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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (10 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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Y fue entonces cuando surgió el más sabio de mis genios benéficos, en la persona de Plotina. Hacía cerca de veinte años que conocía a la emperatriz. Pertenecíamos al mismo medio; teníamos casi la misma edad. La había visto vivir una existencia tan forzada como la mía y más desprovista de porvenir. Me había sostenido, sin parecer darse cuenta de que lo hacía, en momentos difíciles. Pero su presencia se me hizo indispensable durante los días peligrosos de Antioquía, tal como más adelante me sería indispensable su estima, que conservé hasta su muerte. Me acostumbré a aquella figura de ropajes blancos, los más simples imaginables en una mujer; me habitué a sus silencios, a sus palabras mesuradas que valían siempre por una respuesta, la más clara posible. Su aspecto no chocaba para nada en aquel palacio más antiguo que los esplendores de Roma: aquella hija de advenedizos era harto digna de los Seléucidas. Estábamos de acuerdo en casi todo. Los dos teníamos la pasión de adornar y luego despojar nuestra alma, de someter el espíritu a todas las piedras de toque. Plotina se inclinaba a la filosofía epicúrea, ese lecho angosto pero limpio donde a veces he tenido mi pensamiento. El misterio de los dioses, tan angustioso para mí, no la tocaba, y tampoco compartía mi apasionado gusto por los cuerpos. Era casta por repugnancia hacia la facilidad, generosa por decisión antes que por naturaleza, prudentemente desconfiada pero pronta a aceptarlo todo de un amigo, aun sus inevitables errores. La amistad era una elección en la que se comprometía por entero, entregándose como yo sólo me he entregado en el amor. Plotina me conoció mejor que nadie; le dejé ver lo que siempre disimulé cuidadosamente ante otros, por ejemplo ciertas secretas cobardías. Quiero creer que, por su parte, no me ocultó casi nada. La intimidad de los cuerpos, que jamás existió entre nosotros, fue compensada por el contacto de dos espíritus estrechamente fundidos.

Nuestro entendimiento no requirió confesiones, reticencias ni explicaciones: los hechos bastaban por sí mismos. Ella los observaba mejor que yo. Bajo las pesadas trenzas que la moda exigía, aquella frente lisa era la de un juez. Su memoria guardaba la huella exacta de los menores objetos; jamás le ocurría como a mí vacilar demasiado o decidirse prematuramente. Le bastaba una ojeada para descubrir a mis más ocultos enemigos; valoraba a mis partidarios con una prudente frialdad. A decir verdad éramos cómplices, pero el oído más aguzado apenas hubiera podido reconocer entre nosotros los signos de un acuerdo secreto. Jamás cometió ante mí el grosero error de quejarse de Trajano, o el más sutil de excusarlo o elogiarlo. Mi lealtad, por otra parte, no le inspiraba la menor duda. Atiano, que acababa de llegar a Roma, se sumaba a aquellas entrevistas que duraban a veces la noche entera; nada parecía fatigar a esa mujer imperturbable y frágil. Había logrado que mi antiguo tutor fuese designado consejero privado, eliminando así a mi enemigo Celso. La desconfianza de Trajano, o la imposibilidad de encontrarme un reemplazante en la retaguardia, me obligaba a permanecer en Antioquía; pero contaba con ellos para enterarme de todo lo que no me dirían los boletines. En caso de desastre, sabrían agrupar en torno a mí la fidelidad de una parte del ejército. Mis adversarios tendrían que soportar la presencia de aquel anciano gotoso que sólo partía para servirme, y de aquella mujer capaz de exigirse a sí misma una larga resistencia de soldado.

Los vi alejarse, con el emperador a caballo, firme, admirablemente plácido, el grupo de las mujeres en literas, los guardias pretorianos mezclados con los exploradores númidas del temible Lucio Quieto. El ejército, que había invernado a orillas del Eufrates, se puso en marcha apenas llegado el jefe: la campaña parta comenzaba más que auspiciosamente. Las primeras noticias fueron sublimes: conquistada Babilonia, franqueado el Tigris, Ctesifón acababa de caer. Como siempre, todo cedía ante la asombrosa capacidad de aquel hombre. Sharaceno, príncipe de Arabia, se sometió abriendo todo el curso del Tigris a las flotillas romanas; el emperador se embarcó rumbo al puerto de Sharax, en el fondo del Golfo Pérsico. Tocaba ya en las orillas fabulosas. Mis inquietudes subsistían, pero las disimulaba como si fueran crímenes; tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse. Lo que es peor, dudaba de mí mismo; había sido culpable de esa innoble incredulidad que nos impide reconocer la grandeza de un hombre que conocemos demasiado. Había olvidado que ciertos seres modifican los límites del destino, cambian la historia. Había blasfemado del Genio del emperador. Me consumía en mi puesto. Si por casualidad se producía lo imposible, ¿quedaría yo excluido? Como todo es más fácil que la sensatez, me venían deseos de vestir la cota de malla de las guerras sármatas y utilizar la influencia de Plotina para hacerme llamar al ejército. Envidiaba al último de nuestros soldados, el polvo de las rutas asiáticas, el choque de los batallones persas acorazados. El Senado acababa de otorgar al emperador, no ya el derecho de celebrar un triunfo, sino una sucesión de triunfos que durarían tanto como su vida. Por mi parte hizo lo que correspondía hacer: ordené fiestas y subí a sacrificar a la cima del monte Casio.

Súbitamente, el incendio que se incubaba en las tierras orientales estalló por todas partes. Los comerciantes judíos se negaron a pagar los impuestos a Seleucia; inmediatamente Cirene se sublevó y el elemento oriental asesinó al elemento griego; las rutas que llevaban el trigo de Egipto a nuestras tropas fueron cortadas por una banda de zelotes de Jerusalén; en Chipre, los residentes griegos y romanos cayeron en manos del populacho judío, que los obligó a matarse entre ellos en combates de gladiadores. Logré mantener el orden en Siria, pero advertía las llamaradas en los ojos de los mendigos acurrucados en los umbrales de las sinagogas, las sonrisas irónicas en los gruesos labios de los camelleros, un odio que en resumidas cuentas no merecíamos. Desde el comienzo los judíos y los árabes habían hecho causa común frente a una guerra que amenazaba arruinar su negocio; pero Israel aprovechaba para lanzarse contra un mundo del que la excluían sus furores religiosos, sus singulares ritos y la intransigencia de su dios. Luego de volver apresuradamente a Babilonia, el emperador delegó en Quieto el castigo de las ciudades sublevadas; Cirene, Edesa, Seleucia, las grandes metrópolis helénicas del Oriente, fueron entregadas a las llamas para vengar las traiciones premeditadas durante los altos de las caravanas o maquinadas en las juderías. Más tarde, visitando aquellas ciudades que habría de reconstruir, anduve bajo columnatas en ruinas, entre hileras de estatuas rotas. El emperador Osroes, que había fomentado aquellas revueltas, tomó inmediatamente la ofensiva; Abgar se sublevó y penetró en Edesa reducida a cenizas; nuestros aliados armenios, con los cuales había creído contar Trajano, se volcaron a los sátrapas. Bruscamente el emperador se halló en medio de un inmenso campo de batalla, donde había que hacer frente en todas direcciones.

Perdió el invierno en el sitio de Hatra, nido de águilas casi inexpugnable en pleno desierto y que costó miles de muertos a nuestro ejército. Su obstinación asumía más y más una forma de coraje personal; aquel hombre enfermo se negaba a abandonar la partida. Por Plotina sabía que Trajano, a pesar de la advertencia de un breve ataque de parálisis, seguía rehusándose a nombrar su heredero. Si el imitador de Alejandro moría a su vez de fiebre o de intemperancia en algún rincón malsano de Asia, la guerra exterior se complicaría con una guerra civil; una lucha a muerte estallaría entre mis partidarios y los de Celso o Palma. De pronto las noticias cesaron casi por completo; la precaria línea de comunicación entre el emperador y yo sólo subsistía por obra de las bandas númidas de mi peor enemigo. Entonces, por primera vez, ordené a mi médico que marcara en mi pecho, con tinta roja, el lugar del corazón; si sobrevenía lo peor no estaba dispuesto a caer vivo en manos de Lucio Quieto. La difícil tarea de pacificar las islas y las provincias limítrofes se agregaba a las demás obligaciones de mi puesto, pero el agotador trabajo diurno no era nada comparado con las interminables noches de insomnio. Todos los problemas del imperio me abrumaban a la vez, pero el mío propio pesaba más. Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir.

Iba a cumplir cuarenta años. Si sucumbía en esa época, de mí sólo quedaría un nombre en una serie de altos funcionarios, y una inscripción griega en honor del arconte de Atenas. Desde entonces, cada vez que he visto desaparecer en mitad de la vida a un hombre cuyos éxitos y fracasos el público cree poder medir exactamente, he recordado que a esa edad yo existía tan sólo para mí mismo y para algunos amigos, que a veces debían dudar de mí como lo hacía yo personalmente. He comprendido que pocos hombres se realizan antes de morir, y he juzgado con mayor piedad sus interrumpidos trabajos. Aquella amenaza de una vida frustrada inmovilizaba mi pensamiento en un punto, fijándolo como un absceso. Mi deseo de poder era semejante al del amor, que impide al amante comer, dormir, pensar, y aun amar, hasta que no se hayan cumplido ciertos ritos. Las más urgentes tareas parecían vanas, desde el momento que me estaba vedado adoptar, como señor, decisiones referentes al futuro; necesitaba tener la seguridad de que iba a reinar para sentir de nuevo el placer de ser útil. Aquel palacio de Antioquía, donde algunos años más tarde habría de vivir en una especie de frenesí de felicidad, era para mi una prisión, y tal vez una prisión de condenado a muerte. Envié mensajes secretos a los oráculos, a Júpiter Amón, a Castalia, a Zeus Doliqueno. Me rodeé de magos; llegué al punto de hacer traer a los calabozos de Antioquía a un criminal condenado a la crucifixión y a quien un hechicero degolló en mi presencia, con la esperanza de que el alma, flotando un instante entre la vida y la muerte, me revelara el porvenir. Aquel miserable se salvó de una agonía más prolongada, pero las preguntas formuladas quedaron sin respuesta. De noche andaba de vano en vano, de balcón en balcón, por las salas del palacio cuyos muros mostraban aún las fisuras del terremoto, trazando aquí y allá cálculos astrológicos en las losas, interrogando las estrellas titilantes. Pero los signos del porvenir había que buscarlos en la tierra.

El emperador levantó por fin el sitio de Hatra y se decidió a volver sobre sus pasos, cruzando el Eufrates que jamás hubiera debido franquear. Los calores tórridos y el hostigamiento de los arqueros partos hicieron todavía más desastroso aquel amargo retorno. En un ardiente anochecer de mayo, a orillas del Orontes y fuera de las puertas de la ciudad, salí a recibir al pequeño grupo castigado por las fiebres, la ansiedad y la fatiga: el emperador enfermo, Atiano y las mujeres. Trajano se obstinó en llegar a caballo hasta el palacio; apenas podía sostenerse; aquel hombre tan lleno de vida parecía más cambiado que otro por la cercanía de la muerte. Crito y Matidia lo sostuvieron al subir la escalinata, lo llevaron a acostarse y se instalaron a su cabecera. Atiano y Plotina me narraron los incidentes de la campaña que no habían incluido en sus breves mensajes. Uno de aquellos relatos me conmovió al punto de incorporarse para siempre a mis recuerdos personales, a mis símbolos propios. Apenas llegado a Sharax, el fatigado emperador había ido a sentarse a la orilla del mar, frente a las densas aguas del Golfo Pérsico. En aquel momento no dudaba todavía de la victoria, pero por primera vez lo abrumaba la inmensidad del mundo, la conciencia de su edad y de los límites que nos encierran. Gruesas lágrimas rodaron por las arrugadas mejillas del hombre a quien se creía incapaz de llorar. El jefe que había llevado las águilas romanas a riberas hasta entonces inexploradas, comprendió que no se embarcaría jamás en aquel mar tan soñado; la India, la Bactriana, todo ese Oriente tenebroso del que se había embriagado a distancia, se reducirían para él a unos nombres y a unos ensueños. A la mañana siguiente, las malas noticias lo forzaron a retroceder. Cada vez que el destino me ha dicho no, he recordado aquellas lágrimas derramadas una noche en lejanas playas por un anciano que quizá miraba por primera vez su vida cara a cara.

Al otro día subí a ver al emperador. Me sentía filial y fraternal a su lado. El hombre que se había gloriado siempre de servir y pensar como cualquier soldado de su ejército, llegaba a su fin en la más grande soledad; tendido en su lecho, seguía combinando grandiosos planes que ya no interesaban a nadie. Como siempre, su lenguaje seco y cortante afeaba su pensamiento; articulando trabajosamente las palabras, me habló del triunfo que le preparaba Roma. Negaba la derrota como negaba la muerte. Dos días después tuvo un segundo ataque. Se reanudaron mis ansiosos conciliábulos con Atiano y Plotina. Previsora, la emperatriz había elevado a mi antiguo amigo a la todopoderosa dignidad de prefecto del pretorio, poniendo así la guardia imperial a sus órdenes. Matidia, que no abandonaba la habitación del enfermo, estaba afortunadamente de nuestra parte; aquella mujer tan sencilla y tan tierna era como de cera entre las manos de Plotina. Pero ninguno de nosotros osaba recordar al emperador que la sucesión seguía pendiente. Quizá, como Alejandro, había decidido no nombrar en persona a su heredero; quizá tenía con el partido de Quieto compromisos que sólo él conocía. O, más sencillamente, se negaba a admitir su propio fin; así es como en tantas familias se ve morir intestados a tercos ancianos. Para ellos no se trata tanto de guardar hasta el fin su tesoro o su imperio, que sus dedos entumecidos ya han soltado a medias, como de no ingresar prematuramente en el estado póstumo de un hombre que ya no tiene decisiones que adoptar, sorpresas que dar, amenazas o promesas que hacer a los vivientes. Yo lo compadecía: éramos demasiado diferentes como para que pudiera encontrar en mi ese dócil continuador, dispuesto desde el comienzo a emplear los mismos métodos y hasta los mismos errores, y que la mayoría de los hombres que han ejercido autoridad absoluta buscan desesperadamente en su lecho de muerte. Pero el mundo, en torno a él, carecía de estadistas; yo era el único a quien podía elegir sin faltar a sus deberes de buen funcionario y de gran príncipe; como jefe habituado a valorar las hojas de servicio, estaba prácticamente obligado a aceptarme. Por lo demás, esa razón le daba un excelente motivo para odiarme. Poco a poco su salud se restableció lo bastante como para permitirle salir de su habitación. Hablaba de emprender una nueva campaña, pero ni él mismo creía en ella. Su médico Crito, que temía los calores de la canícula, logró por fin convencerlo de que retornara por mar a Roma. La noche antes de su partida me hizo llamar a bordo del navío que lo llevaría a Italia, y me nombró comandante en jefe en su reemplazo. Llegaba hasta eso; pero lo esencial quedaba por hacer.

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