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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (79 page)

BOOK: Casa desolada
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—George —susurra roncamente el señor Bagnet cuando el otro por fin aparta la vista del almanaque—, ¡no estés tan triste! Ya conoces la canción: «El buen soldado, el buen soldado / no se puede entristecer!». ¡Ánimo, amigo mío!

Como el pasante ha vuelto a entrar a decir que siguen allí, y se oye que el señor Tulkinghorn replica con voz irascible: «¡Que pasen, entonces!», entran en el gran despacho del techo pintado y lo encuentra de pie ante la chimenea.

—Bueno, hombres, ¿qué quieren? Sargento, le dije la última vez que lo vi que no deseo verlo por aquí.

El sargento replica (muy abatido en los últimos minutos con respecto a su forma habitual de hablar e incluso con respecto a su porte habitual) que ha recibido esta carta, que ha ido a ver al señor Smallweed para hablar de ella y que le ha dicho que venga aquí.

—No tengo nada que decir a usted —responde el señor Tulkinghorn—. Si contrae usted deudas, tiene que pagar sus deudas o aceptar las consecuencias. ¿Supongo que no le hará falta venir aquí para comprenderlo?

El sargento lamenta decir que no dispone del dinero.

—¡Muy bien! Entonces, el otro hombre, éste, si es él, tendrá que pagar por usted.

El sargento lamenta añadir que el otro hombre tampoco dispone del dinero.

—¡Muy bien! Entonces tendrán que pagarlo entre los dos, o si no se les denunciará a los dos, y los dos lo pasarán mal. Recibieron ustedes el dinero y tendrán que pagarlo. No se pueden ustedes embolsar las libras y los chelines y los peniques ajenos y quedarse tan tranquilos.

El abogado se sienta en su butaca y atiza el fuego. El señor George manifiesta la esperanza de que tenga la bondad de…

—Le repito, sargento, que no tengo nada que decirle. No me gustan sus amigos, y no quiero verlos por aquí. Estos asuntos no son habituales en mi bufete ni en mis actividades. El señor Smallweed tiene la bondad de ofrecerme estos asuntos, pero no son de mi especialidad. Tiene usted que ir a Melquisedec, en Clifford's Inn.

—He de presentarle mis excusas, caballero —dice el señor George— por imponer mi presencia a usted cuando usted no la desea, y le aseguro que me resulta casi tan desagradable a mí como debe serlo para usted, pero ¿podría decirle unas palabras en privado?

El señor Tulkinghorn se levanta con las manos metidas en los bolsillos y se va a uno de los salientes de las ventanas:

—¡Vamos! No tengo tiempo que perder —y al mismo tiempo que adopta esta pose de indeferencia, lanza una mirada penetrante al soldado, con cuidado de ponerse de espaldas a la ventana y de que el otro mire hacia ella.

—Bien, señor mío —dice el señor George—, la persona que está conmigo es la otra parte implicada en este lamentable asunto, aunque nominalmente, sólo nominalmente, y mi único objetivo es impedir que tenga problemas por culpa mía. Es una persona respetabilísima, con mujer e hijos; antes estaba en la Real Artillería…

—Amigo mío, se me da una higa de toda el Arma de la Real Artillería: oficiales, soldados, armones, carros, caballos, cañones y municiones.

—Muy probable, señor. Pero a mí me importa mucho que Bagnet y su señora y su familia no se vean perjudicados por culpa mía. Y si pudiera sacarlos sanos y salvos de este asunto, no me quedaría más remedio que renunciar, sin ninguna otra consideración, a lo que deseaba usted de mí el otro día.

—¿Lo tiene usted aquí?

—Aquí lo tengo, caballero.

—Sargento —continúa diciendo el abogado con su tono monótono y desapasionado, más difícil de afrontar que la vehemencia más desatada—, decídase usted mientras le hablo, porque esta vez es la última oportunidad. Cuando termine de hablar, habré acabado con el tema, y no voy a volver sobre él. Que quede bien claro. Puede usted dejar aquí durante unos días lo que haya traído con usted, si quiere; puede llevárselo inmediatamente, si lo prefiere. Si decide usted dejarlo aquí, puedo hacer una cosa por usted: puedo hacer que el asunto vuelva a su situación anterior, y además puedo comprometerme con usted por escrito a que jamás se moleste a este hombre, a Bagnet, en modo alguno hasta que se haya actuado contra usted a todos los niveles, y hasta que usted haya agotado todos sus medios antes de que el acreedor se ocupe de los de él. Esto equivale, prácticamente, a liberarlo a él de su obligación. ¿Ha decidido usted?

El soldado se lleva la mano al pecho, y responde con un largo suspiro:

—No me queda más remedio, caballero.

Entonces, el señor Tulkinghorn se pone las gafas, se sienta y escribe el compromiso, que lee lentamente, y se lo explica a Bagnet, el cual ha estado todo este tiempo mirando al techo, y que se ha vuelto a llevar la mano a la calva, bajo este nuevo chaparrón verbal, y parece necesitar desesperadamente a su viejita para que exprese lo que él opina. Después, el soldado se saca del bolsillo del pecho un papel doblado, que coloca de mala gana junto al codo del abogado.

—No es más que una carta con instrucciones, caballero. La última que recibí de él.

Busque usted una piedra de molino, señor George, si aspira a ver un cambio de expresión, porque antes lo hallará en ella que en la cara del señor Tulkinghorn cuando éste abre y lee la carta. La vuelve a doblar y la deja en su escritorio con un gesto tan imperturbable como el de la Muerte.

Tampoco tiene nada más que hacer o que decir, salvo hacer un gesto de asentimiento con los mismos modales frígidos y descorteses, y decir brevemente:

—Pueden irse ustedes. ¡Hagan salir a estos hombres! —que cuando salen se dirigen a comer a la residencia del señor Bagnet.

Una carne de vaca hervida con verduras constituye la variación del menú anterior de carne de cerdo hervida con verduras, y la señora Bagnet sirve la comida de la misma forma, y la sazona con el mejor de los humores, pues es esa especie rara de viejita que recibe el Bien en sus brazos sin una sugerencia de que podría ser Mejor, y percibe un rayo de luz siempre que advierte la cercanía de las tinieblas. Las tinieblas en esta ocasión son las que se ciernen sobre el ceño del señor George, que está desusadamente pensativo y deprimido. Al principio, la señora Bagnet confía en que las carantoñas combinadas de Quebec y de Malta sirvan para animarlo, pero cuando ve que estas dos señoritas advierten que en estos momentos su Bluffy no es el Bluffy que han conocido en sus juegos, despide a la infantería ligera y le permite que maniobre a sus anchas en el campo abierto del hogar doméstico.

Pero él no maniobra a sus anchas. Mantiene el orden cerrado, sombrío y deprimido. Durante el largo proceso de limpiar y secar, cuando él y el señor Bagnet reciben sus pipas, no está mejor que durante la comida. Se le olvida fumar, contempla la chimenea y piensa, deja que se le apague la pipa, y llena el ánimo del señor Bagnet de preocupación e inquietud al mostrar que no disfruta con el tabaco.

En consecuencia, cuando reaparece por fin la señora Bagnet, sonrosada por efecto del agua caliente, que la ha reanimado, y se sienta a sus labores, el señor Bagnet gruñe:

—¡Viejita! —y le hace guiños para indicarle que averigüe qué pasa.

—¡Pero, George! —exclama la señora Bagnet, enhebrando despaciosamente su aguja—. ¡Qué desanimado estás!

—¿Ah, sí? ¿No soy buena compañía? Bueno, me temo que no.

—¡No parece Bluffy, madre! —exclama la pequeña Malta.

—Debe de ser que no se siente bien, madre —añade Quebec.

—¡Desde luego, no es buena señal eso de no parecer Bluffy, es verdad! —contesta el soldado, besando a las damiselas—. Pero es verdad, me temo que es verdad. ¡Estas pequeñas siempre tienen razón! —añade con un suspiro.

—George —dice la señora Bagnet, trabajando afanosamente—, si creyera que estás enfadado por pensar en lo que la mujer gritona de un viejo soldado (que después se hubiera podido morder la lengua, y casi hubiera debido hacerlo) te dijo esta mañana, no sé qué decirte ahora.

—Pero, querida amiga mía —replica el soldado—. Ni hablar de eso.

—Porque de verdad de la buena, George, lo que yo decía o quería decir era que te confiaba a Lignum y que estaba segura de que me lo devolverías sano y salvo. ¡Y eso precisamente es lo que has hecho!

—¡Gracias, querida amiga! —dice George—. Me alegro de que tenga usted tan alta opinión de mí.

Al dar un apretón amistoso a la mano de la señora Bagnet, en la cual tiene sus labores, pues ella está sentada a su lado, la atención del soldado se ve atraída hacia la cara de ella. Tras contemplarla un momento, mientras ella sigue cosiendo, mira hacia el joven Woolwich, que está sentado en su taburete en un rincón, y llama al flautista.

—Mira, hijo mío —dice George, atusando muy suavemente el pelo de la madre con la mano—, ahí tienes una frente amable. Llena de amor por ti, muchacho. Un poco marcada por el sol y el viento a fuerza de seguir a tu padre a todas partes y de cuidar de vosotros, pero tan fresca y tan sana como una manzana madura.

La cara del señor Bagnet expresa, en la medida en que lo permite su carácter leñoso; la mayor aprobación y aquiescencia.

—Llegará el momento, muchacho —continúa diciendo el soldado— en que el pelo de tu madre se vuelva gris, y en que su frente esté cruzada y surcada de arrugas, y entonces será una estupenda viejecita. Ahora, cuando eres joven, preocúpate de que más adelante puedas decirte: «Yo nunca tuve la culpa de una sola de las arrugas de su frente!» Pues de toda la serie de cosas en que podrás pensar cuando seas mayor, Woolwich, ¡más te vale tener ésa en que pensar!

El señor George concluye levantándose de su silla, sentando en ella al chico junto a su madre y diciendo, con un aire un tanto apresurado, que se va un momento a la calle a fumar su pipa.

35. La narración de Esther

Estuve varias semanas enferma, y mi régimen habitual de vida se convirtió en un mero recuerdo. Pero ello no fue efecto del tiempo, sino del cambio de todos mis hábitos, impuesto por la impotencia y la inactividad de una enfermería. Antes de llevar demasiados días confinada en ella, pareció que todo se había retirado a una distancia remota, en la que existía poca o ninguna separación entre las diversas etapas de mi vida, que en realidad se habían dividido por años. Parecía que hubiera cruzado un lago sombrío y hubiera dejado todas mis experiencias, amontonadas a lo lejos, en la costa de los años de salud.

Aunque al principio me preocupaba mucho que mis deberes domésticos quedaran sin realizar, pronto quedaron tan lejos como mis antiguas funciones en Greenleaf, o las tardes de verano en que volvía de la escuela, con mi cartera bajo el brazo y mi sombra infantil a mi lado, a casa de mi madrina. Hasta entonces nunca había comprendido lo breve que era la vida en realidad, y en qué pequeño espacio podía la imaginación colocarla.

Mientras estuve muy enferma, la forma en que aquellas divisiones del tiempo se confundían las unas con las otras me inquietaba mucho. Convertida simultáneamente en una niña, una adolescente y la mujercita que había sido tan feliz, no sólo me sentía oprimida por todas las preocupaciones y todas las dificultades inherentes en cada una de esas edades, sino por la gran perplejidad de tratar incesantemente de reconciliar las unas con las otras. Supongo que serán pocos los que no hayan pasado por una circunstancia así que puedan comprender del todo lo que digo, ni la dolorosa inquietud que todo ello me causaba.

Por el mismo motivo, casi temo aludir a aquel momento de mi dolencia (pareció una larga noche, pero creo que fueron varios días y varias noches) en el que subía laboriosamente enormes escaleras, tratando siempre de llegar arriba y siempre tenía, como ya había visto yo en alguna ocasión que ocurría a algún gusano en los senderos del jardín, que volverme atrás debido a una obstrucción, y empezar de nuevo otra vez. Comprendía perfectamente a intervalos, y vagamente casi siempre, que estaba en mi cama, y hablaba con Charley, y sentía el contacto de ésta, y la reconocía muy bien, pero me oía a mí misma quejarme: «¡Otra vez esas escaleras inacabables, Charley…, cada vez más…, y llegan al cielo, creo!», y volvía a reanudar mi ascensión.

¿Osaré mencionar aquellos momentos peores en que veía enfilado en medio de un gran espacio negro un collar flamígero, o un anillo candente, o un círculo forma do por una especie de estrellas, una de cuyas piezas era yo? ¿Y cuando lo único que pedía era que me separaran del resto, y cuando constituía una agonía y una desgracia tan inexplicable formar parte de aquella cosa horrible?

Quizá cuanto menos hable de aquellas experiencias de mi enfermedad, menos aburrida y más inteligible seré. No las recuerdo para causar tristeza a otros, ni porque ahora me sienta en absoluto triste al recordarlas. Quizá si supiéramos más de esos extraños sufrimientos, podríamos aliviar mejor su intensidad.

El reposo que seguía, el largo sueño delicioso, el bendito descanso, cuando en mi debilidad me sentía demasiado calmada para preocuparme de mí misma y podría haber escuchado (o eso pienso ahora) que estaba muriéndome sin más emoción que un amor compasivo por quienes me sobrevivirían; no sé, quizá ese estado se pueda comprender mejor. En él me hallaba la primera vez que me retiré de la luz cuando ésta volvió a brillar sobre mí, y comprendí con una alegría sin límites, para expresar la cual no existen suficientes palabras de regocijo, que iba a recuperar la vista.

Había oído cómo Ada lloraba ante mi puerta día y noche; la había oído exclamar que yo era cruel y no la quería; la había oído rogar e implorar que se la dejara entrar a ser mi enfermera y cuidarme y no volver a apartarse de mi lecho, pero cuando yo podía hablar, no decía más que: «¡Jamás, cariño mío, jamás!», y había recordado a Charley una vez tras otra que tenía que impedir la entrada de mi niña en mi habitación, tanto si yo vivía como si moría. Charley me había sido fiel en mi hora de necesidad, y con su mano diminuta y su corazón de gigante había mantenido cerrada la puerta.

Pero ahora, a medida que iba recuperando la vista y que cada día me llegaba más plena y brillante la gloriosa luz, ya podía leer las cartas que me escribía todas las mañanas y las tardes mi niña, y podía llevármelas a los labios y poner en ellas mi mejilla sin temor de hacerle daño a ella. Podía ver cómo mi doncellita recorría las dos habitaciones poniéndolo todo en orden, y cómo volvía a hablar animadamente con Ada por la ventana que se había vuelto a abrir. Podía comprender el silencio de la casa, y la delicadeza que éste revelaba por parte de todos los que siempre habían sido tan buenos conmigo. Podía llorar por la exquisita felicidad que sentía en mi corazón, y sentirme tan feliz en mi debilidad como antes me había sentido en mi vigor.

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