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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (8 page)

BOOK: El Triunfo
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Haciendo revolotear el pañuelo de seda naranja en el aire, el barbudo joven hizo aparecer un diván en la habitación y se tendió sobre él, con languidez, cuan largo era, haciendo caso omiso de la severa mirada de desaprobación del Cardinal, ya que nadie se sentaba en presencia del príncipe a menos que se le diera permiso para hacerlo.

Mirando a Mosiah, Garald dijo en voz más baja:

—Gracias, amigo mío. Te estoy profundamente agradecido por esta información. Ahora, si nos disculpas, me gustaría discutir este asunto en privado con el Cardinal.

—No, que se queden aquí, Alteza —pidió Radisovik inesperadamente, acercándose al príncipe—. Conocen esta historia como nosotros, Garald.
O más
—añadió en un murmullo.

El príncipe contempló a Radisovik, por un momento dubitativo, luego miró a Mosiah, quien, consciente del escrutinio y quizá de la murmuración final del Cardinal, se removió incómodo bajo aquel penetrante examen. Los ojos de Garald se dirigieron después al lánguido Simkin y frunció el ceño.

—Muy bien, Radisovik —repuso en voz baja—. ¡Lo que voy a decir no debe salir de esta habitación, caballeros!

Mosiah farfulló algo ininteligible, percibiendo ahora los invisibles ojos de los enlutados
Duuk-tsarith
clavados en él.

—Puedes confiar en mí por completo, Alteza —aseguró Simkin, agitando en el aire la seda naranja—. Que me muera si no es así, aunque no tan de repente como la duquesa de Malborough, que cayó desplomada allí mismo. Siempre se tomaba las cosas de una forma tan literal...

Garald lanzó una irritada ojeada a Simkin, quien inmediatamente cerró la boca.

—Mosiah, ¿viste la espada, la espada de Joram, en algún lugar sobre la arena, cerca de Saryon?

El interrogado meneó la cabeza.

—No.

—¿Lo veis? —interrumpió Garald, dirigiéndose a Radisovik.

—... Pero había tanta arena volando por todas partes, que podría haber quedado fácilmente enterrada, Alteza —continuó Mosiah.

—Sí —interpuso Simkin alegremente—. La pobre cabeza calva del catalista estaba sepultada hasta las cejas. Tuvimos que cavar. Fue una tarea inmunda. Me sentía como un ladrón de tumbas.

Mosiah dejó escapar un estrangulado sonido ahogado, cubriéndose el rostro con una mano.

—Lo siento de veras, Mosiah —dijo Garald con severidad—. Comparto tu dolor. Pero es el momento de pasar a la acción y de vengarse, no de llorar.

—¿Vengarse? —el joven levantó la cabeza, sobresaltado.

—Sí, muchacho —contestó Garald sombrío—. Tu amigo Saryon fue asesinado.

—Pero... ¿por qué? —jadeó Mosiah.

—¿No es evidente? —repuso Garald—. La Espada Arcana. Creo que podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que ésta se encuentra ahora en poder de nuestro enemigo. Lauryen por fin ha conseguido obtenerla. —El príncipe reanudó su paseo—. ¡Qué estúpido he sido! —murmuró para sí—. ¡Debería haber puesto vigilancia! Pero no pensé que hubiera ninguna posibilidad de que él...

Mosiah abrió la boca, luego la volvió a cerrar, recordando que estaba en presencia de su soberano. Con gran sorpresa por su parte, el Cardinal Radisovik llamó su atención y, con gesto imperioso, indicó al muchacho que no debía callarse.

—Pero ¿qué hay de la tormenta, Alteza? —preguntó Mosiah finalmente, tras un segundo gesto apremiante por parte de Radisovik—. ¡Es... es terrible! —exclamó con desesperación, incapaz de encontrar una palabra lo bastante apropiada para describir el terrible espectáculo que había presenciado—. ¡Estaba aterrorizado, Alteza! ¡Más aterrorizado de lo que he estado nunca, más incluso que cuando los
Duuk-tsarith
me capturaron en la Arboleda! Era un pánico que fluía de muy hondo —apretó una mano contra su corazón—, y me atravesó como si fuera hielo.

—Uno de los hechizos de Lauryen, sin duda.

—¡No, Alteza! —exclamó Mosiah e, inmediatamente, se ruborizó al advertir, por la mirada de reproche de Garald, que había contradicho a su soberano—. Lo siento, Alteza. Sé que la posibilidad de que el Emperador Lauryen haya obtenido la Espada Arcana es algo muy serio, pero no es nada comparado con lo que puede estar sucediendo realmente. Al principio no hice caso de Simkin, pero ahora... —se detuvo.

Simkin, tumbado sobre el diván, se entretenía en soplar el pañuelo naranja elevándolo en el aire y dejándolo caer luego sobre su rostro. Al ver la sonrisa de triunfo que había aparecido en los labios del joven barbudo, Mosiah palideció de vergüenza y enojo. Al bajar los ojos al suelo, se perdió el rápido intercambio de miradas que se cruzó entre Garald y Radisovik.

—¿Qué sabes tú de esto, Simkin? —preguntó Garald despacio.

—¡Oh! Bastantes cosas, en realidad —respondió el joven despreocupadamente, haciendo volar el pañuelo de seda por encima de su cabeza, y observándolo mientras descendía flotando, dando vueltas y vueltas en espiral, como una hoja seca—. Entre ellas, el interesante y poco conocido hecho de que nuestro querido y tristemente añorado Joram está destinado de volver de entre los muertos y a destruir el mundo.

6. El príncipe sapo

El príncipe Garald lanzó al Cardinal una mirada reprobadora.

—Tengo asuntos muy serios a los que atender —anunció con frialdad, girando sobre sus talones—. Puesto que Lauryen tiene la espada, nuestros planes para la guerra deben acelerarse antes de que aprenda...

—Alteza —interrumpió Radisovik—, sugiero que dediquéis un poco de vuestro tiempo a escuchar esto.

Aunque hablaba con voz calmada, el tono del Cardinal era firme y no admitía réplicas. Hombre de mediana edad, Radisovik había visto crecer a su príncipe, pasando de niño a hombre, le había enseñado sus lecciones, había supervisado sus años escolares y le había guiado por el sendero de la vida. Mosiah se percató, de repente y nítidamente, de que era aquel sacerdote, y no el amante padre, quien había actuado como factor principal en el modelado del carácter de Garald. Al igual que un druida alimenta con amor y cuidado a un árbol en crecimiento, Radisovik se había hecho cargo de un niño indudablemente malcriado y terco y, mediante el amor y el ejemplo, lo había convertido en un príncipe enérgico y disciplinado. Era la voz del profesor —del moldeador— la que se había escuchado ahora, y el alumno se volvía de mala gana, pero no obstante respetuoso y obediente, para atender.

—Muy bien, Simkin —concedió Garald con indiferencia—, cuenta tu historia. Es una pena que no haya niños presentes —añadió, pero lo hizo en voz muy baja, y si el Cardinal Radisovik lo oyó, fingió no haberlo hecho.

—Perdonadme, Alteza —intervino Radisovik, su voz de nuevo apacible—, pero me gustaría averiguar primero por qué Simkin o Mosiah nunca nos han alertado de esto antes. Tú debías de saber —siguió, volviéndose hacia Mosiah, que se ruborizó incómodo y bajó la mirada hasta sus botas—, que nos resultaba difícil aceptar la declaración oficial que llegó de Merilon.

—¿Qué declaración oficial fue ésa? —preguntó Simkin, lanzando el pañuelo de seda naranja hacia el cielo con un soplido.

Garald, con expresión torva, se inclinó hacia adelante, se apoderó del pedazo de seda y se lo metió dentro del fajín que llevaba alrededor de la cintura.

—Siéntate bien y compórtate —ordenó en un tono de voz tan áspero que incluso Simkin, aparentemente, percibió que había abusado un poco.

Cambiando el diván por una incómoda silla de respaldo recto, Simkin acabó arrojándola a un rincón de la habitación, y luego, vistiéndose con un infantil traje de marinero, apoyó enfurruñado la frente contra la pared y empezó a chuparse el dedo pulgar.

El príncipe Garald dio un paso hacia él, pero Radisovik se apresuró a intervenir.

—No hubiera habido ningún comunicado oficial —dijo el Cardinal— de no haber ocurrido aquellos insólitos acontecimientos, demasiado extraños para silenciarse. Vanya y Lauryen celebraron el juicio en secreto y establecieron que la Transformación tuviera lugar inmediatamente después de él. Es evidente que en su mente dominaba la idea de que el mundo no se enterase jamás de que había existido ese juicio. Sus planes hubieran salido bien, pero no podía negarse la muerte de la Emperatriz, como tampoco podía negarse el ataque de apoplejía casi fatal del Patriarca Vanya ni la desaparición del depuesto Emperador. Mucha gente había presenciado todos estos sucesos.

»El comunicado oficial salió, por lo tanto, del palacio de Merilon y declaraba que Joram había sido sentenciado a la Transformación porque estaba Muerto, que el catalista Saryon, a causa de un fanatismo equivocado, había decidido hacer un mártir de sí mismo y que Joram había aprovechado aquella oportunidad para intentar escapar. Al ver que estaba rodeado de
Duuk-tsarith
, Joram no pudo conseguir su propósito y se arrojó al Más Allá, para evitar enfrentarse a su justo castigo.

—Creo haber oído algo parecido —la voz de Simkin sonaba ahogada, debido a que tenía la cabeza en la esquina y seguía chupándose el dedo.

—¿No es así como sucedió?

Simkin negó con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo estaba allí —replicó, retirando el pulgar de la boca con un ruido seco—. La tercera palmera a la izquierda.

El príncipe Garald dejó escapar un suspiro de impaciencia, pero la mano alzada de Radisovik lo contuvo.

—Sigue.

—No estoy muy seguro de querer hacerlo —dudó Simkin, haciendo un puchero—. Después de todo, Garald no me creerá... Bueno, si insistís —añadió apresuradamente, al oír un inquietante gruñido a su espalda. Tiró su silla por el suelo y giró el cuerpo para mirar de frente a su audiencia—. Veréis, nuestro Joram era un príncipe disfrazado de sapo —al ver aparecer una expresión de perplejidad en el rostro del Cardinal aclaró—: el hijo de la Emperatriz. Las noticias sobre la muerte del niño eran una exageración.

—¡Claro! —masculló Garald, sobresaltado—. Sabía que Joram me recordaba a alguien. Aquel pelo, los ojos... ¡eran los de su madre!

Simkin empezaba a animarse.

—Robado de su cuna real por trabajadores emigrantes, el renacuajo desapareció en una pequeña comunidad agrícola del medio oeste, y se lo educó para ser un saludable sapo joven, aunque amistades poco recomendables lo apartaron del camino recto —Simkin lanzó una mirada de reproche en dirección a Mosiah—, y recorrió el oscuro sendero que conduce a la muerte y a la metalurgia.

«Espada en mano, sin saber que llevaba sangre real, nuestro sapo viajó hasta Merilon, donde lo salvó el amor de una joven mujer, lo traicionó el afecto de un desgraciado catalista y acabó entre las regordetas manos del Patriarca Vanya. Cuando su Rechoncha Señoría le plantó un sonoro beso en la cabeza, nuestro verrugoso joven se transformó en un peligroso príncipe y fue, por lo tanto, sentenciado a vivir como una escultura...


Esa
parte no tiene sentido —lo interrumpió Garald volviéndose hacia Radisovik.

«¿Y lo tiene el resto?», se preguntó en silencio Mosiah, su mirada fija en Simkin.

—¡No he terminado! —exclamó Simkin en voz alta, pero Garald no lo escuchaba.

—Si Joram
era
el auténtico príncipe de Merilon, hubiera resultado más seguro para Lauryen haberlo hecho matar. ¿Por qué la Transformación?

—Ah, ¿lo ves? —replicó Simkin, exasperado—, si hubieras tenido paciencia te lo habría aclarado. Todo está relacionado con la Profecía...

Al oír esta palabra, las encapuchadas cabezas de los dos
Duuk-tsarith
se volvieron silenciosamente la una hacia la otra, sus invisibles ojos se encontraron, y tuvo lugar entre ellos una conversación en la que no hacía falta que mediaran las palabras.

—Si sólo pudiera recordar... —Simkin frunció el ceño. Aparentemente ensimismado, intentaba encontrar una solución golpeando su cabeza contra la pared—. Esto es un lío completo. ¡Ah, ya lo tengo! Ésta es la Profecía: «Un niño de la realeza nacerá y luego morirá, y vivirá y morirá, y luego vivirá y morirá, y luego vivirá y morirá, y seguirá haciéndolo interminablemente hasta que todo el mundo esté harto de esta sucesión, momento en el que lo estrangularán y lo arrojarán a un pozo».

Girándose sobre sus talones, el príncipe se dirigió a la puerta.

—Quitad el sello —exigió.

—Si me disculpáis, Alteza —uno de los
Duuk-tsarith
se adelantó—, creo que podría ayudar en esta cuestión.

El príncipe se volvió a mirar al Señor de la Guerra con asombro. Los silenciosos y vigilantes guardianes de la ley en Thimhallan apenas si hablaban para nada y cuando lo hacían, en general, era únicamente como respuesta a alguna pregunta. Garald no había conocido jamás a ninguno que ofreciera información.

—¿Sabéis algo de esto vosotros, brujos? —inquirió el príncipe—. ¡Os interrogué en una ocasión después del incidente y afirmasteis no conocer nada respecto a él!

—En aquel tiempo, todo lo que sabíamos sobre Joram no añadía nada a la información que ya poseíais, la que apareció en el comunicado oficial —replicó el
Duuk-tsarith
sin inmutarse ni mostrarse afectado por la cólera de Garald—. Estáis al tanto, Alteza, de que nuestra Orden nos exige estrictos juramentos de lealtad y fidelidad para con aquellos a los que servimos. Los miembros de nuestra Orden que asistieron a la ejecución sirven al Patriarca Vanya y al Emperador Lauryen. De la misma forma que nosotros no podíamos revelar los secretos de Su Majestad y de vos, ellos no podían traicionar la confianza de sus señores.

—Desde luego —se disculpó Garald, ruborizándose y sabiendo que se merecía la reprimenda—. Perdonadme.

—Pero sí que conocemos algunos aspectos de esta Profecía de la que ha hablado el muchacho.

—¿Ese cuento infantil? Vivir y morir, vivir y morir...

—No, Alteza. La Profecía no se trata, me temo, de ningún cuento infantil. Fue hecha en los oscuros días que siguieron a las Guerras de Hierro por el Patriarca de Thimhallan y su verdadero contenido es:
«Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo...»

—Me acerqué bastante —repuso Simkin, sorbiendo por la nariz.

—¡Que Almin nos proteja! —suplicó Radisovik, elevando los brazos en el aire.

—¡Ojalá sea así! —observó Garald con fervor—. ¿Cómo es que tú lo sabías? —Se volvió hacia Simkin.

—¡Cielos, yo estaba allí! —respondió indolente.

—¿Dónde?

—Allí, con los catalistas. Fue hace varios cientos de años. Estábamos reunidos alrededor del Pozo de la Vida, esperando a Almin, quien —ahora que lo mencionáis— viste de una forma lamentable. Se considera por encima de su atuendo, sin duda, pero eso no excusa...

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