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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (10 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Necesito hablar contigo.

—Pasa —le dijo, sin girarse en el taburete de su tocador; cuando Girolamo se detuvo tras ella, se puso de pie bruscamente y lo asustó—. Habría querido hacerte tragar tus palabras cuando atacaste de ese modo tan infame a
mi
prometido. ¿Qué buscabas sacando a relucir que su madre era una campesina? Te has comportado con grosería.

—¿Preguntas qué buscaba? Pues buscaba quitarte la venda que te impide ver que te unirás a un hombre del peor jaez, del que no podemos decir con certeza que sea el hijo de Horatio de Lacy.

—Escúchame bien, Girolamo —lo afligió que lo llamara por su nombre; siempre le decía
caro cugino
(querido primo)—. Así descubriese mañana que Sebastiano no es un de Lacy, igualmente lo desposaría. Así descubriera que es el hijo bastardo de una ramera, igualmente me convertiría en su esposa —Sforza se sorprendió ante la belicosidad de su prima—. La nobleza de Sebastiano es muy superior a la nuestra, y no tiene que ver con su linaje sino con su espíritu. Estoy refiriéndome a la verdadera nobleza, la que cuenta para mí, la que enaltece a una persona.

—Cuento con la autorización de nuestro abuelo para desheredarte en caso de que lo desposes.

—¡Desherédame! —le soltó, rabiosa, enfurecida—. Quédate con mis bienes, con mis rentas, pero déjame en paz. Y quítate de la cabeza la idea de que viajarás con nosotros al Río de la Plata.

—¡Oh, sí que viajaré! No admitiré que tu nombre quede enlodado por viajar con ese filibustero al otro lado del mundo sin estar desposada.

—No te necesito. Mina es mi
chaperon.

—¡Mina un cuerno!

—Sucede que quieres venir —especuló Elisabetta—. Siempre te ha gustado viajar. Ahora lo harás sin desembolsar un céntimo, a costa de quien llamas impostor y pirata. ¿O se trata de que necesitas alejarte de Milán hasta que tu esposa te perdone el asuntillo con la cantante de ópera? —en el semblante de su primo despuntó una sonrisa taimada—. ¡Y tienes el descaro de hablarme de nobleza! ¡Largo de aquí!

—Aún no eres su esposa —señaló Girolamo antes de abandonar el dormitorio, y a Elisabetta le sonó a presagio.

Quería borrar esa memoria. Apartó un poco la colcha para contemplar el torso de Artemio. A pesar de conocerlo de memoria, la hermosura de su cuerpo desnudo siempre la afectaba, y, mientras lo estudiaba —la fortaleza de los músculos, los marcados tendones, las pequeñas y grandes cicatrices—, sus labios iban separándose. Bastaba contemplarlo para excitarse. Le gustaba enredar los dedos en el vello de sus pectorales, muy tupido y de una tonalidad entre rubia y rojiza. Al compararlo con Andrew, Elisabetta comprendía que Artemio era excesivamente velludo, y eso la atraía como cada aspecto que revelaba la parte indomable y primitiva que su prometido mantenía a raya en los salones para desplegarla en la cama, donde el tamaño de su miembro, que la había asustado la primera vez, marcaba la gran diferencia con Andrew.

Elevó la mirada hasta detenerla en su rostro. Ni siquiera en reposo perdía ese matiz de peligrosidad subyacente. Se demoró en el parche negro. Artemio jamás se lo quitaba, y ella trataba de imaginar cómo lo haría en la intimidad de su dormitorio; quería saber cuáles eran los movimientos de sus manos, cuál la reacción ante la cavidad vacía; a estas alturas, ¿le provocaría indiferencia o congoja? Se preguntó si la llenaría con un ojo de vidrio. Meses atrás, después de hacer el amor por primera vez, ella le pidió que se quitara el parche, a lo que él se negó. Noches más tarde, mientras Artemio dormía, Elisabetta intentó levantárselo. No alcanzó a hacerlo. Artemio la aferró por la muñeca cuando apenas lo rozó. La ferocidad con que la miró con su ojo sano, nunca la olvidaría; le cortó el aliento.

—Respira —le ordenó Artemio, y ella soltó el aire junto con un sollozo de vergüenza—. Nunca vuelvas a traicionar mi confianza.

El recuerdo de esa escena la sobrecogía, la abochornaba. Se distrajo al ver que el ojo derecho de Artemio se movía bajo el párpado cerrado. "Está soñando." Lo notó inquieto, con la respiración acelerada. Aunque lo amaba, sabía que era un hombre extraño. Todavía la inquietaba el anuncio del viaje en medio de la cena de compromiso. Le dolió que no aceptara casarse con ella antes de partir, y la explicación que no concedió durante la cena y que le ofreció a ella al presentarse en su habitación después, era una excusa: la organización de la boda llevaría meses y él debía partir cuanto antes; asuntos urgentes lo reclamaban. Elisabetta propuso organizar una ceremonia sencilla, sin vestido especial ni gran festejo, a lo que Artemio se negó. "Mereces la boda que tanto has soñado", le dijo, y otra vez sonó a excusa.

—¿Qué ocurre, Sebastiano,
amore mió?
—susurró, y se acordó de que había quitado el cuadro de
Bathsheba in her bath,
y también de la descompostura durante el brindis, y recordó el instante previo, cuando percibió la contracción de sus facciones y la transformación de su mirada, que la llevó a pensar en la de un niño aterrado; no podía olvidarla pues por primera vez su único ojo había reflejado una vulnerabilidad que ella creía inexistente.

Lo vio entreabrir los labios, y se inclinó para oírlo. Farfullaba palabras ininteligibles con el entrecejo arrugado y movía la cabeza sobre la almohada, también los brazos hasta apartar la colcha. De pronto, sus frases se volvieron precisas, aunque carentes de sentido. Elisabetta notó un cambio y, del aspecto alterado, lo vio pasar a uno sereno, con una ligera sonrisa. Entonces, lo escuchó pronunciar un nombre con claridad: Rafaela. Artemio lo repitió varias veces; primero lo susurró, despues lo articuló con voz ronca, cargada de anhelo, hasta que Elisabetta lo despertó con una sacudida. A él le tomó varios segundos entender dónde se hallaba. Lucía muy perturbado, y movía el ojo sano de un lado a otro.

—Es hora de que vuelvas a tu recámara —le ordenó Elisabetta, y le entregó la bata.

Después del desayuno, en tanto Artemio, Tessie y los hijos de Prudence se alistaban para patinar en el lago, Elisabetta tomó del brazo a Calvú Manque y le dijo:

—Acompáñeme, Calvú. Quiero llevarlo a un sitio desde donde se aprecia una vista inmejorable de la propiedad.

El indio asintió, y partieron con Mina y Berna por detrás. En tanto alcanzaban el mirador, mencionaron la cena de la noche anterior, el viaje al Río de la Plata y el barco de Artemio.

—Lo ha hecho construir —explicó Calvú Manque—, de tal modo que su bodega pueda albergar gran cantidad de ganado en pie.

—¿Piensa llevar vacas al Río de la Plata?

—Sí. Él insiste en que hay que mejorar la raza de nuestra hacienda. Verá, Elisabetta, los animales de las pampas, aunque numerosos, son más bien flacos, de largas patas, enorme cornamenta y carne fibrosa, ariscos, casi salvajes, muy distintos de los que Artemio posee en estas tierras.

Al llegar al altozano, contemplaron el paisaje en silencio. Calvú Manque percibió la ansiedad de Elisabetta y vio por el rabillo del ojo que se mordía el labio inferior. Al cabo, la oyó preguntar:

—Calvú, ¿quién es Rafaela?

El indio mantuvo la vista al frente, y de su semblante no habría podido adivinarse el aturdimiento que le causó la curiosidad de la italiana.

—¿Por qué lo pregunta? —atinó a decir.

—Sebastiano la mencionó anoche en sueños.

Calvú Manque asintió, aún con la vista al frente, sin decidirse a encontrar los ojos de Elisabetta, tratando de ganar unos segundos para acomodar sus ideas.

—¿Quién es, Calvú? Dígamelo. Tengo derecho a saber.

—Era la mujer de Artemio.

Sintió que el puño de Elisabetta se cerraba en torno a su brazo; la sintió temblar.

—¿La amaba mucho?

—Sí, mucho.

—¿Es su esposa?

Calvú Manque se limitó a negar con la cabeza.

—Su mujer —insistió.

—¿Ella vive en Buenos Aires?

—No. Rafaela murió hace ya varios años.

—¡Oh!

Calvú Manque giró la cabeza y la enfrentó con semblante lúgubre.

—Llevaba en su vientre al hijo de Artemio el día en que murió.

SEGUNDA PARTE

EL PASADO

Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre, Virreinato del Río de la Plata. Enero de 1810.

Capítulo IV

Rafaela de las flores

Rafaela Palafox y Binda sacó la nota de su escarcela y la leyó de nuevo.

Niña Rafaela, véngase para La Larga. Está en un estado lamentable y mi salud no es buena. Don Íñigo.

Se preguntó quién la habría escrito, ya que el capataz era analfabeto; tal vez, el pulpero de San Fernando de la Buena Vista, el poblado más cercano a
Laguna Larga,
la estancia que había formado parte de la dote de su madre, Rosalba Barquín. La devolvió a su bolsa, de donde extrajo una botellita de gres; la descorchó, se mojó la punta del índice con su contenido y lo pasó por el pulso de la muñeca y detrás de los lóbulos. De inmediato, un aroma lloral, con una nota punzante, como si de un cítrico se tratase, inundó el interior del cabriolé. Se sintió mejor, aunque no podía ahuyentar la frase "estado lamentable" de su mente.

Ese lunes 1º de enero, hacía calor a pesar de la hora temprana. Se abanicó con energía mientras contemplaba el exterior. Babila, el viejo cochero de los Palafox, también parte de la dote de Rosalba, conducía las muías que tiraban el coche por la calle de San Martín, a pocos metros de la Plaza Mayor. En el año ocho, después de la expulsión de los ingleses, le habían cambiado el nombre por "de la Victoria", pero Rafaela no se acostumbraba y seguía llamándola Mayor. "¡Qué tranquila luce esta mañana!", pensó al compararla con la del 1º de enero del año anterior, cuando la asonada del partido españolista, con el vasco Martín de Álzaga a la cabeza, intentó derrocar al virrey francés, Santiago de Liniers, y formar Junta como en las ciudades de la España. La intentona quedó en la nada debido a la falta de apoyo del militar más poderoso del virreinato, el coronel Cornelio Saavedra. Rómulo Palafox, su padre y síndico procurador del Cabildo, cómplice de Álzaga, terminó exiliado en Patagones, lo que trastornó la vida familiar por completo. La noticia del apresamiento de su padre la había alcanzado la tarde de aquel 1º de enero, tomándola por sorpresa. Desconocía los planes del partido españolista.

—¿Qué dices, Babila?

—Que el coronel de los Patricios —Rafaela sabía que le hablaba de don Cornelio Saavedra—, ha prestado su apoyo al virrey y que todo ha acabado, mi niña. No habrá Junta ni se irá Líniers del Fuerte.

—¿Qué sabes de mi padre?

—A él, a don Martín y a los demás los han encarcelado, mi niña.

Rafaela inspiró con ruido y se sujetó a la pared. "Los ahorcarán", vaticinó. Por fortuna, su presagio no se cumplió, y los sarracenos (así los
habían
apodado) viajaron por mar a las tierras ignotas del sur del virreinato. De eso hacía casi un año, que a Rafaela le parecían veinte. Casi no había vuelto a sonreír desde que la suerte los abandonó, porque no contaba solamente que a su padre lo hubiesen exiliado sino que, días más tarde, un grupo de militares allanó la casa de la calle Larga y les incautó cuarenta y cinco mil pesos de moneda fuerte, de cuño español, y ciento veinte onzas de oro, todo lo que poseían. Pasaban necesidades. Sólo habían tenido un momento de felicidad cuando regresó su primo Aarón, hijo mayor de Clotilde, que faltaba del hogar desde hacía más de un año. Si la timidez no la hubiese cohibido, Rafaela se habría echado a sus brazos y llorado las lágrimas que contenía desde el 1º de enero. "Ya lloran tu tía Clotilde y tu prima Cristiana", la había sermoneado Ñuque. "Es necesario que tú mantengas la calma por el bien de esta familia." Así lo había hecho, algo asombrada de su propia fortaleza si se consideraba que ella era conocida por ser miedosa.

"Un año", volvió a suspirar Rafaela, y contempló la plaza vacía. Pensó en su padre, refugiado político de de Elío en Montevideo, que vivía de la caridad de sus amigos y de lo que ella, a duras penas, juntaba y le enviaba sorteando vanos escollos (sabía que les abrían la correspondencia y que los mantenían vigilados). La atormentaba preguntarse cómo habría transcurrido las semanas en Patagones, aquel sitio inhóspito, infestado de indios, del cual los había rescatado de Elío, el gobernador de la Banda Oriental. La angustiaba también cavilar cómo serían sus días en Montevideo, lejos de la familia, sin dinero, agobiado por los problemas.

La esperanza que significó para Rafaela la llegada del nuevo virrey, Baltasar Cisneros, se desvaneció cuando Corina, su amiga íntima, que por trabajar en la Imprenta de los Niños Expósitos se encontraba bien informada, le explicó: "El Sordo —llamaba al virrey por su mote—, no moverá un dedo para ayudar a tu padre. Lo haría, pues es tan español como él, pero sabe que su situación es
precaria y
que depende de los militares para sustentar el poder. Desde que se disolvieron los cuerpos de Catalanes, Vizcaínos y Andaluces, los regimientos están formados por criollos, en especial el de Patricios, el más influyente, a cargo de Cornelio Saavedra. No alientes esperanzas,
Rafi.
El Sordo no hará nada que disguste a don Cornelio. Y ayudar a los conjurados del 1º de enero lo disgustaría". La aseveración de Corina se sostuvo hasta el 22 de septiembre de 1809, cuando su primo Aarón entró en la casa, llamándola a gritos, para leerle la proclama que Cisneros acababa de publicar donde indultaba a los sarracenos. De igual modo, Rómulo Palafox no podía volver, otras causas abiertas por cuestiones que ocultaban venganzas políticas y que lo conducirían a prisión si ponía pie en el puerto de Buenos Aires se lo impedían. "No te aflijas", la había consolado Aarón. "Contrataré un abogado y acabaremos con todos los peligros que acechan a mi tío Rómulo", y, aunque Rafaela sonrió, le habría preguntado con qué dinero. Calló para evitarle la pena a su primo, que, a pesar de afanarse en encontrar trabajo, no lo hallaba; ser sobrino de su tío le pesaba como antecedente.

Habían subsistido rematando la mayoría de los esclavos, las pocas joyas de Rafaela y de su tía Justa —Clotilde y Cristiana se habían negado a desprenderse de las suyas si Rafaela no se deshacía de sus alambiques, redomas, matraces, morteros, retortas y demás cachivaches—, con los trabajos de costura de Ñuque y con la venta de los perfumes, afeites y jabones que preparaba Rafaela con la ayuda de sus esclavas, Creóla y Peregrina, aunque sobre ese ingreso —varios pesos al mes— sólo sabían Justa y Ñuque, ya que si se enteraban Aarón y su tía Clotilde, se lo habrían prohibido; se juzgaba indecente que una hija de familia trabajase.

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