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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (3 page)

BOOK: El Triunfo
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Arrojó la Espada Arcana sobre la arena y se cubrió los ojos con las manos, luchando por reprimir aquel llanto mezcla de pena y de rabia. Lanzó un profundo y estremecido suspiro.

—Lo pagarán —juró con voz ronca—. Por Almin, que van a...

Una mano le tocó el brazo. Una voz profunda y ronca le habló vacilante.

—¿Hijo mío? ¿Joram?

El hombre levantó la cabeza y sus ojos se abrieron de par en par.

Saryon estaba de pie entre los restos de aquel cuerpo de piedra.

Extendiendo una mano temblorosa, Joram la cerró con fuerza alrededor del brazo del catalista y sintió el cálido contacto de un cuerpo vivo bajo sus dedos.

—¡Padre! —sollozó con voz entrecortada, y Saryon lo envolvió en un fuerte abrazo.

2. Y en su mano...

Los dos hombres se abrazaron con fuerza; luego se separaron. Cada uno contempló al otro con atención. Los ojos de Joram se dirigieron hacia las manos del catalista, pero Saryon cruzó una sobre la otra con rapidez, manteniéndolas ocultas en el interior de las mangas de su túnica.

—¿Qué ha sido de ti, hijo mío? —El catalista estudió el severo rostro que le era tan familiar y que, sin embargo, le resultaba enormemente diferente—. ¿Dónde has estado? —Su desconcertada mirada se clavó en las líneas que se marcaban profundamente cerca de la firme boca, en los finos surcos que rodeaban los ojos—. Al parecer, he perdido la noción del tiempo. Hubiera jurado que tan sólo había transcurrido un año, que sólo una vez había helado el invierno mi sangre y sólo una vez me había golpeado el sol en la cabeza. ¡No obstante, en ti observo las huellas del paso de
muchos
años!

Los labios de Joram se entreabrieron para decir algo, pero un quejido lo interrumpió. Se dio la vuelta y vio cómo la mujer se dejaba caer sobre la arena, defraudada y desconsolada.

—¿Quién es? —preguntó Saryon, siguiendo a Joram, que andaba en dirección a la mujer.

Joram lanzó una rápida mirada a su amigo.

—¿Recordáis lo que me dijisteis, Padre? —inquirió con aspereza—. Sobre lo que aportaba el novio. «Todo lo que yo podría darle —dijisteis—, sería sufrimiento.»

—Almin bendito —suspiró Saryon con tristeza, al reconocer ahora la dorada cabellera de la mujer que estaba sentada, llorando, sobre la arena.

Joram se acercó a ella y se inclinó, posando sus manos sobre los hombros de ella. A pesar de su feroz expresión, su tacto era suave y cariñoso y la mujer dejó que él la alzara, luego levantó la cabeza y miró al catalista directamente a la cara, pero sus ojos desmesuradamente abiertos y excesivamente brillantes no demostraron reconocerlo.

—¡Gwendolyn! —murmuró Saryon.

—Ahora es mi esposa —dijo Joram.

—Están aquí —divagó Gwen con voz triste, pareciendo no prestar atención a Joram—. Me rodean por todas partes, pero no quieren hablar conmigo.

—¿De quiénes está hablando? —preguntó Saryon. La playa estaba vacía, con la excepción de ellos y, a lo lejos, la figura de otro Vigilante de piedra—. ¿Quiénes nos rodean por todas partes?

—Los muertos —respondió Joram, apretando a la mujer contra su pecho y acariciándola mientras ella apoyaba su dorada cabeza sobre su robusto pecho.

—¿Los muertos?

—Mi esposa ya no se comunica con los vivos —explicó Joram, su voz totalmente inexpresiva, como si ya hiciera tiempo que se hubiera acostumbrado a aquel dolor—. Habla únicamente con los muertos. Si yo no estuviera aquí para cuidarla y vigilarla —añadió en voz baja, acariciando la dorada cabellera con su mano—, creo que se iría con ellos. Soy su único vínculo con la vida. Me sigue, parece reconocerme y, sin embargo, se niega a comunicarse conmigo o a llamarme por mi nombre. No me ha dirigido la palabra, con una sola excepción, durante estos últimos diez años.

—¡Diez años! —Los ojos de Saryon se abrieron desorbitadamente, luego se entrecerraron mientras estudiaba con atención a Joram—. Sí, claro, debiera de haberlo adivinado. De modo que, dondequiera que hayas estado, un año de los nuestros ha significado diez años para ti.

—No sabía que fuera a suceder eso —repuso Joram; sus espesas cejas negras se juntaron en una gruesa línea—. Sin embargo podría haberlo sabido, si me hubiera detenido a considerarlo. —Luego añadió, tras meditarlo un instante—: El tiempo va más despacio aquí, en el centro, y se acelera progresivamente a medida que se extiende hacia afuera.

—No comprendo —dijo Saryon.

—No —Joram sacudió la cabeza—; y tampoco lo harán muchos otros... —Su voz se apagó mientras oteaba a lo lejos, en dirección a Thimhallan.

El sol había desaparecido, dejando tras él tan sólo una pálida luz que se desvanecía rápidamente en el cielo. Las sombras empezaron a cubrir la playa, ocultando a los que allí se hallaban de los ojos de los Vigilantes, cuyos gritos desesperados, de todas formas, nadie oía.

Ninguno dijo nada. Mirando fijamente a lo lejos, como si intentara ver más allá de la playa, más allá de las llanuras, de los bosques y de las laderas de las montañas, parecía como si Joram estuviera rumiando alguna decisión.

Saryon se mantuvo callado, por temor a molestarlo. Aunque en su mente se agolpaban miles de preguntas, una sola relucía con el brillante resplandor de una ardiente forja y sabía que esta pregunta arrojaría luz sobre las demás. No obstante, era precisamente la que Saryon no se atrevía a formular, pues temía la respuesta.

Aguardó en silencio, sus ojos fijos en Gwendolyn, que contemplaba la oscuridad que iba envolviéndolos desde la seguridad que le prestaba el fuerte brazo de su esposo, con rostro triste y melancólico.

Por fin, Joram sacudió la cabeza, los negros cabellos cayendo por su rostro, y sus pensamientos regresaron de cualquiera que fuese el mundo por el que habían estado vagando hasta la playa donde ellos se encontraban.

Dándose cuenta de que Gwendolyn tiritaba a causa del frío aire de la noche, Joram la envolvió mejor con la húmeda capa que la cubría.

—Otra cosa que debiera haber sabido, si hubiera pensado en ello —dijo, dirigiéndose a Saryon—, era que la Espada Arcana rompería el hechizo que os mantenía prisionero. No obstante, no lo adiviné. Mi única intención era daros la paz...

—Lo sé, hijo mío. Y me alegré de tus intenciones. No puedes imaginar el horror... —Saryon cerró los ojos.

—¡No, no puedo! —exclamó Joram, con la voz ardiendo de cólera. Al ver la torva expresión de su rostro sombrío en la creciente oscuridad, Gwen se apartó temerosa, y él, percibiendo su miedo, hizo un evidente esfuerzo por controlarse—. Doy gracias de que estéis aquí conmigo, Saryon —añadió, en tono frío y mesurado—. Os quedaréis a mi lado, ¿verdad?

—Desde luego —repuso éste con voz firme. Su destino se encontraba ligado al de Joram; no importaba lo que él quisiera hacer.

Joram sonrió de repente, sus ojos castaños se animaron, sus hombros se relajaron como si hubiera apartado un peso que los oprimiera.

—Gracias, Padre —dijo. Bajando la mirada hacia Gwen, la rodeó con su brazo y ella, vacilante, se acurrucó junto a él—. Os pido este favor, entonces, viejo amigo. Atended a mi esposa. Tomadla bajo vuestro cuidado. Hay muchas cosas que debo realizar y es posible que no pueda estar siempre cerca de ella. ¿Haréis esto por mí, Saryon?

—Sí, hijo mío —respondió Saryon, aunque interiormente se preguntaba temeroso:
¿Qué debes hacer?

—¿Te quedarás con este sacerdote, querida mía? —le preguntó Joram a su esposa con suavidad—. Lo conociste hace mucho tiempo.

Los azules ojos de Gwendolyn se dirigieron hacia Saryon, velados por una expresión de perplejidad.

—¿Por qué no quieren hablar conmigo? —preguntó.

—Mi señora —replicó el catalista, indeciso, sin saber exactamente cómo contestar—, los muertos de Thimhallan no están acostumbrados a hablar con los vivos. Nadie ha sido capaz de oírlos durante muchos cientos de años. A lo mejor han perdido la voz. Tened paciencia.

Dirigió a la mujer una sonrisa tranquilizadora, pero ésta resultó una mueca triste; no podía evitar pensar en la alegre y risueña muchacha de dieciséis años que había tenido ante él a las puertas de Merilon, con un ramo de flores entre las manos. Al contemplar aquellos ojos azules, recordó cómo el amanecer del primer amor los había vuelto radiantes. Ahora, no obstante, la única luz que brillaba en aquellas pupilas era el espantoso fulgor de la locura. Saryon se estremeció, preguntándose qué circunstancias horribles la habían obligado a retirarse del mundo de los vivos y refugiarse en el sombrío reino de los muertos.

—Creo que están asustados de algo —dijo la mujer, y el catalista se dio cuenta de que no le estaba hablando a él ni a su esposo, sino que lo hacía al vacío—, y desean desesperadamente decírselo a alguien, avisarle. Quieren hablar, pero no recuerdan cómo.

Saryon miró a Joram, algo sorprendido por la seriedad de sus palabras.

—¿Realmente...?

—¿Los ve? ¿Habla con ellos? ¿O es que está loca? —Joram se encogió de hombros—. Alguien con experiencia en estas cuestiones me dijo —se detuvo, las oscuras cejas volvieron a fruncirse— que podría ser una Nigromante, una de las antiguas magas que tenían el poder de comunicarse con los muertos. Si esto es verdad, resulta apropiado —los labios de Joram se torcieron en una amarga media sonrisa—, ya que se casó con un hombre Muerto.

—Joram —dijo Saryon, capaz por fin de expresar con palabras la terrible pregunta que ardía en su mente—, ¿por qué has vuelto? Has regresado para... para... —La voz se le quebró, advirtiendo por la expresión de los ojos castaños de Joram que ya esperaba aquella pregunta.

Pero el aludido no respondió. Inclinándose, levantó la Espada Arcana de la arena y la deslizó con cuidado en el interior de la funda de piel. Sus manos se detuvieron un momento sobre la suave piel, acariciándola, pensando sin duda en el hombre que se la había regalado.

—Alteza —le pareció a Saryon oír murmurar a Joram, mientras sacudía la cabeza.

—¿Joram? —insistió el catalista.

Aquél siguió sin responder la pregunta no acabada de formular que resonaba en torno a ellos como los silenciosos gritos de los Vigilantes. Quitándose la túnica y la capa húmeda, sujetó la vaina de piel alrededor de su pecho desnudo, colocando la espada a su espalda, donde quedaría escondida debajo de sus ropas. Cuando ésta quedó bien puesta, sin que lo molestara —la magia de la funda redujo el tamaño de la espada—, Joram volvió a ponerse sus blancas vestiduras, las sujetó fuertemente mediante un cinturón, y se echó la capa sobre los hombros.

—¿Cómo os encontráis, Padre? —preguntó bruscamente—. ¿Estáis lo suficientemente fuerte como para viajar? Tenemos que encontrar dónde cobijarnos y encender un fuego; Gwendolyn está totalmente helada.

—Yo estoy bien —respondió Saryon—, pero...

—Estupendo. Pongámonos en marcha. —Joram dio un paso hacia adelante, luego se detuvo al sentir la mano de Saryon sobre su brazo, aunque no se dio la vuelta, y el catalista se vio obligado a acercarse para verle el rostro que mantenía vuelto hacia el otro lado.

—¿Por qué has regresado, Joram? ¿Para cumplir la Profecía? ¿Para destruir el mundo?

Joram no miraba al catalista. Sus ojos estaban fijos en las montañas que tenía ante él.

Se había hecho de noche. Las primeras estrellas nocturnas centelleaban en el cielo y los aserrados picos se destacaban contra ellas como oscuras moles. Joram permaneció en silencio durante tanto tiempo que la luna se alzó por detrás del extremo del mundo, su único, indiferente y pálido ojo contemplando a las tres figuras que permanecían de pie en las orillas del Más Allá.

A la vista de la luna, Saryon vio cómo una retorcida semisonrisa oscurecía los labios de Joram.

—Han pasado diez años para mí, amigo, Padre, ¿puedo llamaros así?

El catalista asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Tendiendo las manos, Joram tomó las de Saryon entre las suyas, aunque hubo un amago de que éste se lo habría impedido de haber podido, pero Joram las sujetó con fuerza. Bajando los ojos hacia las manos que apretaba entre las suyas, continuó:

—Durante diez años he vivido en otro mundo. He vivido otra vida. Nunca olvidé este mundo, pero cuando lo recordaba, me parecía verlo como a través de una neblina. Recordaba su belleza, sus maravillas y regresé para... para... —Se detuvo bruscamente.

—¿Para qué? —lo apremió Saryon, mientras intentaba discretamente retirar sus manos.

—No importa —respondió Joram—. Algún día os lo diré, pero no ahora.

Sus ojos estaban fijos en las manos de Saryon.

—¿Qué dice la Profecía, Padre? —preguntó con suavidad—. ¿Dice algo así como: «Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo»?

Bruscamente, de improviso, Joram echó hacia atrás las mangas de Saryon. Enrojeciendo, éste intentó cubrir sus manos, pero era demasiado tarde; la luz de la luna iluminó las largas y blancas cicatrices de sus muñecas y de sus palmas, los dedos quebrados que habían curado retorcidos y deformados. Joram apretó los labios con expresión torva.

—Nada ha cambiado. Nada cambiará. —Soltando las manos del sacerdote, Joram se alejó caminando por la arena, dirigiéndose hacia el interior, hacia las montañas.

Saryon permaneció junto a Gwendolyn, quien le pedía a la noche que hablara con ella.

—La destrucción no está en mi mano —dijo Joram con amargura. La oscuridad se cerró a su alrededor, el viento que empezaba a soplar borraba el rastro de sus pisadas sobre la arena—. ¡No está en mi mano, sino en la de ellos!

Volviéndose a medias, miró hacia atrás.

—¿Venís? —preguntó impaciente.

3. El aniversario

—¿Cardinal Radisovik?

El Cardinal levantó la cabeza del libro que estaba leyendo y se volvió para averiguar quién lo llamaba. Parpadeando bajo la brillante luz de primeras horas de la mañana, que se filtraba a través del complejo diseño de la ventana de cristal, vio tan sólo una oscura figura destacándose en el umbral de su estudio.

—Soy Mosiah, Divinidad —repuso el joven, al darse cuenta de que el catalista no lo reconocía—. Espero no molestaros. Si es así, puedo volver en otro...

—No, en absoluto, hijo mío. —El Cardinal cerró su libro, haciéndole una seña con la mano para que se acercara—. Por favor, entra. No te he visto por el palacio últimamente.

—Gracias, Divinidad. Ahora vivo con los Hechiceros —replicó Mosiah, entrando en la habitación—. Lo más cómodo era que me instalara con ellos, ya que mi trabajo me mantiene en la forja la mayor parte del tiempo.

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