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Authors: Justin Cronin

El pasaje (125 page)

BOOK: El pasaje
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—Estos doce sujetos originales —prosiguió, mientras señalaba los expedientes— son como las abejas reinas, y cada uno de ellos posee una variedad diferente del virus. Los portadores de cada una de esas variantes forman parte de una mente colectiva, que está vinculada con el anfitrión original.

—¿Cómo lo has deducido? —preguntó Hollis. Era el más escéptico del grupo, y siempre discutía sus ideas.

—Por su forma de moverse, para empezar. ¿No te ha intrigado nunca? Todo lo que hacen parece coordinado, porque lo está, como dijo Olson. Cuanto más pienso en ello, más lógico me parece. Eso explica por qué secuestran a una persona de cada diez. Considéralo una especie de reproducción, una forma de continuar la estirpe de los virales.

—¿Cómo una familia? —dijo Sara.

—Bien, eso sería una manera de dulcificar la realidad. No olvidéis que estamos hablando de
virales
. Pero sí, supongo que podríamos considerarlos una familia.

Peter recordó algo que Vorhees le había dicho, que los virales se estaban..., ¿cuál era la palabra?..., agrupando. Se lo contó al grupo.

—Es lógico —convino Michael—. Queda muy poca caza mayor, y muy poca gente. Se están quedando sin comida, y sin nuevos anfitriones a los que infectar. Constituyen una especie como cualquier otra, programada para sobrevivir. Juntarse así podría ser una especie de adaptación, con el fin de conservar su energía.

—¿Eso significa... que ahora son más débiles? —sondeó Hollis.

Michael meditó un momento, al tiempo que se mesaba la barba rala.

—«Más débiles» es algo relativo —contestó con cautela—, pero sí, yo diría que sí. Volveré a la analogía de las abejas. Todo cuanto hace una colmena, lo hace para proteger a la reina. Si Vorhees estaba en lo cierto, lo que estás viendo es una consolidación alrededor de los Doce originales. Creo que eso fue lo que encontramos en el Refugio. Nos necesitan, y nos necesitan vivos. Apuesto a que hay once colmenas más por ahí.

—¿Qué pasaría si pudiéramos encontrarlas? —preguntó Peter.

Michael frunció el ceño.

—Pues te diría que ha sido un placer conocerte.

Peter se inclinó hacia adelante en la silla.

—Pero ¿y si pudiéramos? ¿Y si pudiéramos encontrar a los Doce y matarlos?

—Cuando la reina muere, la colmena muere con ella.

—Como Babcock. Como los Muchos.

Michael miró con cautela a los demás, y después, volvió la vista de nuevo hacia Peter.

—Escucha, sólo es una teoría. Vimos lo que vimos, pero pudimos habernos equivocado. Y eso no resuelve el primer problema, que es localizarlos. El continente es grande. Podrían estar en cualquier sitio.

De pronto, Peter fue consciente de que todo el mundo lo estaba mirando.

—¿Peter? —Era Sara, sentada a su lado—. ¿Qué pasa?

«Siempre vuelven a casa», pensó.

—Creo que sé dónde están —dijo Peter.

Siguieron adelante. Fue durante la quinta noche. Se encontraban en Arizona, cerca de la frontera con Utah. Greer se volvió hacia Peter.

—Lo más curioso es que siempre pensé que era una invención.

Estaban sentados junto a un fuego de mezquite chisporroteante, una concesión al frío. Alicia y Hollis estaban de guardia, patrullando el perímetro. Los demás se habían dormido. Habían llegado a un valle ancho y desierto, y se habían refugiado bajo un puente que salvaba un arroyo seco para pasar la noche.

—¿El qué?

—La película.
Drácula
. —Greer había adelgazado con el paso de las semanas. Le había crecido el pelo, una tonsura gris, y se había dejado barba. Era difícil recordar la época en que no era uno de ellos—. No viste el final, ¿verdad?

La noche del desastre. A Peter se le antojaba muy lejana. Intentó recordar el orden de los acontecimientos.

—Tienes razón —dijo por fin—. Iban a matar a la chica cuando regresó el pelotón azul. Harker y el otro. Van Helsing. —Se encogió de hombros—. Me alegré de no tener que ver esa parte.

—Ésa es la cuestión. No matan a la chica. Matan al vampiro. Al hijo de puta le clavan una estaca en el punto débil. Mina se despierta, como si no hubiera pasado nada, como nueva. —Greer se encogió de hombros—. Nunca me tragué eso, si quieres que te diga la verdad. Ahora ya no estoy tan seguro. Sobre todo después de lo que vi en aquella montaña. —Hizo una pausa—. ¿De veras crees que recordaron quiénes eran? ¿Qué no podían morir hasta que lo hicieran?

—Eso dice Amy.

—Y tú la crees.

—Sí.

Greer asintió y dejó que pasara un momento.

—Es curioso. Me he pasado toda la vida intentando matarlos. Nunca pensé en las personas que habían sido. Por algún motivo, nunca me pareció importante. Ahora descubro que me dan pena.

Peter sabía a qué se refería. Él había pensado lo mismo.

—Sólo soy un soldado, Peter. O al menos lo era. Técnicamente soy un desertor. Pero todo lo que ha ocurrido significa algo. Incluso el hecho de que esté aquí contigo. Creo que es algo más que el fruto del azar.

Peter recordó la historia que le había contado Lacey, la de Noé y el barco, y cayó en la cuenta de que había algo que no se le había ocurrido antes. Noé no estaba solo. Estaban los animales, por supuesto, pero eso no era todo. Se había llevado a su familia.

—¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó.

Greer sacudió la cabeza.

—Creo que no me corresponde a mí decidir. Tú eres quien lleva los frascos en la mochila. Esa mujer te los dio a ti, y a nadie más. Por lo que a mí respecta, amigo mío, quien decide eres tú. —Se levantó y cogió su rifle—. Pero, y te digo esto como soldado, diez Donadios más serían un arma del copón.

No hablaron más aquella noche. Moab se hallaba a dos días de distancia.

Se acercaron a la alquería desde el sur, con Sara al volante del Humvee, y Peter arriba con los prismáticos.

—¿Ves algo? —preguntó Sara.

Era a última hora de la tarde. Sara había detenido el vehículo en la amplia llanura del valle. Se había levantado un viento fuerte y cargado de polvo que entorpecía la visión a Peter. Después de cuatro días calurosos, la temperatura había caído de nuevo, y hacía un frío invernal.

Peter bajó y se sopló las manos. Los demás estaban apelotonados en los bancos con sus pertrechos.

—Veo los edificios. No hay ningún movimiento. El polvo es demasiado espeso.

Todos guardaban silencio, temerosos de lo que iban a encontrar. Al menos, tenían combustible. Al sur de la ciudad de Blanding habían topado (de hecho, habían ido a parar directamente) con un inmenso depósito de combustible, dos docenas de tanques cubiertos de herrumbre que asomaban del suelo como un campo de setas gigantescas. Se dieron cuenta de que, si habían planificado bien la ruta, en busca de aeródromos y ciudades grandes, sobre todo las que contaban con estaciones de tren, podrían encontrar y utilizar el combustible suficiente como para llegar hasta casa, siempre que el Humvee aguantara.

—Sigue adelante —dijo Peter.

Sara obedeció y entró en la calle de las casas pequeñas. Peter pensó con desazón en que todo estaba tal como lo habían dejado, vacío y abandonado. Theo y Mausami habrían oído sin duda el sonido del motor y ya habrían salido de casa. Sara llegó ante el porche de la casa principal y silenció el motor. Todo el mundo bajó. Todavía no se habían producido sonidos ni movimientos en el interior.

Alicia fue la primera en hablar, al tiempo que daba una palmada en el hombro a Peter.

—Déjame ir.

Pero él negó con la cabeza. La tarea le correspondía a él.

—No. Lo haré yo.

Subió al porche y abrió la puerta. Vio al instante que todo estaba cambiado. Habían cambiado de sitio los muebles, y convertido la casa en una vivienda más cómoda, incluso más acogedora. Había una colección de fotografías antiguas sobre el hogar repleto de cenizas. Avanzó, esperando calor, pero el fuego llevaba mucho rato apagado.

—¿Theo?

No hubo respuesta. Entró en la cocina, y todo estaba limpio, fregado y recogido. Recordó con un escalofrío la historia de Vorhees sobre la ciudad desaparecida, ¿cómo se llamaba? Homer. Homer, en Oklahoma. Platos en la mesa, todo limpio como una patena, toda la gente desaparecida sin dejar rastro.

La escalera daba a un angosto vestíbulo con dos puertas, cada una de las cuales daba a un dormitorio. Peter abrió la primera con cautela. La habitación estaba intacta.

Sin perder las esperanzas, Peter abrió la segunda puerta. Theo y Maus estaban en una cama grande. Dormían profundamente. Maus dormía boca abajo, una manta tapándole los hombros y el cabello negro derramado sobre la almohada. Theo dormía rígido boca arriba, con la pierna izquierda entablillada desde el tobillo hasta la cadera. Entre ellos, envuelto entre las mantas, vio la diminuta cara de un bebé.

—Bien, que me aspen —dijo Theo. Abrió los ojos y sonrió, mostrando una hilera de dientes rotos—.

Lo que el viento no se pudo llevar.

72

Lo primero que hizo Maus fue pedirles que enterraran a
Conroy
. Lo habría hecho ella misma, dijo, pero no había podido. Como tenía que cuidar de Theo y del niño, tuvo que dejarlo donde estaba durante los tres días que habían transcurrido desde el ataque. Peter cargó los restos del pobre animal hasta el cementerio, donde Hollis y Michael cavaron un hoyo al lado de los demás, y movieron piedras para señalar el perímetro de la misma manera. De no ser por la tierra recién removida, la tumba de
Conroy
no habría parecido diferente de las demás.

Ni Theo ni Mausami se explicaban cómo habían sobrevivido al ataque en el granero. Acurrucada en el asiento trasero del coche con Caleb, con el rostro aplastado contra el suelo, Mausami había oído la escopeta dispararse. Cuando alzó la cabeza y vio al viral tendido en el suelo del granero, supuso que Theo le había disparado. Pero Theo afirmó que no recordaba nada de aquello, y el arma estaba caída a varios metros de él, cerca de la puerta, muy lejos de su alcance. En el momento en que oyó el disparo tenía los ojos cerrados. Lo siguiente que vio fue la cara de Mausami sobre él en la oscuridad, repitiendo su nombre. Había supuesto lo único razonable: que ella había disparado. Había conseguido apoderarse de la escopeta y disparar la bala que les había salvado.

Aquello sólo dejaba la posibilidad de que hubiera una tercera persona, invisible: el propietario de las huellas que Theo había descubierto en el granero. Pero no podían explicarse el que dicha persona llegara en el momento preciso, y después escapara sin ser detectada (y lo más curioso de todo, sin motivos para intervenir). No habían encontrado más huellas en el polvo, ni pruebas de que allí hubiera habido alguien. Era como si los hubiera salvado un fantasma.

La otra pregunta era por qué no los había matado el viral cuando había tenido la oportunidad. Ni Theo ni Mausami habían regresado al granero después del ataque. El cuerpo, protegido del sol, seguía allí. Pero el misterio se resolvió en cuanto Alicia y Peter fueron a mirar. Ninguno de ellos había visto el cadáver de un viral que llevara muerto sólo unas cuantas horas, y de hecho, los días transcurridos en el granero a oscuras habían obrado un efecto de lo más inesperado, pues la piel se había tensado más sobre los huesos hasta restaurar una apariencia de humanidad reconocible en su cara. Los ojos del viral estaban abiertos, nublados como canicas. Tenía los dedos de una mano extendidos sobre el pecho, desplegados encima del cráter de la herida producida por la escopeta, un gesto de sorpresa, incluso de asombro. Peter experimentó una sensación de familiaridad, como si estuviera viendo de lejos, o a través de una superficie reflectante, a una persona a la que conociera. Pero la incertidumbre no desapareció hasta que Alicia pronunció el nombre que conocía. La curva de la frente del viral, la expresión de perplejidad en su cara, acentuada por su fría mirada errática, el gesto de la mano alrededor de la herida, como si, en el último instante, hubiera querido comprobar lo que le estaba pasando. No cabía duda de que el hombre que yacía en el suelo era Galen Strauss.

¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Había ido en su busca, lo habían secuestrado durante el camino, o era al revés? ¿Iba en pos de Mausami o del niño? ¿Había ido en busca de venganza? ¿A despedirse, tal vez?

¿Dónde creía Galen Strauss que estaba su hogar?

Alicia y Peter depositaron el cuerpo en una lona y lo arrastraron fuera de la casa. Tenían la intención de quemarlo, pero Mausami se opuso. Podía ser que fuera un viral, dijo, pero también había sido su marido. No merecía lo que le había pasado. Debían enterrarlo con los demás. Al menos le concedería eso.

Y eso hicieron.

Enterraron a Gallen la tarde de su segundo día en la alquería. Todos se habían congregado en el jardín, excepto Theo, que aún seguía confinado en la cama y, de hecho, se quedaría en ella durante muchos días más. Sara sugirió que todos contaran una historia sobre algo que recordaran de Galen; al principio les había resultado difícil, puesto que no había sido alguien a quien conocieran o que les cayera bien, salvo Maus. Pero al final lo habían logrado, y relataron alguna anécdota en la que Galen había dicho o hecho algo divertido, leal o amable, mientras Greer y Amy miraban, testigos del ritual. Cuando hubieron terminado, Peter se dio cuenta de que había ocurrido algo importante, un reconocimiento que, una vez llevado a cabo, no podía negarse. Tal vez hubieran enterrado el cuerpo de un viral, pero la persona que había enterrada allí era un hombre.

La última en hablar fue Mausami. Sostenía a Caleb, que se había dormido. Carraspeó, y Peter vio que sus ojos estaban empañados por las lágrimas.

—Sólo quiero decir que era mucho más valiente de lo que creía la gente. La verdad era que casi había perdido la vista del todo. No quería que nadie supiera lo mal que estaba, pero yo sí lo sabía. Era demasiado orgulloso como para admitirlo. Siento haberlo engañado como lo hice. Sé que quería ser padre, y quizá por eso vino hasta aquí. Supongo que parecerá extraño decirlo, pero creo que habría sido un buen padre. Ojalá hubiera tenido la oportunidad.

Guardó silencio, se cambió el bebé al hombro y utilizó la mano libre para secarse los ojos.

—Eso es todo —dijo—. Gracias a todos por hacer esto. Si os parece bien, querría estar un momento a solas.

El grupo se dispersó y dejó sola a Mausami. Peter subió al dormitorio y encontró a su hermano despierto e incorporado, con la pierna entablillada extendida ante él. Además de la pierna rota, Sara creía que tenía fracturadas tres costillas, como mínimo. Si se tenía en cuenta todo lo sucedido, podía considerarse afortunado por el hecho de estar vivo.

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