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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (74 page)

BOOK: Casa desolada
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—Habla más bajo. Sí, eso es lo convenido.

—Te voy a decir una cosa, Tony…

—Habla más bajo —repite Tony. El señor Guppy asiente sagazmente con la cabeza, la adelanta un poco más y habla en susurros:

—Te voy a decir una cosa. Lo primero que tenemos que hacer es otro paquete como el de verdad, para que si quiere verlo, mientras lo tengo yo, se lo puedas enseñar.

—Y, ¿qué pasa si se da cuenta de que es falso en cuanto lo vea, que con esa vista que tiene es infinitamente más probable que no? —sugiere Tony.

—Entonces habrá que echarle cara. No son suyas y nunca lo han sido. Lo averiguaste y las pusiste en mis manos, en manos de un amigo tuyo que trabaja en los Tribunales, para que estuvieran a salvo. Y si nos obliga, siempre podemos devolvérselas, ¿no?

—Sí …í —reconoce de mala gana el señor Weevle.

—Pero Tony —reprocha su amigo—, ¡qué cara pones! ¿No dudarás de William Guppy? ¿No sospecharás que vaya a pasar nada malo?

—Nunca sospecho más que lo que sé, William —responde el otro gravemente.

—Y, ¿qué es lo que sabes? —pregunta el señor Guppy, elevando un poco la voz (aunque cuando su amigo vuelve a advertirle: «Te digo que hables más bajo», repite la pregunta sin hacer más que mover los labios: «¿Qué es lo que sabe?».).

—Sé tres cosas. La primera es que estamos hablando en secreto, como un par de conspiradores.

—Bueno —dice el señor Guppy—, más vale que seamos eso que no un par de idiotas, que es lo que seríamos si hiciéramos otra cosa, porque es la única forma de hacer lo que queremos. ¿La segunda?

—La segunda es que no veo claro cómo nos vamos a beneficiar, después de todo.

El señor Guppy levanta la mirada hacia el retrato de Lady Dedlock que hay encima de la repisa y responde:

—Tony, en esto lo único que se te pide es que confíes en la honorabilidad de tu amigo. Aparte de lo cual, todo está ideado en beneficio de tu amigo, de esos acordes del corazón humano… que… que no hace falta movilizar a una agónica vibración ahora mismo… tu amigo no es ningún tonto. ¿Qué es eso?

—Es la campana de San Pablo que da las 11. Si escuchas, oirás como suenan todas las campanas de la ciudad. Ambos se quedan en silencio, escuchando las voces metálicas, cercanas o distantes, que resuenan desde campanarios de diversas alturas, en tonos aún más diversos que sus situaciones. Cuando por fin cesan, todo parece ser más misterioso y estar más silencioso que antes. Un resultado desagradable de hablar en susurros es que parece evocar un clima de silencio, sobre el que se ciernen los fantasmas del ruido: crujidos y restallidos extraños, el roce de prendas sin sustancia, el paso de unos pies terribles que no dejarían huellas en la arena de la playa ni en la nieve del invierno. Los dos amigos están tan sensibilizados que el aire les parece lleno de fantasmas, y ambos, de común acuerdo, miran por encima del hombro para comprobar que la puerta está cerrada.

—Bueno, Tony —dice el señor Guppy, acercándose a la chimenea, y mordiéndose la uña de un pulgar tembloroso—. ¿Qué era lo que ibas a decir en tercer lugar?

—No resulta nada agradable conspirar contra alguien en la misma habitación en que murió, sobre todo cuando está uno viviendo en ella.

—Pero, Tony, no estamos conspirando en contra de él.

—Puede que no, pero a mí sigue sin gustarme. Quédate a vivir tú aquí y ya verás si te gusta.

—En cuanto a eso de que haya muerto aquí, Tony —continúa diciendo el señor Guppy, eludiendo la propuesta—, hay muchos cuartos en los que ha muerto gente.

—Ya lo sé, pero en casi todos ellos uno les deja en paz, y… ellos le dejan en paz a uno —responde Tony.

Los dos vuelven a mirarse. El señor Guppy formula una observación apresurada, en el sentido de que quizá le estén haciendo un favor al muerto, y que eso es lo que espera él. Se produce un silencio opresivo hasta que el señor Weevle atiza el fuego de forma repentina, y da al señor Guppy un susto como si en lugar del fuego le hubieran atizado en el corazón.

—¡Puah! Ha vuelto a caer más de ese hollín asqueroso —dice—. Vamos a abrir un poco la ventana para que entre algo de aire. Esto huele a cerrado.

Levanta la parte de abajo de la ventana y los dos se quedan apoyados en el alféizar, con el cuerpo medio afuera. Las casas de enfrente están demasiado próximas para que puedan ver el cielo sin retorcer el cuello para mirar hacia arriba, pero consideran reconfortantes las luces de las ventanas sucias que se ven acá y acullá, así como el ruido de los coches que pasan a lo lejos, y la expresión nueva que se ve en los gestos de la gente. El señor Guppy tabalea sin hacer ruido en el alféizar de la ventana y sigue susurrando como un actor de comedia cómica:

—A propósito, Tony, no te olvides del viejo Smallweed —aunque se refiere al individuo más joven del mismo apellido—. Ya sabes que no le he dicho de qué se trata todo esto. Ese abuelo suyo es demasiado listo. Lo llevan en la sangre.

—Ya recuerdo —dice Tony—. Me doy perfecta cuenta.

—Y en cuanto a Krook —continúa el señor Guppy—, ¿crees que de verdad tiene más papeles importantes, como ha presumido contigo desde que os hicisteis amigos?

Tony niega con la cabeza:

—No sé. No me lo puedo imaginar. Si sacamos esto adelante sin que sospeche de nosotros, estoy seguro de que tendré más datos. ¿Cómo voy a saberlo sin verlas, cuando no lo sabe ni él mismo? Se pasa el tiempo copiando palabras de las cartas y escribiéndolas con tiza en la mesa y en la pared de la tienda, y preguntando qué significa tal cosa o cuál otra, pero que yo sepa es muy posible que todo —lo que tiene sea papel viejo, que es lo que dijo al vendedor. Tiene como la monomanía de pensar que posee documentos valiosos. Lleva un cuarto de siglo diciendo que va a aprender a leerlos.

—Pero, ¿cómo se le ocurrió esa idea? Ésa es la cuestión —sugiere el señor Guppy, cerrando un ojo, tras una breve meditación, como si fuera un investigador—. Quizá encontrase documentos en algo que ha comprado, donde nadie creía que hubiera documentos, y quizá se le metiera en esa astuta cabeza, por la forma y el lugar donde estaban escondidos, que tuvieran algún valor.

—O quizá le hayan engañado con el cuento de que podía hacer negocio. O quizá esté completamente enredado, a fuerza de pasarse tanto tiempo contemplando lo que sea que tiene, y de la bebida, y de pasarse tanto tiempo en el Tribunal de Cancillería y de pasarse la vida oyendo hablar de documentos —responde el señor Weevle.

El señor Guppy, sentado en el alféizar de la ventana, asiente con la cabeza mientras sopesa mentalmente todas esas posibilidades, y golpea, toca y mide el marco con la mano, hasta que la retira a toda prisa.

—¿Qué diablos es esto? —exclama—. ¡Mírame los dedos!

Los tiene manchados de un líquido espeso y amarillento, ofensivo al tacto y la vista y todavía más al olfato. Un líquido pegajoso y asqueroso, del cual emana algo instintivamente repulsivo que hace temblar a los dos amigos.

—¿Qué has estado haciendo aquí? ¿Qué has tirado por la ventana?

—¡Tirar yo por la ventana! ¡Nada, te lo juro! ¡No he tirado nada desde que llegué! —exclama el inquilino. ¡Pero basta con mirar por aquí… o por allá! Cuando acerca la vela aquí, al rincón del alféizar, aquélla sigue goteando y dejando caer goterones entre los baldosines; en otras partes se acumula la cera en un charco nauseabundo.

—Esta casa es horrible —dice el Señor Guppy, cerrando la ventana—. Dame algo de agua, o me tendré que cortar la mano.

Tanto se lava, se frota, se rasca, se olfatea y se vuelve a lavar que no hace mucho rato desde que se ha restaurado con una copa de aguardiente y se ha plantado solemne ante la chimenea cuando la campana de San Pablo da las 12 y todas las demás campanas dan las 12 desde sus torres de diversas alturas en la noche tenebrosa y con sus múltiples tonos. Cuando todo vuelve a quedar en silencio, el inquilino dice:

—Ya es la hora de la cita. ¿Voy?

El señor Guppy asiente y le da un golpecito de «buena suerte» en la espalda, pero no con la mano que se acaba de lavar, aunque es la derecha.

Baja las escaleras y el señor Guppy trata de calmarse ante el fuego, en previsión de una larga espera. Pero no han pasado ni dos minutos cuando chirrían las escaleras y vuelve Tony corriendo.

—¿Ya las tienes?

—¡Tener qué! No. No está el viejo.

En el breve intervalo transcurrido se ha llevado tal susto que contagia su temor al otro, el cual se le echa encima y le pregunta en voz alta:

—¿Qué ha pasado?

—No logré que me oyera y abrí la puerta despacito para mirar. Y el olor a quemado viene de allí, y el hollín viene de allí, y el líquido viene de allí, ¡pero él no está allí! —termina de decir Tony con un gemido.

El señor Guppy toma la vela. Bajan, más muertos que vivos, y apoyándose el uno en el otro, abren de un empujón la puerta de la trastienda. La gata está al lado de la puerta y enseña los dientes, pero no a ellos, sino a algo que hay en el suelo, frente a la chimenea. En la rejilla no quedan sino unas brasas, pero en la habitación flota un vapor sofocante y maloliente, y las paredes y el techo están recubiertos de una capa grasienta de color oscuro. Las sillas y la mesa, y la botella que suele haber encima de la mesa, están como de costumbre. Del respaldo de una de las sillas cuelgan la gorra de pelo y la levita del viejo.

—¡Mira! —exclama el inquilino, señalando todo eso a la atención de su amigo con un dedo tembloroso—. Ya te lo dije. La última vez que le vi se quitó la gorra, sacó el atado de cartas viejas, dejó la gorra en el respaldo de la silla (donde ya tenía la levita, porque se la había quitado antes de ir a correr las contraventanas) y cuando me fui estaba dándoles vueltas a las cartas, justo ahí donde está esa cosa negra tirada en el suelo.

¿Se habrá ahorcado en algún rincón? Miran por todas partes. No.

—¡Mira! —susurra Tony—. Al pie de esa misma silla hay un trocito de esa cuerda roja que se utiliza para atarla las plumas. Era con lo que tenía atadas las cartas. Él las había desatado con toda calma, mientras me hacía muecas y se reía de mí, antes de empezar a darles vueltas, y lo dejó caer ahí. Yo mismo lo vi caer.

—¿Qué le pasa a la gata? —pregunta el señor Guppy—. ¡Mírala!

—Debe de haberse vuelto loca, y no me extraña en esta casa endemoniada.

Avanzan lentamente, escudriñándolo todo. La gata sigue en el mismo sitio en que la encontraron, y sigue enseñándole los dientes a algo que hay en el suelo, delante de la chimenea y entre las dos sillas. ¿Qué es? Hay que levantar la palmatoria.

Hay un trocito del suelo que ha ardido, quedan las cenizas de unos papeles quemados, pero que no parecen tan frágiles como es habitual, pues parecen estar empapadas de algo, y aquí está eso: ¿se trata de los restos de un tronco quemado y roto de madera, lleno de cenizas blancas, o de algo de carbón? ¡Qué horror, es él! Es eso de lo que echamos a correr, de forma que se nos apaga la vela y salimos a trompicones a la calle; eso es todo lo que lo representa a él.

¡Socorro, socorro, socorro! ¡Vengan aquí, por el amor del Cielo!

Vendrán muchos, pero nadie puede aportar socorro. El Lord Canciller de la plazoleta, fiel a su título hasta el final, ha muerto como mueren todos los Lords Cancilleres de todos los Tribunales, y todas las autoridades de todas las partes, se llamen como se llamen, en las que se actúa con falsedad y se cometen injusticias. Dad a la muerte el nombre que Vuestra Alteza quiera, atribuidla a quién queráis, o decid que hubiera podido impedirse de un modo u otro, pero seguirá siendo eternamente la misma muerte: congénita, innata, engendrada en los humores corruptos del propio cuerpo viciado, y nada más… La
Combustión espontánea
, y ninguna otra de las muertes por las que se puede perecer.

33. Intrusos

Y ahora reaparecen en el distrito con sorprendente celeridad aquellos dos caballeros de puños y botones no demasiado limpios que asistieron a la última encuesta del Coroner en Las Armas del Sol (pues, de hecho los ha traído a toda velocidad el activo y cumplidor bedel), e inician sus investigaciones en toda la plazoleta, se meten en la sala de Las Armas y escriben con plumas insaciables en papel finísimo. Primero anotan que en noches de vigilia, como ayer, hacia medianoche, el barrio de Chancery Lane cayó en un estado de la más intensa agitación y confusión por el descubrimiento alarmante y horroroso que se describe más adelante. Después exponen que como sin duda se recordará, hace algún tiempo se creó una sensación dolorosa en la opinión pública debido a un caso de muerte misteriosa por el opio ocurrida en el primer piso de la casa ocupada como comercio de ropavejería, artículos de segunda mano y marinos en general por un individuo excéntrico y dado a la bebida, de avanzada edad, llamado Krook, y, por una notable coincidencia, Krook fue testigo en la Encuesta celebrada en aquella ocasión en Las Armas del Sol, taberna de buena reputación, con pared medianera con el edificio de referencia por el lado de Poniente, con licencia de bebidas a nombres de un propietario muy respetable, el señor James George Bogsby. Después señalan (con el mayor número de palabras posible) cómo durante algunas horas de la tarde de ayer advirtieron los residentes de la plazoleta en la que ocurrió el trágico acontecimiento que constituye el tema de la presente relación un olor especial, olor que en algunos momentos llegó a ser tan fuerte que el señor Swills, vocalista cómico empleado profesionalmente por el señor J. G. Bogsby, ha declarado personalmente a nuestro redactor que mencionó a la señorita N. Melvilleson, dama con algunas pretensiones de talento musical, contratada asimismo por el señor J. G. Bogsby para dar una serie de recitales llamados Reuniones o Veladas Armónicas, que según parece se celebran en Las Armas del Sal, bajo la dirección del señor Bogsby, conforme a las Ordenanzas de Jorge II, que él (el señor Bogsby) encontraba su voz gravemente afectada por el estado impuro de la atmósfera, y que en aquellos momentos había dicho en broma y que se sentía «como una oficina de correos vacía, pues no le quedaba dentro ni una sola nota». Cómo este relato del señor Swills se ve enteramente corroborado por dos mujeres inteligentes, casadas, residentes en la misma plazoleta, y conocidas respectivamente por los nombres de señora Piper y señora Perkins, ambas de las cuales admitieron los fétidos efluvios, y consideraron que procedían del local ocupado por Krook, el infortunado fallecido. Todo esto y mucho más escriben sobre la marcha los dos caballeros, que han formado una sociedad amistosa durante la melancólica catástrofe, y los muchachos de la plazoleta (que han salido de la cama al instante) se cuelgan de las persianas de la sala de Las Armas del Sol para mirar por encima de sus cabezas lo que ellos escriben.

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