la he tenido yo, Charley, y no dejes entrar a nadie.

Charley me lo prometió, y me acosté, pues me sentía muy cansada. Aquella noche me vio el médico, a quien pedí el favor que más caro me era: que no dijera todavía a nadie de la casa que yo estaba enferma. Recuerdo vagamente cómo aquella noche se fue convirtiendo en día, y el día se fue convirtiendo en noche, pero la primera mañana logré llegar a la ventana para hablar con mi niña.

La segunda mañana oí su voz encantadora (¡cuán encantadora sigue siendo!) que llamaba, y pedí a Charley con cierta dificultad (porque me dolía al hablar) que fuera a decirle que yo estaba dormida. Oí cómo ella respondía en voz baja:

—¡Charley, no la molestes por nada del mundo! —¿Qué aspecto tiene el orgullo de mi corazón, Charley? —pregunté.

—Desilusionado, señorita —contestó Charley, que atisbaba por la ventana.

—Pero estoy segura de que esta mañana está muy guapa.

—Así es, señorita —respondió Charley, que seguía atisbando—. Sigue mirando hacia esta ventana.

¡Con aquellos ojazos azules, bendita fuera, más encantadores todavía cuando los levantaba así!

Dije a Charley que se me acercara y le di mis últimas instrucciones:

—Bueno, Charley, cuando se entere de que estoy enferma va a tratar de entrar aquí. Si de verdad me quieres, Charley, no se lo permitas. ¡Nunca! Charley, si le dejas entrar aquí aunque sólo sea una vez, aunque sólo sea a ver cómo estoy, me moriré.

—¡No se lo permitiré! ¡jamás! —me prometió.

—Te creo, querida Charley. Y ahora ven a sentarte un ratito a mi lado y dame la mano. Porque no puedo verte, Charley; me he quedado ciega.

32. A la hora exacta

Ya es de noche en Lincoln’s Inn, valle perplejo e inquieto de la sombra de la ley, donde los pleiteantes no suelen hallar demasiada luz, y en las oficinas se apagan las gruesas velas, y los pasantes ya han bajado las destartaladas escaleras de madera y se han dispersado. La campana que suena a las nueve ha interrumpido su tañido doliente que no significa nada, las puertas están cerradas, y el portero de noche, solemne guardián con una capacidad portentosa para quedarse dormido, mantiene la guardia en su garita. Desde las filas de ventanas de las escaleras, lámparas ciegas como los ojos de la Equidad, como un Argos pitañoso con un bolsillo sin fondo por cada ojo y un ojo para vigilarlo todo, parpadean pálidamente hacia las estrellas. En las buhardillas sucias surgen de vez en cuando parches borrosos de luz de candil donde algún dibujante o algún escribiente astutos siguen trabajando para aumentar las complicaciones de algún pleito por propiedades en resmas de pergamino, a una tasa media de unas 12 ovejas por acre de tierra. En esa industria digna de las abejas se siguen ocupando estos benefactores de la especie, aunque ya han pasado las horas de oficina, a fin de cumplir con su deber de cada día.

En la plazoleta de al lado, donde reside el Lord Canciller de la trapería, se manifiesta una tendencia general a la cerveza y la cena. La señora Piper y la señora Perkins, cuyos respectivos hijos, ocupados con un círculo de sus amistades en jugar al escondite, han pasado varias horas agazapados en las esquinas de Chancery Lane, o correteando por esa misma arteria para gran confusión de los viandantes; la señora Piper y la señora Perkins, decimos, ya se han felicitado mutuamente porque sus hijos se han acostado, y aún se quedan un rato en el umbral de la puerta para la despedida. Como de costumbre, el tema principal de su conversación son el señor Krook y su huésped, y el hecho de que el señor Krook «siempre lleva una copa de más», así como las perspectivas testamentarias del joven. Pero también tienen algo que decir, como siempre, de la Reunión Armónica que se celebra en las Armas del Sol, desde donde el sonido del piano que llega por las ventanas entreabiertas repiquetea en la calle, y donde cabe ahora escuchar a Little Swills que, tras lograr como un auténtico Yorick que los amantes de la armonía rían como locos, se pone a cantar cavernosamente, mientras exhorta a sus amigos y aficionados a «¡Escuchar, escuchar, escuchar, la cascada que cae!». La señora Perkins y la señora Piper comparan opiniones en torno al tema de la damisela de gran reputación profesional que ayuda en las Reuniones Armónicas, y a la que se menciona por su nombre en el anuncio manuscrito colocado en la ventana, de la cual la señora Perkins sabe perfectamente que lleva casado un año y medio, aunque se anuncie con el nombre de señorita M. Melvilleson, el ruiseñor londinense, y que a su hijo pequeño lo meten clandestinamente todas las noches en las Armas del Sol para que reciba su alimento natural durante el espectáculo. «Lo que es yo», dice la señora Perkins, «antes que eso preferiría ponerme a vender fósforos por las calles». La señora Piper, como está obligado, comparte esa opinión, pues sostiene que una vida privada decente es mejor que el aplauso del público, y da gracias al Cielo por su propia respetabilidad (y por alusión a la de la señora Perkins). Como en ese momento aparece el pinche de las Armas del Sol con la pinta de cerveza bien espumosa para la cena de la señora Piper, ésta acepta el recipiente y se retira al interior de su casa, tras desear las buenas noches a la señora Perkins, que tiene su propia pinta en la mano desde que se la trajo del mismo establecimiento el joven Perkins antes de que lo enviaran a la cama. Ahora se oye en la plazoleta el ruido de los cierres que van echando las tiendas, y llega un olor como de humo de pipa, y en las ventanas de arriba se ven estrellas fugaces, indicadoras también de que la gente se va a descansar. Es también el momento en que el policía empieza a comprobar las puertas, verificar las cerraduras, sospechar de los montones de trapos y papeles y administrar su sector, basándose en la hipótesis de que quien no está robando a alguien está siendo víctima de un robo.

La noche es opresiva, aunque también soplan a veces ráfagas frescas y húmedas, y a una cierta altura se advierten jirones de niebla. Es una noche magnífica para los mataderos, los comercios pecaminosos, las alcantarillas, las aguas salobres, los cementerios; para dar que hacer a la Sección de Fallecimientos del Registro Civil. Es posible, que la culpa sea de algo que está suspendido en el aire (que contiene muchas materias en suspensión), o quizá se trate de algo que lleva él en su fuero interno, pero el caso es que el señor Weevle, también llamado Jobling, se siente muy incómodo. En una hora va y viene veinte veces entre su aposento y la puerta abierta de la calle. No para de subir y bajar desde que cayó la tarde. Desde que el Canciller cerró la tienda, cosa que hizo muy temprano esta noche, el señor Weevle ha estado subiendo y bajando, subiendo y bajando, con más frecuencia que nunca, con un bonete barato de terciopelo ajustado en la cabeza, debido a lo cual sus patillas parecen totalmente desproporcionadas.

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