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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

La química secreta de los encuentros (6 page)

BOOK: La química secreta de los encuentros
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—Sujéteme el volante —le dijo a Alice—. ¿Sabe conducir?

—Tampoco —respondió inclinándose para agarrar el volante mientras Daldry deslizaba dos cigarrillos entre sus labios.

—Intente mantener las ruedas paralelas a la carretera.

Encendió su mechero, corrigió con su mano libre la trayectoria del Austin, que se desviaba hacia el arcén, y le tendió un cigarrillo a Alice.

—Así que nos hemos quedado con un palmo de narices —dijo—, y parece todavía más preocupada que ayer.

—Creo que les concedo demasiada importancia a las palabras de esa vidente. El cansancio, sin duda. No he dormido lo suficiente estos últimos tiempos, estoy agotada. Esa mujer está más loca de lo que me habría imaginado.

Alice tosió con la primera calada que dio. Daldry se lo quitó de los dedos y lo tiró fuera.

—Entonces, descanse. La despertaré cuando lleguemos.

Alice apoyó la cabeza contra la ventanilla, sintió cómo se le caían los párpados.

Daldry la miró dormir un instante, luego se concentró en la carretera.

• • •

El Austin paró al borde de la acera; Daldry apagó el motor y se preguntó cómo despertaría a Alice. Si le hablaba, se sobresaltaría; poner una mano en su hombro sería una inconveniencia; una tos podría funcionar, pero si había ignorado los chirridos de los amortiguadores durante el trayecto, habría que toser fortísimo para despertarla.

—Vamos a morir de frío si pasamos la noche aquí —susurró ella al abrir un ojo.

En ese momento, fue Daldry el que se sobresaltó.

Al llegar a su planta, Daldry y Alice se quedaron un rato sin saber ni uno ni otro lo que convenía decir. Alice se anticipó.

—Al final no son más que las once.

—Tiene razón —respondió Daldry—, las once apenas.

—¿Qué ha comprado esta mañana en el mercado? —le preguntó Alice.

—Jamón, un bote de Piccalilli, alubias y un trozo de chéster, ¿y usted?

—Unos huevos, beicon, un suizo, miel.

—¡Un auténtico festín! —exclamó Daldry—. Me muero de hambre.

—Me ha invitado al desayuno, le he costado una fortuna en gasolina y ni siquiera se lo he agradecido todavía. Le debo una invitación.

—Será un placer, estoy libre toda la semana.

—Ethan, ¡hablaba de esta noche!

—Ningún problema, hoy también estoy libre.

—Algo me olía yo.

—Reconozco que sería un poco estúpido celebrar la Navidad cada uno a su lado de la pared.

—Entonces, voy a preparar una tortilla.

—Es una idea magnífica —dijo Daldry—, dejo este impermeable en mi casa y vuelvo a llamar a su puerta.

Alice encendió el hornillo, empujó el baúl hacia el centro de la habitación, instaló dos grandes cojines a cada lado, lo cubrió con un mantel y puso cubiertos para dos. Luego se encaramó a su cama, abrió el lucernario y cogió la caja de huevos y la mantequilla que conservaba en el tejado, al frío del invierno.

Daldry llamó al poco rato. Entró en la habitación, con americana y pantalón de franela, con su capacho colgado del brazo.

—A falta de flores, imposibles de encontrar a estas horas, le traigo todo lo que he comprado esta mañana en el mercado; con la tortilla, esto será una delicia.

Daldry sacó una botella de vino de su capacho y un sacacorchos del bolsillo.

—No deja de ser Navidad, no vamos a conformarnos con agua.

En el transcurso de la cena, Daldry le contó a Alice algunos recuerdos de su infancia. Le habló de las relaciones imposibles que mantenía con los suyos: de los sufrimientos de su madre, quien, matrimonio de conveniencia obliga, se había casado con un hombre que no compartía ni sus gustos ni su visión de las cosas, y menos aún su agudeza; de su hermano mayor, carente de talante artístico, pero no de ambición, quien había hecho todo lo posible por alejar a Daldry de su familia, encantadísimo ante la perspectiva de ser el único heredero del negocio de su padre. Le preguntó muchas veces a Alice si no le aburría, y cada vez Alice le aseguraba que, al contrario, encontraba ese retrato de familia fascinante.

—¿Y usted? —le preguntó—. ¿Cómo fue su infancia?

—Alegre —respondió Alice—. Soy hija única, no le diré que no haya echado terriblemente de menos un hermano o una hermana, porque sí lo hice, pero me beneficié de toda la atención de mis padres.

—¿Y a qué se dedicaba su padre? —le preguntó Daldry.

—Era farmacéutico, e investigador en sus ratos libres. Fascinado por las virtudes de las plantas medicinales, se las hacía traer de los cuatro puntos cardinales. Mi madre trabajaba con él, se conocieron en la facultad. No dormíamos en sábanas de seda, pero la farmacia era próspera. Mis padres se querían y nos reíamos mucho en casa.

—Ha tenido suerte.

—Sí, lo reconozco, y, al mismo tiempo, ser testigo de tanto amor te hace aspirar a un ideal difícil de alcanzar.

Alice se levantó y llevó los platos al fregadero. Daldry se deshizo de los restos de su comida y se unió a ella. Se paró delante de la mesa de trabajo y examinó detenidamente los tarritos de terracota de donde salían largos tallos de papel, así como la multitud de frascos ordenados por grupos que había en la estantería.

—A la derecha están los absolutos, se obtienen a partir de concretos o de resinoides. En medio están los acordes en los que trabajo.

—¿Es usted química como su padre? —preguntó Daldry sorprendido.

—Los absolutos son esencias, los concretos se obtienen tras haber extraído los principios aromáticos de ciertas materias primas de origen vegetal, como la rosa, el jazmín o las lilas. En cuanto a esa mesa que parece intrigarle tanto, la llamamos órgano. Perfumistas y músicos tienen muchos vocablos en común, nosotros también hablamos de notas y de acordes. Mi padre era farmacéutico, yo soy lo que se suele llamar una nariz. Trato de crear composiciones, nuevas fragancias.

—¡Es un trabajo muy original! ¿Y ha inventado ya alguna, quiero decir, perfumes que se compren en las tiendas? ¿Algo que conozca?

—Sí, lo he conseguido —respondió Alice con voz risueña—. Sigue siendo algo bastante desconocido, pero se pueden encontrar algunas de mis creaciones en los escaparates de ciertos perfumistas de Londres.

—Debe de ser maravilloso ver su trabajo expuesto. Tal vez algún hombre haya logrado seducir a alguna mujer gracias al perfume que llevaba y que usted ha creado.

Esta vez, Alice dejó escapar una franca carcajada.

—Lamento decepcionarle, hasta el día de hoy sólo he realizado concentrados femeninos, pero me ha dado una idea. Debería buscar una nota de pimienta, un toque de madera, masculino, un cedro o un vetiver. Voy a pensarlo.

Alice cortó dos trozos del suizo.

—Saboreemos el postre y, luego, le dejaré marcharse. Estoy pasando una noche estupenda, pero me caigo de sueño.

—Yo también —dijo Daldry bostezando—, ha nevado mucho en el camino de vuelta y he tenido que redoblar la atención.

—Gracias —susurró Alice poniendo un trozo de suizo delante de Daldry.

—Soy yo quien debe agradecérselo, hacía mucho tiempo que no comía suizo.

—Gracias por haberme acompañado a Brighton, ha sido muy generoso por su parte.

Daldry alzó la mirada hacia el lucernario.

—La luz de esta habitación debe de ser extraordinaria durante el día.

—Lo es, un día le invito a tomar el té, podrá constatarlo usted mismo.

Cuando se comieron las últimas migas del suizo, Daldry se levantó, y Alice lo acompañó hasta la puerta.

—No voy muy lejos —dijo cruzando el rellano.

—No, en efecto.

—Feliz Navidad, señorita Pendelbury.

—Feliz Navidad, señor Daldry.

Capítulo 3

El lucernario estaba recubierto de una fina película sedosa, la nieve había llegado a la ciudad. Alice se levantó de la cama, tratando de mirar al exterior. Levantó un panel del cristal y lo volvió a cerrar de inmediato, helada por el frío que entraba desde fuera.

Con los ojos todavía empañados por el sueño, titubeó hasta el hornillo y puso el hervidor en la llama. Daldry había tenido el detalle de dejar su caja de cerillas sobre la estantería. Sonrió para sí misma al volver a pensar en la velada del día anterior.

Alice no tenía ganas de ponerse a trabajar. Era Navidad; a falta de familia que visitar, iría a pasear al parque.

Vestida con ropa de abrigo, salió sin hacer ruido de su apartamento. La casa victoriana estaba en silencio, Daldry debía de dormir.

La calle parecía de un blanco inmaculado y esa visión le encantó. La nieve tenía ese poder de cubrir toda la suciedad de la ciudad, e incluso los barrios más tristes hallaban una cierta belleza al llegar el invierno.

Se acercaba un tranvía. Alice corrió hacia el cruce, saltó a bordo, se compró su billete ante el cochero y se sentó en un asiento al final del vehículo.

Media hora más tarde, entró en Hyde Park por Queen’s Gate y subió por la avenida diagonal hacia Kensington Palace. Se detuvo ante el pequeño lago. Los patos se deslizaban por el agua sombría, acercándose a ella con la esperanza de recibir un poco de alimento. Alice lamentó no tener nada que ofrecerles. Del otro lado del lago, un hombre sentado en un banco le hizo una señal con la mano. Se levantó. Sus gestos cada vez más abiertos la invitaban a ir hacia él. Los patos se apartaron de Alice y dieron media vuelta, corriendo a toda velocidad hacia el desconocido. Alice bordeó la orilla y se acercó al hombre, que se había acuclillado para dar de comer a los palmípedos.

—¿Daldry? Qué sorpresa encontrarle aquí, ¿me seguía?

—Lo que es sorprendente es que un desconocido la llame y corra a su encuentro. Estaba aquí antes que usted, ¿cómo habría podido seguirla?

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Alice.

—La Navidad de los patos, ¿lo había olvidado? Al salir a tomar el aire, me he encontrado en el bolsillo de mi abrigo el pan que mangamos en el bar. Y entonces me he dicho: «Dado que voy a dar un paseo, me acercaré a alimentar a los patos.» Y a usted, ¿qué le ha traído aquí?

—Es un sitio que me gusta.

Daldry rompió dos puntas del pan y compartió los trozos con Alice.

—Así que —dijo Daldry— nuestra escapadita no ha servido de mucho.

Alice no respondió, concentrada en alimentar a un pato.

—Una vez más, la he oído pasearse arriba y abajo durante una buena parte de la noche. ¿No ha logrado conciliar el sueño? Pero si estaba agotada.

—Me dormí y me desperté poco tiempo después. Una pesadilla, por no decir varias.

Daldry había repartido todo su pan, Alice también; él se volvió a levantar y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.

—¿Por qué no me dice lo que esa vidente le reveló ayer?

No había mucha gente en las avenidas nevadas de Hyde Park. Alice hizo un relato fiel de su conversación con la vidente, y abordó incluso el momento en que ésta se había acusado de no ser más que una impostora.

—Qué extraño cambio por su parte. Pero, dado que le confesó su charlatanería, ¿por qué encabezonarse?

—Porque fue precisamente entonces cuando comencé a creer en ella. Sin embargo, soy muy racional, y le juro que, si mi mejor amiga me contase un cuarto de lo que oí, me burlaría de ella sin clemencia.

—Deje a su mejor amiga tranquila y concentrémonos en su asunto. ¿Qué es lo que la desasosiega hasta ese grado?

—Todo lo que esa vidente me ha dicho es chocante; póngase en mi lugar.

—¿Y le habló de Estambul? ¡Pues menuda idea! Quizá tendría que irse allí para saberlo a ciencia cierta.

—En efecto, menuda idea. ¿Podría llevarme en su Austin?

—Mucho me temo que esa ciudad se encuentra fuera de su radio de acción. Lo decía por decir.

Se cruzaron con una pareja que subía por la avenida. Daldry se calló y esperó a que se hubiesen alejado para retomar su conversación.

—Voy a decirle lo que la desasosiega de esta historia. La vidente le ha prometido que el hombre de su vida la espera al final de ese viaje. No la culpo; es, en efecto, de un romanticismo tremendo y muy misterioso.

—Lo que me inquieta —respondió Alice secamente— es que afirme con tanta seguridad que nací allí.

—Pero su partida de nacimiento prueba lo contrario.

—Me acuerdo, cuando tenía diez años, de haber pasado delante del dispensario de Holborn con mi madre, y todavía la oigo decirme que era allí donde me había traído al mundo.

—Bueno, ¡olvídese de todo eso! No debería haberla llevado a Brighton; creía hacer bien, pero ha sido todo lo contrario y la he empujado a concederle importancia a algo que no la tiene.

—Ya es hora de que vuelva a trabajar, la ociosidad no se me da muy bien.

—¿Qué se lo impide?

—Ayer tuve la ocurrencia de resfriarme; no se trata de nada grave, pero es bastante incapacitante en mi oficio.

—Se suele decir que, si uno se cuida un resfriado, no dura nada más que una semana, y que, si no se hace nada, hacen falta siete días para curarse —dijo Daldry riéndose maliciosamente—. Me temo que tendrá que tomárselo con paciencia. Si ha cogido frío, más le valdría ponerse a resguardo. Mi coche está aparcado delante de Prince’s Gate, al final de este camino. La acompaño.

El Austin se negaba a arrancar. Daldry le pidió a Alice que se pusiera al volante, iba a empujarlo. En cuanto el coche cogiese un poco de velocidad, no tendría más que soltar el pedal del embrague.

—No es complicado —le aseguró—, pie izquierdo hasta el fondo, luego un golpecito del pie derecho cuando el motor se haya puesto en marcha, y luego los dos pies en los dos pedales de la izquierda, todo ello manteniendo las ruedas paralelas a la calle.

—¡Es muy complicado! —se quejó Alice.

Los neumáticos patinaban sobre la nieve. Daldry se resbaló y se pegó un golpazo contra la calzada. En el interior del Austin, Alice, que había observado la escena por el retrovisor, se reía a carcajadas. Con la euforia del momento, pensó en girar la llave y tratar de encender el automóvil. El motor tosió y luego arrancó, y Alice se reía cada vez más.

—¿Está segura de que su padre era farmacéutico y no mecánico? —le preguntó Daldry instalándose en el asiento del copiloto.

Su abrigo estaba cubierto de nieve y su rostro no estaba en su mejor momento.

—Lo siento, no tiene nada de divertido, pero no puedo evitarlo —respondió Alice risueña.

—Bueno, dele —refunfuñó Daldry—; puesto que esta porquería de coche parece haberla adoptado, métase por la carretera; veremos si es así de sumiso cuando intente acelerar.

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