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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (5 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Es verdad, lo conozco bien, aunque debo admitir que aun yo me encuentro ajeno a las profundidades de su alma. Artemio es un hombre que prefiere lamerse las heridas en soledad, y es parte de su índole erigir una pared entre él y la gente, por mucho que ésta desee ayudarlo. Su orgullo le impide demostrar debilidad.

—Debió de existir alguien a quien él le entregase su corazón, le confiara sus pensamientos más arcanos, sus dudas y desvelos —lo dijo levantando la voz, comunicando cierta exasperación—. Ese sacerdote, por ejemplo, del que nos ha hablado tío Horario.

—¿Ciríaco Aparicio? —Elisabetta asintió—. Es como un padre para Artemio, y a nadie respeta tanto como a él. Sin embargo, el padre Ciríaco siempre se ha quejado de lo mismo que usted.

—Insisto en que debió de existir alguien en quien Sebastiano confiara.

"Existió", pensó Calvú Manque.

Berna se movió en el brazo de su dueña y comenzó a gañir y a ladrar. Enseguida se oyeron ruido de cascos y la orden de un jinete que incitaba a su caballo.

—¡Sebastiano! —lo saludó Elisabetta, al tiempo que agitaba el brazo, pero Artemio no la oyó y continuó con su carrera hacia los confines de la propiedad.

Calvú Manque observó el perfil de Elisabetta, que seguía con muda reverencia la cabalgata de su prometido. Aunque había sospechado que esa mujer amaba a Artemio, en ese instante supo que su amor era infinito, su devoción, eterna, y se conmovió. Amar a Artemio Furia no causaba más que penas.

Elisabetta, entretenida en pensamientos más gratos, admiraba la maestría de Artemio al montar, a la estradiota, como había señalado en una oportunidad su cuñado William al advertir el poco arraigo a la silla y ese estribar imperceptible, apenas con la punta de la bota, las riendas sueltas, como si no supiera qué hacer con ellas. Así lo había visto por primera vez años atrás, cuando descollaba entre los demás jinetes, soberbio en su montura, con el parche negro sobre el ojo izquierdo, el cabello rubio y largo que le barría los hombros, y la chaqueta que, por irle chica, le marcaba los fuertes hombros y la cintura delgada. Ahora que lo rememoraba, volvía a experimentar el turbador impacto que le causó su presencia, y la voz ronca, de dura pronunciación, con que la saludó y le cortó el aliento. No se olvidaba de la poca atención que Sebastiano le había dispensado al desensillar, limitándose a un saludo formal e impaciente, para montar de nuevo y seguir su camino, e incluso en ese acto, en el de montar, la había cautivado, por el modo empleado, novedoso tanto para ella como para los demás, que lo contemplaron con muecas de asombro al verlo sujetar un mechón de la crin del caballo y, sin apoyar el pie en el estribo, sin asistencia, sin subir al poyo de montar, en un solo movimiento, en un salto sin envión, como si se deslizara hacia arriba, terminar firme en la silla. Desde aquel día, lo había visto hacerlo cientos de veces, y todavía esperaba la ocasión para solazarse cuando él saltaba sobre el caballo.

Ya casi no lo distinguía en el paisaje, se había convertido en un punto en el horizonte. Intentó recordar qué traje de montar llevaba. El verde de casimir, con solapas y puños en piel de ante que a ella le gustaba acariciar, y botones de oro con el escudo impreso de los de Lacy, de corte impecable, hecho a medida en una casa de renombre de Savile Row, en Londres. Le gustaba de Sebastiano que hubiese aceptado con llaneza y algo de ironía las imposiciones de su abuelo, por ejemplo, la membresía en el White's Club, las fiestas en el palacio de St. James, las veladas en el Covent Garden y en Drury Lañe, las carreras de caballos de Epsom Derby y de Ascot, siempre que, al regresar a la Irlanda, él administrara las propiedades de Me'ath y de Glendalough a su antojo. Nada del oropel en el que se desenvolvía el conde de Grossvenor lo inmutaba, y prevalecía en él un aire de autosuficiencia y soberbia natural que, a la larga, 1a sociedad inglesa había terminado por respetar.

—¿No le avisó usted, Calvú, que caminaríamos hasta el lago? — preguntó Elisabetta por fin.

—Sí —admitió el indio.

—Ah —se decepcionó la italiana—. Sebastiano no habrá encontrado placentera la idea de este paseo. Como siempre, ha preferido montar a Diomed. ¡Berna, quédate quieta! —se enojó de pronto—. Si olfatea a Sebastiano —le explicó a Calvú Manque, algo consternada por su exabrupto—, hasta que no termina en sus brazos no se queda tranquila. ¡Mina,
per carità,
hazte cargo de Berna!

La mujer se aproximó con diligencia y se ocupó de la perrita.

—Me ha sorprendido la amistad entre Berna y Quinto.

—Oh, sí —sonrió Elisabetta—, son grandes amigos, aunque no siempre fue así. En un principio, Berna le temía. La indiferencia de Quinto ayudó a que tomara confianza. En eso se parece a su amo, en su marcada indiferencia por los demás. Ahora, el viejo Quinto —añadió deprisa, avergonzada por la acidez de su comentario—, la tolera como un abuelo lo haría con un molesto nieto. Puesto que Quinto es muy anciano, ¿verdad?

—Sí. Calculamos que tiene entre catorce y quince años, bastante para un puma.

—¿Es un animal doméstico en aquellas tierras?

—No —admitió Calvú Manque, y la tomó por el codo para sugerirle—: ¿Caminamos hacia la otra orilla? —Elisabetta asintió—. No es doméstico en absoluto, pero Artemio lo cobijó bajo su ala cuando cachorro y lo convirtió en un gato gigante y bonachón.

Elisabetta rió, y acotó que, más allá del buen talante de Quinto, en un principio había causado escenas de pánico entre la servidumbre y los invitados del tío Horatio. Mina había amenazado con abandonar
Grossvenor Manor.

—¿Cómo fue que Sebastiano cobijó bajo su ala a un animal salvaje? —se interesó.

A Calvú Manque lo incomodó que se valiera de cualquier tema para mendigarle información, y volvió a compadecerse de ella cuando, en realidad, pensó, Elisabetta d'Adda no era mujer para ser compadecida sino venerada.

Después del almuerzo, Elisabetta entró en el escritorio del tío Horatio, que desde hacía algunos años se había convertido en el refugio y lugar de trabajo de Artemio. La estancia, de dimensiones similares a las del salón de baile, albergaba una biblioteca que ocupaba tres de las cuatro paredes; incluso el entrepiso, al que se accedía por una escalera de caracol, tenía anaqueles con libros del suelo al techo. Hacia allí se dirigió Elisabetta en busca de una novela para matar el tedio; la pequeña Berna prefirió tenderse junto a Quinto, que dormía cerca del fuego.

En tanto acariciaba con el dedo los lomos de los libros, Elisabetta repasaba los detalles de la cena de esa noche, "nuestra cena de compromiso", se dijo, con una sonrisa que enseguida se desvaneció pues, si bien la señora Bayle le había asegurado que todo se encontraba listo, ella tenía un peso en el alma, una sensación premonitoria que no le permitía gozar, tal vez porque le resultaba mentira que, por fin, ella y Sebastiano confesaran su amor al mundo.

Se debatía entre una novela de Samuel Richardson,
Pamela,
o una de las obras teatrales de Moliere, cuando reconoció el sonido pesado de las
hessianas
de Artemio sobre el parquet, que se perdieron a causa de los ladridos de Berna. Se asomó al balcón que daba a la sala y se apoyó en el pretil de madera y, aunque en un primer momento iba a delatar su presencia, eligió callar para observarlo jugar con la perrita. Verlo pasearse desnudo por la habitación después de que hacían el amor le resultaba tan placentero como contemplarlo jugar con los animales y los niños, pues en su compañía, Artemio bajaba la guardia. Mina le había dicho una vez: "Nadie mejor que los niños y los animales para presentir si el cariño es sincero", y debía de ser cierto ya que parecían intuir la sinceridad con que él se brindaba, y buscaban su amistad. Pensó en los hijos de su cuñada Prudence —Stephen, Albert y la pequeña Sophia—, que dormían en la recámara de Artemio cuando visitaban
Grossvenor Manor,
todos sobre colchones en el suelo, aun el propio Artemio, que, al fuego del hogar, les contaba historias de las pampas, mientras se empachaban de dulces y malvaviscos. Los niños de los arrendatarios le profesaban igual devoción, y a ella le gustaba acompañarlo en su recorrida semanal, a pesar de que la contrariaban los olores punzantes de sus cabañas —a hulla y a grasa de pella— y los modos obsecuentes de los campesinos, con tal de verlo sonreír cuando los pequeños corrían a su encuentro con una confianza que pocos habrían empleado con el nieto del conde de Grossvenor.

La sonrisa de Sebastiano, retaceada, escasa, fugaz, hermosa, como la que le dirigía a Berna en ese instante, le robó el aliento, y experimentó celos de la perrita, celos de las caricias que le prodigaba, de las palabras que pronunciaba con ternura, pese a su voz rasposa y grave a un punto rudo y poco pulido.

Quinto abandonó su sitio junto al fuego y caminó con paso indolente. Se detuvo a espaldas de Artemio, que seguía acuclillado jugando con Berna, y, en un envión pesado, apoyó las patas delanteras sobre los hombros de su amo para mordisquearle la nuca y la oreja. Elisabetta quedó blanda de emoción cuando Artemio prorrumpió en una carcajada. "¡Oh, Dios mío, nunca me lo quites!", se desesperó, y enseguida sonrió y se limpió las lágrimas y se cubrió la boca para sofrenar la risa que le provocaba el cuadro de Artemio en el suelo, con Quinto y Berna sobre él, haciéndole cosquillas.

—Me pregunto si Quinto y Berna dejarán algo para mí-expresó.

Artemio abrió grande el ojo derecho al descubrirla en el entrepiso.

—¿Quieres unirte al grupo? —la invitó.

—Encantada.

Al llegar a la planta baja, Artemio ya se ponía de pie y se acomodaba el pelo y la chaqueta de casimir verde. Berna saltaba y ladraba en torno, mientras Quinto frotaba la cabeza en la rodilla de su dueño. Elisabetta extendió las manos y Artemio se las tomó.

—¿Qué te ocurre? —se preocupó—. ¿Cuál es el motivo de estas lágrimas?

—Al verte jugar con ellos, me dio por pensar en que quizás anheles tener hijos.

Artemio cuadró los hombros, y Elisabetta notó que se tensaba. No la miró cuando habló.

—¿Niños? Sí, ¿por qué no? Si llegan, serán bienvenidos.

Como todo lo relacionado con Artemio, meditó Elisabetta, el tema de los hijos encerraba un misterio. No estaba segura de proseguir, temía quebrar la magia de ese momento al preguntarle por qué nunca acababa dentro de ella. Suponía que se relacionaba con un escrúpulo por preservar su honor; llegar embarazada al altar habría desatado un escándalo mayúsculo, y al duque d'Aosta le habría dado un síncope.

—No sé si podré dártelos —admitió.

—Ven. Sentémonos junto al fuego —la tomó por los hombros y la condujo al sofá—. ¿Por qué piensas que no podrás dármelos?

—Estuve casada tres años con Andrew y nunca engendré.

Artemio bajó las comisuras de los labios en un gesto de indiferencia.

—Elisabetta, no me caso contigo por los hijos. No importa si no me los das.

—Tu abuelo quiere que de esta unión surja el duodécimo conde de Grossvenor.

—Sabes que el título de mi familia significa nada para mí. Por otra parte, si tú no concibieras, el título pasaría a Stephen, y eso me agradaría.

—Eso no agradaría a tío Horatio.

—No se lo menciones a mi abuelo —le susurró cerca del oído—, pero dudo de que él esté aquí cuando Stephen se haga con el título.

Elisabetta sonrió, y Artemio la rodeó con un brazo y la acercó a su pecho.

—Te esperábamos a la hora del almuerzo —le reprochó ella.

—Ciertos asuntos con los arrendatarios del norte tomaron más tiempo del usual.

—Te vimos con Calvú desde el lago. Te llamé, pero no me oíste.

—Mañana caminaremos hasta el lago, si lo deseas. Podrán acompañarnos los niños. Les encantará patinar, aunque no sé si el hielo estará grueso para soportar el peso.

—El viejo Dugan sabrá decirnos.

—¿Has dispuesto las recámaras para nuestros invitados? —se interesó Artemio—. No olvides que los niños
vivaquearán
en la mía.

Elisabetta le acarició la mejilla antes de besarle el filo de la mandíbula.

—Lo sé y, mientras tú y tus soldados
vivaquean,
no podré visitarte por las noches.

—No podrás, es cierto. Seré yo quien vaya a verte.

—Sí, hazlo, por favor.

Elisabetta dejó caer los párpados y acercó los labios a los de Artemio, que los contempló antes de acariciarlos con los suyos. Sabían a menta, y esa peculiaridad lo afectó. Inspiró de modo profundo y áspero antes de que se desatara en él una pasión que lo transportó en el tiempo y en el espacio, y pensó en otros labios, más carnosos y gruesos, y se imaginó besándolos, devorándolos, y hundió su lengua para degustar el interior de la mujer que permanecía atrapada en su mente.

—Sebastiano —gimoteó Elisabetta—, hazme el amor. ¡Por favor, aquí, ahora!

Su nombre en italiano lo devolvió al escritorio de
Grossvenor Manor,
y precisó de unos segundos para recuperar el control. Mantuvieron las frentes apoyadas sobre la del otro, golpeándose las mejillas con sus respiraciones desacompasadas.

—Tu boca sabe a menta —articuló al fin—. ¿Por qué?

—Tomé un té de menta hace un momento. Por favor —suplicó ella de nuevo—, ardo de deseo por ti.

—No, no. Esta noche. Ahora no. Alguien podría entrar.

—Está bien.

Elisabetta jamás se contrariaba ni discutía sus decisiones; sonreía y asentía, en absoluta sumisión, sin echar mano de golpes bajos ni utilizar esas concesiones para sacar provecho. Su belleza apacible y delicada reflejaba el temperamento por el que se la conocía, esa dulzura y buena disposición que habían terminado por seducirlo. "La mujer perfecta", se dijo, con amargo matiz, tan distinta de la que lo atormentaba en sus recuerdos

—Sebastiano, la felicidad para mí es saber que compartiré el resto de mi vida con el ser que amo. ¿Estás de acuerdo con este concepto?

—Sí.

—¿Eres feliz, entonces ?

Para Artemio, la pregunta sonó a súplica. Asintió, sonriendo, y depositó un beso en la sien de Elisabetta.

—¿Le pediste a la señora Bayle que acondicionara el dormitorio para Tessie? Llegará en breve.

—Sí —Elisabetta comenzaba a aprender que a su prometido lo irritaba la falta de organización, no soportaba las situaciones improvisadas y hacía un culto de la planificación; lo había visto enfurecerse cuando sus disposiciones se alteraban—. Todo está pronto para esta noche. Me alegro de que Tessie haya aceptado nuestra invitación.

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