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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (10 page)

BOOK: El Triunfo
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8. El Desafío

El Palacio de Cristal de Merilon brillaba más que el sol bajo las primeras luces del amanecer. Esto no constituía ninguna sorpresa. El día anterior, los
Sif-Hanar
habían pasado la mayor parte del tiempo practicando sus conjuros guerreros contra el brillante orbe, ora cubriéndolo de nubes negras, ora vistiéndolo de horribles colores; incluso, en una ocasión, tratando de borrarlo por completo del firmamento. Por eso hoy el sol se abría paso cautelosamente por encima de las montañas, con aspecto pálido y resentido, como si estuviera dispuesto a ponerse de nuevo en el instante en que divisara a un mago artífice del clima.

El blanquecino sol, por lo tanto, quedaba casi eclipsado ante el resplandor que emanaba del Palacio de Cristal, cuyas luces habían permanecido encendidas toda la noche. Al amanecer, los tapices que cubrían los transparentes muros de cada una de las habitaciones del palacio fueron recogidos, las cortinas se abrieron, las persianas y contraventanas fueron alzadas, y una luz mágica se desparramó hacia el exterior, cayendo sobre la ciudad que tenía a sus pies.

En los días del antiguo Emperador y de su encantadora Emperatriz, esta fúlgida claridad hubiera significado toda una noche de juerga y alegría. En aquella época, hermosas damas y elegantes caballeros hubieran atestado el palacio, invadiendo las salas con sus risas y perfumes. Ahora, con el nuevo Emperador, la brillante iluminación envolvía largas noches de conspiraciones y planes. Ahora, eran Señores de la Guerra de rojas vestiduras los que rondaban por los salones, colmando las habitaciones con sombrías discusiones y reminiscencias de olor a azufre.

Esa mañana, la del Desafío, el Emperador Lauryen flotaba cerca de la pared transparente de su estudio en el Palacio de Cristal, contemplando la ciudad que se extendía a sus pies. Aparentemente, esperaba impaciente al enemigo. Lo tranquilizó una simple mirada a sus Supremos Señores de la Guerra, situados en sus puestos, observando desde favorables posiciones tanto en el interior como en el exterior del Palacio de Cristal. Lauryen y sus ministros creían que determinarían el poderío militar de Sharakan gracias al Desafío. Principalmente, esperaban obtener alguna idea de cómo pensaba Garald utilizar las Artes Arcanas de los Hechiceros en sus formaciones de batalla. No es que Lauryen esperase que el príncipe le revelara todos sus secretos, puesto que éste era un estratega militar demasiado inteligente para ofrecer alguna ventaja a su enemigo. No obstante, Garald tendría que mostrar algo de su fuerza militar para que su Desafío fuera tomado en serio y, según la vieja costumbre, poder «asustar» a Merilon lo suficiente como para que se rindiera.

Lauryen sabía, desde luego, por sus espías en Sharakan, que los Hechiceros se habían instalado en la ciudad y que trabajaban día y noche creando armas, aunque no habían logrado infiltrarse en aquella sociedad cerrada, a la que años de persecución habían abocado a desconfiar de los extranjeros. El
Dkarn-duuk
no tenía ni idea de qué armas estaban fabricando ni de su cantidad, y, lo que era aún peor en lo referente a Lauryen, no poseía la certeza de si los Hechiceros habían descubierto cómo utilizar la piedra-oscura o si la Espada Arcana, forjada por Joram, era la única arma existente forjada con aquel mineral que absorbía la magia.

Un Ariel, uno de los mensajeros alados de Thimhallan, apareció en el exterior de la pared frente a la que se hallaba Lauryen; las enormes alas de aquel ser mutado se batían lentamente en la brisa matutina para permitirle descansar aprovechando las corrientes de aire que se arremolinaban suavemente alrededor del Palacio.

Lauryen disolvió la pared con un gesto y le indicó al Ariel que volase al interior.

—La Toma de los Corredores acaba de realizarse, milord —informó el mensajero a su Emperador.

—Gracias. Regresa a tu puesto.

Tras despedirlo, Lauryen reemplazó la pared distraídamente, dando luego la señal decidida de antemano. Un humo rojo invadió el cielo y sus Supremos Señores de la Guerra cesaron de conversar entre ellos y se amontonaron cerca de las murallas aguardando expectantes.

El
Dkarn-duuk
mismo se predispuso a presenciar el evento desde el mejor lugar posible, ya que había hecho trasladar el estudio al torreón más alto del Palacio de espiras de cristal. Si miraba hacia abajo podía divisar a las gentes de Merilon empujándose para conseguir la mejor vista de la función. Los más pudientes se movían en sus espléndidos carruajes alados o se dejaban llevar por las suaves corrientes flotando entre las nubes de la Ciudad Superior. Aquellos que pertenecían a la clase media se dirigían a la Ciudad Inferior, agrupándose alrededor de las Puertas, amontonándose en la Arboleda, o agolpándose alrededor del perímetro de la protectora cúpula mágica.

La multitud mostraba un aire festivo. Ni siquiera los más ancianos de entre ellos podían recordar la última vez que se había lanzado un Desafío. Era un acontecimiento histórico y la excitación se expandía. Aquella noche la nobleza iba a ofrecer fastuosas fiestas, una vez lanzado el Desafío. Por otro lado, los atuendos militares de todas las épocas lucían por doquier y la ciudad presentaba el aspecto de un campamento de la época de Julio César que hubiera sido invadido por las fuerzas combinadas de los ejércitos del huno Atila y del rey Ricardo Corazón de León. Pero en medio de toda aquella embriagadora agitación, se dibujaba un pequeño rayo de desilusión, una diminuta nube que empañaba lo que de otra forma hubiera constituido un día perfecto.

No se celebraría ninguna fiesta en el Palacio de Cristal.

La gente se había sentido sorprendida por ello. Se sabía que el Emperador Lauryen era un hombre serio (algunos incluso utilizaban el término
austero
para describirlo, aunque sólo en voz muy baja). Todo el mundo consideraba perfectamente correcto y apropiado que se tomara esta guerra con circunspección, pero una conmemoración de aquella trascendental ocasión era algo que se había esperado y, cuando se comprobó lo erróneo de la conjetura, cuando se hizo público que el Emperador exigía específicamente que no se lo molestara, la gente empezó a intercambiar sombrías miradas y a menear la cabeza. Una conducta así no hubiera acaecido en tiempos del viejo Emperador, se lamentaron tristemente (esta vez también entre susurros). Y más de uno empezó a especular con la posibilidad de que quizás esta batalla no se resumiría en la fácil victoria que el
Dkarn-duuk
había anunciado.

Lauryen sabía que sus súbditos estaban alterados por su negativa a promover una Celebración para aquella noche. Su Ministro para la Moral le había avisado constantemente de ello durante los dos últimos días. Al
Dkarn-duuk
no le importaba. Malhumorado e inquieto, revoloteaba a un lado y a otro de la enorme extensión que circundaba la pared acristalada, sus manos se retorcían nerviosas a su espalda. Lauryen se permitía esta inusual muestra externa de agitación únicamente porque se encontraba solo en su estudio. Aunque las paredes eran transparentes de modo que pudiera observar el exterior, había lanzado sobre ellas un hechizo de Espejo, de modo que los demás no pudieran ver al interior. Brujo sumamente experto y disciplinado, aparecía ante el resto del mundo como un ser enigmático e imperturbable y pese a que esta impresión fuera verdadera la mayor parte del tiempo, no era así en aquella particular ocasión. No con lo que ocupaba su mente.

Y no era precisamente el Desafío.

La entrada de alguien en el estudio del Emperador puso fin al paseo de Lauryen. Aquella persona había viajado a través de un Corredor que se abrió silenciosamente para permitirle salir; el crujido de pesados ropajes y el gruñido de una respiración fatigosa fueron las primeras indicaciones de la llegada del hombre. Lauryen sabía quién era —sólo un individuo en todo el mundo tenía acceso a él a través de los Corredores—, de modo que simplemente lanzó una mirada por encima de su hombro para ver la expresión de su rostro, más interesado por esta indagación que por el rostro mismo.

A la vista de aquel semblante, Lauryen frunció el ceño. Mordiéndose los labios, volvió a mirar de nuevo con atención el panorama de la ciudad extendiéndose bajo él. Aún no ocurría nada de particular. El Desafío no se había iniciado y él, en realidad, no observaba nada; sus pensamientos y su visión estaban más lejos. El fingir estar preocupado por lo que iba a tener lugar le facilitaba la posibilidad de esconder su rostro al visitante.

—¿Debo entender que las noticias son malas, Eminencia? —inquirió Lauryen en voz fría y serena. Había dejado de pasear en el aire y ahora permanecía perfectamente inmóvil, las manos cruzadas mansamente frente a él, y sólo Almin conocía el gran esfuerzo que tal actitud le significaba.

—Sí —resolló el Patriarca Vanya.

Aunque el ataque de apoplejía había dejado al Patriarca el brazo izquierdo paralizado, así como también el lado izquierdo del rostro, Vanya había conseguido, con la ayuda del
Theldara
, superar estos impedimentos y llevaba una existencia casi normal. Desde luego su poder dentro del reino no había disminuido, sino que se había incrementado bajo el nuevo régimen de Lauryen. No obstante, el anciano Patriarca, últimamente, se cansaba con facilidad. Incluso los pocos pasos que había tenido que dar para dirigirse desde el escritorio de su despacho de El Manantial hasta el Corredor y para salir de éste en el estudio del Palacio de Cristal de Merilon lo habían dejado exhausto. Se desplomó sobre un sillón, jadeando y resollando para recuperar el aliento mientras Lauryen aguardaba de pie, exteriormente calmado, pero hirviendo interiormente de impaciencia contenida y de temor.

Cuando se hubo recuperado un poco, el Patriarca Vanya dirigió una aguda mirada al brujo por entre sus entornados párpados. Al ver que el
Dkarn-duuk
miraba fijamente por la pared y, aparentemente, no lo observaba, Vanya se apresuró a levantar su paralizada mano izquierda con la derecha, y la colocó sobre el brazo del sillón, arreglando cuidadosamente los fláccidos dedos de modo que quedaran ocultos todos los signos de parálisis. Desde luego, todo el mundo sabía que el Patriarca procedía de este modo, y de manera deliberada mantenían la mirada educadamente desviada hacia otro lado hasta que Vanya había conseguido colocarse adecuadamente. Era gente acostumbrada al disimulo. Después de todo, durante todo un año habían fingido que el cadáver de su Emperatriz era un ser vivo.

Cuando percibió que el Patriarca se había acomodado por fin en su asiento, Lauryen sé volvió a medias, mirándolo por encima del hombro.

—Bien, Eminencia —apremió abruptamente—. ¿Qué os ha retrasado? Os esperaba anoche.

—Los
Duuk-tsarith
no regresaron hasta primeras horas de esta mañana —respondió Vanya, recostándose cautelosamente en el sillón, teniendo buen cuidado de no alterar la colocación de su brazo. Hablaba con claridad, sólo con una ligera dificultad articulatoria debida a la parálisis del lado izquierdo de su rostro, una desfiguración apenas perceptible (gracias a la ayuda de la magia) en una inclinación descendente de la comisura de los labios y una casi indistinguible caída del párpado izquierdo. El Patriarca hubiera considerado aquellas imperfecciones intolerables, si el
Theldara
que lo había tratado no le hubiera asegurado a Vanya que debía dar gracias a Almin por estar vivo, en lugar de quejarse por cuestiones tan mundanas.

—Adivino por vuestra expresión que las noticias no son buenas —comenzó Lauryen, volviéndose de nuevo para mirar con ferocidad la ciudad—. La Espada Arcana ha desaparecido.

—Sí, Alteza —corroboró Vanya, los dedos de su mano sana recorriendo el brazo del sillón como si fueran las patas de una araña.

—¿Por qué tardaron tanto en descubrirlo? —exigió Lauryen de mal talante.

—La tormenta de la Frontera está empeorando —dijo Vanya, humedeciéndose los labios—. Para cuando llegaron los
Duuk-tsarith
, la estatua del catalista había quedado completamente cubierta por la arena. Todo el paisaje ha cambiado, Alteza. Ni siquiera pudieron reconocer la Frontera aunque estuvieron presentes en la Ejecu...

—Sé perfectamente cuándo estuvieron allí, Eminencia —interrumpió Lauryen agitado; sus manos, cruzadas con corrección ante él, palidecían a causa del esfuerzo que le costaba mantener aquella aparente calma externa—. ¡Seguid con vuestro informe!

—Sí, Alteza —musitó Vanya. Irritado por el tono autoritario, aprovechó que el otro le daba la espalda para clavarle una mirada de odio—. Los Señores de la Guerra tardaron bastante en localizar la estatua, luego tuvieron que apartar los montones de arena que la cubrían. Los
Duuk-tsarith
se vieron obligados a trabajar bajo escudos mágicos para protegerse de la tormenta que rugía con furia a su alrededor. Se necesitaron dos brujos y cuatro catalistas para mantener la burbuja de modo que pudieran seguir trabajando. Por fin desenterraron los restos de la estatua...

—¿Está el catalista, ese Saryon, muerto? —preguntó Lauryen.

Vanya hizo una pausa para secarse la sudorosa frente con un pañuelo blanco, últimamente siempre tenía o demasiado calor o demasiado frío, nunca existía el término medio para él.

Cuando finalmente habló, lo hizo en voz baja.

—La verdad es que se ha roto el hechizo, el espíritu ha huido. Pero si ha ido al reino de los muertos o al de los vivos, nadie lo sabe con seguridad.

—¡Maldición! —masculló Lauryen en voz baja, crispando con fuerza los dedos de una mano—. ¿Y la espada ha desaparecido?

—Espada y funda.

—¿Estáis seguro?

—Los
Duuk-tsarith
no cometen errores, Alteza —replicó Vanya agriamente—. Registraron a fondo una zona muy amplia alrededor del lugar donde se ubicaba la estatua y no encontraron nada, y lo que es más importante: no
sintieron
el menor rastro de la presencia de la espada, como seguramente hubiera ocurrido de haberse encontrado ésta allí.

Lauryen soltó un gruñido.

—La espada fue perfectamente capaz de ocultar a su dueño a los ojos de los
Duuk-tsarith
antes...

—Únicamente cuando ella y su dueño estaban mezclados entre la multitud. Cuando se la aísla, los
Duuk-tsarith
pueden percibir la presencia de la Espada Arcana a causa del insignificante efecto de absorción que posee, incluso cuando no se la empuña, sobre su magia. Al menos, la bruja lo asegura, Alteza. Tuvieron muy poco tiempo para examinar la espada, se disculpan, antes de que se convirtiera en piedra en los brazos de ese desgraciado catalista.

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