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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

La química secreta de los encuentros (2 page)

BOOK: La química secreta de los encuentros
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Alice tenía un don peculiar. Sus aptitudes olfativas, muy superiores a lo normal, le permitían distinguir el más mínimo aroma y conservarlo en la memoria para siempre. Pasaba los días inclinada sobre la larga mesa de su taller, esmerándose en combinar moléculas para conseguir la armonía que tal vez se convirtiese algún día en un perfume. Alice era «nariz». Trabajaba sola, y cada mes visitaba a los perfumistas de Londres para proponerles sus fórmulas. La primavera anterior había logrado convencer a uno de ellos para comercializar una de sus creaciones. Su «agua de gavanza» había cautivado a un perfumista de Kensington y había obtenido cierto éxito entre su distinguida clientela, lo que le procuraba una pequeña suma mensual que le permitía vivir un poco mejor que en años precedentes.

Se instaló en su mesa de trabajo y volvió a encender la lámpara que había encima. Cogió tres tiras de papel secante, las metió en otros tantos frascos y, hasta muy entrada la noche, estuvo pasando a limpio las notas que iba tomando.

• • •

La alarma del despertador sacó a Alice de su sueño; le lanzó la almohada para hacerlo callar. Un sol velado por la bruma matutina iluminó su rostro.

—¡Maldito lucernario! —refunfuñó.

Luego, al recordar la cita en el andén de la estación, dejó de remolonear.

Se levantó de un salto, cogió al azar algunas prendas de su armario y se precipitó hacia la ducha.

Al salir de casa, Alice le echó una ojeada a su reloj; en autobús nunca llegaría a tiempo a Victoria Station. Silbó a un taxi y, en cuanto estuvo a bordo, le suplicó al taxista que fuese por el camino más rápido.

Cuando llegó a la estación, cinco minutos antes de la salida del tren, una larga cola de viajeros se extendía ante las ventanillas. Alice miró hacia el andén y se dirigió allí a la carrera.

Anton la esperaba ante el primer vagón.

—Por Dios, ¿dónde estabas? ¡Date prisa, monta! —le dijo, ayudándola a subir al estribo.

Se acomodó en el compartimento donde la esperaba su pandilla de amigos.

—Según vosotros, ¿qué probabilidades tenemos de que nos pidan el billete? —preguntó al sentarse, sin aliento.

—Ya te daría yo mi billete si hubiese comprado uno —respondió Eddy.

—Yo diría que la mitad de las probabilidades —dijo Carol.

—¿Un sábado por la mañana? Yo me inclinaría por un tercio… Ya lo veremos al llegar —concluyó Sam.

Alice apoyó la cabeza contra el cristal y cerró los ojos. Había una hora de trayecto entre la capital y la estación costera. Durmió durante todo el viaje.

En la estación de Brighton, un revisor hacía acopio de los billetes de los viajeros a la salida del andén. Alice se paró ante él y fingió buscar en sus bolsillos. Eddy la imitó. Anton sonrió y les dio a ambos sendos tickets.

—Los tenía yo —le dijo al revisor.

Cogió a Alice de la cintura y se la llevó al vestíbulo.

—No me preguntes cómo sabía que llegarías tarde. ¡Siempre llegas tarde! Y, en cuanto a Eddy, lo conoces tan bien como yo; lo de colarse lo lleva en la sangre, y no quería que este día se echase a perder antes de comenzar siquiera.

Alice sacó dos chelines de su bolsillo y se los tendió a Anton, pero él volvió a cerrar la mano de su amiga sobre las monedas.

—Vámonos ya —dijo—. El día pasa muy rápido, no quiero perderme nada.

Alice lo miró alejarse: Anton iba dando saltos. Ella tuvo una visión fugaz del adolescente al que había conocido tiempo atrás, y eso la hizo sonreír.

—¿Vienes? —dijo, volviéndose.

Bajaron por Queen’s Road y West Street hacia el paseo que había a orillas del mar. Había ya mucha gente allí. Dos grandes escolleras avanzaban hacia las olas. Los edificios de madera que sobresalían de ellas las hacían parecer grandes buques.

Las atracciones de la feria se encontraban en el Palace Pier. La pandilla de amigos llegó al pie de un reloj que indicaba la entrada. Anton compró el ticket de Eddy y, con un gesto, le indicó a Alice que ya se había encargado del suyo.

—No vas a invitarme todo el día —le susurró al oído.

—¿Y por qué no, si me apetece?

—Porque no hay ninguna razón para que…

—¿Que me apetezca no es una buena razón?

—¿Qué hora es? —preguntó Eddy—. Tengo hambre.

A pocos metros de allí, delante del gran edificio que albergaba el invernadero, se encontraba un puesto de
fish and chips
. El olor a frito y a vinagre llegaba hasta ellos. Eddy se frotó la tripa y arrastró a Sam hacia la caseta. Alice puso una mueca de asco al unirse al grupo. Cada uno hizo su pedido. Alice pagó al vendedor y sonrió a Eddy al ofrecerle una bandeja pequeña de pescado frito.

Comieron acodados en la barandilla. Anton, silencioso, miraba cómo se colaban las olas entre los pilares de la escollera. Eddy y Sam arreglaban el mundo. El pasatiempo favorito de Eddy era criticar al gobierno. Acusaba al primer ministro de no hacer nada o de no hacer lo suficiente por los más necesitados, de no haber sabido poner en marcha grandes obras para acelerar la reconstrucción de la ciudad. Después de todo, hubiese bastado con contratar a todos los que no tenían curro y no tenían qué comer. Sam le hablaba de economía, argumentaba la dificultad de encontrar mano de obra cualificada, y, cuando Eddy bostezaba, lo tachaba de vago y de anarquista, lo cual disgustaba menos a éste que a su propio amigo. Habían estado en el mismo regimiento durante la guerra y la amistad que los unía era incondicional, fueran cuales fuesen sus discrepancias.

Alice se mantenía un poco al margen del grupo para evitar el olor a frito, demasiado intenso para su gusto. Carol se unió a ella, y ambas se quedaron un momento sin decir nada, con la mirada puesta en alta mar.

—Deberías tener cuidado con Anton —murmuró Carol.

—¿Por qué? ¿Está enfermo? —preguntó Alice.

—¡De amor por ti! No hace falta ser enfermera para darse cuenta. Pásate un día por el hospital, haré que te examinen la vista; has tenido que volverte muy miope para no darte cuenta.

—Eso es una tontería, nos conocemos desde la adolescencia, no hay nada entre nosotros más que una larga amistad.

—Sólo te pido que tengas cuidado con él —la interrumpió Carol—. Si sientes algo por él, es inútil andarse con rodeos. Todos estaríamos muy contentos de saber que estáis juntos, os lo merecéis. En caso contrario, no seas tan poco clara con él, lo haces sufrir para nada.

Alice se cambió de sitio para darle la espalda al grupo y ponerse frente a Carol.

—¿En qué soy poco clara?

—Al fingir que ignoras que me he encaprichado con él, por ejemplo —respondió Carol.

Dos gaviotas se deleitaron con los restos de pescado y patatas que Carol había lanzado al mar. Tiró su bandeja en una papelera y fue a reunirse con los chicos.

—¿Te quedas vigilando el reflujo de la marea o vienes con nosotros? —le preguntó Sam a Alice—. Vamos a dar una vuelta por la feria, he visto una máquina en la que se puede ganar un puro de un mazazo —añadió remangándose la camisa.

Alimentaron el aparato a razón de un cuarto de penique por intento. El resorte, en el que había que golpear lo más fuerte posible, lanzaba por los aires una bola de fundición; si ésta hacía tintinear la campana situada a siete pies de altura, te llevabas un puro a la boca. Aunque estaba lejos de ser un habano, a Sam le parecía que era de una tremenda elegancia. Lo intentó ocho veces y se dejó dos peniques, probablemente el doble de lo que habría desembolsado por comprar un puro igual de malo al vendedor de tabaco, que estaba a pocos pasos de allí.

—Préstame una moneda y déjame —dijo Eddy.

Sam le tendió un cuarto de penique y se echó atrás.

Eddy levantó la maza como si se tratase de un simple martillo y, sin mayor esfuerzo, lo dejó caer de nuevo sobre el resorte. La bola de fundición saltó e hizo tintinear la campana. El feriante le entregó su premio.

—Éste es para mí —explicó Eddy—; dame otra moneda, voy a intentar ganar uno para ti.

Un minuto más tarde, los dos compinches encendieron sus puros. Eddy estaba encantado, Sam hacía cuentas en voz baja. A ese precio, habría podido permitirse un paquete de cigarrillos. Veinte Embassy frente a un triste puro le dio que pensar.

Los chicos vieron los coches de choque, intercambiaron una mirada y se encontraron casi de inmediato sentados en ellos. Los tres daban volantazos y aplastaban el pedal del acelerador para golpear a los demás lo más fuerte posible ante las miradas consternadas de las chicas. Cuando se les acabó el turno, tomaron por asalto la caseta de tiro al blanco. Anton era el más hábil con diferencia. Por haber puesto cinco perdigones en la diana, se llevó una tetera de porcelana, que le regaló a Alice.

Carol, al margen del grupo, observaba el carrusel, donde los caballitos daban vueltas bajo las guirnaldas de luces. Anton se acercó a ella y la cogió del brazo.

—Lo sé, es una chiquillada —suspiró Carol—, pero si te dijera que nunca he dado…

—¿No te montaste nunca en un tiovivo cuando eras pequeña? —preguntó Anton.

—Crecí en el campo, en mi pueblo no paraba ninguna feria. Y, cuando vine a Londres a estudiar enfermería, se me había pasado la edad, y luego vino la guerra y…

—Y ahora te gustaría darte una vuelta… Entonces, sígueme —dijo Anton arrastrándola hacia la caseta donde se compraban los billetes—, te regalo tu bautizo de caballitos. Toma, móntate en ése —dijo señalando una montura de crines doradas—, los demás me parecen más inquietos y, la primera vez, más vale ser prudente.

—¿No vienes conmigo? —le preguntó Carol.

—Ah, no, eso no es para mí, me mareo sólo con mirarlos. Pero te prometo que haré un esfuerzo y no te quitaré ojo de encima.

Sonó un timbre, Anton bajó del estrado. El carrusel cogió velocidad.

Sam, Alice y Eddy se acercaron para observar a Carol, la única adulta en medio de una retahíla de niños que se burlaban de ella y la señalaban con el dedo. En la segunda vuelta, corrían lágrimas por sus mejillas, y se las secaba como podía con el dorso de la mano.

—¡Muy agudo! —le dijo Alice a Anton, dándole un golpe en el hombro.

—Creía que hacía bien, no entiendo lo que le ocurre, es lo que quería…

—Quería dar un paseo a caballo contigo, idiota, y no ponerse en ridículo en público.

—¡Que Anton está diciendo que tenía buena intención! —replicó Sam.

—A poco caballeros que fuerais, iríais a buscarla en lugar de quedaros ahí plantados.

En el tiempo en que se miraban el uno al otro, Eddy ya se había subido al carrusel y remontaba la fila de los caballitos, repartiendo por aquí y por allí una torta a los chavales que se reían con demasiada insolencia para su gusto. El tiovivo proseguía con sus giros infernales, y Eddy llegó por fin a la altura de Carol.

—Necesita un palafrenero, ¿no es así, señorita? —dijo, poniendo la mano sobre las crines del caballito.

—Te lo ruego, Eddy, ayúdame a bajar.

Pero Eddy se acomodó a horcajadas en la grupa del caballito y estrechó a la jinete entre sus brazos. Le susurró al oído:

—¡Que te crees tú que vamos a dejar a esos mocosos librarse así como así! Vamos a divertirnos tanto que van a morirse de envidia. No te subestimes, amiga, acuérdate de que, mientras yo soplaba en los bares, tú llevabas camillas bajo las bombas. La próxima vez que pasemos delante de los idiotas de nuestros amigos, quiero oír cómo te ríes a carcajadas, ¿me has entendido?

—¿Y cómo quieres que lo consiga, Eddy? —preguntó Carol entre hipidos.

—Si crees que estás ridícula en este jamelgo entre estos críos, piensa que yo estoy detrás de ti con mi puro y mi gorra.

Así que, en la siguiente vuelta, Eddy y Carol reían a mandíbula batiente.

El tiovivo se ralentizó y se detuvo.

Para hacerse perdonar, Anton invitó a una ronda de cerveza en el puesto de bebidas, un poco más lejos. Los altavoces chirriaron y, de repente, un foxtrot endiablado se adueñó de la crujía. Alice miró el cartel pegado en un poste: Harry Groombridge y su orquesta acompañaban una comedia musical en el antiguo gran teatro de la escollera, transformado en café después de la guerra.

—¿Vamos? —propuso Alice.

—¿Qué nos lo impide? —inquirió Eddy.

—Perderíamos el último tren y, en esta época, no me veo durmiendo en la playa —respondió Sam.

—No estés tan seguro —replicó Carol—. Cuando termine el espectáculo, tendremos una media hora larga para llegar a pie a la estación. Es verdad que empieza a hacer muchísimo frío, no estaría en contra de entrar un poco en calor bailando. Y, además, justo antes de Navidad sería un recuerdo precioso, ¿no creéis?

Los chicos no tenían una propuesta mejor. Sam hizo un cálculo rápido: la entrada costaba dos peniques; si daban media vuelta y se marchaban, sus amigos probablemente querrían ir a cenar a un bar, así que era más económico optar por el espectáculo.

La sala estaba abarrotada, los espectadores se apretujaban delante del escenario, casi todos bailaban. Anton arrastró a Alice y lanzó a Eddy a los brazos de Carol; Sam se burló de las dos parejas y se alejó de la pista.

Como había presentido Anton, el día había pasado demasiado de prisa. Cuando la compañía fue a saludar al auditorio, Carol les hizo una señal a sus amigos: era el momento de volver por donde habían venido. Se dirigieron hacia la salida.

Los farolillos bamboleados por la brisa le daban a la inmensa escollera, en esa noche de invierno, el aspecto de un extraño paquebote que iluminaba con sus luces un mar por el que nunca navegaría.

Cuando la pandilla de amigos avanzaba hacia la salida, una adivina le dedicó una gran sonrisa a Alice desde su quiosco.

—¿Nunca has fantaseado con saber lo que te depara el porvenir? —le preguntó Anton.

—No, nunca. No creo que el futuro esté escrito —respondió Alice.

—Al empezar la guerra, una vidente le dijo a mi hermano que sobreviviría, siempre y cuando se mudase de casa —dijo Carol—. Había olvidado hacía mucho esa profecía cuando se incorporó a su unidad; dos semanas más tarde, el edificio en el que vivía se desplomó bajo las bombas alemanas. No se libró ninguno de sus vecinos.

—¡Menuda vidente! —respondió secamente Alice.

—Nadie sabía entonces que Londres soportaría el Blitz
[1]
—replicó Carol.

—¿Quieres ir a consultar al oráculo? —preguntó Anton en tono burlón.

—No seas idiota, tenemos un tren que coger.

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