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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (42 page)

BOOK: El consejo de hierro
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»¿Alguna vez piensas en lo que haremos cuando hayamos acabado? —preguntó después de un rato—. El trabajo, digo. Con el jefe de la junta directiva. —Ori sacudió la cabeza.

—Cambiaremos las cosas. Las obligaremos a cambiar. —La excitación se agitó en su interior, como siempre que hablaba de esto, rápidamente—. Cuando hayamos cortado la cabeza y la veamos caer, la gente despertará. Nada podrá detenernos. —
Lo cambiaremos todo. Cambiaremos la historia. Despertaremos a la ciudad, y ella se liberará a sí misma
.

Al salir, mientras caminaban a pocos pasos de distancia (los enteros y los rehechos tenían prohibida la confraternización en los campos Pelorus) oyeron unos gritos a varias calles de distancia y vieron a una mujer que huía corriendo y cuya voz llegaba flotando sobre los adoquines iluminados de la avenida Wynion. «Ha llegado, ha llegado», gritaba, y Ori y Ulliam se miraron, tensos, y se preguntaron si debían acudir en su ayuda, pero entonces el sonido se transformó en un alarido y luego se desvaneció, y cuando dirigieron sus pasos hacia allí no pudieron encontrarla.

El día del muelle del 12 de octuario, apareció algo delante del frío sol de verano. Más tarde Ori no podría recordar si lo había visto en el momento de su llegada o simplemente había oído la noticia tantas veces que la había incorporado a su memoria.

Estaba en un tren. En la línea Hundida, pasando sobre las chabolas de Salpicaduras en dirección a la pendiente y las grandes mansiones de la colina Vaudois. Alguien que estaba en el mismo vagón, un poco más adelante, lanzó un chillido que Ori ignoró, pero entonces se le sumaron otros y miró por la ventana.

Los trenes avanzaban sobre los arcos, entre chimeneas que parecían pequeñas inflamaciones, minaretes, torres con la superficie agrietada por la humedad, como árboles de los manglares. Hacia el este, la vista estaba despejada. El sol de la mañana repartía sombras y haces de luz densa, y en su centro nadaba algo. Una figura minúscula en el núcleo del resplandor solar y hecha de la más profunda silueta, no una figura humana ni un plancton ciliado, ni un ave rápida y sobresaltada, sino todas estas cosas al mismo tiempo y muchas otras, en sucesión o en un instante. Se desplazaban con un reptar imposible, en línea recta, emergiendo del sol con movimientos natatorios que utilizaban la totalidad de sus contradictorias extremidades.

Un chorro de miedo químico emitido por la khepri que Ori tenía a su lado lo alcanzó en el rostro, y pestañeó hasta conseguir que el residuo desapareciera. Más tarde le contaron que toda la gente de la ciudad, de la colina de la Bandera, al norte, a Barracán, varios kilómetros al sur, en todos los puntos cardinales, vio a la criatura nadando en línea recta hacia ellos, creciendo en el corazón del sol.

Se aproximó cada vez más, ocluyendo la luz del sol hasta que la ciudad quedó sumida en las tinieblas. Una criatura danzante, natatoria. El tren estaba aminorando: se detendría antes de llegar a la estación de Trono de Manes. Seguro que el conductor había visto el sol y, aterrorizado, había frenado.

El cielo de Nueva Crobuzón trepidaba como si estuviera cubierto por una película de grasa. De plasma. La criatura parpadeó, paralizada entre estados de diferente tamaño, minúscula frente al sol y entonces, por un instante aterrador, allí, sobre las cabezas de todos los habitantes de la ciudad, tan amenazante, tan colosal, que empequeñeció a la propia Nueva Crobuzón y lo único que hubo en aquel momento fue un ojo de iris estrellado y teñido de funestos y alienígenas colores escudriñando entre todos los edificios, contemplando todas las calles, mirando a los ojos de todo el que lo estaba mirando hasta que la ciudad entera profirió un inmenso alarido de terror, y entonces la criatura desapareció.

Ori escuchó su propio grito. Sintió un dolor en los ojos y tardó varios segundos en comprender que se los estaba quemando, que estaba mirando fijamente el lugar en el que había estado la criatura, donde ahora volvía a estar únicamente el sol. Durante todo el día, un espectro borroso de tonalidades verdes le empañó la vista.

Aquella tarde hubo disturbios en el Meandro de las Nieblas. Los furiosos trabajadores de las fábricas corrieron hacia el Montículo de san Jabber, decididos a asaltar la torre de la milicia por alguna razón, por no haber conseguido protegerlos de aquella visión espantosa. Otros se dirigieron a Ensenada, y al gueto khepri, para castigar a los extranjeros que vivían allí, como si fueran ellos quienes habían enviado la aparición. La pétrea estupidez de aquella actitud presidía los furibundos comunicados del Caucus la mañana siguiente, pero nadie pudo contener a los pequeños grupos de gente armada que fue a castigar a los xenianos.

Los rumores corrían con rapidez, y al otro lado de la ciudad, Ori se enteró de los ataques mientras todavía estaban produciéndose. Supo, escasos minutos después de que ocurriera, que una duro farallón de milicianos había hecho frente a los sublevados en la base de su torre, respaldados por un destacamento de esferas de guerra y que las viscosas criaturas habían atacado a la muchedumbre.

Temía por las khepri del gueto.

—Hay que llegar allí —dijo, y mientras sus camaradas y él se tapaban la cara y sacaban las armas, vio que Baron lo miraba con fría incomprensión.

Ori comprendió que Baron iba a acompañarlos, no porque le importasen las khepri de Ensenada, sino porque la organización con la que estaba aliado había tomado una decisión.

—Toro nos encontrará —dijo Ori.

En un carruaje robado atravesaron velozmente Ecomir, pasaron bajo las colosales Costillas del Barrio Oseo, y cruzaron el puente Danechi y la Ciénaga Brock. El cielo estaba tachonado de formas oscuras, los dirigibles, mucho más numerosos que de costumbre, negros y recortados contra el negro. Había milicianos en las calles, armados con escudos, con los rostros ocultos detrás de espejos, pelotones de especialistas con porras y trabucos dotados de embrujos específicos para el control de multitudes. Enoch fustigaba a los pterapájaros. En los alrededores de El Gallo las multitudes corrían, entrando y saliendo de las tiendas forzadas, cargadas de cálico, de tarros de comida, de remedios de boticario.

Sobre los tejados, a pocas calles de allí, descollaba la Espiga, la lóbrega esquirla desde la que gobernaba la milicia, sujeta en siete puntos diferentes por las vías elevadas. Y a su lado, exhibiendo la paradoja que era su colosal horizonte de tejados, ocultándola y volviendo a exhibirla, se levantaba la estación de la Calle Perdido.

Pasaron a toda velocidad bajo los arcos de las líneas Sud y Hundida, escuchando los silbatos de la milicia.
Estúpidos necios ciegos
, se dijo Ori pensando en la masa, en los alborotadores de aquella noche.
Atacando a las khepri, por el amor de Jabber. Por eso necesitáis que os despertemos
. Revisó sus armas.

El primer y más violento estallido de violencia había remitido ya cuando llegaron, pero en el gueto seguía reinando la inquietud. Pasaron por calles iluminadas por incendios. Las centenarias casas de Ensenada habían sido construidas por y para los humanos, con materiales de poca calidad y escaso cuidado, y se apoyaban unas sobre otras como un puñado de enfermos. Si no se desmoronaban era gracias a la cera y los cilios filamentados que exudaban los gusanos constructores, las colosales larvas que las khepri utilizaban para reformar sus viviendas. Ori y sus camaradas pasaron por debajo de casas casi sepultadas bajo una masa de esputo sólido que a la luz de las antorchas brillaba con un color amarillento parecido al de la grasa.

En una plaza anónima se había desencadenado una última ofensiva. No había milicianos, por supuesto. Proteger a las khepri no era su cometido.

Unas veinte o treinta personas estaban atacando una iglesia khepri. Habían destrozado a pisotones la figura de Brooma Asombrosa que dominaba la entrada. Era una obra triste y patética, una hipertrofiada mujer de mármol, hurtada o adquirida a bajo precio en alguna ruina humana, a la que le habían segado la cabeza para reemplazarla por una cabeza de escarabajo cuidadosamente construida con alambre soldado, y clavada al cuello para que el conjunto imitara la forma de una hembra khepri. Esta quimera de pobreza y fe yacía hecha pedazos en el suelo.

Los hombres estaban aporreando las puertas. La congregación los miraba desde las ventanas del primer piso. Sus emociones no eran discernibles en sus ojos de insecto.

—Calamitas —dijo Ori. La mayoría de los alborotadores llevaba el atuendo de batalla del partido Nuevo Cálamo: trajes de chaqueta oscuros con lasperneras enrolladas y sombreros de hongo que, como Ori sabía perfectamente, estaban forrados de acero. Llevaban navajas y cadenas. Algunos empuñaban pistolas—. Calamitas.

Baron avanzó. Su primer disparo abrió un orificio en el sombrero de uno de los neocalamitas, que transformó el forro metálico en una flor de fieltro, sangre y metal. Los hombres se detuvieron y se volvieron hacia él.
Dioses, ¿cómo vamos a salir de esta
?, pensó Ori mientras corrían como les habían ordenado, a buscar el refugio, por inadecuado que fuese, que pudieran ofrecerles las paredes. Abatió a un calamita y se ocultó tras la mampostería un segundo antes de que cayera sobre ella una feroz descarga de tiros.

Durante medio minuto aterrador, los toroanos estuvieron atrapados. Ori vio el rostro implacable de Barón, el lugar en el que se agazapaban Ruby y Ulliam, la expresión de angustia de este último mientras disparaba siguiendo las indicaciones de Ruby. Algunos de sus enemigos se habían dispersado, pero el núcleo de los calamitas estaba allí, los de las pistolas cubriendo a los que no tenían mientras estos se iban aproximando.

Y entonces, mientras Ori se preparaba para disparar sobre un corpulento y musculoso neocalamita cuyo traje, de todo punto inadecuado para aquella situación, parecía que fuera a estallar en cualquier momento, escuchó un desagradable desgarrón, y el aire que los separaba de sus estupefactos adversarios se abrió de repente. Como si alguien estirara una fina película de piel, el tejido de las cosas se combó en dos puntos muy próximos, distorsionando luz y sonido, y entonces la distorsión se convirtió en una grieta, por laque la realidad escupió a Toro.

El mundo volvió a cerrarse. Toro lanzó un grito. Se agachó y, con una embestida de aquellos cuernos y una trepidación, devoró los pasos que los separaban y apareció junto al obeso calamita, cuyo garrote se hizo pedazos en la extraña oscuridad refractaria que dimanaba de los cuernos. Y entonces los cuernos atravesaron al hombretón, que soltó un jadeo, gorgoteó y cayó al suelo, resbalando como un pedazo de carne colgada de un gancho.

Toro gritó y volvió a moverse de aquella manera asombrosa y sanguinaria, siguiendo a los cuernos, que rezumaban una oscuridad solidificada. Cayó sobre otro hombre, lo ensartó, y en la oscuridad de la noche pareció que los cuernos se bebían su sangre. Ori estaba atónito. La bala del arma de uno de los neocalamitas atravesó el integumento medio invisible que envolvía los cuernos y trazó una línea rojiza, y Toro mugió, retrocedió tambaleándose, se enderezó y, lanzando una cornada al aire, arrojó al que lo había disparado a varios pasos de distancia.

Pero a pesar de que Toro acabó con tres hombres rápidamente, los calamitas seguían superándolos en número y contaban con el impulso del odio que profesaban a aquellos traidores a la raza. Esquivaron sus ataques. Algunos de ellos se movían pesadamente, y otros eran consumados pugilistas y tiradores.
No podremos salvar a las khepri
, pensó Ori.

Entonces escuchó el ruido de unos pasos y desesperó, creyendo que otro grupo de matones iba a atacarlos. Pero cuando aparecieron, fueron los neocalamitas los que dieron media vuelta y emprendieron la huida.

Hombres y mujeres cactos; khepri con aguijones; vodyanoi ágiles como sapos; un llorgiss con tres cuchillos. Más o menos una docena de razas xenianas entremezcladas, en un alarde de asombrosa solidaridad. Una fornida mujer cactacae impartía órdenes a gritos:

—Costrojos, Anna —señaló a los calamitas que huían—, Chez, Siluro —a la puerta de la iglesia. El variopinto ejército xeniano se puso en marcha.

Ori estaba estupefacto. Los neocalamitas seguían disparando, pero huían.

—¿Quién coño sois vosotros? —gritó uno de los toroanos.

—Levantaos, y cerrad el pico —dijo Toro—. Soltad las armas y presentaos.

Un vodyanoi y el llorgiss estaban gritándole algo a las khepri de la iglesia, y mantenían las puertas abiertas para que las aterradas hembras pudieran salir y escapar a sus casas. Algunas de ellas abrazaron a sus salvadores. La puerta vomitó una abigarrada corriente de khepri machos, escarabajos de medio metro de longitud, desprovistos de inteligencia, ávidos de calor y oscuridad. Ori empezó a tiritar. De repente reparó en el frío que hacía. Escuchó el ruido de los incendios, que recubrían Ensenada con una cambiante epidermis de luz oscura. Bajo su temblorosa iluminación vio niños que salían de la iglesia en compañía de sus madres. Jóvenes hembras khepri que flexionaban los escarabajos de la cabeza y se comunicaban unas con otras menando las patitas. Dos adultas llevaban a las neonatas, con sus cuerpos de bebé humano y los cuellos terminados en gruesas larvas arrolladas sobre sí mismas.

La mano que empuñaba el arma cayó, mientras una khepri, una de los recién llegados, corría hacia él, dejando el aire sembrado con un reguero de chispas de los bordes cortantes de su aguijón.

—¡Espera! —dijo Ori.

—Aylsa. —La mujer cacto la detuvo diciendo su nombre.

—Tiene un arma, Pulgares Prestos —dijo un vodyanoi, a lo que la mujer cacto respondió:

—Ya sé que tiene un arma. Pero hay excepciones.

—¿Excepciones?

—Tiene protección. —Pulgares Prestos señaló a Toro.

En la confusión de la batalla, era la primera vez que muchos de los xenianos reparaban en la figura blindada. Cada uno de ellos expresó su asombro a la manera de su raza, y todos se adelantaron con gestos de camaradería.

—Toro —dijeron, mientras le ofrecían saludos respetuosos—. Toro.

Toro y Pulgares Prestos hablaron en voz demasiado baja como para que Ori pudiera oír sus palabras. Estudió el rostro de Baron. Estaba impasible, observando uno tras otro a los xenianos.

—Fuera, fuera, fuera —dijo Toro de repente—. Esta noche lo habéis hecho bien. Habéis salvado vidas. —No quedaba un solo khepri en la ruinosa iglesia—. Ahora tenéis que iros. Nos veremos allí. Marchaos deprisa. —Ori reparó entonces en que respiraba entrecortadamente, sangraba por numerosas heridas, y estaba exhausto y tembloroso—. Marchaos, volved, luego hablaremos. Esta noche. Ensenada está bajo la protección del Crisol Militante. Los humanos armados son presas legítimas.

BOOK: El consejo de hierro
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