La tierra de las cuevas pintadas (126 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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El calor del sol era agradable cuando Ayla pasó la pierna por encima del lomo de Whinney y se apeó. Descolgó los cestos de acarreo y retiró la manta de montar, y mientras Jondalar extendía la gran piel, ella cogió una bolsa de cuero cerrada con un cordón y dio de comer a la yegua de color pardo amarillento una mezcla de grano, sobre todo con avena, y luego la acarició y rascó afectuosamente. Tras darle unos cuantos puñados más, repitió el proceso con Gris, que durante todo ese rato había reclamado su atención empujándola suavemente con el hocico.

Jondalar dio de comer a Corredor y lo acarició. El corcel estaba más incontrolable que de costumbre, y si bien se tranquilizó con la comida y el contacto, Jondalar no quería verse obligado a correr tras él si decidía alejarse por su cuenta. Con una cuerda larga sujeta al cabestro, lo ató a un árbol pequeño. Jondalar se acordó entonces de que se había planteado dejar al corcel en libertad para que buscara un lugar donde vivir con otros caballos en las llanuras abiertas, y se preguntó si debía hacerlo, pero todavía no estaba preparado para renunciar a la compañía del magnífico animal.

Lobo, que había estado yendo de aquí para allá a su antojo, salió de pronto de detrás de una cortina de arbustos. Ayla le había llevado un hueso con carne, pero antes de sacarlo del cesto de acarreo, decidió dedicarle un poco de atención también a él. Se dio unas palmadas en el pecho casi a la altura del hombro y se preparó para recibir el peso del enorme lobo, que se irguió sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en los hombros de ella. Le lamió el cuello y le rodeó la barbilla delicadamente con los dientes. Ella le devolvió el gesto, le indicó con una seña que bajara y, cogiéndole la cabeza entre las manos, se agachó ante él. Le frotó y rascó detrás de las orejas y le alborotó el pelo, ya más espeso, en torno al cuello; a continuación se sentó en el suelo y lo abrazó. Sabía que también el lobo había permanecido a su lado, en igual medida que Jondalar, mientras se recuperaba de su peligroso viaje al mundo de los espíritus.

Pese a haberlo visto ya muchas veces, Jondalar se maravillaba aún de la relación de Ayla con el lobo, y por cómodo que se sintiera en presencia del animal, a veces seguía recordándose que Lobo era un animal cazador. Un animal capaz de matar. Otros de su especie acosaban, cazaban y comían animales de mayor tamaño que ellos. Lobo podía desgarrarle la garganta a Ayla con la misma facilidad con que la acariciaba con los dientes, y sin embargo Jondalar dejaba a su compañera y su hija en manos de ese animal con toda tranquilidad. Había visto el amor que Lobo sentía por las dos, y aunque en el fondo le parecía inconcebible, a un nivel básico lo comprendía. Estaba convencido de que Lobo sentía por él algo muy parecido a lo que él sentía por el animal. El lobo dejaba a la mujer y a la niña que amaba en sus manos con toda tranquilidad, pero a Jondalar no le cabía duda de que si alguna vez Lobo pensaba que el hombre podía hacer daño a cualquiera de las dos, no dudaría en detenerlo como fuera, aun cuando implicara matarlo. Él haría lo mismo.

Jondalar disfrutaba observando a Ayla con el lobo. Pero también le encantaba observarla mientras hacía cualquier cosa, sobre todo ahora que volvía a ser la de siempre y los dos estaban otra vez juntos. A él no le había gustado la idea de dejarla sola al marcharse con la Novena Caverna a la Reunión de Verano, y la había echado mucho de menos, pese a sus escarceos con Marona. Después de pensar que la había perdido, primero por culpa de sus propios actos y luego, más desesperadamente, por culpa del jugo de raíces que ella había tomado, apenas podía creerse que volvieran a estar juntos. Había sido tal su certeza de que ella se había ido para siempre que ahora no podía dejar de mirarla, de sonreírle, de ver su sonrisa cuando ella se la devolvía, ya que necesitaba convencerse de que seguía siendo su compañera, su mujer; de que montaban a caballo, iban a nadar, estaban juntos como si nada hubiera sucedido.

Eso lo llevó a recordar su viaje juntos, sus aventuras y la gente que habían encontrado por el camino: los mamutoi, los cazadores de mamuts que habían adoptado a Ayla; los sharamudoi, entre quienes su hermano Thonolan había encontrado una compañera, aunque luego la muerte de ella mató su espíritu. Tulie y Markeno, así como todos los demás, querían que Ayla y él se quedaran, sobre todo después de emplear ella sus conocimientos curativos para enderezar el brazo roto a Roshario, que había empezado a soldar mal. Incluso habían conocido a Jeran, un cazador de los hadumai, la gente que Thonolan y él habían visitado. Y estaban por supuesto los s’armunai, cuyas cazadoras, las Lobas, lo habían capturado, y Attaroa, su jefa, que había intentado matar a Ayla, pero Lobo la detuvo de la única manera posible: matándola. Y los losadunai…

De pronto se acordó de cuando se detuvieron a visitar a los losadunai en su largo viaje desde la tierra de los Cazadores de Mamuts. Vivían al este, al otro lado de las tierras altas con sus glaciares, donde nacía el Río de la Gran Madre, y su idioma compartía con el zelandonii rasgos suficientes para entender casi todo; Ayla, con su don para las lenguas, lo aprendió aún más rápidamente. Los losadunai eran los vecinos de los zelandonii que estos mejor conocían, y los viajeros de ambos pueblos se visitaban con frecuencia, pese al obstáculo que suponía el paso por los glaciares.

Durante su visita allí se celebró una Festividad de la Madre, y justo antes de iniciarse Jondalar y el Losaduna celebraron una ceremonia privada. Jondalar pidió un niño a la Gran Madre, nacido de Ayla y en el hogar de él, de su espíritu, o de su esencia, como decía siempre Ayla. También formuló una petición especial. Pidió que si Ayla alguna vez se quedaba embarazada de un niño del espíritu de él, quería saber con certeza que era suyo. A Jondalar le habían dicho muchas veces que la Madre lo favorecía, hasta tal punto que ninguna mujer podía rechazarlo, ni siquiera la propia Doni.

Estaba plenamente convencido de que cuando Ayla se perdió en el vacío después de volver a tomar las peligrosas raíces, la Gran Madre había respondido a sus fervientes súplicas, le había concedido lo que él quería, lo que anhelaba, lo que pedía, y en sus adentros volvió a darle las gracias con ardor. Pero entonces comprendió que la Madre también le había otorgado la petición expresada en la ceremonia especial con el Losaduna. Sabía que Jonayla era su hija, la niña de su esencia, y se alegraba de ello.

Sabía que todos los niños nacidos de Ayla serían de su espíritu, de su esencia, por ser ella quien era, porque lo amaba sólo a él y a él le complacía saberlo. Y tenía la certeza de que él sólo la amaría a ella, pasara lo que pasara. Pero era consciente de que este nuevo don del conocimiento cambiaría las cosas y no podía por menos que preguntarse en qué medida.

Y no era el único. Todos pensaban en ello, pero en particular una persona: la mujer Que Era la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra, quien, sentada apaciblemente en el alojamiento de la zelandonia, pensaba en el nuevo don del conocimiento y sabía que cambiaría el mundo.

Agradecimientos

Deseo expresar mi gratitud por su colaboración a muchas personas que me han ayudado a escribir la serie
Los Hijos de la Tierra
®. Quiero dar las gracias de nuevo a los dos arqueólogos franceses cuya aportación tan útil me ha sido a lo largo de los años, el doctor Jean-Philippe Rigaud y el doctor Jean Clottes. Ambos me han permitido comprender mejor el contexto y visualizar la ambientación prehistórica de estos libros.

La ayuda del doctor Rigaud ha sido inestimable desde mi primera visita con fines de investigación a Francia, y ha seguido ayudándome a lo largo de los años. Disfruté en especial de la visita organizada por él a un refugio de piedra en Gorge d’Enfer, que se conserva prácticamente igual que en la Era Glacial, un profundo espacio protegido, abierto por delante, con el suelo llano, un techo de piedra y un manantial al fondo. Es fácil ver cómo pudo convertirse en un lugar confortable donde vivir. Y ya le agradecí en su momento que accediera a explicar a los periodistas y demás personas de los medios de comunicación de numerosos países datos interesantes y vitales acerca de los yacimientos prehistóricos existentes en Les Eyzies-de-Tayac-Sirevil y los alrededores, con motivo del lanzamiento internacional en ese lugar de Francia del volumen quinto de la serie,
Los refugios de piedra
.

Vaya también mi gratitud al doctor Jean Clottes, que organizó la visita de Ray y mía a muchas cuevas pintadas extraordinarias en el sur de Francia. Especialmente memorable fue la visita a las cuevas situadas en las tierras del conde Robert Bégouén en el valle de Volp-l’Enlene, Trois-Frères y Tuc-d’Audoubert—, cuyo arte aparece a menudo reproducido en manuales y libros de arte. Ver con nuestros propios ojos ese excepcional arte en su propio entorno, acompañados por el doctor Clottes y el conde Bégouén, fue una experiencia de gran valor, y por eso debo dar también las gracias en gran medida a Robert Bégouën. Fueron su abuelo y dos hermanos quienes exploraron por primera vez las cuevas e iniciaron la práctica de conservarlas, que perdura hasta hoy. Para visitar las cuevas es necesario el permiso del conde Bégouën, y normalmente la visita se realiza en su compañía.

Fuimos a ver muchas más cuevas con el doctor Clottes, incluida Gargas, que es una de mis preferidas. Viendo las numerosas huellas de manos, entre ellas las de un niño, y el pequeño entrante con el espacio justo para un adulto, cuyas paredes interiores están totalmente cubiertas de pintura roja elaborada con los ocres de la región, estoy convencida de que Gargas es una cueva de mujeres. Allí una tiene la sensación de hallarse en el útero de la tierra. Agradezco a Jean Clottes, sobre todo, la visita a la singular Grotte Chauvet. Pese a tener la gripe y estar demasiado enfermo para acompañarnos, el doctor Clottes lo organizó todo para que nos enseñaran ese importante emplazamiento Jean-Marie Chauvet, el hombre que descubrió la gruta y al que esta debe su nombre, y Dominique Baffier, conservador de la Grotte Chauvet. También vino con nosotros un joven que trabajaba allí, y que me ayudó a recorrer algunas de las partes más difíciles.

Fue una experiencia conmovedora que nunca olvidaré, y agradezco al señor Chauvet y al doctor Baffier sus explicaciones claras e inteligentes. Entramos por el techo, muy agrandado desde que el señor Chauvet y sus colegas encontraron la vía de acceso, y bajamos por una escalerilla acoplada a la pared de roca: la entrada original quedó cerrada por un desprendimiento hace muchos miles de años. Nos explicaron algunos de los cambios operados durante los últimos 35.000 años desde que los primeros artistas realizaron allí sus magníficas pinturas.

Por otro lado, quiero dar las gracias a Nicholas J. Conard, un estadounidense que reside en Alemania y está al frente del Departamento de Arqueología de la Universidad de Tubinga, por brindarnos la ocasión de visitar varias de las cuevas a orillas del Danubio en esa región alemana. Nos mostró asimismo varias tallas de marfil de más de 30.000 años de antigüedad, entre ellas mamuts, una elegante ave en pleno vuelo que encontró en dos trozos hace unos años, y una asombrosa figurilla mitad león, mitad hombre. Su último hallazgo es una figura femenina creada con el mismo estilo que otras procedentes de Francia, España, Austria, Alemania y la República Checa, datada en la misma época pero única por su factura.

También deseo expresar mi agradecimiento al doctor Lawrence Guy Strauss, siempre dispuesto y servicial a la hora de organizarnos visitas a yacimientos y cuevas, y que a menudo nos ha acompañado en varios viajes por España y otros puntos de Europa. Durante esos viajes ha habido muchos puntos destacados, principalmente en el Norte de España, pero uno de los más interesantes fue la visita al Abrigo do Lagar Velho, en Portugal, el emplazamiento del «niño del valle de Lapedo», cuyo esqueleto aportó pruebas de que el contacto entre neandertales y humanos anatómicamente modernos dio como resultado el cruce entre especies. Las conversaciones con el doctor Strauss acerca de esos humanos de la Era Glacial no fueron sólo instructivas, sino también fascinantes.

Me he dirigido y he planteado dudas a muchos otros arqueólogos, paleoantropólogos y especialistas acerca de ese período concreto de nuestra prehistoria, cuando esas dos clases de humanos ocuparon Europa simultáneamente durante muchos miles de años. Agradezco su buena voluntad al responderme y comentar las diversas posibilidades de convivencia entre unos y otros.

Deseo transmitir mi agradecimiento de manera especial al Ministerio de Cultura francés por la publicación de un libro, que me pareció de un valor inestimable:
L’Art des Cavernes. Atlas des grottes ornées paléothiques françaises
, París, 1984, Ministère de la Culture. Contiene algunas descripciones muy completas, incluidos planos, fotografías y dibujos, así como un texto explicativo de la mayoría de las cuevas francesas con pinturas y grabados conocidos, hasta 1984. No incluye Cosquer, cuya entrada está bajo la superficie del Mediterráneo, ni Chauvet, que no se descubrieron hasta después de 1990.

He visitado muchas cuevas, varias en repetidas ocasiones, y recuerdo el ambiente, la atmósfera, la sensación de ver arte excepcional pintado en las paredes, pero me era imposible precisar cuál fue la primera figura, ni en qué pared se hallaba, ni a qué profundidad en el interior de la cueva, ni hacia dónde estaba orientada. Ese libro me dio las respuestas. El único problema fue que estaba publicado en francés, lógicamente, y si bien he aprendido algo de francés con el paso de los años, mi dominio de la lengua no es ni mucho menos suficiente.

Estoy, pues, en deuda con mi amiga, Claudine Fisher, cónsul francesa honoraria de Oregón, profesora de francés y directora de Estudios Canadienses en la Portland State University. Nació en Francia y el francés es su lengua materna. Tradujo la información que yo necesitaba acerca de cada cueva. Fue mucho trabajo, y sin su ayuda yo no hubiera podido escribir este libro. No tengo palabras, pues, para expresarle mi gratitud. Me ha ayudado asimismo de otras muchas maneras, y también siendo una buena amiga.

Hay otros varios amigos a quienes desearía dar las gracias por prestarse a leer un manuscrito largo y no muy pulido y ofrecerme sus comentarios como lectores: Karen Auel-Feuer, Kendall Auel, Cathy Humble, Deanna Sterett, Gin DeCamp, Claudine Fisher y Ray Auel.

Quiero expresar mi agradecimiento
in memoriam
al doctor Jan Jelinek, un arqueólogo de Checoslovaquia, en concreto de la zona ahora llamada República Checa, que me ayudó de muchas maneras. Desde el principio, cuando empezamos a mantener correspondencia, y luego en las visitas que hicimos Ray y yo a los yacimientos paleolíticos cerca de Brno, y luego en el viaje de él y su mujer, Kveta, a Oregón. Su ayuda fue inestimable. Se mostró siempre amable y generoso con su tiempo y conocimientos, y lo echo de menos.

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